Un análisis científico del Libro de Mormón

UN ANÁLISIS CIENTÍFICO DEL LIBRO DE MORMÓNlogo 4
Los Cambios en nuestra comprensión de la América antigua y de sus Escrituras
Por John L. Sorenson

UN ANÁLISIS CIENTÍFICO DEL LIBRO DE MORMÓN.pdf - Adobe Acrobat ProIntroducción

Durante las últimas décadas, los estu­dios profesionales en el campo de la arqueología, geografía, cultura e idio­ma de los pueblos americanos han proporcionado una enorme cantidad de información que debe ser de gran interés para aquellos que leen y creen en el Libro de Mormón, información que los científicos que se dedicaron al estudio de este libro quizás nunca se hubieran imaginado que existiera. En la actualidad, la calidad y cantidad de estudios especializados relacionados con el Libro de Mormón son tan am­plios y profundos que es imposible que una sola persona esté al tanto de todos los aspectos de estos conocimientos.

De hecho, durante los últimos cin­cuenta años, ha quedado anticuada la mayor parte de lo que previas genera­ciones pensaban acerca de las civiliza­ciones americanas precolombinas.

Las ciencias que estudian las civiliza­ciones antiguas han sufrido grandes cambios. En las primeras décadas de este siglo aún se consideraba que la ciencia era la búsqueda y descubri­miento de verdades permanentes e in­falibles. Sin embargo, en la actualidad tanto los científicos como los filósofos concuerdan en que la naturaleza mis­ma de su tarea requiere que constante­mente reinterpreten sus teorías y sus datos.1 El punto de vista de Karl Pop- per con respecto a la ciencia, de que es “eternamente tentativa»2, ha llega­do a ser aceptado entre muchos cientí­ficos. De manera que aunque en la ac­tualidad exista quizás mil veces más información acerca de las primeras culturas de América que la que estaba disponible hace medio siglo, ahora los mejores científicos son mucho menos insistentes en describir categórica­mente lo que sucedió en el Nuevo Mundo pre-europeo.

También han ocurrido ciertos cam­bios en algunos conceptos que han te­nido los Santos de los Últimos Días con respecto al Libro de Mormón. Nuestra fe en los principios salvadores que enseñaron los profetas desde Nefi hasta Moroni no ha cambiado, y si lo ha hecho de alguna forma, ha sido en aumento. Pero al considerar estas Es­crituras como un documento antiguo, el estudiante minucioso ahora es cons­ciente de que tenemos mucho más de lo que habíamos sospechado. Comen­zando con M. Wells Jakeman, Hugh Nibley y Sidney B. Sperry, esta cre­ciente comunidad de investigadores Santos de los Últimos Días comenza­ron a fines de la década de 1940 a descubrir algunos de estos detalles.3 Un ejemplo de este cambio de perspec­tiva, de contemplar nuevas posibilida­des, lo representa el descubrimiento que hizo John W. Welch hace apenas quince años de una forma literaria del Cercano Oriente, llamada quiasmo, en el Libro de Mormón, la cual pasó inadvertida para sus lectores durante casi 140 años, desde su publicación en 1830. En años recientes, otros inves­tigadores han encontrado en el Libro de Mormón ciertas tendencias e impli­caciones insospechadas que en tiem­pos pasados no se habían detectado.

Muchos Santos de los Últimos Días no han tenido acceso a las fuentes que comunican la manera en que las inves­tigaciones recientes han cambiado nuestra comprensión del Libro de Mormón como un documento antiguo. Muchos también ignoran algunos des­cubrimientos nuevos bastante asom­brosos que apoyan al Libro de Mor­món y que han sido el resultado del uso de métodos científicos más avan­zados. El propósito de este artículo y los dos que le siguen es el de dar algu­nos ejemplos claros de los cambios que han ocurrido en el concepto que tienen algunos científicos Santos de los Últimos Días acerca del Libro de Mormón a la luz de las nuevas teorías y descubrimientos acerca del pasado.

La intención de estos artículos no es la de expresar enseñanzas oficiales de la Iglesia, pero en base a mis propias investigaciones y estudios he conside­rado que esta información es digna de consideración.

Primera parte

Durante mucho tiempo, uno de los in­tereses favoritos de los Santos de los Últimos Días ha sido la arqueología del Libro de Mormón. Siempre apare­cerá un grupo considerable de perso­nas a cualquier conferencia que trate este tema. Desafortunadamente, algu­nos escritores y conferencistas no han estado tan bien informados sobre el te­ma como debieran estarlo, y tampoco aquellos que critican a la Iglesia y de vez en cuando comentan el tema.

El problema en sí no es el de inten­ciones, creencias o testimonio, sino de conocimientos. El comparar el Libro de Mormón con los descubrimientos de la arqueología y otros campos relacionados es una actividad de elevado nivel intelectual, y cuando una perso­na, sea o no Santo de los Últimos Días, se propone obrar dentro de esa disciplina académica, deberá sujetarse a las normas que la gobiernan.

