Septiembre de 1984
En busca de un padre
Por Abraham Kimball
Abraham Kimball, hijo de Heber C. Kimball quien fue uno de los primeros apóstoles de esta dispensación, fue criado lejos de su padre por parientes que no tenían buenas relaciones con la Iglesia. En 1862 viajó a Salt Lake City, donde su padre sirvió como consejero del presidente Brigham Young, y donde aprendió a amar a su familia y su fe. La siguiente historia se basa en la narración de Abraham de acuerdo con la forma en que se encuentra preservada en los archivos de la Iglesia.
Cuando llegamos al camino Fort Hall, en el estado de Idaho, James Spicer, con quien viajaba rumbo a California, se enteró de que varias caravanas de carretas habían sido atacadas por los indios. Entonces decidió cambiar sus planes y viajar a través del territorio de Utah.
—Voy a ser valiente al morir—dije, pensando en que los mormones habrían de matarme o hacerme tal vez algo peor.
Hasta ese momento los miembros de nuestra compañía viajante ignoraban totalmente quiénes eran mis padres, por lo que consideré prudente hablar con Spicer al respecto.
—Tengo un padre en Utah.
— ¿Quién es?
—No estoy seguro —contesté, lo que era la verdad, porque no sabía, pero sabía que habría de tener dificultades.
—Tal vez traten de hacerme prisionero —dije.
—No podemos tomar el camino Fort Hall —me contestó—. Es muy peligroso. Tenemos que ir a través de Utah. — Spicer sonrió tratando de reconfortarme.
—Todo saldrá bien, ya verás, —Saltó de nuevo a su carreta y, azuzando a los animales que de ella tiraban, dobló hacia el norte, rumbo al camino de Utah.
Era como una pesadilla, ya que nos encontrábamos demasiado lejos para que yo pudiera volver solo. Lo que más había temido toda mi vida estaba convirtiéndose en realidad.
Había crecido con un amargo prejuicio y un profundo odio hacia los mormones. El solo nombre era para mí sinónimo de un monstruo desagradable y peligroso. A menudo en mis sueños —o pesadillas— me imaginaba que los mormones me capturaban y, por el temor que me inspiraba la sola idea, estando despierto me veía llevando una vida de cautivo entre ellos, enjaulado como si fuera una bestia salvaje.
Nunca había visto a un mormón y no podía recordar a mi padre. Lo que sabía acerca de ellos lo había aprendido de mi abuelo y su familia. Mi padre había salido rumbo a Utah cuando yo tenía tan sólo unos doce meses de edad, dejando dos esposas (mi madre Clarisa y su hermana Emilia) y mi hermano Isaac y yo con mi abuelo, Alpheus Cutler. Sólo tres mujeres acompañaron ese primer grupo. En la mayoría de los casos las esposas quedaban atrás al cuidado de unos parientes o amigos de confianza y salían después rumbo a Utah en los próximos años.
Unos dos años más tarde murió mi madre y pocos meses después le siguió también mi tía Emilia. MI abuelo se mudó entonces para Manti, estado de lowa, donde estableció su propia Iglesia. Se instaló a sí mismo como su director y la llamó “La verdadera iglesia de los santos de los últimos días”.
Denunció la poligamia y la ley del diezmo. Enseñó a sus seguidores que José Smith era un verdadero profeta de Dios, pero que Brigham Young no era su sucesor. Se declaró a sí mismo como el verdadero director de la Iglesia, poseyendo la autoridad para llevar adelante el trabajo de los últimos días.
MI hermano Isaac y yo fuimos maltratados por la familia de mi abuelo. Éramos perseguidos y nos Insultaban por provenir de una familia polígama. Aun a la provocación más leve nos amenazaban con enviarnos a Utah, diciéndonos que los mormones habrían de dar buena cuenta de nosotros.
Se nos Inculcó la idea de que si permanecíamos demasiado tiempo en los bosques, los mormones podían aprisionarnos y llevarnos con ellos. Más de una vez, al encontrarnos juntando frambuesas en los bosques, nos alarmamos por algún ruidito que oímos entre las ramas. Soltamos los cestos que llevábamos y corrimos como locos, sin mirar para atrás hasta que llegamos a la casa.
En la primavera de 1862 me mandaron a Hamburg, estado de lowa, donde pasé una semana con mi tío Edwln Cutler. Mientras me encontraba con él, me preguntó si me interesaría Ir con él a California, a lo que respondí que me gustaría mucho ir.
El viaje fue muy bien hasta que pasamos una aldea [de Colorado] llamada Julesburg, sobre el Río Platte. Una mañana me dormí y mi tío se fastidió conmigo porque no me levanté antes de la salida del sol. Me despertó bruscamente diciéndome que no me había traído para que él me sirviera, sino que yo tenía que servirlo a él. También dijo que estaba muy contento de poder haberme llevado como su sirviente.
Pocos días después mi tía me preguntó si yo sabía adonde me llevaba mi tío.
—A California—contesté—. ¿A dónde más?
—Te lleva al lado de tu padre, en Utah —dijo.
