Octubre de 1981
Probadme ahora en esto
Por el presidente Spencer W. Kimball
En esta época de preocupaciones y dificultades económicas, es imperioso que tengamos presente que el Señor nos ha dado a todos, individualmente y como Iglesia, una ley para nuestro bienestar económico y espiritual, y que si la obedecemos de corazón, recibiremos las bendiciones prometidas «hasta que sobreabunden» (véase Malaquías 3:10).
Hablo de la ley del diezmo, la cual puede ser nuestra bendición y seguridad, nuestra gran garantía de ayuda divina. Siempre me ha impresionado el hecho de que de todas las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento, el Señor repitiera a los nefitas cuando los visitó la conmovedora promesa de Malaquías relativa a los diezmos:
«Y sucedió que les mandó que escribieran las palabras que el Padre había hablado a Malaquías, las cuales él les diría. Y aconteció que después que fueron escritas, él las explicó. Y éstas son las palabras que les habló, diciendo: Así dijo el Padre a Malaquías. . .
¿Robará el hombre a Dios? Más vosotros me habéis robado. Pero decís: ¿En qué te hemos robado? En los diezmos y en las ofrendas.
Malditos sois con maldición, porque vosotros, toda esta nación, me habéis robado.
Traed todos los diezmos al alfolí para que haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice el Señor de los Ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros una bendición tal que no haya donde contenerla.
Y reprenderé al devorador por amor de vosotros, y no destruirá los frutos de vuestra tierra; ni vuestra viña en los campos dará su fruto antes de tiempo, dice el Señor de los Ejércitos.
Y todas las naciones os llamarán bienaventurados…» (3 Nefi 24:1, 8-12.)
¿Quién de entre nosotros no necesita estas bendiciones que el Señor ha prometido?
En otra época de dificultades encontramos también a otro pueblo, el del reino de Judá, que había vivido bajo la iniquidad del rey Acaz; había sufrido reveses económicos y políticos a causa de los asirios y filisteos. Pero cuando el rey Ezequías comenzó a reinar «hizo lo recto ante los ojos de Jehová» (2 Crónicas 29:2). Así, el corazón y la mente del pueblo se volvieron nuevamente a las enseñanzas de las Escrituras, y otra vez obedecieron los mandamientos. La historia de lo que sucedió posteriormente es otro testimonio de cómo el Señor cumple sus promesas:
«Y cuando este edicto fue divulgado, los hijos de Israel dieron muchas primicias de grano, vino, aceite, miel, y de todos los frutos de la tierra; trajeron asimismo en abundancia los diezmos de todas las cosas.
. . . dieron del mismo modo los diezmos de las vacas y de las ovejas; y trajeron los diezmos de lo santificado, de las cosas que habían prometido a Jehová su Dios, y los depositaron en montones. . .
Cuando Ezequías y los príncipes vinieron y vieron los montones, bendijeron a Jehová, y a su pueblo Israel.
Y preguntó’ Ezequías a los sacerdotes y a los levitas acerca de esos montones.
Y el sumo sacerdote Azarías, de la casa de Sadoc, le contestó: Desde que comenzaron a traer las ofrendas a la casa de Jehová, hemos comido y nos hemos saciado, y nos ha sobrado mucho, porque Jehová ha bendecido a su pueblo; y ha quedado esta abundancia de provisiones. . .
De esta manera hizo Ezequías en todo Judá; y ejecutó lo bueno, recto y verdadero delante de Jehová su Dios.
En todo cuanto emprendió en el servicio de la casa de Dios, de acuerdo con la ley y los mandamientos, buscó a su Dios, lo hizo de todo corazón, y fue prosperado.» (2 Crón. 31:5-6, 8-10, 20-21)
El Señor hizo prosperar a Judá a través de sus épocas de dificultades porque ciertamente es como dice el salmista: «De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo y los que en el habitan.» (Salmo 24:1.)
En esta dispensación el Señor ha dicho a los santos que si obedecen los mandamientos y dan sus ofrendas, «la abundancia de la tierra será vuestra, las bestias del campo y las aves del cielo. . .
sí, todas las cosas que de la tierra salen . . . son hechas para el beneficio y el uso del hombre.» (D. y C. 59:16, 18.)
Los profetas de todas las dispensaciones han enseñado claramente la ley del diezmo para la bendición y protección del pueblo del Señor. Sobre este tema podemos leer la palabra del Señor en nuestra dispensación:
«De cierto, así dice el Señor, requiero que. . .
. . . todos aquellos que hayan entregado este diezmo pagarán la décima parte de todo su interés anualmente; y ésta les será por ley fija perpetuamente, para mi santo sacerdocio, dice el Señor . . .