El primer elemento esencial es el determinar la naturaleza del Libro de Mormón y qué porciones pueden com­pararse apropiadamente con los hallaz­gos científicos. Después necesitamos establecer lo que realmente saben los arqueólogos y otros científicos y cuá­les son las condiciones que limitan sus conocimientos. Antes de poder llegar a una conclusión legítima, por más sen­cilla que ésta sea, se deben considerar cuidadosamente ambos puntos de vista de este asunto.

Un problema que algunos escritores y discursantes Santos de los Últimos Días han tenido es el de confundir el texto mismo del Libro de Mormón con su interpretación tradicional. Por ejemplo, es muy común escuchar que el Libro de Mormón es “la historia de los indios americanos”. Esta afirma­ción contiene varias suposiciones in­fundadas: que este volumen de Escri­tura es una historia en el sentido común, o sea, un relato cronológico y sistemático de los acontecimientos principales del pasado de una nación o territorio; que los indios americanos son un solo grupo de personas; y que las aproximadamente cien páginas de texto que contienen material histórico y cultural podrían relatar la historia completa de un hemisferio. Cuando se hacen suposiciones infundadas como éstas, los críticos responden de la mis­ma manera, y critican estas suposicio­nes y no el antiguo texto en sí.

El resultado ha sido un cúmulo de información acerca del Libro de Mor­món, perturbado por “evidencia” irrelevante, lógica infundada y conclusio­nes conflictivas. Muchas de las comparaciones que han hecho algunos Santos de los Últimos Días han estado basadas en información incorrecta tan­to en lo que respecta al análisis de pa­sajes de las Escrituras como a los he­chos arqueológicos. Por otra parte, los pocos arqueólogos profesionales que han intentado hacer tales comparacio­nes a menudo se han equivocado en dos aspectos: (1) han sido ingenuos con relación al Libro de Mormón en sí —o sea, lo que dice y lo que no dice; y (2) no han considerado cuidadosamen­te los detalles arqueológicos de los pe­ríodos correctos y en las áreas más probables de la América antigua. De hecho, solamente en años recientes se han realizado suficientes investigacio­nes para crear una descripción confia­ble y verosímil de los sucesos y carac­terísticas en su lugar y tiempo apropiado.

Aquellos que estudian el Libro de Mormón harían bien en ampliar su cri­terio acerca del mismo al actualizar sus conocimientos. Como ejemplo citare­mos algunos de los escritos de B. H. Roberts, uno de los intelectuales más capaces de la Iglesia en su tiempo. En varios de sus escritos, realizados prin­cipalmente en 1922, intentó comparar el Libro de Mormón con una novela romántica del siglo anterior intitulada View of the Hebrews (Panorama de los hebreos), escrita por Ethan Smith, un ministro de la Nueva Inglaterra. Algu­nos críticos habían sugerido que el profeta José Smith había utilizado esta novela como base para escribir el Li­bro de Mormón. De manera que el él­der Roberts analizó tanto este libro co­mo la literatura científica de su época con relación a los pueblos y culturas de la América antigua y los comparó con el Libro de Mormón.

Desafortunadamente, se comprobó que lo que en ese tiempo se considera­ba como un conocimiento verídico en relación con la civilización de la Amé­rica antigua estaba fundado en infor­mación incompleta y en algunos casos incorrecta. En su estudio, por ejemplo, el élder Roberts utilizó el concepto ge­neralizado que prevalecía en su época de que el Libro de Mormón era una historia de todo el hemisferio occiden­tal. Ahora es posible ver que algunas de sus suposiciones acerca del Libro de Mormón eran erróneas en los dos aspectos mencionados anteriormente: el conocimiento del material científico apropiado y el análisis de los aspectos técnicos del Libro de Mormón.

Entre las críticas que algunos ar­queólogos han hecho del Libro de Mormón, las dos afirmaciones más di­fundidas (el libro del finado Robert Wauchope y el artículo de Michael Coe de hace una década. aproximadamente5) sufren de limita­ciones similares. Estos dos eminentes científicos basaron sus reacciones al Libro de Mormón en la misma suposi­ción desafortunada de que éste es un relato de los indios americanos que ha­bitaron todo el Nuevo Mundo. Sus conclusiones eran tan erróneas como las de algunos Santos de los Últimos Días.

Es evidente que si el Libro de Mor­món ha de compararse como un docu­mento antiguo con información prove­niente de otras fuentes, es necesario derivar los hechos de los tiempos y lu­gares apropiados. Por ejemplo, sería inútil tratar de explicar las circunstan­cias en las que Pablo escribió sus epís­tolas si las tratáramos como si hubie­ran procedido de Babilonia en la época del cautiverio judío. Con el fin de comparar el Libro de Mormón con lo que los arqueólogos han aprendido acerca de sus antecedentes históricos en la América antigua, tenemos la mis­ma obligación, hasta donde nos sea posible, de ser específicos en cuanto a la ubicación y época de sus aconteci­mientos.

