Dios perdonará

Dios perdonará
Presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballHe aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más. Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará.” (D. y C. 58:42-43.)

La purgación del pecado sería imposible si no fuera por el arrepentimiento total del individuo y la amorosa misericordia del Señor Jesucristo en su sacrificio expiatorio. Sólo por estos medios puede el hombre recuperarse, ser sanado, lavado y depurado, y todavía ser considerado digno de las glorias de la eternidad. En cuanto al importante papel que el Salvador desempeña en esto, Helamán recordó a sus hijos las palabras del rey Benjamín:

“No hay otra manera ni medios por los cuales el hombre puede ser salvo, sino por la sangre expiatoria de Jesucristo, que ha de venir; sí, recordad que él viene para redimir al mundo.” (Helamán 5:9.)

Y al evocar las palabras que Amulek habló a Zeezrom, Helamán recalcó la parte que corresponde al hombre para lograr el perdón, a saber, arrepentirse de sus pecados:

“Le dijo que el Señor de cierto vendría para redimir a su pueblo; pero que no vendría para redimirlos en sus pecados, sino para redimirlos de sus pecados.

Y ha recibido poder, que le ha sido dado del Padre, para redimir a los hombres de sus pecados por medio del arrepentimiento.” (Helamán 5:10-11. Cursiva agregada.)

Estos pasajes de las Escrituras infunden esperanza en el alma del pecador convencido. Por cierto, la esperanza es el gran aliciente que conduce hacia el arrepentimiento, porque sin ella nadie realizaría el difícil y extenso esfuerzo que se requiere, especialmente cuando se trata de uno de los pecados mayores.

Recalca lo anterior una experiencia que tuve hace algunos años. Pasó a verme una mujer joven en una ciudad lejos de mi casa, y vino instada hasta cierto grado por su esposo. Admitió que había cometido adulterio. Se mostró un poco rígida e inflexible, y finalmente dijo: “Yo sé lo que he hecho. He leído las Escrituras, y sé cuáles son las consecuencias. Sé que estoy condenada y que jamás podré ser perdonada, por tanto, ¿qué razón hay para que ahora trate de arrepentirme?”

Mi respuesta fue: “Mi querida hermana, usted no conoce las Escrituras. No conoce el poder de Dios ni su bondad. Usted puede ser perdonada de este abominable pecado, pero requerirá mucho arrepentimiento sincero para lograrlo. ”

Entonces le cité el llamado de su Señor:

“¿Acaso se olvidará la mujer de su niño de pecho y dejará de compadecerse del hijo de su vientre? Pues, aunque se olviden ella, yo no me olvidaré de ti.” (Isaías 49:15.)

Le recordé las palabras del Señor en nuestra propia dispensación de que quien se arrepienta y obedezca los mandamientos de Dios será per-donado (D. y C. 1:32). Mi visitante me miró confundida, pero parecía estar anhelando, como si quisiera poder creerlo. Continué, diciendo: El perdón de todos los pecados, menos los imperdonables, por fin tendrá al transgresor que se arrepienta con la intensidad suficiente, el tiempo suficiente y con la sinceridad suficiente.”

Protestó nuevamente, aunque ya empezaba a transigir. Era tan grande su deseo de creerlo. Dijo que toda su vida ella había sabido que el adulterio era imperdonable. Nuevamente me referí a las Escrituras para leerle la tan repetida afirmación de Jesús:

“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada.

A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero.” (Mateo 12:31, 32.)

Se le había olvidado ese pasaje. Sus ojos se llenaron de luz. Reaccionó gozosamente y preguntó: “¿Es realmente cierto? ¿Puedo en verdad ser perdonada?”

Comprendiendo que la esperanza es el primer requisito, continué leyéndole muchos pasajes de las Escrituras, a fin de desarrollar la esperanza que ahora había despertado dentro de ella.