Y os digo que si mi pueblo no observa esta ley para guardarla santa, ni me santifica la tierra de Sión por esta ley, a fin de que en ella se guarden mis estatutos y juicios, para que sea la más santa, he aquí, de cierto os digo, no será para vosotros una tierra de Sión.
Y esto servirá de modelo a todas las estacas de Sión. Así sea. Amén.» (D. y C. 119:1, 4, 6-7.)
Aquí el Señor aclara que el diezmo es su ley y que se requiere de todos sus seguidores. Pagar el diezmo es un honor y un privilegio para nosotros; es una seguridad, una promesa y una gran bendición para nosotros poder vivir esta ley de Dios. No cumplir plenamente con esta obligación es negamos las promesas y «despreciar las cosas más importantes» (D. y C. 117:8); no obedecerla es una transgresión, y no un acto negligente sin consecuencias.
Sí, tal vez se requiera gran fe para pagar el diezmo cuando los fondos son escasos y las demandas económicas grandes. Pero recordemos la promesa del Padre a Malaquías. También recordemos las palabras del Señor en esta época:
«Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis.» (D. y C. 82:10.)
Los padres deben enseñar estos principios con regularidad para que sean testimonio viviente para ellos. La época apropiada para enseñar estas lecciones es cuando el niño es pequeño, porque es receptivo, es accesible, y aceptará las sugerencias de sus padres.
Recuerdo que cuando era pequeño yo iba con mi madre subiendo por un camino polvoriento hacia la casa del obispo, en una época en la que a menudo pagábamos el diezmo con la entrega de animales y productos. Mientras caminábamos, le pregunté:
— ¿Por qué llevamos huevos a casa del obispo?
Ella me respondió:
—Porque son huevos para pagar el diezmo y el obispo es quien recibe el diezmo que pertenece a nuestro Padre Celestial.
Luego me relató cómo cada noche, cuando recogíamos los huevos, el primero se ponía en una cesta especial y los nueve siguientes en una más grande. En esa forma me enseñó la ley del diezmo.
Al oeste de nuestra casa estaba el huerto; parte de éste había sido dedicada al cultivo de patatas (papas). Un día mi padre dijo dirigiéndose a mi hermana y a mí:
—Hay más patatas de las que podemos consumir. Si desean vender algunas, pueden hacerlo.
Mi hermana Alicia y yo desenterramos algunas, las acarreamos hasta un hotel y allí las vendimos. Al mostrar el dinero a nuestro padre, él nos preguntó qué íbamos a hacer con él; le respondimos que nos la repartiríamos antes de comprar las cosas que deseábamos. Entonces volvió a preguntarnos:
— ¿Y qué me dicen del diezmo? — Y agregó —: El Señor ha sido bueno con nosotros. Hemos plantado, cuidado y cosechado, pero la tierra es del Señor, y Él nos mandó la lluvia y el sol. Siempre le devolvemos una décima parte porque es suya.
Mi padre no nos exigió nada; simplemente nos explicó con tal convicción que sentimos que era un honor y un privilegio pagar el diezmo.
Ya he relatado antes una experiencia que tuve con un amigo que me llevó a su casa de campo. Abrió la puerta de su automóvil, nuevo y muy grande, se sentó detrás del volante, y dijo con satisfacción:
— ¿Te gusta mi auto nuevo?
Recorrimos la zona rural con suma comodidad, y llegamos a una casa recién construida y ubicada en un hermoso predio; allí me dijo, no sin bastante orgullo:
— ¡Esta es mi casa!
Seguimos hasta una colina cubierta de césped. El sol se estaba escondiendo detrás de los cerros distantes. El recorrió con la vista su vasto dominio y, señalando hacia el norte, me preguntó:
— ¿Ves aquel grupo de árboles allá a lo lejos?
Yo apenas alcanzaba a distinguirlos a la luz del ocaso; luego señaló hacia el este.
— ¿Ves aquel lago que brilla con los últimos rayos del sol?
También el lago se alcanzaba a ver.
— Y aquellos riscos, ¡allá hacia el sur!
Nos dimos vuelta para mirar a la distancia, y me señaló graneros, silos y una granja hacia el oeste. Con un amplio gesto que lo abarcaba todo, dijo con alarde:
—Desde la arboleda hasta el lago; desde los riscos hasta la granja y sus edificios, y todo lo que queda en medio. . . ¡todo eso es mío! Y esas manchas negras que ves en la llanura… es el ganado; y me pertenece.
Fue entonces que le pregunté cómo lo había obtenido. La cadena de propietarios en su familia llegaba hasta las concesiones de tierras hechas por los gobiernos. Su abogado le había asegurado que tenía un título libre de trabas.