Las tierras de los nefitas y jareditas

Algunos lectores piensan que el Libro de Mormón no proporciona suficiente información para poder elaborar una geografía, cuando en realidad contiene numerosas afirmaciones relacionadas con el tema. Cuando se analizan dete­nidamente estas referencias a la par con algunas deducciones razonables derivadas de ellas, el libro prueba ser rico y sumamente constante en su in­formación sobre el tema.

Sería imposible proporcionar un análisis completo de la geografía del Libro de Mormón en estas páginas; sin embargo, por lo menos durante los úl­timos cuarenta años, muchos de los que han estudiado a fondo este tema han llegado a conclusiones básicas muy similares: (1) los acontecimientos registrados por los escribas nefitas y jareditas evidentemente cubrieron so­lamente un territorio limitado de la “tierra de promisión” del Nuevo Mun­do y (2) actualmente se conoce sola­mente un lugar en el hemisferio occi­dental que parece coincidir con ese escenario.6

Estos puntos son sumamente impor­tantes. Durante mucho tiempo, la ma­yoría de la gente suponía que los rela­tos del Libro de Mormón ocurrieron en todo el continente americano, tanto el hemisferio norte como en el sur. La geografía parecía ser tan clara —un continente norte y un continente sur, unidos por un istmo angosto. Sin em­bargo, con el tiempo fue difícil aceptar ese punto de vista a la luz de nueva información. Por ejemplo, a principios del siglo veinte las investigaciones rea­lizadas habían encontrado que al tiem­po del descubrimiento del Nuevo Mundo por los europeos, se hablaban unos 1.500 idiomas.7 Y los nuevos co­nocimientos que se han obtenido acer­ca del proceso de la estabilidad en los idiomas y los cambios que éstos sufren impide suponer que todos éstos hayan podido derivarse del hebreo, que se su­pone era el idioma de los nefitas y la­manitas. La ciencia arqueológica tam­bién comenzó a revelar una diversidad asombrosa de culturas, lo cual reforzó la idea de que muchos grupos diferen­tes habían habitado las Américas.

A principios del siglo veinte, unos cuantos miembros de la Iglesia comen­zaron a contemplar más detenidamente lo que el Libro de Mormón decía al respecto. Encontraron afirmaciones que indicaban que la ubicación geográ­fica de la historia de los jareditas y nefitas probablemente era más limita­da de lo que habían supuesto. Enton­ces, en 1939 los Washburn publicaron un análisis detallado de la geografía del Libro de Mormón, basándose ex­clusivamente en las afirmaciones del mismo, y demostrando la constancia de éstas. Desde la publicación de su obra An Approach to the Study of Book of Mormon Geography (Un enfoque al estudio de la geografía del Libro de Mormón), los analistas del volumen de Escritura han encontrado aún más da­tos en las propias afirmaciones del Li­bro de Mormón, los cuales sugieren que la extensión de las tierras inmedia­tas en las que ocurrieron los aconteci­mientos de este libro solamente haya abarcado cientos y no miles de kilóme­tros.8

Basándome en mis propias investi­gaciones, concuerdo con otros en que hay solamente una zona que parece reunir todos los requisitos claves: Mesoamérica. Este es el nombre que los investigadores de civilizaciones ameri­canas han asignado a aquella porción del centro y sur de México y el norte de Centroamérica en donde antigua­mente se alcanzó el nivel más alto de desarrollo cultural del hemisferio. Por ejemplo, el libro habla mucho acerca de la larga tradición que existía en el territorio de los nefitas y jareditas de llevar registros escritos, y en Mesoamérica, de acuerdo con la evidencia actual, se conocen más de una docena de sistemas de escritura, algunos de los cuales abarcan desde el principio del primer milenio a. de J.C.9 Sin em­bargo, en ningún otro lugar de Améri­ca encontramos evidencia digna de confianza de que se haya llevado un sistema genuino de escritura y una tra­dición de libros antes de la llegada de los europeos en el siglo dieciséis. Asi­mismo, en Mesoamérica podemos identificar a casi todos los rasgos geo­gráficos y culturales especificados en el Libro de Mormón: la presencia (y ausencia), en relaciones particulares, de montañas, cuencas, ríos, «aguas”, vados, pasos, mares, costas, ruinas que datan de tiempos que coinciden con el libro de Escritura, etc.10

