La empresa más importante

Marzo de 1982
La empresa más importante
Por el élder Derek A. Cuthbert

Derek A. CuthbertLos doctores judíos, que habían estudiado leyes durante tantos años, se maravillaron de su madurez.

Ya sea que estudiemos ciencias sociales o sismología o música, biología o botánica, lingüística o leyes, estamos todos embarcados, sin ninguna excepción, en una empresa: la de nuestra existencia.

Durante la época de mi carrera universitaria, hace unos treinta años, se me consideraba un estudiante “maduro”. Me di cuenta de que, aparentemente, lo que me hacía acreedor de tal distinción era el hecho de que había servido tres años y medio en la Real Fuerza Aérea, estaba casado y tenía una hijita.

Aquellos que me dieron tal calificativo obviamente no consultaron el diccionario, que define la madurez como, “juicio, cordura, sensatez. . .”

En ese sentido de la palabra ¿era yo un estudiante maduro? ¿Acaso me habían hecho madurar mis experiencias de guerra en India, Burma y Hong Kong? Esta clase de experiencias ciertamente envejecen a una persona en muchas formas; también se dice que viajar por otros países aumenta nuestro conocimiento. Sin embargo, eso no quiere decir que profundice nuestro entendimiento.

¿Me había hecho madurar el haberme casado con mi novia de la infancia y lo felices que éramos? Claro que me había dado responsabilidades y muchas oportunidades de progresar, y me había hecho tomar decisiones muy importantes.

Es muy fácil saber cuándo una fruta está madura, y es más evidente cuando está demasiado madura. Pero ¿cómo saber cuándo una persona ha alcanzado la madurez? ¿Maduramos automáticamente en cierto período de tiempo? ¿Es posible que una persona joven sea más madura que una vieja, o una persona pequeña más madura que una alta? Siempre pienso acerca del niño Jesús en el templo: “sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles” (Lucas 2:46).

¿Cómo, entonces, podemos medir la madurez? En la escuela secundaria, y en la universidad tuve que sujetarme a muchos exámenes y pruebas por los que recibía calificaciones, algunas no tan altas como lo hubiera deseado y otras milagrosamente más altas de lo que esperaba. ¿Pueden considerarse los logros académicos como una señal de madurez? También pienso en el sabio Saulo de Tarsus, instruido por Gamaliel, cuyos conocimientos lo instaron a perseguir a los cristianos. Es maravilloso que él haya declarado después de su milagrosa conversión:

“Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo y a éste crucificado.” (1 Corintios 2:2.) Mientras- me preparaba académicamente, no dediqué todo el tiempo a las aulas o a la biblioteca, sino que pasé muchas horas en la pista de atletismo, entrenándome para diferentes eventos atléticos. Como resultado de esa preparación, fui seleccionado para formar parte del equipo de atletismo y no sólo eso, sino también para jugar al rugby y al cricket.

¿Podemos considerar acaso los logros deportivos como síntomas de madurez?

Recuerdo la carta de una jovencita, divorciada después de sólo dos años de matrimonio, quien se quejaba de que su esposo se interesaba únicamente por los deportes y no por el matrimonio. Tal vez no fuera lo suficientemente maduro para el matrimonio aunque fuera un buen deportista.

¿Y qué podemos decir de los logros en el campo social? Al mismo tiempo que estudiaba, pude obtener conocimiento de normas sociales, aprecio por el arte y cierta capacidad para comunicarme con otras personas. ¿Es esto parte del proceso de maduración? Como en otros muchos casos, el Salvador proporciona la respuesta, ya que Lucas nos dice: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y con los hombres.” (Lucas 2: 52.) He aquí, pues, la clave de la madurez: una progresión balanceada en los cuatro aspectos del esfuerzo humano: mental, físico, espiritual y social.

Cuando estudié en la Universidad de Nottingham, Inglaterra, de 1948 a 1959, no tenía la buena suerte de ser un Santo de los Últimos Días. No comprendía el propósito de la vida ni el tipo de progreso y los esfuerzos que eran necesarios para lograr ese propósito. Espiritualmente tenía un vacío, pues la mía era una religión sin verdadera esencia. Había sido activo en una iglesia toda mi vida, pero no hubiera podido responder a las preguntas de la doctrina básica si alguien me las hubiera hecho.

Mi verdadero progreso empezó cuando tenía yo veinticuatro años. Me había graduado con honores en leyes y economía, había iniciado mi carrera en la industria en la gerencia de una gran compañía que fabricaba telas, productos químicos y artículos de plástico. A las pocas semanas, los misioneros mormones fueron guiados —repito, fueron guiados— a nuestra puerta. De hecho, el Señor envió a tres misioneros a nuestra casa, porque Él sabía que la conversión iba a ser difícil. Además, mi esposa me informó que todos ellos tenían el mismo nombre: “Eider”.

