Ayudemos a otros a alcanzar las promesas del Señor

Marzo de 1984
Ayudemos a otros a alcanzar las promesas del Señor
Por el presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballSiempre me han gustado las parábolas del Maestro, particularmente dos que tienen como núcleo a nuestros hermanos y hermanas que temporariamente han perdido el rumbo. Las parábolas fueron presentadas en un momento en el que el Señor era criticado por los escribas y fariseos por su obra entre «publícanos y pecadores”.

«Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este a los pecadores recibe, y con ellos come.

“Entonces él les refirió esta parábola, diciendo:

«¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla?
«Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso:
«Y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido.
“Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.»(Lucas 15:2-7.)

¡Qué mensaje tan potente! Esta parábola del Señor es una asignación de amor dirigida a nosotros para buscar y rescatar a las personas que están necesitando ser rescatadas — particularmente en este caso, aquellos que se han alejado del redil. El mensaje de la parábola era de tal importancia que el Maestro lo reforzó con otra parábola sobre el mismo tema, la parábola de la moneda perdida:

“¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla?
“Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido.
“Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.” (Lucas 15:8-10.)

Nuestra responsabilidad como hermanos y hermanas en la Iglesia consiste en ayudar a los que estén perdidos, ayudarlos a encontrar su camino y ayudar a encontrar su tesoro a quienes han perdido lo que es precioso. Las Escrituras nos enseñan con claridad que todo miembro tiene la obligación de fortalecer a sus hermanos. El Salvador, con amor pero con firmeza, recalcó esto cuando le dijo a Pedro: «Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Permítaseme decir lo mismo a cada uno de vosotros: Una vez que os hayáis convertido, por favor fortaleced a vuestros hermanos y hermanas. Hay tantos que padecen hambre, a veces sin conocer la causa de lo que sienten. Hay verdades y principios espirituales que pueden ser un firme cimiento para la seguridad de sus almas y paz para sus corazones y mentes si es que nosotros tan sólo dirigimos nuestras oraciones y nuestro interés activo hacia ellos.

Recuerdo que dos enamorados se prometieron que cuando estuvieran casados pondrían sus vidas en orden e irían al templo para solemnizar eternamente su matrimonio. Se amaban mucho y tenían algo de fe en la fuerza del convenio matrimonial hecho bajo el poder sellador del sacerdocio. Pero había razones, según ellos, por las que no podían dedicarse diligentemente a esos asuntos.

El tiempo pasó; llegaron los hijos. La pareja participó activamente en asuntos, de la comunidad. El hombre amaba a su familia. La esposa, Jennie, cada vez lucía más encantadora. La maternidad la hacía hermosa. Las preocupaciones familiares agrandaron su visión y ensancharon su alma, y acudió varias veces al esposo, diciendo: «Vayamos al obispo para recibir una recomendación para ir al templo”. Pero él rehusaba.

Con el transcurso del tiempo, se produjo un conflicto entre los servicios dominicales de ella y los intereses dominicales de él. Finalmente ella llegó a sentir que resultaba más tranquilo estar con su esposo durante todo el domingo. Así fue que realizaron pocas tareas en la Iglesia, y cuando sus hijos entraron en la adolescencia, ellos también comenzaron a gozar de las actividades despreocupadas y cómodas de sus padres.

Un día triste todo llegó al fin. La familia había ido a un día de campo, en domingo. Hubo un accidente automovilístico, y Jennie y una de las hijas murieron.

Pasado el funeral el hombre encontró que la vida estaba limitada y se sentía solo. La casa parecía vacía sin la esposa; sus días eran estériles y la vida parecía un yermo. Aunque se dedicó a su trabajo y a los demás hijos, su sufrimiento no cesó. Sus pensamientos iban constantemente dirigidos a Jennie, su compañera. No recibía ni paz ni consuelo y recordó que no había obtenido el sellamiento del sacerdocio que podía mantenerlo unido a Jennie a través de la eternidad. Sus lágrimas y el dolor profundo y su ansiedad seguían sin alivio.

Entonces una noche tuvo un sueño, pero a diferencia de otros sueños que se borraban en el olvido, éste estuvo presente durante todo el día. Le pareció que estaba en un lugar diferente mirando a través de un portón ancho y abierto, donde las figuras que se veían en el centro eran de una mujer y una niña.

Repentinamente se dio cuenta de quiénes eran y sintió la calidez del afecto en su pecho. Jennie estaba más bonita que antes; luego, para su gran alegría, sus tan queridas esposa e hija lo vieron. Le hicieron señas para que cruzara el portón. Parecían ansiosas de estar con él. Pero era evidente que lo que se necesitaba era el esfuerzo de él. Trató de adelantarse en su sueño, pero no tenía energía. Después, a medida que se esforzaba con mayor intensidad, los grandes portones comenzaron a cerrarse.

Tanto él como Jennie sabían que debía actuar rápidamente. Miró de nuevo a Jennie, una mirada final. Vio el terror reflejado en el rostro de ella al darse cuenta de que los portones podrían cerrarse sin que su amado esposo pudiera entrar.

En ese momento despertó. Sentía que estaba dispuesto a dar su vida, todo lo que poseía, si podía estar con su esposa y con sus hijos tan queridos, si podía tener las bendiciones plenas de aquellos que reciban la vida eterna y todo lo que ella significa.

¿Había sido tan sólo un sueño? ¿Había perdido una de las mayores oportunidades de su vida? ¿O todavía había tiempo si actuaba con rapidez antes de que las exigencias y cargas del mundo se amontonaran y ahogaran su justo deseo?