Está claro que si ubicamos las tie­rras del Libro de Mormón dentro de una región tan limitada como lo es Me­soamérica, será necesario que analice­mos de nuevo algunos de los temas que han sido de gran interés para los lectores del Libro de Mormón. Por ejemplo, ¿cómo llegaron las planchas de Nefi desde el campo de la batalla final cerca de “la estrecha lengua de tierra” hasta donde José Smith las en­contró en el estado de Nueva York? El Libro de Mormón no nos aclara este punto, pero una posibilidad obvia seria que Moroni mismo fas haya llevado consigo hasta Nueva York durante los treinta y seis años que anduvo errante después de la exterminación de los ne­fitas y antes de escribir por última vez en las planchas. (Véase Mormón 6:6; Moroni 1: 1-4; 10:1.) O pudo haberlas llevado a ese lugar siendo ya un ser resucitado. Solamente sabemos que, cualquiera que haya sido el medio, en 1827 las planchas se encontraban en la «colina de tamaño regular” cerca del hogar de José Smith en Palmyra, Nue­va York, en donde Moroni le entregó el registro sagrado.

En muchos casos, una vez que com­prendemos la probabilidad de que la geografía del Libro de Mormón haya sido en una escala limitada, las dudas que han propuesto los críticos acerca del idioma, la cultura, la afiliación re­ligiosa y otros “problemas” toman una perspectiva completamente diferente.

De manera que tomando como pun­to de enfoque los datos extraídos pri­mordialmente del área mesoamericana, contemplemos el Libro de Mormón a la luz de la información que ahora tenemos acerca de su civiliza­ción y geografía.

La naturaleza del registro

Otro concepto nuevo acerca del Libro de Mormón es que no es una historia en el sentido de la palabra que a menu­do se utiliza en la actualidad. De he­cho, en vez de ser una narración de lo que sucedió en un territorio en particu­lar, es como el Antiguo Testamento, primordialmente una crónica familiar escrita por profetas bajo la inspiración del Señor. Por este motivo, el Libro de Mormón es similar en varios aspectos importantes a las “historias de linajes”. Esta clase de documento proporciona información seleccionada acerca del origen del grupo, por qué fue escogido por Dios, los acontecimientos crucia­les que afectaron su destino, los estatu­tos en los cuales se basaba su sistema de poder, y sus relaciones con otros grupos. Típicamente, un linaje utiliza este tipo de relato histórico para definir sus propios límites, reforzar su poder, estabilizar su estructura social y de otras maneras recalcar su identidad a los miembros de su propio grupo. 11

La mayoría de los documentos his­tóricos, ya sean escritos u orales, de civilizaciones y tribus antiguas son de este tipo.12 No pretenden relatar en for­ma total ni sistemática “lo que sucedió” en todo el territorio. De he­cho, quizás el linaje no haya tenido control exclusivo de la tierra (como en el caso de Abraham). Muchas veces eran solamente una porción de la so­ciedad y vivían entre grupos similares, ya sea dentro o fuera de las naciones formales, las cuales la mayoría de no­sotros consideramos como tema apro­piado para la historia.

Por ejemplo, el relato del período patriarcal en el Antiguo Testamento proviene de los registros de un cierto linaje y por tanto contiene principal­mente sus acontecimientos históricos claves y las grandes verdades que sus líderes recibieron de Dios. Habla de Abraham, quien sale del norte de Mesopotamia y entra a Canaán, y después a Egipto, y representa a su familia es­trechamente unida con otros pueblos y culturas, los cuales casi no se mencio­nan en el registro. Ur, Lot, Abimelec, Gomorra, los “cinco reyes” y Melquisedec se mencionan brevemente, pero sólo forman parte del escenario, y se mencionan solamente con el fin de fa­cilitar el relato de la manera y la razón por la que Israel obtuvo su lugar en la tierra prometida.

Tanto los documentos nefitas como jareditas contienen estas mismas ca­racterísticas. Moroni, el último escriba del linaje de Nefi, concluyó y sepultó el registro, no porque ya no se estuvie­ra haciendo historia a su alrededor (véanse Mormón 8:1-9; Moroni 1:1-2), sino porque esos sucesos sim­plemente no formaban parte de la his­toria de su grupo. (Naturalmente, ha­bía otras razones más importantes por las que debía terminar y sellar el regis­tro. Véanse Moroni 1:4; página titu­lar.) Por tanto, es aparente la razón por la que el compendio de Mormón casi no menciona al pueblo de Zarahemla, o sea los “mulekitas” como los hemos llamado, aunque éstos eran más nume­rosos que los nefitas. (Véase Mosíah 25:2-3.) Eter tampoco dio mucha im­portancia a aquellos gobernantes usur­padores, posiblemente de un linaje ri­val, quienes encarcelaron a sus antepasados e impidieron que ocupa­ran el lugar que les correspondía en el trono; de hecho, sus nombres ni si­quiera se mencionan en el Libro de Eter. (Véanse Eter 10:30-31; 11:17-19.) Para el pueblo del linaje de Jared, esos nombres no tenían impor­tancia.