Todo aquel que haya visto la excelente filmina en la que el presidente Kimball nos muestra cómo convertirnos en miembros misioneros sabe que hay ciertas circunstancias que facilitan el entablar amistad con las personas para después enseñarles el evangelio. Nosotros somos un ejemplo clásico de cómo las circunstancias nos hicieron más receptivos al evangelio. No sólo estaba en los comienzos de mi primer empleo civil, sino que acabábamos de mudarnos a una nueva casa y teníamos nuestro segundo hijo recién nacido.

Sí, muchas de las circunstancias de nuestra existencia habían cambiado; pero, gracias a los misioneros, nuestra perspectiva de la vida también cambió. Nos enseñaron el plan de salvación, el plan de Dios para nuestro progreso eterno, para ayudarnos a alcanzar nuestro pleno desarrollo, que es la verdadera madurez.

Nuestros valores cambiaron, y por lo tanto, nuestra manera de percibir las cosas; y la importancia que dábamos a cada una de ellas cambió también a medida que comprendíamos la veracidad del mensaje que los misioneros nos enseñaban. Nuestra vida empezó a ser más plena y con más propósito, a madurar. Yo testifico de ese mensaje solemnemente y con todas mis fuerzas. Jesucristo, el Unigénito de nuestro Padre Eterno, es nuestro Redentor y Salvador y ha restaurado su Iglesia y su evangelio, tal como fue profetizado, y nos ha hablado otra vez por medio de santos profetas, siendo el primero de ellos José Smith.

Un amigo que notó el cambio que se efectuó en nuestra vida, particularmente en lo que se refería a la Palabra de Sabiduría, dijo que yo nunca tendría éxito en los negocios si no fumaba ni bebía. ¡Cuán errado estaba! El dio quiebra y yo progresé.

El bautismo marcó realmente un momento crucial, ya que los ojos de nuestro entendimiento fueron abiertos. La empresa de la existencia apenas había comenzado para nosotros, y teníamos el Espíritu Santo, recibido después del bautismo, para ayudamos, guiarnos, reconfortarnos y enseñarnos “las cosas apacibles del reino” (D. y C. 36:2).

Mi primer trabajo de importancia en la industria fue casi simultáneo con la fecha de mi bautismo. Algunos pensaron que era un ascenso prematuro para alguien con tan poca experiencia, pero las ventanas del cielo se nos estaban abriendo y las bendiciones prometidas a aquel que paga sus diezmos empezaron a derramarse sobre nuestra humilde familia. (Véase Malaquías 3:10.) ¡Cuán agradecidos estábamos y lo estamos aún por el principio del diezmo! ¡Y qué mandamiento tan fácil de cumplir! Pagamos nuestro diezmo primero, y el Señor nos ayuda a utilizar los restantes nueve décimos en una forma sabia. Puedo testificar de ello.

Nunca nos hemos preocupado de las posesiones terrenales. Cuando nos convertimos a la Iglesia no tenía auto, ni teléfono, ni máquina lavadora de ropa, ni refrigerador, ni aspiradora. Siempre nos hemos ceñido a la admonición y promesa del Señor: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33). Ciertamente, puedo testificar de la veracidad de esto, ya que recibimos todo aquello que nos ayudaría a hacer el trabajo del Señor más eficazmente.

Lo contrario también es cierto. Regresamos a nuestra primera casa veinticinco años después. Algunos de nuestros viejos vecinos estaban todavía en el vecindario; parecían los mismos; no habían progresado ni madurados. Habían rechazado el evangelio y estaban espiritualmente muertos.

Mi primera asignación de importancia en la industria me lanzó al maravilloso mundo de la petroquímica. De pronto me encontré trabajando entre químicos, ingenieros e ingenieros químicos; aprendí a utilizar el idioma técnico de ellos, a elaborar gráficas de producción e informes de progreso y hacer uno y mil cálculos y proyecciones. Tuve que aprender sobre las materias primas, los subproductos, los catalizadores, los productos derivados, la producción y los rendimientos. Tenía mucho trabajo, pero era sumamente interesante y disfrutaba mucho de él. No era simplemente el hecho de que estuviera aprendiendo tanto acerca de la industria en sí, sino que estaba aprendiendo de la vida misma. ¡Hay tantas similitudes entre la empresa de la existencia y los procedimientos industriales!

