Por donde Jesús camino

Abril de 1984
Por donde Jesús camino
Por el presidente Harold B. Lee

harold b. leeDurante tres días gloriosos caminamos sobre suelo sagrado y sentimos la influencia de la persona más extraordinaria que ha vivido en esta tierra, Jesucristo, el Hijo del Dios viviente.

Al acercarnos a la Tierra Santa habíamos leído juntos los Cuatro Evangelios; y ya allí, antes de salir del cuarto por la mañana, orábamos pidiéndole al Señor que hiciera nuestros oídos sordos a las leyendas que nos relatara el guía acerca de los lugares históricos, pero que pudiéramos ser profundamente sensibles a las sensaciones espirituales a fin de saber por las impresiones, y no por lo que oyéramos, cuáles eran los lugares sagrados.

Allá, en la Tierra Santa, creo que por primera vez sentí hondamente las palabras de la hermosa pieza musical “Hoy caminé por donde Jesús caminó”.

Al recorrer en un auto alquilado y con un guía competente los nueve kilómetros que separan a la amurallada ciudad de Jerusalén del pueblo de Belén, que se encuentra al abrigo de las colinas de Judea, en nuestra imaginación escuchamos las palabras del dulce himno navideño:

Oh, pueblecito de Belén,
cuán quieto tú estás;
los astros en silencio dan su
bella luz en paz.

Mas en tus calles brilla
la luz de redención
que da a la humanidad
eterna salvación.
(Himnos de Sión, 43.)

Más adelante, hacia la izquierda, está el campo de los pastores. Cuando contemplamos las colinas, donde todavía se ven ovejas pastando como lo hacían aquellas de hace casi dos mil años, pudimos captar el significado de la historia de los pastores.

“Había pastores en la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño.
“Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor.
“Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo:
“que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.” (Lucas 2:8-11.)

Al poco rato estábamos —y parecía que los pastores con nosotros—junto a la entrada de la cueva cavada en la roca, que ahora se encuentra en el sótano de la Iglesia de la Natividad. Allí nos pareció sentir una afirmación espiritual de que, ciertamente, ése es un lugar santo.

Más allá de Jericó, la ciudad de las palmas, también encontramos un maravilloso espíritu en las orillas del río Jordán, donde el valiente Juan el Bautista bautizó al Hijo del Hombre. El sagrado acontecimiento está registrado en forma sencilla:

“Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él.
“Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” (Mateo 3:16-17.)

Pasando la ciudad de Jerusalén recorrimos unos cinco kilómetros hasta la casita de Marta, María y Lázaro, donde el Maestro encontró más amistad que entre muchos de los presumidos judíos de Jerusalén. A corta distancia de allí se encuentra la tumba de Lázaro, hecha en la roca. Frente a su entrada recordamos la escena dramática que tuvo lugar momentos antes de que el Salvador lo levantara de los muertos, cuando Jesús declaró el propósito de su grandiosa misión al decirle a Marta:

“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.

“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?»

Y nos pareció oír el ferviente testimonio de ella al responderle:

“Sí, Señor; yo he creído que tú eres él Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.” (Juan 11:25-27.)

Con los ojos de la imaginación nos pareció ser testigos del milagro de la resurrección de Lázaro cuando Jesús, parado a la entrada de aquella tumba donde se encontraba el muerto envuelto en el sudarlo, desde hacía ya varios días, mandó con voz imperiosa: “¡Lázaro, ven fuera!” (Juan 11:43.) Así se impuso el poder de este Hombre de Dios sobre la muerte.

Desde un prominente monte tuvo lugar la Ascensión del Salvador; allí estuvieron los dos hombres vestidos de blanco quienes, al verlo Irse hacia las nubes, dijeron a la multitud:

“Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto Ir al cielo.” (Hechos 1:11.)

Caminamos por aquellos sitios sagrados y también por el Jardín de Getsemaní, uno de los lugares profundamente espirituales; allí se ven ocho viejos y retorcidos olivos que muestran signos de mucha antigüedad. Allí, muy cerca del mismo lugar donde estuvimos parados, se arrodilló Cristo. Allí Imaginamos que podíamos oír la angustiada expresión de su intenso sufrimiento, que El describió en una revelación:

“Padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar.” (D. y C. 19:18.)

Y luego las palabras de su oración: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.» (Mateo 26:39.)