En muchas formas significativas, el tema de estos registros antiguos ameri­canos era acerca del destino de las fa­milias centrales que llevaban tales es­critos. En ocasiones se mencionaban otras, pero solamente porque propor­cionaban los accesorios necesarios pa­ra el drama principal. Incluso se po­dían pasar por alto períodos de varios siglos, sin duda, porque muy poco fue lo que sucedió que se considerara de valor para determinar el destino de los descendientes de Nefi o de Jared.

Las limitaciones de la arqueología

Así pues, los relatos del Libro de Mor­món no hablan de naciones en el senti­do moderno de la palabra, sino que generalmente se refieren a las líneas de los gobernantes. Pero un linaje así es prácticamente invisible para la arqueo­logía, y en esto yace el problema. La única manera de conectar la famosa di­nastía hiksa de la Edad de Bronce de Egipto, o los muy comentados gober­nantes toltecas de México de hace mil años, con sus ruinas, es teóricamente.13

La naturaleza de la evidencia ar­queológica, lingüística e histórica que existe en la actualidad acerca de Mesoamérica dificulta la identificación de grupos específicos, tales como un po­sible linaje nefita, y con mayor razón la de individuos. Este problema se aplica a cualquier investigación histó­rica con relación a las civilizaciones antiguas. Los expertos no han podido resolver sus disputas acerca de la iden­tidad de los invasores israelitas alrede­dor de Jericó en los tiempos de Josué y antes.14 No hay ningún monumento cerca del Jordán que diga “Aquí fue donde Israel cruzó”; ni se encontrará señal alguna en Egipto que identifique la tierra de Gosén. En cambio, es ne­cesario buscar las tendencias en las costumbres o manera de poblar que pa­recen relacionarse con algo que se menciona en las Escrituras.

Sin embargo, una interpretación (esto es, “El nuevo tipo de jarrones de barro que se pueden observar en este nivel deben de representar a los he­breos que llegaban a la región”) no se deriva de “los hechos» en sí. Los cien­tíficos elaboran un caso, una propues­ta, de que cierto documento o tradición concuerda con los artefactos físicos, aunque puede haber otros científicos que no estén de acuerdo. De hecho, éstos pueden atacar duramente la hipó­tesis. El Popol Vuh, una historia de linaje de los pueblos de las montañas de Guatemala, registra la invasión de un pequeño grupo de guerreros con pa­trones culturales mexicanos quienes llegaron a gobernar la tierra hace unos seiscientos años. Los maorís de Nueva Zelanda afirman descender de un pe­queño grupo de personas que según ca­be suponer llegaron de la Polinesia central en canoas. Ambas tradiciones pueden apoyarse con datos que vaga­mente las confirman; y sin embargo la evidencia es dudosa, y a menudo sur­gen discusiones entre los científicos con respecto a este tipo de temas.

Supongamos, por tanto, que pudié­ramos identificar una serie de paralelos importantes entre lo que el Libro de Mormón nos dice acerca de la vida antigua en las tierras nefitas y lo que la investigación actual nos dice acerca de las costumbres mesoamericanas. En­tonces estaríamos basándonos en la ve­rosimilitud, tal como aquellos que in­vestigan asuntos históricos seculares.

¿Es la verosimilitud una conexión aceptable entre el texto del Libro de Mormón y los artefactos físicos? Cier­tamente. Es la misma conexión que han estado utilizando durante muchos años los arqueólogos prominentes en­tre otros textos y su contexto, especial­mente la gran obra que se ha realizado en años recientes con relación a la his­toria bíblica.

Los arqueólogos permanecen un tanto a oscuras con respecto a gran parte de la vida antigua simplemente porque es muy difícil llegar a conclu­siones acerca de las creencias, estruc­turas sociales y personalidades de un grupo basándose solamente en tiestos, fragmentos de piedras y murallas de­rrumbadas. Y ya que en un momento dado los arqueólogos han descubierto solamente una fracción de toda la evi­dencia que había quedado sepultada, continuamente nos esperan sorpresas con respecto a lo que era o no era parte de la antigüedad. Aun cuando el estu­dio de los artefactos culturales se com­plemente con información adicional — desde la lingüística histórica, inscripciones, antropología biológica, identificación botánica— no podemos estar absolutamente seguros. Por lo tanto, todas las interpretaciones de los descubrimientos arqueológicos debe­rían ser precedidas por las palabras “hasta ahora” y “parece ser”.