Pronto descubrí que los petroquímicos eran solamente el principio de toda una serie de procedimientos relacionados entre sí, que en esa empresa particular cubrían un área de 142 hectáreas y brindaban empleo a 10.000 personas. Era fascinante ver entrar la materia prima por las puertas de la fábrica, los trenes cargados de petróleo y los camiones con celulosa cruda y muchos otros productos similares, y después de un tiempo, ver salir los vehículos con su cargamento de bellas telas y plásticos; y me preguntaba cómo había sucedido este milagro. La conclusión sé hizo obvia a medida que estudiaba, no solamente el procedimiento industrial sino también la empresa de la existencia. ¡Se había llevado a cabo una conversión! Pude apreciar mejor los procedimientos industriales que hacen que ríos de petróleo y montañas de pulpa de madera se conviertan en artículos que podemos usar y llevar puestos todos los días.

Y la vida, ¿no es también un procedimiento? ¿No es el procedimiento para nuestro desarrollo? Nosotros también sufrimos cambios, transformaciones, y aun conversiones, para poder llegar a ser como nuestro Padre Celestial espera y desea que seamos.

¿Cuál fue la materia prima que se nos confió cuando iniciamos nuestro viaje en la vida mortal, cuando comenzamos nuestro procedimiento para llegar a ser como El?

Primero, nuestra inteligencia “o, en otras palabras, luz y verdad”. (D. y C. 93:36.)

Segundo, nuestro cuerpo espiritual, que nos dio nuestro Padre Eterno, puesto que Él es “el padre de los espíritus”. (Hebreos 12:9.)

Tercero, el cuerpo físico, en el que el espíritu mora durante nuestra estancia en la tierra.

Cuarto, nuestros dones y talentos individuales, ya que “toda buena dádiva viene de Cristo”. (Moroni 10:18.)

Quinto, “una tierra sobre la cual podamos morar”. (Alma 3:24.)

Sexto, el tiempo que se nos ha concedido y que no debemos “desperdiciar”. (D. y C. 60:13.)

La forma en que utilicemos, o más bien convirtamos, esta valiosa materia prima constituye la empresa de la existencia.

El Salvador declaró: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49.) ¿Cuáles son los “negocios” de nuestro Padre? ¿No son “llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre”? (Moisés 1:39.) Esto, entonces, debe ser la madurez: el obtener los atributos propios de Dios.

El Salvador enseñó lo siguiente: “Estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14). El camino que lleva a la vida eterna no solamente es angosto y estrecho y requiere disciplina y obediencia, sino que también es muy largo, tan largo como nuestra propia vida. El profeta Nefi hizo hincapié en esto cuando dijo lo que debemos hacer después de entrar en el camino estrecho y angosto: “debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.” (2 Nefi 31:20.)

Volviendo a nuestra planta de petroquímica, el primero era un procedimiento de refinación en el que el petróleo se sometía a un intenso calor y se separaba en diferentes gases y elementos.

Cuando era jovencito, y aun ahora, siempre me impresionó la historia de Sadrac, Mesac y Abednego, quienes por haberse mantenido fieles a Dios y rehusado inclinarse ante ídolos, fueron echados al fuego por Nabucodonosor, Rey de Babilonia. El rey se sorprendió mucho cuando vio que, en lugar de tres, había cuatro hombres que se paseaban en medio del fuego sin sufrir ningún daño, y declaró: “y el aspecto del cuarto es semejante a hijo de los dioses” (Daniel 3:25).

¿Tenemos la capacidad de soportar el calor de la crítica, las presiones de la tentación, los “dardos encendidos de los malvados”? (D. y C. 27:17.) El Señor no quiere que tengamos ni siquiera una grieta en nuestra armadura de virtud. Quiere que lleguemos ilesos, habiendo tomado sobre nosotros la verdad, la rectitud, la fe, y que vayamos a predicar el evangelio de paz por medio del Espíritu Santo que está dentro de nosotros. Haremos esto si construimos nuestros cimientos en la “roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios… un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán” (Helamán 5:12).

He hecho a muchas personas la siguiente pregunta: “¿Prefiere sentirse seguro o inseguro?” En todos los casos la respuesta ha sido: “Naturalmente que prefiero sentirme seguro”. ¿Por qué entonces hay tantos que nos comportamos como si creyéramos lo contrario? Si así es, o si tan sólo tenemos pensamientos indignos e impuros, no estamos seguros, porque el Espíritu Santo se alejará de nosotros.

“El Espíritu del Señor no habita en templos inmundos.” (Helamán 4:24.)

Mi experiencia en la petroquímica me hizo pensar en otras cosas importantes. Después del procedimiento de refinación, se obtienen aceites más gruesos que se refinan otra vez para fabricar una gran variedad de productos muy útiles, todos derivados del petróleo. Durante siglos, aun milenios, el principio de refinación ha sido una parte muy importante del proceso industrial, especialmente en lo que se refiere a metales preciosos.