¡Cuán grande es el gozo de sentir y saber que Dios perdonará a los pecadores! Jesús declaró en su Sermón del Monte: “Os perdonará también a vosotros vuestro Padre Celestial” (Mateo 6:14). Esto se logra, desde luego, de acuerdo con ciertas condiciones.

El Señor ha dicho a su profeta en las revelaciones modernas:

“He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más.” (D. y C. 58:42.)

Nuestro Señor comunicó las mismas palabras por conducto del profeta Jeremías:

“Porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.” (Jeremías 31:34.) ¡Cuán generoso es el Señor!

En la ocasión a que me estoy refiriendo, esta mujer, que era básicamente buena, se enderezó y me miró a los ojos. En su voz había una nueva fuerza y determinación cuando dijo: “¡Gracias, muchas gracias! Creo lo que usted ha dicho. Verdaderamente me arrepentiré y lavaré mis vestidos sucios en la sangre del Cordero y lograré ese perdón.”

No hace mucho, ella volvió a mi oficina, pero en esta ocasión era una persona nueva —ojos relucientes, pasos resueltos, llena de esperanza— para declararme que desde ese día memorable, cuando su esperanza había percibido una estrella y se había asido de ella, jamás había vuelto a reincidir en el adulterio, ni en ninguna situación que pudiera provocarlo.

Ciertamente el Señor ama al pecador que está tratando de arrepentirse, aun cuando el pecado es aborrecible para El. (Véase D. y C. 1:31.) Aquellos que han transgredido pueden encontrar muchos pasajes de las Escrituras que los consolarán e impulsarán a seguir adelante hasta un arrepentimiento total y continuo. Por ejemplo, en su revelación dirigida a todos los hombres, y a la cual acabamos de referirnos, el Señor declaró:

“No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado;

y al que no se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no contenderá siempre con el hombre, dice el Señor de los Ejércitos.” (D. y C. 1:32, 33.)

Debe tenerse presente que estos mandamientos de los libros canónicos de la Iglesia se aplican “a todo hombre, y no hay quien escape” (D. y C. 1:2). Esto significa que el llamado al arrepentimiento del pecado se dirige a todos los hombres y no sólo a los miembros de la Iglesia, ni tampoco únicamente a aquellos cuyos pecados se consideran mayores. Además, el llamado promete el perdón del pecado a todos los que lo acepten. ¡Qué farsa sería llamar al pueblo al arrepentimiento si no hubiera perdón, y qué despilfarro de la vida de Cristo si no proporcionara la oportunidad para lograr salvación y exaltación!

Hay ocasiones en que una sensación de culpa invade a una persona con un peso tan abrumador, que cuando el arrepentido mira a sus espaldas y ve la vileza, la repugnancia de la transgresión, casi se da por vencido y se pregunta: “¿Podrá el Señor perdonarme alguna vez? ¿Podré yo mismo perdonarme alguna vez?” Sin embargo, cuando uno llega al fondo del desánimo y siente la desesperanza en que se encuentra, y cuando en su impotencia, pero con fe, suplica misericordia a Dios, llega una voz apacible y delicada, pero penetrante, que susurra a su alma, “Tus pecados te son perdonados”.

Aquellos que leen y entienden las Escrituras perciben con claridad la imagen de un Dios que ama y perdona. En vista de que es nuestro Padre, es natural que El desee elevarnos, no impulsarnos hacia abajo; ayudarnos a vivir, no a causar nuestra muerte espiritual. “Porque no quiero la muerte del que muere —dice El— convertíos, pues, y viviréis.” (Ezequiel 18:32.)

En su ferviente oración al tiempo de la dedicación del Templo de Kirtland en 1836, el profeta José Smith expresó su confianza de que los pecados pueden ser borrados:

“Oh Jehová, ten misericordia de este pueblo; y por cuanto todos los hombres pecan, perdona las transgresiones de tu pueblo y bórralas para siempre jamás.” (D. y C. 109:34.)

El Señor también expresó el concepto de que pueden ser borrados los pecados durante el procedimiento del perdón, cuando dijo:

“Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados.” (Isaías 43:25.)

