Enero de 1982
De la oscuridad nació la luz
Por Thomas J. Griffiths
Atrapados en la mina de carbón, primero por el incendio y luego por la inundación, el muchacho oró en la oscuridad: «Si es tu voluntad, permítenos ver la luz una vez más»
Ese día se llevaba a cabo la reunión de ayuno y testimonios en nuestro barrio, y varios jóvenes se habían levantado de sus asientos y testificado de la bondad y las bendiciones del Señor para con ellos. De pronto, se puso de pie un anciano de arrugado rostro y cabello en el que el tiempo había puesto pinceladas de plata. A pesar de su edad, tenía la voz clara como el tañir de un campanario en una límpida mañana. Empezó diciendo:
«Sé que Dios vive y que guía nuestro destino; y si estoy hoy aquí es porque El escuchó mis oraciones cuando era yo sólo un muchachito, y luego guio mis pasos.»
Para comprender mejor sus palabras, debemos retroceder en el tiempo hasta la época en que un jovencito de sólo doce años tuvo que convertirse en hombre y salir a trabajar. Este joven vivía en una aldea minera de Gales, donde casi todos los hombres del lugar trabajaban en la mina de carbón. Estaba por cumplir los doce años, y sabía que cuando esto sucediera, tendría que bajar a la mina a trabajar como otros muchachos de su edad; él comprendía perfectamente que había llegado el momento de abandonar la escuela y ganarse la vida para ayudar a mantener a su familia.
Una mañana, cuando se dirigía a la escuela, fue testigo de un incidente que lo afectaría por el resto de su vida. Ese día aprendió el significado de la palabra miedo.
Subiendo por la colina hacia la aldea, divisó un pequeño cortejo. Al acercarse, vio dos hombres que llevaban una camilla, mientras otro caminaba un poco más adelante; los; tres tenían la cara ennegrecida por el polvo del carbón y transportaban un cuerpo pequeño, cubierto de pies a cabeza con una manta oscura.
— ¿Quién es? — preguntó alguien.
— El pequeño Davey Edwards— replicó el que iba al frente—. Lo sepultó un derrumbe en un túnel; pobre muchacho.
El chico continuó su camino a la escuela, pero sus pensamientos estaban muy lejos de los estudios, centrados en el recuerdo de Davey Edwards. Juntos habían trepado aquellas colinas, habían recogido castañas en el bosque del Monte Mynyddyslwyn y moras silvestres en las riberas del arroyo Gwyddon; habían recorrido el lindero de los bosques y escuchado juntos el llamado de amor del cuclillo que indicaba la proximidad de la primavera.
Sí, pensó, esos días ya se fueron. Pronto. Davey estará a dos metros bajo tierra en el cementerio de Lianvach, y me tocará a mí el turno de bajar al pozo de carbón.
Por primera vez en su vida, supo lo que era el miedo. Pero guardó el miedo para sí.
Por fin llegó el día de su duodécimo cumpleaños, y su padre le informó que el lunes siguiente debía empezar a trabajar en la mina. El sábado por la tarde, fueron juntos a la tienda del pueblo, y allí le compró un pantalón de grueso paño y una camisa de franela; también compraron una caja para llevar la comida y una lata de té, además de un par de ligas de cuero para apretar los pantalones por debajo de la rodilla a fin de que el polvo de carbón no penetrara por la pernera del pantalón.
La mañana del lunes amaneció húmeda y fría, aunque no tan fría como el corazón del muchachito. Al llegar a la mina, lo asignaron para trabajar como compañero de Dai Jenkins, un experto minero. (Los administradores no querían formar equipos de padres e hijos para que, en caso de accidente, no murieran al mismo tiempo dos miembros de la familia.)
El muchacho se quedó junto a su compañero mientras la jaula comenzaba el lento descenso. Al tenue resplandor de las lámparas, vio, a través de los barrotes, a su padre, que le sonreía; junto a él estaba otro muchachito de la aldea, también de doce años.
La jaula llegó al fondo con un golpe seco. Al abrirse el portón de barrotes para que salieran los hombres, el fuerte olor que despedían los caballos y las muías penetró en las narices del muchacho. Utilizaban los animales para tirar de las vagonetas cargadas a través de las galerías y volver a llevarlas una vez que se vaciaban. Había un hombre, el palafrenero, encargado exclusivamente de cuidarlos.