La arqueología, por lo tanto, tiene sus propias limitaciones inherentes, las cuales obligan a los arqueólogos a ha­cer inferencias razonables, aunque no con plena certeza, basándose en los datos limitados y ambiguos que en­cuentran. Por ejemplo, Michael Coe, de la Universidad de Yale, trata de co­nectar a ciertos dioses aztecas, cuyas características conocemos principal­mente a través de las tradiciones regis­tradas por los españoles en el siglo die­ciséis, con las imágenes de los olmecas que datan de 2.500 años antes y que él considera representan dioses con características similares a las de los dioses aztecas.15 Su colega George Kubler, basándose en la misma infor­mación, está totalmente en desacuer­do;16 pero eso también es cuestión de interpretación. Mientras tanto, incluso en una región que se supone es bien conocida, la Judea antigua, las inter­pretaciones varían grandemente. Hace dos generaciones el profesor William F. Albright identificó el sitio de Tel Laquis como la ciudad “Laquis» que se menciona en el Antiguo Testamento con relación a las invasiones asirías y babilónicas. Basó su identificación en un informe tradicional de Ensebio en el siglo cuatro d. de J.C. en donde éste anota sitios y distancias entre un lugar y otro, lo cual hace que tal ubicación sea un sitio posible para esa ciudad del Antiguo Testamento. El profesor Ahlstrom, de la Universidad de Chica­go, ha puesto en duda tal identifica­ción. David Ussishkin, de la Universi­dad de Tel Aviv, quien ha trabajado en ese sitio por varios años, concuerda en que la identificación es puramente cir­cunstancial, pero a su parecer es “sumamente probable”.17

Varios investigadores del Libro de Mormón piensan que la gran región de Kaminaljuyu, un sector de la ciudad moderna de Guatemala, podría corres­ponder a la ciudad de Nefi del Libro de Mormón. ¿Es posible comprobar esta identificación? Claro que no; pero cuando nos conformamos con las pro­babilidades, simplemente estamos si­guiendo los métodos más avanzados de la arqueología moderna. El profesor L. R. Binford insiste que ante la “ambigüedad en los hechos del regis­tro arqueológico”, el arqueólogo debe “analizar prudentemente las alternati­vas y después llegar a una conclusión en cuanto a lo más probable”. En otras palabras, hablando en términos ar­queológicos, la verosimilitud se con­vierte en el criterio para juzgar la vera­cidad de una afirmación.18

Eso es todo lo que podemos hacer. Después de todo, la ciencia, así como la historia hecha por los hombres, es “eternamente tentativa”, nos asegura Popper, y agrega; “Sólo en nuestras experiencias subjetivas de convicción, en nuestra fe subjetiva, podemos estar ‘absolutamente seguros’.”19 La ciencia no proporciona ningún equivalente por aquella “fe subjetiva”; sin embargo, es sumamente interesante contemplar lo razonable que parece ser ahora el rela­to de los nefitas, a la luz de los descu­brimientos de este último medio siglo.

La guerra

Un buen ejemplo de un tema sobre el cual han cambiado radicalmente las opiniones de los expertos y ahora concuerdan más con el Libro de Mormón es el conflicto armado. Hasta hace po­co, la descripción prevalente de Mesoamérica era que en la era clásica so­lamente habían existido sociedades pacíficas, siendo ejemplo de ello las ruinas espectaculares mayas y de Teotihuacán que datan aproximadamente de 300 a 800 años d. de J.C.20 Se supo­ne que los líderes mayas debieron de haber pasado su tiempo pacíficamente meditando y adorando un grupo com­plejo de dioses, contemplando arte no­table, participando de juegos filosófi­cos con su calendario, en una palabra, actuando como “los griegos del Nuevo Mundo”. Únicamente después del año 1000 d. de J.C. se supone que el mili­tarismo haya jugado un papel en la his­toria de Mesoamérica.

En las décadas de 1950 y 1960 hube varias personas —Armillas, Rands y Palerm—21 que abogaron por la revi­sión de esta descripción, pero nadie le: escuchó. El gran cambio ocurrió con la labor que realizó la Universidad de Tulane en 1970 en Becán, Península de Yucatán. El centro del sitio está rodea­do por una zanja de casi dos kilóme­tros de circunferencia y promediando dieciséis metros de diámetro. Los que la fabricaron apilaron la tierra de tal manera que formaba una loma del lado interior de la zanja. David Webster describió el efecto militar de esta forti­ficación:

“Es casi imposible arrojar algo hacia arriba desde el exterior de esta fortifi­cación. Los defensores, posiblemente protegidos por una empalizada, podían haber derramado proyectiles de largo alcance sobre sus enemigos usando hondas y lanzadores.»22

Esto casi parece ser un paráfrasis de Alma 49:18-20. Pero Cortés, el con­quistador español, había visto varios tipos de fortificaciones similares a ésta al atravesar los bosques entre Tabasco, México, y Honduras durante la década de 1520. ¿Fue Becán simplemente uno de aquellos sitios posteriores e insigni­ficantes que datan mucho después de los tiempos del Libro de Mormón? Webster demostró que la zanja y la muralla de Becán fueron construidas aproximadamente entre 150 y 450 años d. de J.C., fechas que compren­den la época en que Mormón y Moroni vivieron y pelearon.23