“Grandes son las palabras de Isaías” —dijo el Salvador (3 Nefi 23:1), y las palabras de dicho profeta se elevan hasta lo más sublime en el bien conocido pasaje donde él declara la promesa de perdón a todos los que se arrepientan:

“Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano.

Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.” (Isaías 55:6, 7. Cursiva alegada.)

¡Qué promesa tan gloriosa de perdón ofrece el Señor por conducto del gran Isaías! ¡Misericordia y perdón! ¡Qué más podría el hombre desear o esperar!

“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.” (Isaías 1:18.)

En relación con el pecado sexual y el adulterio, muchos son los que en igual manera han sentido una honda preocupación. El profeta José Smith nos dio muchos pasajes de las Escrituras que dicen que hay perdón; y otros pasajes de las Santas Escrituras atestiguan que con el arrepentimiento se puede lograr el perdón, si ese arrepentimiento es suficientemente “completo” y total. He aquí algunas de las palabras de la pluma de José Smith y de otros profetas. Para ser breve, citaré sólo las frases claves.

“Más al que haya cometido adulterio, y se arrepiente de todo corazón, y lo desecha, y no lo hace más, lo has de perdonar.” (D. y C. 42:25.)

“He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más.” (D. y C. 58:42.)

“Puedo haceros santos, y os son perdonados vuestros pecados.” (D. y C. 60:7.)

“Yo, el Señor, perdono los pecados de aquellos que los confiesan ante mí y piden perdón, si no han pecado de muerte.” (D. y C. 64:7.)

“Cuando… se arrepientan de lo malo, serán perdonados.” (D. y C. 64:17.)

“Serán purificados, tal como yo soy puro.” (D. y C. 35:21.)

“Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.” (Jeremías 31:34.)

“Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados.” (Isaías 44:22.)

“Y si… se arrepiente con sinceridad de corazón, a éste has de perdonar, y yo lo perdonaré también.” (Mosíah 26:29.)

Menos de un año después de la restauración de la Iglesia de Jesucristo, el Redentor habló concerniente al vil pecado de la infidelidad y la lujuria, y de las condiciones para recibir el perdón:

“Y el que mirare a una mujer para codiciarla negará la fe, y no tendrá el Espíritu; y si no se arrepiente, será expulsado.

No cometerás adulterio; y el que cometa adulterio y no se arrepienta, será expulsado.

Mas al que haya cometido adulterio, y se arrepiente de todo corazón, y lo desecha, y no lo hace más, lo has de perdonar.” (D. y C. 42:23-25.)

Ya me he referido a las palabras del Salvador de que todo género de pecados, salvo la blasfemia contra el Espíritu Santo, pueden ser perdonados. (Véase Mateo 12:31.) Es de interés notar que al preparar su revisión inspirada de este pasaje, José Smith agregó las palabras significativas “que me reciben y se arrepienten”, las cuales aparecen en letra cursiva en el siguiente pasaje:

“Todo pecado y blasfemia será perdonado a loe hombres que me reciben y se arrepienten; mas la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada.” (Mateo 12:26, Versión Inspirada. Cursiva agregada.)

El presidente Joseph Fielding Smith hizo este comentario: “Ninguna persona impenitente que persevera en sus pecados entrará jamás en las glorias del reino celestial.” (Improvement Era, julio de 1955, pág. 542.) Esta afirmación va de acuerdo con todo lo que leemos en las Escrituras sobre el tema, cosa que tal vez se resume en estas palabras de Alma:

“Porque nadie puede salvarse si sus vestidos no han sido lavados hasta quedar blancos; sí, sus vestidos deben ser purificados hasta quedar limpios de toda mancha.” (Alma 5:21.)

