El poder de la fe

Enero de 1982
El poder de la fe
Por Carl Fonoimoana

Siempre pensé que Opapo, mi abuelo, era un hombre de extraordinaria fe, un trabajador incansable y una persona muy querida por todos. Sin embargo, tuvieron que pasar los años para que, al madurar, me diera cuenta de que mi abuelo era un hombre que ocupaba una posición prominente durante una época muy importante en la historia de la Iglesia.

Muy poco es lo que se sabe sobre su niñez en Fogatuli, Savaii, la villa de Samoa donde él nació en 1859. En una tierra ya de por sí de escasos recursos, Fogatuli era una villa pobre, y la familia de Opapo tenía un gran obstáculo que vencer: Malia Toa, su madre, pertenecía a una familia muy prominente de Fogatuli, mientras que su padre, conocido simplemente por el nombre de Fonoimoana, era un extraño que provenía de Uvea (ahora conocida como la isla Wallis a unos 800 kilómetros al oeste de Samoa) quien, una vez encontrándose en alta mar, había sido obligado a dirigirse a la costa debido a una gran tormenta. Siendo él de antepasados tonganos, la gente de la villa siempre lo trató con cierto recelo.

El primer acontecimiento de gran importancia que ocurrió en la vida de Opapo fue un sueño que tuvo cuando era joven, en el que vio a dos misioneros extranjeros llegar a su villa, caminar directamente hasta su choza y sentarse. Ese fue todo el sueño; pero cuando algunos años más tarde dos misioneros Santos de los Últimos Días llegaron a su casa, él los reconoció inmediatamente como los hombres que había visto en sueños, y el Espíritu le confirmó firmemente que el mensaje que llevaban era verdadero.

De esa forma fue plantada la semilla para que este hombre llegara a realizar entre su pueblo samoano una gran obra. Los registros indican que él y su esposa, Toai, se bautizaron en 1890, dos años después que se abrió la Misión Samoana. Para esa época los samoanos ya estaban familiarizados con las doctrinas cristianas, puesto que la Sociedad Misionera de Londres había iniciado su obra proselitista en 1830, seguida más adelante por los católicos y los metodistas. Debido a la gran fe que la gente tenía en el Salvador, conocía los dones espirituales y los milagros. Sin embargo, cuando mi abuelo aceptó el evangelio y se unió a la pequeña Iglesia que luchaba por sobrevivir entre el pueblo samoano, las señales y pruebas prometidas a los que creen en Cristo empezaron a seguirlo en una forma que resultó extraordinaria, aun para esas personas de tanta fe.

Irónicamente, existía amarga hostilidad entre los grupos que afirmaban adorar y amar al Salvador; por este motivo, los mormones fueron objeto de persecución y burla y se les dio el sobrenombre de “vaqueros” porque José Smith se había criado en una granja. Pero a pesar de todas estas dificultades, Opapo era valiente y fiel y fue reconocido como líder entre los Santos de los Últimos Días.

En 1904, él y algunos otros fundaron una población llamada Sauniatu (que en samoano significa «lugar de preparación»), la cual se constituyó en un pequeño santuario para los santos en las montañas de Upolu. Poco tiempo después que la primera capilla fue construida, la casita que quedaba detrás de ésta y servía como cocina se incendió y puso en peligro la capilla, a pesar de los grandes esfuerzos que la gente hacía por transportar agua del rio para sofocar las llamas. De repente, mientras los hermanos luchaban desesperadamente por apagar el incendio, notaron que Opapo se había subido al techo de la capilla; con el bra2o derecho levantado y mirando hacia lo alto, dijo:

—Padre, podemos prescindir de la casita, pero no de la capilla. En el nombre de Jesucristo y por el poder del Santo Sacerdocio, mando al viento que cambie.

Así sucedió; la casita se derrumbó, pero la capilla permaneció a salvo. El resultado no sólo fue la capilla salvada del fuego sino que con esta experiencia la fe de los santos de Sauniatu se fortaleció en ese momento que era tan difícil para la Iglesia.

Bendecido con el don de profecía, él influyó en la vida de muchas personas. En una ocasión, después de haber estado ausente tres meses debido a un viaje que hizo a otra isla, regresó mientras se llevaban a cabo las preparaciones para una fiafia (celebración), con motivo del matrimonio de dos jóvenes. Al entrevistar a la jovencita, le dijo en forma repentina y sin darle ninguna otra explicación, que si ella se casaba con aquel joven, pronto tendría un gran motivo de tristeza.

Opapo y Toai también tuvieron sus propias pruebas; once de sus catorce hijos murieron antes de llegar a la edad adulta. Sin embargo, a pesar de todas estas experiencias, su humildad aumentó al igual que su devoción y su habilidad para el trabajo. Las cinco de la mañana y las cinco de la tarde marcaban momentos especiales en los que él se dedicaba a la oración, aunque también con mucha frecuencia lo hada durante otras horas del día.

Opapo siempre proveyó lo necesario no sólo para su propia familia sino también para otras personas, especialmente para las viudas y los huérfanos.