Desde entonces ha surgido mucha evidencia que apoya este hecho. En la actualidad se conocen más de cien si­tios fortificados. La labor de Ray Matheny en Edzna reveló una fortificación grande, rodeada de un foso, que data de los tiempos de Cristo.24 Loma Torremote, en el valle de México, ya era un poblado empalizado arriba de una loma para el año 400 d. de J.C.23 Una porción de los tres kilómetros de mura­llas defensivas en las famosas ruinas de Monte Albán datan de antes de 200 a. de J.C.25 El centro de Los Naranjos, en Honduras occidental, estaba com­pletamente rodeado por una zanja grande en algún período comprendido entre los años 1000 y 500 a. de J.C.27 Además de los sitios, se ha encontrado arte gráfico, restos de armas y figuras de guerreros que datan de diferentes períodos. También se han encontrado murallas de piedra. (Compárese con Alma 48:8.)28 Y la percha pública de calaveras (el tzompantli azteca) que utilizaban los aztecas en la época de la Conquista, con el fin de atemorizar a los que quisieran rebelarse en contra de su control militar, ha sido descu­bierto ahora en el Valle de Cuicatlán en Oaxaca, y data de antes del tiempo del Cristo.29

Cada vez se hace más patente que las prácticas militares que se utilizaban cuando los europeos llegaron se re­montan a principios de la historia de Mesoamérica. No obstante, hasta hace unos diez años la mayoría de las des­cripciones publicadas acerca de la vida antigua en tal región contradecían di­rectamente esta opinión.

Un incidente reciente demuestra la manera en que las opiniones anticua­das pueden intimidar a las personas. Uno de mis ex alumnos me escribió preocupado porque su profesor en una universidad del este de los Estados Unidos le había asegurado que el arco y la flecha, que se mencionan en varias ocasiones en el Libro de Mormón, no existieron en Mesoamérica hasta el año 900 d. de J.C. Pero yo pude ase­ jurarle que en un tiesto descubierto en el centro de México se encuentra gra­bada la imagen de un hombre con tal arma. Este fragmento data de aproxi­madamente ochocientos años antes de la fecha citada por el profesor.30

A la luz de los recientes descubri­mientos en lo que respecta a Mesoa­mérica, ahora parecen ser completa­mente razonables la descripción de las fortificaciones en Alma 48 hasta 3 Ne­fi 3, las frecuentes batallas registradas en los relatos jareditas y nefitas, la cantidad de bajas, muchas de las tácti­cas y armas empleadas, el sistema de organización de los ejércitos y otra in­formación sobre el tema que nos co­munica el Libro de Mormón.

La población

En 1560, Fray Bartolomé de las Casas calculó que cuarenta millones de ame­ricanos nativos habían perecido “injustamente y bajo tiranía” en la Nueva España en las dos generaciones que transcurrieron después del descu­brimiento hecho por Colón.31 En la dé­cada de 1930, el antropólogo A. L. Kroeber calculó que al tiempo de la llegada de los europeos, la población total del hemisferio era 8.4 millones, una cantidad muy inferior.32 Estos ex­tremos ilustran la dificultad que existe en tratar de calcular el monto de la población, y los cálculos a menudo re­flejan los tiempos de los hombres que los hicieron. Las cifras de Kroeber in­dudablemente fueron afectadas por el pesimismo de la Gran Depresión Nor­teamericana que afectó a historiadores, antropólogos y otros científicos. Por otra parte, la evaluación que hizo Henry Dobyn de los datos disponibles le llevaron a concluir, en el próspero año de 1966, que en el año 1.500 d. de J.C. había habido una población de aproximadamente noventa millones de nativos y que más de cuarenta millones habían habitado México y la América Central.33

Los estudios de la población, claro está, no se basan en la especulación ni en interpretaciones caprichosas. Al examinar más detenidamente las fuen­tes históricas y arqueológicas, y al co­rregirse mutuamente los especialistas mediante sus críticas, está surgiendo una mejor comprensión de las cifras reales. La obra de William Denevan de 1976, The Native Population of the Americas in 1492 (La población nativa de las Américas en 1492), tomó en consideración todos los argumentos.

El cálculo al que llegó, de 57 millones en todo el hemisferio, parece ser un número probable. Llegó a la conclu­sión de que en México y Centroamérica había una población de aproximada­mente 27 millones.34 Es más, de acuerdo con Fernando de Alva Ixtlilxochitl, quien en la era después de la conquista utilizó documentos nativos como fuente para su historia del centro de México, los “toltecas” del siglo diez realizaban guerras con millones de guerreros y sufrieron bajas de más de 5.6 millones.35 Aun tomando en cuenta una posible exageración, estas cifras siguen siendo razonables, como lo son las bajas de 230.000 guerreros que se atribuye a los nefitas seiscientos años antes. (Véase Mormón 6:10-15.)