El muchacho siguió a su compañero hasta el final de la estrecha galería, que era el lugar donde debían trabajar. El hombre se quitó la chaqueta y la colgó de un clavo que sobresalía de una de las vigas que servían de apoyo a lo que vendría a ser el techo, haciendo lo mismo con la caja de la comida y la lata del té. El muchacho lo imitó.
La veta de carbón tenía en esa parte sólo un metro de espesor, por lo que el minero pasaba casi todo el tiempo de rodillas, trabajando con el pico. El muchacho tenía que cargar el carbón en una de las vagonetas y el material de desecho en las otras. Una vez cargadas, iba el palafrenero con los animales y llevaba las vagonetas hasta la jaula que estaba al fondo de la galería, y desde allí las transportaban a la superficie.
Así fueron pasando los días, y en cada uno de ellos aumentaba el odio del muchacho por la oscuridad de la mina. Había momentos en que sentían como un sacudón; eran las ocasiones en que la tierra se asentaba, y parecía que las vigas que sostenían el techo cederían, atrapándolos en un derrumbe. En esos momentos, el jovencito recordaba a su amigo Davey y se preguntaba si él también no terminaría en una camilla, cubierto de pies a cabeza con una manta.
A pesar de todo, había una parte del día de la que realmente disfrutaba. Era cuando el hombre, dejando el pico a un lado, le decía:
—Ven, rapaz. Es tiempo de que tomemos un bocado y bebamos unos sorbos de té.
Entonces se sentaban el uno junto al otro y, a la pálida luz de las lámparas, comían lo que habían llevado para el almuerzo. De vez en cuando, el hombre compartía con el chico alguna golosina que su esposa había preparado y que a éste le sabían cómo un bocado del cielo.
Un día, mientras el minero cavaba con el pico, sucedió algo extraño: con cada golpe se fue abriendo en la pared del túnel un agujero por el cual se pasaba a una cueva; ésta era del tamaño de un cuarto pequeño, y lo que hacía las veces de techo era roca sólida. En uno de los lados de la cueva, había una especie de estante, como a un metro y medio de altura sobre el suelo.
Sólo cabe preguntarse por qué los acontecimientos que siguieron ocurrieron en el mismo día de este descubrimiento. Mientras ambos compañeros se encontraban sentados comiendo su almuerzo, se sintió un estruendo parecido al de un trueno ensordecedor, que retumbó a través de la mina. La tierra se sacudió. El hombre se puso en pie de un salto y asió al muchacho de un brazo.
— ¡Es una explosión, rapaz! — Exclamó—. Seguramente habrá también un incendio. Tenemos que apresurarnos a poner el tabique temporario en la abertura, pues es nuestra única esperanza de protección.
Rápidamente, ambos procedieron a clavar la pesada lona contra el agujero que daba entrada a la cueva recién descubierta; luego se sentaron en el suelo a esperar. Muy pronto pudieron sentir el calor a medida que el fuego se aproximaba.
Entretanto, en la superficie comenzaron a reunirse los aldeanos alrededor de la entrada de la mina. Se había enviado patrullas de rescate abajo, pero éstas regresaron casi inmediatamente.
—Nadie podría sobrevivir en aquel infierno —informaron—. Todo está en llamas. Que Dios ayude a los que han quedado atrapados.
Los dueños de la mina se reunieron a deliberar y tomaron una decisión: A fin de apagar el fuego, sería necesario desviar el canal que pasaba cerca y encauzarlo hacia las galerías de la mina. Una mujer lanzó un grito, y dijo sollozando:
— ¿Qué pasará con nuestros hombres?
Su angustiada protesta sólo obtuvo como respuesta un desalentado movimiento de cabeza. No había nada más que hacer.
En la pequeña cueva el calor se hacía insoportable, aunque por lo menos llegaba hasta allí un poco de aire. El tiempo parecía haberse detenido para el hombre y el muchacho. De pronto, oyeron el ruido del agua que empezó a penetrar en la cueva. Primero les llegó hasta los zapatos, luego hasta las rodillas. Y continuaba subiendo.
El hombre se subió al estante y ayudó al muchacho a que hiciera otro tanto. Al comenzar a subir el agua, el calor fue cediendo. Después, los rodeó un espectral silencio.