El Señor mismo es como un “fuego purificador” (Malaquías 3:2), y al tratar de ser como El, debemos desechar la escoria y las impurezas. Basándonos en esto, podemos preguntarnos: ¿Somos más puros hoy que hace un año, un mes o una semana? ¿Hemos refinado nuestra escoria? ¿Hemos vencido hábitos y tradiciones que en el pasado nos han obstaculizado nuestro progreso?

En la empresa de la existencia, no sólo es importante el procedimiento de conversión sino también la eficacia de ésta. ¿En qué forma estamos convirtiendo la materia prima que recibimos de Dios? ¿Cuál ha sido el rendimiento del producto en nuestra vida? Por ejemplo, ¿cuánto tiempo hemos desperdiciado, cuántos talentos hemos dejado sin desarrollar, y cuánta inteligencia hemos pasado por alto? Inteligencia y espíritu, energía y talento, espacio y tiempo, todas estas cosas forman parte de nuestra mayordomía. Nuestro bondadoso Padre no nos las ha proporcionado para que hagamos mal uso de ellas, sino para que las utilicemos a fin de hacer que nuestra vida sirva de ejemplo y sea de servicio a nuestro prójimo:

“Y el que fuere mayordomo fiel, justo y sabio entrará en el gozo de su Señor y heredará la vida eterna.” (D. y C. 51:19.)

Compañeros estudiantes del Evangelio de Jesucristo, os alabo por vuestra fidelidad, pero os digo: sed más fieles. Os alabo por vuestros logros en todos los campos de la vida, pero os digo: sed más diligentes. Os alabo por la espiritualidad que habéis desarrollado y que irradiáis, pero os digo: sed más espirituales.

Oro con las palabras del apóstol Pablo:

“Ni mi palabra ni mi predicación” hayan sido “con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.» (1 Corintios 2:4-5.)

Además, ruego que “el Espíritu del Señor Omnipotente” haya “efectuado un potente cambio en nosotros o en nuestros corazones, por lo que ya no tenemos más disposición para obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente”, ya que éste fue el efecto transformador del discurso del rey Benjamín. (Véase Mosíah 5:2.)

Me gustaría relatar una parábola. Había un hombre quien, deseando disfrutar de las bellezas de la naturaleza, fue a pasear por un bosque, a orillas de un cristalino río. Al contemplar la grandeza de la obra de Dios, no tuvo cuidado en observar que el sendero que había tomado y que conducía directamente hacia el agua estaba todo cruzado por las raíces retorcidas de los árboles. Cerca ya del río tropezó en las raíces y cayó al agua de cabeza. El río era más hondo de lo que había imaginado y él no sabía nadar. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie lo escuchó y se hundió en las oscuras aguas. Emergió una vez a la superficie y trató de gritar nuevamente, ya con menos esperanza, pero se volvió a hundir. Su llamado de auxilio era más débil al emerger por última vez. ¿Quién iba a escucharle? Pero alguien que caminaba por las cercanías oyó sus gritos, se lanzó al agua y lo salvó. Cuando el hombre se recuperó y vio la faz de su salvador, le dijo:

— ¡Muchas gracias! Gracias por salvarme. ¿Hay algo que pueda hacer para demostrarle mi estima y agradecimiento?

El que lo había salvado sonrió y le respondió:

—Hay muchas cosas que puede hacer por mí.

Luego le enseñó con amor y con dedicación. Entonces sucedió algo triste: el hombre que lo había salvado murió como resultado de aquella experiencia, y el que había sido salvo vivió. A pesar de su tristeza, éste tuvo una sensación de paz dentro de su alma, ya que sabía lo que podría hacer para demostrar su amor y agradecimiento por su salvador.

Lo mismo nos sucede a nosotros, ya que nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, murió para que nosotros vivamos. Al igual que aquel hombre, sabemos lo que tenemos que hacer, pues Él nos dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).

Para mí no hay nada más precioso que mi testimonio de Jesucristo. Yo testifico que Él es mi Salvador y mi Redentor, el Hijo del Dios Omnipotente. Sé que vive, que guía su Iglesia, restaurada en su plenitud, y nos habla por medio de profetas, actualmente de nuestro amado profeta, el presidente Spencer W. Kimball.

Que todas las bendiciones del Señor estén con vosotros en vuestros estudios y vuestra vida, en vuestros cometidos y en vuestras decisiones, en vuestro proceso de maduración y en la empresa de vuestra existencia, que es desarrollaros “a la medida, de la estatura de la plenitud de Cristo”. (Véase Efesios 4:13.)

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