Al ofrecer estas sugerencias, debe quedar entendido que ninguna intención tengo de menoscabar la gravedad de los pecados sexuales u otras transgresiones, sino meramente de ofrecer esperanza al transgresor, a fin de que los hombres y mujeres pecadores luchen con todas sus fuerzas para vencer sus errores, lavarse “en la sangre del Cordero” y ser depurados y purificados, y así poder volver a su Hacedor. Los que están involucrados no deben disminuir sus esfuerzos a causa de la posibilidad del perdón. Permítaseme repetir que es un asunto serio y solemne cuando las personas se permiten a sí mismas cometer pecados sexuales, de los cuales el adulterio es solamente uno de los más graves.

El comentario del apóstol Pablo a los Corintios nos enseña algo parecido:

“No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.” (1 Corintios 6:9, 10.)

¡Aquí tenemos una declaración verdadera! Ciertamente, el reino no puede ser poblado con hombres como los que Pablo había encontrado en las ramas de la Iglesia donde trabajó. Difícilmente podría haber gloria y honor y poder y gozo, si el reino eterno estuviera integrado por fornicarios, adúlteros, idólatras, pervertidos sexuales, ladrones, avaros, borrachos, mentirosos, rebeldes, réprobos, estafadores y otros semejantes. Sin embargo, las siguientes palabras del Apóstol consuelan a la vez que aclaran:

“Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.” (1 Corintios 6:11.)

Este es el gran secreto. Algunos de aquellos que heredan el reino pudieron haber cometido estos pecados graves, pero ya no se encuentran en tales categorías. Ya no están sucios, pues han sido lavados, santificados y justificados. Aquellos a quienes se dirigía Pablo se habían visto en esas despreciables categorías, pero habiendo recibido ahora el evangelio con su poder para purificar y transformar, se había efectuado un cambio en ellos. Se había aplicado la manera de purificar, y fueron lavados, y se habían hecho candidatos a la primera resurrección y a la exaltación en el reino de Dios.

Cuando un hombre impuro nace otra vez, sus hábitos y sus costumbres cambian, se purifican sus pensamientos, se regenera y se ennoblece su actitud, se ponen en completo orden sus actividades, y todo lo que en él era sucio, degenerante o reprochable se lava y queda limpio.

La analogía también se aplica a otros aspectos de la vida. Cuando la ropa sucia se ha llevado a una lavandería, y se ha lavado, almidonado y planchado, deja de estar sucia. Cuando la víctima de la viruela ha sido sanada y descontagiada, deja de estar contaminada. Cuando uno es lavado y depurado y purificado, deja de ser pecador. Muchos profetas, en muchas ocasiones y lugares, mencionan la manera de lavar, depurar y purificar.

El efecto del limpiamiento es hermoso. Estas almas afligidas han encontrado la paz. Estas ropas sucias se han limpiado hasta quedar sin mancha. Estas personas previamente contaminadas, habiéndose limpiado mediante su arrepentimiento — su lavamiento, su depuración, su purificación— se vuelven dignas de prestar constante servicio en el templo y de poder estar ante el trono de Dios y asociarse con los de la casa real divina.

Para todo perdón hay una condición. La venda debe ser tan extensa como la herida. El ayuno, las oraciones, la humildad deben ser iguales o mayores que el pecado. Debe haber un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Debe haber “cilicio y cenizas”. Debe haber lágrimas y un cambio sincero de corazón. Debe haber convicción del pecado, abandono de la maldad, confesión del error a las autoridades del Señor debidamente constituidas. Debe haber restitución y un cambio confirmado y resuelto en cuanto a nuestros pasos, dirección y destino. Se deben controlar las condiciones y corregir o reemplazar nuestras amistades. Debe haber un lavamiento de las ropas para emblanquecerlas, y debe haber una nueva consagración y devoción al cumplimiento de todas las leyes de Dios. En una palabra, debe haber dominio de uno sobre sí mismo, sobre el pecado y sobre el mundo.

Después de un arrepentimiento tan profundo y sincero, la persona se prepara para recibir la misericordia de Dios.