— ¿De quién lo obtuvo el gobierno? —Inquirí — ¿Cuánto se pagó por ese título?
A mi mente llegó la declaración del salmista expuesta osadamente por Pablo:. . . del Señor es la tierra y su plenitud» (1 Corintios 10:26). Y luego le pregunté:
— ¿Recibieron de Dios el título de propiedad, del Creador de la tierra y, por lo tanto el dueño de todo? ¿Se le pagó a Él? ¿Él te vendió esa propiedad o te la arrendó, o te la otorgó? Si es un regato, ¿de quién provino? Si es producto de una venta, ¿con qué tipo de cambio o moneda se compró? Si la tienes en arriendo, ¿haces un balance financiero adecuado? ¿Cuál es el precio de todo eso? ¿Con qué tesoros compraste esta tierra?
— ¡Con dinero!
— ¿Dónde obtuviste el dinero?
—Mediante mi esfuerzo, mi sudor, mi trabajo y toda mi energía.
— ¿De dónde sacaste la fuerza, la energía para trabajar, las glándulas para sudar?
Me habló de los alimentos, y yo agregué:
— ¿Dónde se originó el alimento?
— Mediante la energía del sol, con la contribución de la atmósfera y el agua.
— ¿Y quién trajo aquí esos elementos?
Cité al salmista:
«Abundante lluvia esparciste, oh Dios; a tu heredad exhausta tú la reanimaste.» (Salmo 68:9.)
—Si la tierra no es tuya, ¿qué clase de cuentas rindes ante tu arrendador por sus bondades? La escritura dice: «Dad… a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22:21).
— ¿Qué porcentaje de tu interés gagas a Cesar? ¿Y qué porcentaje a Dios?
Y seguí diciéndole:
— ¿Crees en la Biblia? ¿Aceptas el mandamiento que el Señor nos dio a través del profeta Malaquías? ¿Crees en las palabras de Moisés ante el Faraón de que «de Jehová es la tierra» (Éxodo 9:29) . . . Me parece que no hay lugar alguno en las Santas Escrituras donde Dios haya dicho: «Te doy la propiedad de esta tierra incondicionalmente». No, no puedo encontrarlo, pero encuentro esto en los Salmos: «Los que esperan en Jehová. . . ellos heredarán la tierra» (Salmo 37:9). Y recuerdo que nuestro Creador hizo un convenio en el concilio celestial con todos nosotros: «Descenderemos, pues hay espacio allá, y tomaremos de estos materiales y haremos una tierra sobre la cual éstos puedan morar» (Abraham 3:24).
—Esto parece, más que un asunto de propiedad, un arriendo por el cual se fija un pago; y no creo que se aplica a la tierra sino a su uso y a todo lo que en ella hay; y todo ello se da a los hombres a condición de que obedezcan los mandamientos de Dios.
Mas mi amigo continuó diciendo «¡Es mía. . . mía!» como si quisiera convencerse contra el conocimiento más cierto de que a lo sumo era un arrendador desleal.
Eso sucedió hace muchos años. Tiempo después lo vi en su lecho de muerte, entre muebles lujosos, en una mansión palaciega. Su fortuna era enorme. Yo le cerré los ojos; hablé en su funeral, y seguí el cortejo desde los terrenos que él reclamaba como suyos, hasta su tumba, una extensión pequeñita y oblonga, con el largo de un hombre alto y el ancho de un cuerpo corpulento.
Más tarde vi aquella misma tierra, amarilla de grano, verde de alfalfa, blanca de algodón. . . evidentemente impasible ante la vida y la muerte de aquel que la había reclamado como suya.
Mis queridos hermanos y hermanas, os testifico a todos que el diezmo es ciertamente una gran bendición y una ley para nuestro beneficio. Reunamos a nuestra familia a nuestro alrededor y nuevamente leamos la promesa que el Señor testificó que venía del Padre, una promesa que ninguno de nosotros puede darse el lujo de pasar por alto:
«Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.» (Malaquías 3:10.)
Sea ésta, entonces, nuestra palabra: «Yo y mi casa serviremos a Jehová» (Josué 24:15).
Si lo nacemos y obedecemos los mandamientos con todo nuestro corazón, tal como lo hizo Ezequías, el Señor nos guiará a través de los tiempos difíciles, y veremos agradecidos la ayuda que nos da, y nosotros le expresaremos nuestro profundo amor y reconocimiento por sus muchas bondades. Él es nuestro Señor y nuestra Gran Fuerza, y si somos dignos, estará a nuestro lado en los momentos de necesidad. De esto no tengo la menor duda.
