Nuestra visita a Jerusalén ya estaba llegando a su fin. Habíamos seguido a nuestro guía por lo que, según la tradición, fue la sala de tribunales donde el Maestro fue golpeado y sentenciado a muerte por un tribunal que burló a la justicia. Recorrimos el supuesto camino de la cruz hasta el lugar de la crucifixión y del santo sepulcro. Pero pensamos que todo aquello estaba ubicado erróneamente, pues no pudimos sentir allí en absoluto aquel significado espiritual que tuvieron otros lugares para nosotros, sino que recordamos las palabras del apóstol Pablo hablando de la crucifixión:

“Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta.” (Hebreos 13:12; cursiva agregada.)

En otras palabras, El sufrió por los pecados de la humanidad fuera de las puertas de Jerusalén; y, sin embargo, los guías nos mostraban el supuesto lugar de la crucifixión dentro de la ciudad. Pero lo que veíamos allí tampoco coincidía con la descripción que hizo Juan del sitio donde se llevó a cabo la crucifixión y luego el entierro:

“Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto ninguno.

“Allí, pues, por causa de la preparación de la pascua de los judíos, y porque aquel sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús.” (Juan 19:41-42.)

Todavía nos quedaba otro lugar por visitar: la tumba del huerto, que es propiedad de la Iglesia de los Hermanos Unidos. Nos llevaron allí como por casualidad, como si acabara de ocurrírseles la idea. Al atravesar el jardín siguiendo a nuestra guía que llevaba consigo a su hijito, divisamos una colina más allá de las puertas de la muralla que rodea a Jerusalén, a poca distancia de donde se encontraba la sala de tribunales dentro de la ciudad. El huerto o jardín estaba cerca, como dijo Juan, y en él había un sepulcro excavado en la roca, evidentemente mandado hacer por alguien que podía darse el lujo de pagar la excelente artesanía con que fue hecho.

Al encontrarnos en el lugar, tuvimos la impresión de que aquél era el más santo de todos, y nos Imaginamos haber sido testigos de la extraordinaria escena que allí se desarrolló. La tumba tiene una entrada que puede sellarse por medio de una roca que se corre, y, aunque la roca ha desaparecido, todavía se puede ver el carril de piedra por donde rodaba aquélla. Después de mirar en la tumba y ver que el Señor no estaba allí, María se echó a llorar con desconsuelo.

“Pero María estaba fuera llorando junto al sepulcro; y mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro;
“y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto.
“Y le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.
“Cuando había dicho esto, se volvió, y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús.
“Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Rabonl! (que quiere decir, Maestro).
“Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.” (Juan 20:11-14, 16-17.)

Aquella noche, al mirar desde el balcón del hotel, vimos recortarse contra el cielo la silueta del Monte Sión y distinguimos la Torre del rey David, donde, según nos dijeron, estaba el lugar en el que se llevó a cabo la Ultima Cena, poco antes de que el Salvador bajara por el “torrente de Cedrón” (véase Juan 18:1) al encuentro de la traición y del juicio, y, por último, de la muerte. En ese Monte Sión o en la Nueva Jerusalén de América (los eruditos de las Escrituras no se ponen de acuerdo con respecto a cuál de los dos lugares) comenzará el más grande de los dramas en la historia del mundo, que será precursor de la segunda venida del Señor. El mismo describió ese acontecimiento:

“. . . el Cordero estará en pie sobre el monte de Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tendrán el nombre de su Padre escrito en la frente.
“Y será una voz como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos que derribarán los montes; y no se hallarán los valles.” (D. y C. 133:18,22.)
“Y entonces el Señor pondrá su pie sobre este monte, y se partirá por en medio, y temblará la tierra y se bamboleará, y también se estremecerán los cielos.
“Y el Señor emitirá su voz, y todos los confines de la tierra la oirán; y las naciones de la tierra se lamentarán, y los que hayan reído descubrirán su insensatez.
“Y entonces me mirarán los judíos y dirán: ¿Qué heridas son éstas en tus manos y en tus pies?
“Entonces sabrán que yo soy el Señor, porque les diré: Estas son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos. Soy el que fue levantado. Soy Jesús que fue crucificado. Soy el Hijo de Dios.” (D. y C. 45:48-49, 51-52.)

A la mañana siguiente, mientras viajábamos por el camino Jaffa sobre las escarpadas colinas hacia el aeropuerto de la ciudad de Tel Aviv, contemplamos la obra de los judíos para hacer que el desierto floreciera como la rosa (véase Isaías 35:1), tal como lo predijeron los profetas.

Después de algunas de estas experiencias, supe que nunca me sentiría igual con respecto a la misión de nuestro Señor y Salvador. En mí quedó impresa como nunca la idea de lo que significa ser un testigo especial de Él. Con toda la convicción de mi alma, afirmo que Jesucristo vive, que sé que Él es el Hijo de Dios. Y también sé que el camino a la salvación se encuentra en esta Iglesia y en el evangelio de Jesucristo.

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