— Rapaz —murmuró el minero—, ¿sabes orar?
—Sí, señor —respondió él—. Mi madre me enseñó antes de morir.
—Entonces, ora. Es lo único que nos queda.
El muchacho cerró los ojos, pero por unos instantes no pudo decir nada. Luego, las palabras comenzaron a brotar lentamente, como si salieran del fondo del corazón angustiado.
—Amado Jesús, nos dirigimos a ti en medio de esta oscuridad que nos rodea. Nada nos queda ya, sino tú ayuda. Si es tu voluntad, permítenos ver la luz una vez más; permite que nuestros pies suban la colina de regreso a nuestro hogar; permite que volvamos a escuchar el canto de los pájaros y a ver otra vez cómo se asoma el sol por detrás del monte Rhysog. Estamos solos y necesitamos tu ayuda. Amén.
El jovencito sintió que el brazo del minero le rodeaba los hombros, al mismo tiempo que le decía:
—Gracias, rapaz. No tengo ya más miedo; no, señor.
Pasaron las horas y afuera cayó la noche. Hombre y muchacho se durmieron. Cuando despertaron, las lámparas se habían apagado y reinaba la oscuridad más absoluta; una negrura espesa y llena de desalentadores presagios. Con la oscuridad les sobrevino otra vez un frío temor. El muchacho se vio a sí mismo, transportado colina arriba en una camilla, su cuerpo cubierto con una oscura manta. El hombre adivinó su miedo y le pasó un brazo alrededor de los hombros en un gesto tranquilizador.
—Rapaz —le dijo—, ¿crees que podrías cantar algo?
El muchachito vaciló por un momento y luego, con la voz temblorosa por el miedo, comenzó:
¿Oh, Jesús, mi gran amor!
En tu seno cúbreme;
guárdame ya del furor
de las olas, líbrame.
Salvador, escóndeme
del lugar do mal está;
a tu puerto guíame,
do mi alma paz tendrá.
(Himnos de Sión, N° 99.)
El muchacho sintió que la emoción estremecía a su compañero, y no pudo seguir cantando.
Era muy difícil saber cuánto tiempo había pasado en medio de aquella oscuridad, pero llegó un momento en que comenzaron a sentir punzadas de dolor provocadas por el hambre.
—Empieza a mascar un pedazo de cuero, rapaz —le aconsejo el hombre—. Te ayudará a calmar el hambre.
El chico se sacó una de las tiras de cuero con que se ajustaba el pantalón y empezó a mascarla. Era cuero nuevo y todavía mantenía el desagradable sabor de la tinta. Pero calmaba las punzadas.
Después volvieron a dormirse y así pasó otro día. Al despertar, el hombre permaneció silencioso, como si presintiera que el fin se acercaba. A causa del hambre y la sed, también el muchacho estaba callado y desfalleciente; sentía que aquella oscuridad lo envolvía como una mortaja, y sólo esperaba el sueño de la muerte.
Súbitamente, se oyó una voz en la distancia:
— ¿Hay alguien ahí?
Las voces se acercaron, y una persona arrancó el trozo de lona que cubría la abertura, haciendo brillar la luz de una linterna sobre el hombre y el muchacho.
— ¡Es un milagro! —Gritó a sus compañeros—. ¡Están vivos!
El hombre pudo caminar, pero al muchacho tuvieron que llevarlo en andas hasta la jaula, que lo transportaría de regreso a la luz del día y a la vida.
Su padre había muerto en la explosión, pero la familia de su amigo Davey Edwards le brindó alojamiento. Pocos días después, unos parientes que vivían en un punto alejado del valle fueron a buscarlo para llevarlo a vivir con ellos. La gente del pueblo decía que eran personas muy agradables, pero que se habían afiliado a una extraña iglesia cuyos orígenes estaban en América.
La nueva familia del muchacho hizo sus planes, y llegó el día en que todos, incluyéndolo a él, emigraron al continente americano, donde establecieron su hogar en un valle en medio de las Montañas Rocallosas.
Así, el hermano llegó al final de su testimonio.
—En esa forma, mis hermanos, del miedo surgió para mí la fe, y de la oscuridad más tenebrosa surgió una luz viviente.
