El Señor conoce el poder de las motivaciones justas, el poder que puede venir a nosotros cuando nos damos cuenta de las verdades respecto al propósito de la vida terrenal y en cuanto a las condiciones más allá del velo. Fue así que presentó otras dos parábolas, tratando de recalcar su mensaje indeleblemente en el corazón de los que se interesaban lo suficiente como para escuchar y meditar:

«Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.
“También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas,
“Que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.» (Mateo 13:44-46.)

El esposo de Jennie había llegado a reconocer profundamente el significado de estas parábolas. Él estaba dispuesto a vender todo por la apacible seguridad de que podía estar junto con Jennie para siempre. Felizmente, sabía qué es lo que tenía que hacer y conocía cómo tenía que vivir de ahí en adelante para que ello fuera posible. Sin embargo, hay otros hermanos y hermanas nuestros que, necesitando estas bendiciones de la Iglesia y del templo, también necesitan nuestra ayuda para alcanzar las promesas del Señor.

Al intentar ayudar a los que tienen tal necesidad, mis primeras preguntas, cuando resultan apropiadas, son: “¿Qué me dice de sus oraciones? ¿Cuán a menudo ora? ¿Cuánto de usted se vuelca en la oración?”

Recuerdo a un jovencito que yo quería ayudar a toda costa. Entre mis preguntas, le dije: “¿Qué haces en tu tiempo libre? ¿Qué lees? ¿Qué actividades tienes? ¿Con quién te asocias?” Las respuestas le demostraron cómo había dejado escapar de su mano la barra de hierro. Se relacionaba principalmente con incrédulos; había dejado de orar fervientemente a su Padre Celestial.

Le pregunté lo siguiente: «¿Cuántas veces, desde tu misión, has leído el Nuevo Testamento? ¿Cuántas veces has leído el Libro de Mormón?” Por mucho tiempo no había participado de la Cena del Señor.

Y se preguntaba por qué su espíritu parecía muerto. No pagaba los diezmos, pero se preguntaba por qué las ventanas de los cielos parecían cerradas y atrancadas para él. No estaba recibiendo todo lo que hubiera podido recibir.

A veces algunas personas sienten que están demasiado ocupadas como para asistir a la Iglesia y participar en sus actividades, demasiado apresuradas como para tener las oraciones familiares, demasiado absorbidas en otras cosas como para disponer de tiempo para la noche de hogar, demasiado cansadas como para tener fuerza para estudiar las Escrituras. Lamentablemente, se niegan a sí mismas su maná diario y semanal, el que puede mantenerlos a través de la vida y a través de todas las incertidumbres que la vida trae consigo. Pero si ellos y cada uno de nosotros trabajamos y oramos junto a los demás, podemos llegar a tener gran gozo ahora y para siempre. En tales desafíos debemos recordar el consejo dado por el Señor a cada uno de sus siervos: «Pero este género no sale sino con oración y ayuno» (Mateo 17:21). Si alguien no parece estar preparado en el momento, ¿no sería bueno seguir el consejo del Señor de ayunar y orar? Si alguien desea cambiar, pero enfrenta dificultades que parecen invencibles, ¿no sería bueno que él o ella siguiera el mismo consejo? Y nosotros que somos sus ayudantes, ¿no podríamos añadir nuestras oraciones y ayunos a los suyos?

Con gran seguridad sabemos que nuestro Padre Celestial dispone de formas de tocar el corazón del hombre. ¿Recordáis a Alma? ¿Recordáis a Pablo? Si las personas son sinceras en sus deseos, se pueden producir grandes cambios. Tal vez haya quien diga: “Bien, conocemos a una persona que no puede ser alcanzada con nuestra influencia». Claro que puede. A esa persona se le puede bendecir y ayudar. Está la promesa de las Escrituras, que nos dice: “El amor nunca deja de ser» (1 Corintios 13:8). ¡Nunca! El amor, aplicado por bastante tiempo, nunca deja de obrar su milagro en el individuo, o en nosotros, o en ambos, o en los que rodean a la persona en cuestión.

Al igual que el presidente Taylor, yo creo que no hay una sola persona que no pueda ser convertida—o puedo decir, reactivada— si la persona adecuada se acerca en el momento y la manera más indicados y con el espíritu adecuado. Sé que las bendiciones de nuestro Padre Celestial se unirán a nuestros esfuerzos si nosotros nos preparamos y si vivimos felizmente los principios del evangelio, y si buscamos la ayuda de nuestro Padre Celestial.

Hay millones de personas en este mundo, y muchas en la Iglesia, que sin demora pedirían las bendiciones del sacerdocio y de esta Iglesia y todo lo que ella les ofrece si conocieran sus ventajas. Nuestro llamamiento consiste en ayudar a nuestros hermanos y hermanas, miembros inactivos y a los que no son miembros, a ver y comprender las bendiciones que pueden ser suyas si comienzan a poner en práctica las enseñanzas del evangelio. “Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:30). “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (Juan 7:17).

Digámonos a nosotros mismos tal como dijo Nefi: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado” (1 Nefi 3:7).

Que los maestros orientadores de los quórumes del sacerdocio, las maestras visitantes de la Sociedad de Socorro, los esposos y las esposas, los padres y los hijos, y los miembros de cualquier parte que aman al Señor y desean hacer su voluntad, extiendan sus brazos y con amor e inspiración hagan las obras de justicia requeridas, ayudando a quienes lo requieren.

Arranques temporarios de interés y entusiasmo no acarrearán los resultados deseados. Pero nuestros resultados anhelados pueden venir, y vendrán más a menudo de lo que cualquiera de nosotros se imagina, si con oración aumentamos nuestros esfuerzos. No sólo vendrán bendiciones escogidas del Señor a nuestras vidas y a la vida de otros, sino que nos acercaremos más al Señor y sentiremos la presencia de su amor y de su Espíritu.

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