Ha resucitado, como dijo

Septiembre de 1983
“Ha resucitado, como dijo”
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. HinckleyLa tumba vacía… se convirtió en un testimonio de su divinidad, la afirmación de la vida eterna

Tiempo atrás leí una serie de interesantes escritos que describían el inteligente razonamiento de teólogos americanos, británicos y europeos acerca de la historia de Jesús de Nazareo A continuación cito lo que un inteligente miembro de una religión protestante escribió:

“Las preguntas que más controversia han provocado son las que han formulado los teólogos. . .quienes han puesto en tela de juicio cada antiguo concepto. Hasta han sugerido la eliminación de la palabra ‘Dios’, ya que para muchas personas esta palabra ya no tiene ningún significado.

“Básicamente, la antigua pregunta que los teólogos liberales han formulado y que una y otra vez ha creado un cisma en la iglesia cristiana es: ¿Quién fue Jesús?

“Los teólogos revolucionarios… se valen de la Biblia como una fuente de verdad, pero la Biblia que tienen es una versión expurgada, con las chocantes referencias a acontecimientos anormales eliminadas. Alguien dijo: ‘Le han sacado todos los mitos’. Otro comentó: ‘Han eliminado el significado literal de las Escrituras’.

“Lo que las nuevas tendencias proponen es un cristianismo ‘sin religión’; una fe basada en un sistema filosófico.» (Revista Fortune, dic. de 1965, pág. 173.)

De esta manera, algunos teólogos modernos han intentado despojar al Señor de su divinidad, y luego se preguntan por qué los hombres no adoran al Señor como debieran. Han tratado de arrancarle a Jesús el manto de deidad y lo han convertido en un hombre común y corriente a la vista de sus seguidores: han tratado de adaptarlo a su propia estrechez de criterio. Durante este proceso le han robado al Señor su divina calidad de Hijo y han privado al mundo de su justo Rey.

Al leer acerca de este muy eficaz proceso del hombre de intentar sacar lo divino de las Escrituras y hacerlas meras historias entretenidas con poca o ninguna relación a los hechos, y de su evidente efecto en la fe de aquellos que son sus víctimas, particularmente los jóvenes de todas las edades quienes a menudo son atrapados por tales falacias, resuenan en nuestros oídos con más claridad que nunca (as palabras expresadas en la antigüedad por el profeta Amos:

“He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová.
«E irán errantes de mar a mar: desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán.
“En aquel tiempo las doncellas hermosas y los jóvenes desmayarán de sed.
.. Por el camino… caerán, y nunca más se levantarán.” (Amos 8:11-14.)

Cuán bien describen esas palabras la situación de muchos en la actualidad; el joven así como todos aquellos que en su corazón ansían tener una fe que les satisfaga, pero, al rechazarla por la manera en que se les ofrece, “se desmayan de sed» y “caen, y nunca más se levantarán”.

A éstos les damos nuestro solemne testimonio de que Dios no está muerto, excepto para aquellos que lo consideran como algo inanimado.

Creemos que Jesucristo es la figura clave de nuestra fe. El nombre oficial de la Iglesia es La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y le reverenciamos a Él como a nuestro Señor y Salvador. La Biblia es nuestro tomo de Escrituras. Creemos que los profetas de la época del Antiguo Testamento que predijeron la venida del Mesías hablaron bajo divina inspiración. Nos gloriamos en los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que nos describen el nacimiento, ministerio, muerte y resurrección del Hijo de Dios, el Unigénito del Padre en la carne. Tal como Pablo de la antigüedad, nosotros “no [nos avergonzamos] del evangelio [de Cristo] porque es poder de Dios para salvación” (Romanos 1: 16). Y como Pedro, afirmamos que Jesucristo es el único nombre “dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

El Libro de Mormón, el cual consideramos como el testamento del Nuevo Mundo, describe las enseñanzas de los profetas que vivieron antiguamente en el Hemisferio Occidental y testifica de Aquel que nació en Belén de Judea y que murió en el monte del Calvarlo. Para un mundo inseguro en su fe, el Libro de Mormón es otro testamento y poderoso testigo de la divinidad del Señor. Su prefacio, escrito por un profeta que caminó por las Américas hace un milenio y medio, declara categóricamente que el libro fue escrito “para convencer al judío y al gentil de que JESÚS es el CRISTO, el ETERNO DIOS, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones».