El profeta Alma habla de las misericordias del Señor por medio del poder purificador a causa del cual el arrepentimiento ha depurado el pecado y el gozo conduce hacia el “descanso” o exaltación:

“Por tanto, fueron llamados según este santo orden (del sumo sacerdocio), y fueron santificados, y sus vestidos fueron blanqueados mediante la sangre del Cordero.

Luego ellos, después de haber sido santificados por el Espíritu Santo, habiendo sido blanqueados sus vestidos, encontrándose puros y sin mancha ante Dios, no podían ver el pecado sino con repugnancia; y hubo muchos, muchísimos, que fueron purificados y entraron en el reposo del Señor su Dios.” (Alma 13:11,12.)

Este pasaje indica una actitud esencial para la santificación que todos debemos estar buscando, y por lo mismo se relaciona con el arrepentimiento que merece el perdón. Es que el transgresor anterior debe haber llegado al “punto irreversible” en cuanto al pecado, en el cual se incorpora no meramente una renunciación, sino también un profundo aborrecimiento del pecado, en el que el pecado se convierte para él en lo más desagradable, y el deseo o impulso de pecar sale de su vida.

¡Ciertamente esto es lo que significa, en parte por lo menos, ser limpio de corazón! Y cuando leemos en el Sermón del Monte que “los de limpio corazón” verán a Dios, se manifiesta el significado de lo que el Señor dijo por conducto del profeta José Smith en 1832, que las personas actualmente impuras pueden perfeccionarse y llegar a ser puras:

“Por tanto, santificaos para que vuestras mentes sean sinceras para con Dios, y vendrán los días en que lo veréis, porque os descubrirá su faz; y será en su propio tiempo y en su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad.”(D. y C. 88:68.)

Nuevamente en 1833, el Profeta aseguró que los que se arrepienten totalmente verán al Señor; y esto significa perdón, pues únicamente los de limpio corazón verán a Dios.

“De cierto, así dice el Señor. Acontecerá que toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy.” (D. y C. 93:1.)

Tal fue el estado en el que se encontraba Enós, quien después de orar intensamente y con fervor, recibió la seguridad de que sus pecados le serían perdonados. El escribió:

“Y vino a mí una voz, diciendo: Enós, tus pecados te son perdonados, y serás bendecido. Y yo, Enós, sabía que Dios no podía mentir.” (Enós 1:5-6.)

Con una promesa tan significativa ¿puede alguien dudar en cuanto a desechar lo malo que hay en su vida y seguir al Salvador?

Para concluir me gustaría añadir algo más.

Espero, por lo que he dicho, que se haya aclarado que el perdón está al alcance de todos aquellos que no han cometido pecados imperdonables. Afortunadamente para algunos, cuando es suficiente el arrepentimiento, Dios perdonará aun al que ha sido excomulgado, cosa que desafortunadamente, igual que la cirugía, a veces se hace necesaria.

“Pero si no se arrepiente, no será contado entre los de mi pueblo, a fin de que no destruya a mi pueblo, pues he aquí, conozco a mis ovejas, y están contadas.

No obstante, no lo echaréis de vuestras sinagogas ni de vuestros lugares donde adoráis, porque debéis continuar ministrando por éstos; pues no sabéis si tal vez vuelvan, y se arrepientan, y vengan a mí con íntegro propósito de corazón, y yo los sane; y vosotros seréis el medio de traerles la salvación.” (3 Nefi 18:31,32.)

El perdón de los pecados es uno de los principios más gloriosos que Dios jamás concedió al hombre. Así como el arrepentimiento es un principio divino, también lo es el perdón. Si no fuera por este principio, no tendría ningún objeto proclamar el arrepentimiento. Por otra parte, a causa de este principio se extiende la divina invitación a todos: ¡Venid, arrepentíos de vuestros pecados y sed perdonados!

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es una iglesia mundial. El evangelio es para los hombres de todas partes. Cada alma es preciosa a la vista del Señor, y es su voluntad que todos se arrepientan, lo sirvan y se salven en su reino eterno.

Elder Bruce R. McConkie

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