Recibió varias asignaciones misionales y acompañó a misioneros norteamericanos a otras zonas para llevar a cabo la obra proselitista. En una de esas ocasiones, Opapo, su gran amigo Elisala y un misionero norteamericano fueron a la isla de Manu’a. Tan pronto como llegaron a esta isla, se dieron cuenta de que el rey de la localidad, Tuimanu’a, había prohibido a sus súbditos que ayudaran a los Santos de los Últimos Días, y la pena que impuso al que lo hiciera era la de morir apedreado inmediatamente. Sin embargo, los misioneros tomaron la determinación de tener éxito, de manera que permanecieron en la isla dos meses, comiendo los cocos que caían de los árboles y durmiendo a la intemperie; mientras dormían, se cubrían la cabeza con hojas de plantas para protegerse de los mosquitos. Todas las noches le tocaba el turno a uno para cubrir bien a los demás y luego protegerse como pudiera, sufriendo él la picadura de los mosquitos. Después de varias semanas de tan penosa experiencia, un día Opapo despertó con el fragante olor de comida que salía de una canasta que encontró a su lado. Los misioneros no supieron si la habían recibido por intervención humana o divina; pero después de haber comido cocos durante varias semanas, se sintieron profundamente agradecidos por aquellos alimentos. Ya aproximándose el fin de su estadía en ese lugar, el incidente que acabo de mencionar volvió a repetirse cuando una mujer de edad avanzada les llevó algo de comer diciéndoles que si tenía que morir por ser bondadosa, prefería hacerlo en lugar de obedecer a los dictámenes de Tuimanu’a.

Semanas más tarde, después de haber utilizado todas las alternativas que estaban a su alcance, se prepararon para salir de la isla. En forma ceremoniosa, Opapo y Elisala hablaron directamente al rey Tuimanu’a y a su pueblo y les dijeron que si no se arrepentían, sentirían la ira y el poder de Dios. Como último acto antes de abordar el bote, Opapo se detuvo a la salida de la villa y se sacudió el polvo de las sandalias como testimonio contra esa gente. Dos semanas después de que los misioneros hubieran partido, un huracán azotó la isla matando a muchas personas y destruyendo todas las cosechas y las casas, quedando sólo en pie la choza de aquella anciana que los había ayudado.

Si es cierto que los milagros fortalecen la fe de los creyentes, esto no significa que hagan nacer la fe en los incrédulos; a pesar de todo lo sucedido, no fue sino hasta 1974 que se organizó la primera rama en Manu’a. Por otra parte, después de aquella experiencia, aumentó la fidelidad de los santos a quienes visitó Opapo contándoles del incidente.

Poco tiempo después, Opapo y Toai llevaron a su familia desde Sauniatu a la isla de Tutuila a fin de prepararse para su próxima partida a Hawai, donde se unirían a los santos que allí estaban. En Tutuila la persecución se hizo aún más intensa, y fue causa de que Opapo se sintiera muy triste, mas no fue razón para debilitar su fe. En una ocasión cuando él y su amigo Pinemua Soliai estaban caminando hacia Pago Pago, le hicieron señas a un ómnibus para que se detuviera. El chofer empezó a detener el vehículo, pero al acercarse más a ellos, los reconoció como misioneros mormones, de manera que aceleró y los dejó parados en medio del polvo. Al ver esto, el hermano Soliai le dijo a sus compañeros:

—Bueno, parece que nos va a llevar mucho tiempo llegar al pueblo.

Pero Opapo, con un tono que denotaba tristeza, respondió:

— No, llegaremos al pueblo antes que él.

No habían avanzado un kilómetro y medio cuando llegaron a un lugar donde había ocurrido un accidente: El autobús que los había pasado había chocado contra un camión, y el chofer había muerto.

El hermano Soliai y su familia eran los únicos Santos de los Ultimos Días que vivían en la pequeña villa de Nuuuli, en Tutuila. En una ocasión, le pidió a Opapo que fuera para bendecir a sus hijos, su casa, su propiedad y sus amigos. El día que se llevaron a cabo las bendiciones, una viuda muy rica llamada Salataima Puailoa, quien se encontraba entre los presentes, estaba muy deprimida debido a que la familia de su esposo quena quitarle la tierra que había heredado de él. Sintiéndose inspirada por las bendiciones, le pidió que también a ella le diera una, pero Opapo no quiso acceder a su petición porque ella no era miembro de la Iglesia. Por este motivo, la viuda investigó la Iglesia y fue bautizada, y entonces fue nuevamente a él y le pidió que le diera la bendición. En ella, Opapo le prometió que recibiría la tierra sin ningún impedimento por parte de la familia de su esposo y que si era fiel, sería un instrumento en las manos del Señor para que la obra de la Iglesia pudiera avanzar en la Samoa Americana.

En los primeros años de la década de 1950, esa bendición se cumplió cuando la Iglesia compró parte de la propiedad de esa hermana y edificó en ella una escuela secundaria, apartamentos para los maestros, una gran granja de bienestar y un centro de estaca.

En 1926, Opapo y Toai enviaron a mi padre, Teila, a Hawai a fin de que preparara todo lo necesario para cuando ellos llegaran. Dos años después, la Iglesia llamó a mis abuelos para que fueran al Templo de Hawai y trabajaran en la obra vicaria por los samoanos. En 1935, mi abuela murió de pulmonía a la edad de setenta años y fue sepultada en Laie, Hawai, después de haber vivido una vida llena de generosidad apoyando fielmente a la Iglesia y a su esposo.

Al igual que Toai, Opapo murió de pulmonía poco antes de cumplir ochenta y un años y fue sepultado junto a su esposa.

Yo no conocí muy bien a mi abuelo, pero estoy profundamente agradecido por ser su nieto, pues debido a su fe, la mía es más fuerte. Durante una época difícil para la Iglesia en las islas polinesias, los dones que él recibió testificaron al pueblo samoano de que el evangelio es verdadero, que el sacerdocio represente el poder de Dios y que el plan de salvación nos indica verdaderamente la senda que debemos seguir… No sólo su familia sino todos los santos en la Iglesia pueden aprovechar el legado de bendiciones que él dejó.

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