Lo que salvó nuestro matrimonio

Marzo de 1983
Lo que salvó nuestro matrimonio
Por Judith Long

Vamos a tratar de salvar nuestro matrimonio, o vamos a dejarlo que fracase? —me preguntó.

Hacía sólo siete meses que nos habíamos casado. Yo estaba sentada en la cama, embarazada de seis meses y las lágrimas me corrían por las mejillas mojándome el camisón. ¡No podía dar respuesta a la pregunta de mi esposo!

Jim no era miembro de la Iglesia. Era alférez de navío en un destructor de la Marina de los Estados Unidos, en el puerto de San Diego, California, y tenía que salir en maniobras durante toda una semana y luego trabajaba en tierra la siguiente. A él le encantaban su trabajo, sus amigos de a bordo, y también el momento de regresar a casa. Pero yo, encontrándome sola una semana entera de cada dos, en una ciudad desconocida, lejos de mis familiares y amigos y completamente inactiva en la Iglesia, a menudo me dejaba hundir en un estado de depresión. Los malestares propios del embarazo y mi cuerpo cada día más pesado no contribuían en nada a mejorar mi actitud. ¡Me sentía como atrapada!

Al finalizar las semanas en el mar, mi marido volvía a casa con su optimismo característico, esperando encontrar allí una esposa feliz y sonriente. Pero después de una semana de solitaria espera, mi estado de ánimo no era precisamente alegre.

Una nube oscura y funesta iba cubriendo nuestro hogar. Las dudas me asaltaban y ni siquiera estaba segura de amarlo; por su parte, él no parecía comprenderme ni darse cuenta de mis necesidades. ¿Esa era la gran felicidad conyugal que se suponía debíamos tener? Habíamos tratado de analizar el problema serenamente, pero cada vez que lo hacíamos, sólo encontrábamos soluciones superficiales, sin llegar al fondo del asunto.

Ese día, sentados frente a frente, vimos que nuestro matrimonio se tambaleaba peligrosamente. ¿Qué podíamos hacer? Como una sombra amenazadora se levantó entre nosotros la palabra divorcio. ¿Era eso lo que buscábamos? Tenía tal significado de algo final, absoluto y permanente que nos hizo estremecer. Pero ¿cómo podríamos cambiar?

Nos quedamos en silencio, meditando. De pronto, Jim levantó la vista y me dijo:

—Judith, creo que nuestro problema principal es el egoísmo. ¿Estarías dispuesta a esforzarte sinceramente y hacer conmigo una prueba? Durante los próximos treinta días intentemos lo siguiente: Yo pensaré solamente en ti y en lo que a ti te hace feliz, y tú pensarás sólo en mí y en lo que a mí me hace feliz. Si al final de ese período, todavía no hemos mejorado nuestra relación matrimonial, entonces pensaremos en… en otra solución.

Asentí, pues estaba hambrienta de felicidad.

—Pero tenemos que cuidarnos de un peligro —prosiguió él—: No podemos prejuzgar las acciones del otro comparándolas con lo que nos habría gustado que pasara. Quizás no recibamos en proporción directa a lo que esperamos, y entonces puede que nos desilusionemos. Tenemos que concentrarnos totalmente en lo que podemos hacer el uno por el otro.

Al día siguiente, en lugar de acostarme a dormir la siesta como de costumbre, y luchando en contra de la sensación de náusea y del cansancio que sentía, me dirigí a la cocina y me puse a preparar el almuerzo para mí marido. A él le gustaban los almuerzos elaborados, mientras que yo prefería comer un bocadillo, o alguna otra cosa rápida de hacer, y luego descansar un rato. Pero le preparé un buen almuerzo y después de comer me quedé sentada charlando con él hasta la hora de su regreso a la base.

Todos los mediodías al llegar a casa, Jim iba directamente a la cocina donde yo ya tenía la comida lista, y siempre tenía palabras de elogio para mí. Yo ya me había hecho el firme propósito de descansar menos tiempo y prepararle platos especiales, a pesar de la náusea que me provocaba el olor de la comida.

—Mi amor —me dijo un día—, corro a casa todos los días ansioso por saber qué manjar encontraré sobre la mesa. Eres una excelente cocinera. ¡Todo lo que cocinas es delicioso!

Con su entusiasmo, mi habilidad culinaria continuó mejorando y también mi deseo de complacerlo.

El segundo gran cambio de mi parte ocurrió durante esas semanas en que mi marido estaba ausente, a bordo del destructor. Empecé a salir a caminar varias veces al día, deteniéndome a conversar con el dueño del almacén y su esposa; me sumergía en la lectura de buenos libros o escuchaba buena música, y rechazaba todo pensamiento que pudiera provocarme la autocompasión. Los viernes requerían una preparación especial. Sabía que él venía con la ilusión de que yo saldría corriendo a recibirlo y me echaría en sus brazos. . . ¡Así es que lo hice! Poco a poco volvió a florecer nuestro romance.

Una noche me dijo:

—Judith, me gustaría ir al cine, ¿tienes ganas de ir?

En realidad, estaba muy cansada y había pensado acostarme temprano; pero recordando el compromiso que había hecho conmigo misma, fui a buscar mi abrigo y nos fuimos al cine. Quizás lo más difícil sea precisamente hacer lo que a uno no le gusta para complacer al cónyuge, y aun así sentirse feliz. Pero la clave de todo esto es tener buena disposición; cuando se tiene un sincero deseo de complacerse mutuamente, cualquier incomodidad se convierte en insignificante.