En nuestro libro de revelación moderna, Doctrina y Convenios, el Maestro se identifica claramente con estas palabras: «Yo soy el Alfa y la Omega, Cristo el Señor; sí, soy él, el principio y el fin, el Redentor del mundo.” (D. y C. 19:1.)

Esta declaración nos recuerda que nunca debemos olvidar el terrible precio pagado por nuestro Redentor que dio su vida para que todos los hombres pudieran vivir—la agonía de Getsemaní, la cruel burla de su tribunal, la perversa corona de espinas que rasgaba su piel, el griterío de la multitud pidiendo a Pilato su muerte, la soledad de su trayectoria al Calvario cargando la pesada cruz, el terrible dolor que producían los clavos que le introdujeron en sus manos y en sus pies, la febril tortura de su cuerpo mientras colgaba aquel trágico día, el Hijo de Dios exclamando, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

La cruz fue el instrumento de Su tortura, un terrible artefacto concebido para destruir al Hombre de Paz, una perversa manera de recompensar su milagrosa obra de sanar a los enfermos, devolver la vista a los ciegos, levantar a los muertos. Esta fue la cruz en la que El colgó y murió en la solitaria cima del Gólgota.

Nunca debemos olvidar que nuestro Salvador, nuestro Redentor, el Hijo de Dios, se ofreció a sí mismo como sacrificio vicario por cada uno de nosotros. La lobreguez de aquella oscura tarde de víspera del día de reposo judío, cuando su cuerpo Inerte fue sacado de la cruz y apresuradamente puesto en una tumba prestada, desvaneció la esperanza de aquellos que estuvieron presentes e Incluso la de sus más fervientes y discernidores discípulos. Desolados ellos, no habían comprendido lo que les había dicho; sólo sabían que el Mesías en quien ellos habían creído había muerto. Su Maestro, en quien habían puesto todos sus anhelos, sus esperanzas, su fe, Aquel que les había hablado acerca de la vida eterna, que había levantado a Lázaro de la tumba, estaba muerto tal como todos los otros hombres que habían existido antes que Él. Había llegado a su término su penosa y corta vida, la cual había sido tal como Isaías había predicho hacía mucho: «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto. . .

“Más el herido fue por nuestras transgresiones, molido por nuestros iniquidades; el castigo de nuestra paz fue sobre él» (Isaías 53:3, 5). Ahora para ellos estaba muerto.

Podemos tan sólo imaginar los sentimientos de aquellos que le amaron, que meditaron acerca de su muerte durante las largas horas del día de reposo judío, día correspondiente al sábado de nuestro calendario.

Luego amaneció el primer día de la semana, el día del Señor, o el domingo, como lo conocemos hoy. El ángel declaró a los que acudieron a la tumba apesadumbrados: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lucas 24:5.) “No está aquí, pues ha resucitado, como dijo.» (Mateo 28:6.)

Aquí se manifestó el milagro más grande en la historia de la humanidad. Antes Él les había manifestado, “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25), pero no le habían comprendido. Ahora lo sabían. Había muerto en miseria, en dolor y soledad; ahora, al tercer día, se había levantado con poder, belleza y vida, las primicias de los que durmieron, la afirmación para todos los hombres de que, “así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22).’

En el Calvario Él fue el Cristo moribundo; de la tumba emergió como el Cristo viviente. La cruz había sido el triste resultado de la traición de Judas y en cierto modo la consecuencia de la negación de Pedro. La tumba ahora vacía se convirtió en un testimonio de su divinidad, la afirmación de la vida eterna, la respuesta a la pregunta sin contestar de Job: «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” (Job 14:14.)

De haber muerto, Él podría haber sido olvidado o, a lo más, haber sido recordado como uno de los muchos grandes maestros cuyas vidas están representadas en unas pocas líneas en los libros de historia. Sin embargo, con su resurrección, Él se convirtió en el Maestro de la vida. Ahora, con fe cierta, sus discípulos podrían cantar junto con Isaías: “Y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte,

Padre eterno, Príncipe de Paz.” (Isaías 9:6.)

Se cumplieron las palabras de Job:
«Yo sé que mi Redentor vive, Y al fin se levantará sobre el polvo;
“Y después de deshecha está mi piel, En mi carne he de ver a Dios.
“Al cual veré por mí mismo, Y mis ojos lo verán, y no otro, Aunque mi corazón desfallece dentro de mí.» (Job 19:25-27.)