Fue entonces cuando decidí abandonar a mi tío tan pronto fuera posible. Cuando llegamos a Laramie, estado de Wyomlng, James Spicer, quien había viajado con nuestra compañía por un corto tiempo, me Indicó con un gesto que fuera a su carreta.
—Tengo entendido que no quieres ir a Utah—dijo.
Le dije que así era, a lo que él contestó que él habría de tomar el camino Fort Hall, que evitaba el territorio de Utah. . . agregando que había observado que mi tío se había aprovechado de mí durante el viaje. Fue cuando me dijo que si quería, podía viajar con él.
Dos días más tarde, mi tío me dijo en cierta oportunidad:
—Abe [abreviatura de Abraham], junta el ganado. Hay una compañía que sale esta tarde y vamos a viajar con ellos.
Le dije entonces que no iba a viajar más con él sino que seguiría a California con Spicer. Después de que mi tío comprendió que no había nada que pudiera hacer para evitar que yo me fuera con Spicer, dijo que planeaba decirle a todo mormón que viera que uno de los hijos perdidos de Heber C. Kimball se encontraba detrás en el camino. Yo había oído hablar que Heber C. Kimball era un líder mormón, lo que me produjo mucho más miedo aún.
Ahora me encontraba viajando rumbo a Utah, y no había forma de volver. Indudablemente tenía que enfrentarme con mi suerte.
En el cruce del Río Green, estado de Wyomlng, me encontré con más problemas. Allí nos encontramos con un mormón llamado Lewls Roblnson, y cuando oyó mi historia me preguntó si planeaba ver a mi padre cuando llegara a Salt Lake City.
—De ninguna manera, si puedo evitarlo—le dije.
—Tu padre es un buen hombre—me dijo—. A él le gustaría mucho verte. Yo salgo para Salt Lake City en la madrugada a caballo, y cuando llegue, le voy a decir a tu padre que estás en camino a verlo.
No nos encontramos con más mormones hasta que llegamos al arroyo Silver Creek, cerca del Parque Parley, en el territorio de Utah. Cuando llegamos allí, me enteré de que Wllllam H. Kimball vivía en las inmediaciones. Me habían dicho que él era mi medio hermano.
Era indudable que Iba a enfrentarme con una situación desesperada. Decidí entonces prepararme para lo peor. Considerando que habría de ser mejor que enfrentara la situación con valentía, decidí hacerle una visita a mi medio hermano. Me armé de un revólver, tomé un pedazo de tabaco para mascar y me despedí de mis compañeros, creyendo que esa tal vez fuera la última vez que me vieran.
William me reconoció por la descripción que le había dado mi tío.
Me saludó efusivamente y me preguntó:
— ¿De dónde vienes?
Pareció estar muy feliz de verme y me pidió que fuera con él a su bata. Sospeché que se trataba de una trampa y en todo momento mantuve la mano cerca del revólver, listo para entrar en acción. En la casa me presentó a su familia y a otros dos hermanos míos, Charles y Salomón. Me Invitaron a cenar, y fue la primera comida decente que había comido en varios meses…
Estos parientes míos del Parque Par-ley me dejaron una Impresión favorable y lo único que se acercó a las torturas que yo me había imaginado fue que me hicieron preguntas casi hasta morir.
Así fue como dos días más tarde llegué a Salt Lake City con la caravana. Acampamos esa noche en la Manzana de la Emigración, donde, a pesar de la buena impresión que me habían causado mis parientes, continuaba aterrado de los mormones. Esperaba caer en sus manos a la mañana siguiente, y me asaltaron de nuevo todos mis temores de cautiverio y tortura. Fue una noche muy larga.
Al mediodía Spicer me preguntó qué habría de hacer.
—No creo que las cosas con tu padre vayan a ser ni pizca de lo que te dijeron que serían —dijo—. Es importante tener una familia.
Spicer titubeó. Nos habíamos hecho muy buenos amigos.
—Yo voy a pasar el invierno en Fort Floyd, y si fueras para allá o si fueras a encontrarme en California, quiero que sepas que siempre puedes contar con un hogar conmigo.
Así fue que nos despedimos, ambos con lágrimas en los ojos. Allí me quedé tanto tiempo como pude, solo, observando mientras poco a poco se alejaba la caravana de Spicer.
Si hubiera tenido que subir al patíbulo, no habría sido tan difícil como me resultó el esfuerzo que tuve que hacer para ir a encontrarme con mi padre. No me animé a hablar con nadie, y en lugar de caminar por la vereda, lo hice por en medio de la calle. Aún creía que se trataba de una trampa, que los mormones querían agarrarme.
Crucé el arroyo City Creek y me detuve en una casa para preguntar dónde podría encontrar a mi padre. Pensé que viviría en las cercanías, por lo cual pregunté primero por mi medio hermano, Charles Kimball. La mujer que contestó la puerta era la esposa de Charles y me dijo que su esposo se encontraba en el granero de su padre, no lejos de allí.
Al caminar por el corral, la gente me miraba curiosa desde las ventanas y puertas. La verdad es que es indudable que debo de haberles llamado la atención ya que mi ropa estaba en muy mal estado, y aun cuando era la mejor que tenía, era vieja y raída; llevaba una camisa completamente descolorida, pantalones de lona veinte centímetros más cortos de lo que debían ser, zapatos sin calcetines y un viejo sombrero de ala ancha.