Por supuesto, los cambios en nuestro matrimonio no fueron sólo de mi parte; Jim también hizo un esfuerzo, y lo hizo en todo aquello que él sabía era importante para mí. Su mayor contribución fue la de dedicarme más tiempo. Los masajes de cinco minutos que me daba para suavizar la tensión y aliviarme el cansancio de las piernas y la espalda se alargaron a una hora; empezó a sacarme los fines de semana de las cuatro paredes de nuestra casita a la playa o al parque para tomar sol y hacer un picnic. También comenzó a prestarme más atención e interesarse más en mi estado de ánimo y en mi bienestar; se dio cuenta de la facilidad con que me desanimaba y perdía la confianza en mí misma y, durante esos períodos, hacía especial hincapié en mis buenas cualidades a fin de darme ánimo.

Aunque sólo tenía veintitrés años, cuando iba a bordo, estaba al mando de cien hombres que tenían que saludarlo militarmente y obedecer sus órdenes. A veces, por la forma en que se dirigía a mí, había llegado a sospechar que, subconscientemente, esperaba que yo me condujera en la misma forma. Pero afortunadamente, durante ese período de prueba, desaparecieron sus bruscos modales y en el término de dos semanas ya estaba tratándome siempre con amor, delicadeza y ternura.

Nuestro principal compromiso era tener constantemente en cuenta al otro y todo lo que fuera para su bienestar; al empezar cada día teníamos que preguntarnos: ¿Qué puedo hacer por él (por ella)? ¿Cómo puedo demostrarle mi interés? Teníamos que eliminar completamente de nuestros pensamientos ideas como “¡Así tiene que ser!” “No me importa lo que piense”, o “¿Por qué tengo que ser yo quien. . .?

Al principio, los cambios fueron más bien de actitud, basados en el principio de la abnegación; y el comprender y aceptar este principio fundamental dirigía nuestras acciones. Hacíamos todo lo que podíamos por agradarnos mutuamente y, mediante ese esfuerzo, descubrimos los comienzos del verdadero amor; lo único que tuvimos que hacer fue decidimos a dar en lugar de tomar, a ser considerados y sentir el deseo de complacer en lugar de ser complacidos.

Aproximadamente un año más tarde, un amigo ya mayor nos regaló una perla de sabiduría con estas palabras:

—Imaginen que el matrimonio es un vaso de cristal vacío, en espera de que lo llenen. Todo acto de bondad es como una cucharada de miel que se pusiera dentro; toda acción egoísta saca de él una cucharada. ¿Cómo quieren tener el recipiente al finalizar cada año de vida juntos? ¿Vacío o rebosante? ¿Desean un matrimonio amargo o uno dulce?

El haber aprendido a ser abnegados no significa en absoluto que pudiéramos descuidarnos, sino que debíamos mantener esa cualidad en forma constante. No era difícil reconocer las señales de peligro, y durante los años siguientes, en algunas oportunidades tuvimos que volver a aquel compromiso original a fin de mejorar nuestra conducta.

Después de seis años de matrimonio, llegué a la conclusión de que el evangelio es verdadero. No tengo ninguna duda de que al menos parte de la razón por la que Jim se decidió a investigar la Iglesia y aceptó que los misioneros le enseñaran fue aquel esfuerzo que hacíamos para hacernos felices mutuamente. Así, yo me reactivé, en la Iglesia, Jim fue bautizado, y un año más tarde nos sellamos en el templo. Los seis años siguientes pasaron velozmente, y nuestro matrimonio continuó mejorando cimentado en la base de los principios del evangelio que aplicábamos diariamente.

Una noche, al volver de una clase en el instituto, Jim me preguntó sobre algunos términos que había oído allí.

— ¿Sabes lo que significan estos términos?

Todos me resultaron totalmente desconocidos, y así se lo dije. Al tratar de analizarlos, asombrados e incluso alarmados, nos dimos cuenta de que no entendíamos todavía en su totalidad la doctrina de ese evangelio que proclamábamos profesar, y que nuestro conocimiento era superficial y carecía de espiritualidad.

Inmediatamente comenzamos un programa de estudio intensivo. Empezamos por el principio, tratando de comprender mejor lo que son la fe, el arrepentimiento, el bautismo y el don del Espíritu Santo; tomábamos las vacaciones con el propósito principal de estudiar juntos, y pasábamos algunos fines de semana en lugares tranquilos, donde pudiéramos instruirnos serenamente, orar y meditar.

Obtuvimos conocimiento y progresamos tanto en forma extraordinaria y súbita como “línea sobre línea”. Ese progreso en muchas ocasiones exigió de nosotros dedicación y abnegación y el tener que sacrificar nuestros propios intereses a fin de mantener el mismo ritmo de aprendizaje y de compartir con nuestra familia los nuevos conocimientos que adquiríamos; si uno de nosotros se quedaba atrás, atrasaba a los demás, y ninguno de los dos deseaba eso.

Actualmente, el estudio del evangelio y el servicio al prójimo continúan siendo entre nosotros algo de primordial importancia, un precioso privilegio. Al mirar atrás, el éxito de nuestros primeros esfuerzos parece muy pequeño, pero reconocemos que en aquella tarde invernal de los comienzos de nuestro matrimonio, encontrándonos ya al borde de la desesperación, recibimos un rayo de luz. El evangelio nos ha reafirmado en la idea de que la abnegación y el servicio son una parte vital de la base que nos da nuestro Padre Celestial para hacer que la unión conyugal tenga éxito.

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