Era tan sólo de esperarse que María exclamara, «¡Raboni!» (Juan 20:16), cuando primeramente vio al Señor resucitado, porque ahora era el Maestro en el verdadero sentido de la palabra, no solamente Maestro de la vida, sino que sobre la muerte también. Desvanecido había quedado el aguijón de la muerte, y rota la victoria del sepulcro. (Véase Mosíah 16:8.)

El temeroso Pedro fue transformado, e Incluso el incrédulo Tomás declaró con toda sobriedad, reverencia y realismo: “¡Señor mío, y Dios mío!» (Juan 20:28.)

“No seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:27) fue la Inolvidable declaración del Señor en esa maravillosa ocasión.

Después apareció a muchos, Incluyendo, según Pablo registra, “a más de quinientos hermanos a la vez” (1 Corintios 15:6).

En el Hemisferio Occidental existían otros pueblos de los cuales Él había hablado previamente, quienes «oyeron una voz como si viniera del cielo. . .

“Y les dijo:

“He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd.
“. . . y he aquí, vieron a un Hombre que descendía del cielo; y estaba vestido con una túnica blanca; y descendió y se puso en medio de ellos. . .
“Y aconteció que extendió su mano, y habló al pueblo, diciendo:
“He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo. . .
“Levantaos y venid a mí.» (3 Nefi 11:3, 6, 7,8-10, 14.)

Luego, en este hermoso relato del Libro de Mormón, continúa la descripción del ministerio del Salvador resucitado entre el pueblo de la antigua América.

Y finalmente, existen testigos modernos de que el Maestro de toda la humanidad vino nuevamente a abrir esta dispensación del cumplimiento de los tiempos. En una gloriosa visión, El —el Señor viviente y resucitado— y su Padre, el Dios del cielo, se aparecieron a un joven profeta para iniciar la restauración de verdades antiguas, a lo cual siguió una verdadera «nube de testigos” (Hebreos 12:1). Aquel que había sido el recipiente de tal visión, José Smith, el profeta moderno, declaró con palabras solemnes:

“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;
“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios.» (D. y C. 76:22-24.)

Nosotros, los Santos de los Últimos Días, nos unimos a los millones de voces que, por el poder del Espíritu Santo, han dado y dan un solemne testimonio de la veracidad de que el Salvador vive.

Con esta evidencia a modo de escenario, vuelvo nuevamente a las trágicas e insensatas aberraciones intelectuales de aquellos que no tienen fe ni dedicación. Pregunto a los que razonan sólo con el intelecto:

¿Es obsoleto o fuera de moda creer en la divinidad de nuestro Señor en el siglo veinte? Decimos que la gran era científica y tecnológica de la cual formamos parte no demanda una negación del milagro que representa Jesús. Por el contrario, no ha habido una época en toda la historia de la humanidad en que se hiciera más creíble aquello que en el pasado pudiera haberse considerado como sobrenatural e imposible.

¿Cómo puede alguien en la actualidad considerar algo como imposible?

Para aquellos que están familiarizados con los grandes avances de la ciencia biológica y médica, en donde los hombres están comenzando a examinar la naturaleza misma de la vida y su creación, el milagro del nacimiento de Jesús como Hijo de Dios ciertamente se está convirtiendo en algo más plausible, incluso para el incrédulo.

Más aún, no es difícil creer que El, poseedor de un conocimiento suficiente para llevar a cabo la creación de la tierra, pudiera sanar a los enfermos, restaurar al débil, devolver la vida a los muertos. Quizás habría sido difícil creer estas cosas en la edad medieval, pero ¿puede alguien razonablemente dudar de la posibilidad de tales sucesos mientras presencia los milagros curativos y de restauración que se verifican actualmente?

¿Es la Ascensión algo tan difícil de comprender después de haber presenciado en la televisión a los astronautas caminando sobre la superficie de la luna?

¿Milagros? ¡Claro que sí! Estamos viviendo en la era de los milagros. Durante mi breve período de vida he presenciado más progresos científicos que todos mis antepasados juntos durante los casi 6.000 años anteriores.

Con tantos acontecimientos que suceden diariamente a mí alrededor y que parecen ser milagrosos, ¡es fácil creer en los milagros de Jesús!