MI hermano estaba enganchando los caballos a una carreta y se sorprendió mucho al verme.
— ¡Abe! En este momento me disponía a ir a buscarte. Voy a desenganchar los caballos, y vamos a ver a papá.
En ese momento hubiera deseado que la tierra se hubiera abierto y me hubiera tragado. Cuando nos acercamos a la casa, vi a un hombre que supuse era mi padre. Mi temor iba en aumento.
— ¡Aquí está tu hijo! —dijo Charles.
Mi padre era un hombre de 1.85 m. de altura, de ojos profundos y penetrantes que parecían adivinar mis pensamientos. Me habló en tono bondadoso y paternal. Trató de abrazarme, pero yo lo evité. Con serenidad me dijo que estaba muy contento de verme y me preguntó si sabía que él era mi padre. Le dije que no lo sabía y que no me importaba, y que esperaba que me dejara ir tan pronto como fuera posible. Respondió que podía irme cuando quisiera, pero me invitó a entrar en su casa. Me miró atentamente por un largo momento sin decir nada y después rompió el silencio diciendo:
— ¿No tienes otra ropa?
Viví con mi padre y familia durante ese invierno e Incluso asistí a la escuela. Como consecuencia del amor que me demostraron, poco a poco comenzaron a desaparecer mis prejuicios y el odio que sentía por los mormones. Hacia fines del invierno mi padre me preguntó si alguna vez había pensado en ser bautizado. Le dije que no sabía si querría, a lo que él respondió que en realidad yo podía hacer lo que quisiera, pero si creía en el evangelio, a él le gustaría creía en el evangelio, a él le gustaría verme bautizado.
Me dijo que antes de dejar a mi madre y a mi tía Emilia, él nos había dado a mi hermano Isaac y a mí una bendición.
Dijo que con sus manos sobre mi cabeza profetizó que llegaría el día en que yo vendría al valle en las montañas para después regresar con mi hermano. Seguidamente me dijo que quería que en la primavera volviera en busca de mi hermano Isaac.
No se habló más sobre el tema del bautismo por varios meses, y después nuevamente se me preguntó si lo había pensado. En realidad yo había sentido el reconfortante sentimiento del calor del evangelio y de los miembros de la Iglesia, y sabía que era lo correcto. Entonces le dije a mi padre que quería ser bautizado.
Así fue entonces que fuimos al arroyo City Creek. El agua estaba muy fría, congelada en la superficie, pero no noté mucho su frialdad. Después del bautismo mi padre me confirmó y me apartó para que llevara a cabo la misión de traer a su lado a mi hermano Isaac.
Al regresar a mi antiguo hogar en mayo de 1863, mis abuelos, hermano y amigos se alegraron mucho de verme. Pocos días después de mi llegada, mi abuela y la mayor parte de la familia fueron a visitar a algunos amigos durante el día. Mi abuelo se encontraba enfermo y no fue con ellos; me pidió que me quedara con él mientras la familia estaba de viaje. Al quedarnos solos, él comenzó a hacerme preguntas acerca de mi viaje a Utah. Me preguntó si había visto a mi padre, a lo que contesté que sí. El respondió que se alegraba de que así fuera y me preguntó si había sido bautizado, a lo que también asentí. Para mi sorpresa, también me dijo que por ello se alegraba.
—Hice que sintieras prejuicio hacia los mormones y hacia tu padre. —Al seguir hablando cerró los ojos y dijo—: Ahora considero que es mi obligación el quitar ese prejuicio.
—Yo sabía que Heber C. Kimball era tu padre, y sabía que era un buen hombre; pero no quería que tú lo supieras.
Yo quería que tú e Isaac me mantuvieran mientras yo viviera. Es muy difícil el ser viejo y enfermo. Fuiste a ver a tu padre y así es como debía haber sido. Yo estaba equivocado.
—Sé que José Smith fue un profeta de Dios y sé también que Brigham Young es su sucesor legal. Siempre lo supe. El problema conmigo fue que yo quería dirigir y no podía ser dirigido. Viví mi vida y ahora tengo que enfrentarme a las consecuencias de mis hechos. —Mi abuelo cerró los ojos, aclaró la garganta y agregó—: Quiero que regreses al lado de tu padre y lleves contigo a Isaac. Así es como debe ser. Quiero que permanezcas fiel al evangelio, al mormonismo. Nunca, nunca lo abandones, pues habrá de salvarte y exaltarte en el reino de Dios.
Inmediatamente mi abuelo comenzó a llorar como un niño.
Después de escuchar la verdad acerca de mi padre, Isaac consintió en viajar conmigo a Utah, por lo que tan sólo unos pocos días después de mi conversación con el abuelo salimos de regreso.
Cuando arribamos a Salt Lake City, nuestro padre se alegró mucho de vernos. Nos dio una calurosa bienvenida a su hogar, donde vivimos felizmente, sintiéndonos más amados y más en nuestro hogar de lo que jamás habíamos sentido en nuestra vida.
