Pero recordamos a nuestros amigos a través del mundo que un testimonio del’ Señor no se obtiene por la mera observación de los logros del hombre. Tales observaciones hacen razonable creer en su nacimiento, vida, muerte y resurrección. Sin embargo, se necesita algo más que una creencia razonable; se necesita una comprensión de la posición única e incomparable del Señor como el divino Redentor y un interés por su persona y mensaje como Hijo de Dios.

Tal comprensión e interés se encuentran a disposición de todos los que están dispuestos a pagar el precio. No son incompatibles con una educación formal o con un conocimiento secular, pero no se logran solamente con estudiar los libros de filosofía, sino a través de un proceso más seguro. Declara la palabra de revelación que las cosas de Dios se entienden a través del Espíritu de Dios (véase 1 Corintios 2:11).

La adquisición de una comprensión e interés por el Señor se logra siguiendo unas simples reglas. Desearía sugerir tres de éstas, simples en concepto, casi trilladas por su repetición, más fundamentales en su aplicación y muy fructíferas en sus resultados.

El primer paso es leer, leer la palabra de Dios. Yo sé que con las demandas de la vida diaria existe muy poco tiempo para leer cualquier cosa. Pero yo os prometo que si leéis los libros que nosotros llamamos las Escrituras, recibiréis una comprensión y una calidez agradables de experimentar.

«Escudriñad las Escrituras: porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.» (Juan 5:39.)

Por ejemplo, leed el Evangelio de Juan desde su comienzo hasta su fin. Permitid que el Señor mismo os hable, y escucharéis sus palabras con una calmada convicción que hará insignificantes las voces de la crítica. Leed también el testamento del Nuevo Mundo, el Libro de Mormón, sacado a la luz como otro testigo «de que JESÚS es el CRISTO, el ETERNO DIOS, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones». (Portada del Libro de Mormón.)

El segundo paso es orar. Hablar con el Padre Eterno en el nombre de Jesucristo su Hijo Amado. Él dijo:

“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” (Apocalipsis 3:20.)

Esta es su invitación, y la promesa es segura. Quizás no escuchéis voces celestiales, pero sí recibiréis una afirmación, una paz y una seguridad enviadas del cielo.

El tercer paso es vivir las enseñanzas y servir en la obra del Señor. La fuerza espiritual es parecida a la fuerza física: es parecida a los músculos de mi brazo; crece solamente si se le nutre y ejercita.

En la medida que pongáis al servicio de otros vuestro tiempo y talentos, vuestra fe crecerá y vuestras dudas se desvanecerán.

El Señor declaró: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17); también Él ha declarado que a medida que apliquemos las enseñanzas de Dios y nos perdamos en su gran causa, nos encontraremos a nosotros mismos y encontraremos la verdad.

En esa gran conversación que Jesús sostuvo con Nicodemo, el Señor declaró:

“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.»

Luego añadió:

«El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.” (Juan 3:6, 8.)

No vacilamos en prometeros que así será con todos los que deseen hacer el esfuerzo. Si cualquier persona lee la palabra de Dios, conversa en oración con El, vive Sus enseñanzas y sirve en Su causa, sus dudas se irán; y brillando a través de toda la confusión de la filosofía, de la crítica, y las teologías negativas actuales, llegará el testimonio del Espíritu Santo de que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, nacido en la carne, el Redentor del mundo, resucitado de la tumba, el Señor que vendrá a reinar como Rey de reyes. Es nuestra oportunidad y bendición saber esto; es nuestra obligación averiguarlo.

Que Dios nos bendiga para que tengamos fe en estas grandes verdades; para que las apliquemos constantemente en nuestra vida y anhelemos bendecir a otros para que ellos también puedan aplicarlas y aprender por sí mismos los más grandes conocimientos que la humanidad necesita saber, que Dios vive y que siempre está al alcance para guiarnos y bendecirnos.

Agrego mi testimonio de que yo sé que Jesús es el Hijo de Dios, nacido en Belén de Judea, que caminó sobre la tierra como el Mesías prometido, que fue crucificado, que dio su vida como un sacrificio expiatorio por los pecados de la humanidad. Él es nuestro Salvador y nuestro Redentor. Él es la única esperanza segura de la humanidad, la Resurrección y la Vida.

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