Las cantidades que citaban los de­mógrafos hace décadas con respecto a la población mesoamericana no podían conciliarse con las declaraciones del Libro de Mormón en cuanto a la des­trucción de millones de personas en las guerras finales de los jareditas y nefi­tas. Ahora, el análisis de los datos con respecto a las tierras que fueron ocupa­das, la ecología, el tamaño de las po­blaciones, las bajas en las guerras y otros factores relacionados con la po­blación que podemos encontrar en el texto del Libro de Mormón muestra una importante constancia y realismo en los cambios demográficos registra­dos en este libro. De igual manera, las cifras absolutas registradas en el libro quedan dentro de los mismos límites que las cantidades que los actuales in­vestigadores de Mesoamérica conside­ran como aceptables.

El uso de metales

Los críticos han considerado como problema especial ciertos artefactos específicos que menciona el texto del Libro de Mormón y que no tienen nin­gún paralelo conocido en la América antigua. Sin embargo, tanto los que critican como los que apoyan este tema han demostrado que tenían un conoci­miento insuficiente tanto de las decla­raciones de las Escrituras como del material cultural comparable del lugar y la época correctos.

Durante muchos años, los científi­cos que se especializan en el área de Mesoamérica contendieron que la me­talurgia era desconocida en esta región hasta después del final de la era clási­ca, alrededor del año 900 d. de J.C.

Por otra parte, el Libro de Mormón indica que los nefitas utilizaron el hie­rro, el cobre, el bronce, el acero, el oro y la plata casi desde principios de su historia (2 Nefi 5:15), y los jareditas utilizaron el oro, la plata y otros meta­les más de mil años antes. Sin embar­go, los nuevos datos e interpretaciones de nuevo apoyan las afirmaciones del Libro de Mormón.

La mayoría de los artefactos metáli­cos de Mesoamérica pertenecen a los siglos previos a la Conquista Españo­la. Aun en esos tiempos, no había una provisión abundante de metales en la región, de modo que es posible que éstos los volviesen a utilizar, o los fun­dieran y los volvieran a moldear. Cla­ramente, si estos objetos eran de tanto valor, sería en ocasiones muy raras que sus dueños los dejaran en donde los arqueólogos pudieran descubrirlos. Los objetos metálicos que se han llega­do a descubrir generalmente son pe­queños o fueron colocados a propósito como ofrenda en tumbas y sitios sagra­dos. El hecho de que ya se hayan en­contrado una docena o más de piezas de metal que datan de antes de 900 años d. de J.C. y se remontan hasta 100 años a. de J.C. nos asegura que este pueblo tenía conocimientos de la metalurgia. Pero sin duda, estos obje­tos de metal eran relativamente raros y muy valiosos. Patterson supone que la razón por la que había comparativa­mente poco metal en los tiempos pre­colombinos es que era sumamente difí­cil minar los depósitos de mena con la tecnología tan limitada con que conta­ban.36

No obstante, es intrigante el hecho de que no encontremos mayor eviden­cia de las habilidades metalúrgicas aparte de la pequeña cantidad de pie­zas que se han encontrado. Sabemos que los peruanos usaban ciertas técni­cas metalúrgicas sencillas poco des­pués del año 2.000 a. de J.C.37 Ya que es ampliamente aceptado el que hubo contacto entre Perú y Mesoamérica, sería asombroso que un conocimiento cultural tan valioso como lo es la meta­lurgia no se hubiera transmitido del primer pueblo al segundo.38 Aun si no tomamos en consideración la posibili­dad de que esta técnica haya procedido del otro lado del océano, el que los peruanos hayan tenido este conoci­miento nos sugiere firmemente que la teoría arqueológica aceptada a este res­pecto ha sido errónea, y que de hecho los pueblos mesoamericanos tenían mayor conocimiento de esta tecnología de lo que se ha podido descubrir hasta el momento.

Los estudios que se han verificado con relación a los idiomas apoyan el concepto de que se usaron metales en Mesoamérica a principios de su histo­ria. Durante muchos años los lingüis­tas han estado comparando los idiomas que aún sobreviven y que están rela­cionados entre sí, con el fin de recons­truir los proto-idiomas de los que se derivaron. Los profesores Longacre y Millón han reconstruido parte del idio­ma proto-mixteco que se habló en el estado de Oaxaca, México y áreas cir­cunvecinas. De acuerdo con sus datos, parece haber existido una palabra alre­dedor del año 1.000 a. de J. C. que quería decir metal (o cuando menos campana de metal).39 El estudio que realizó Kaufman de los idiomas Tzeltal-Tzotzil mostró que en la región maya hubo otra palabra para metal que se originó cerca del año 500 d. de J.C.; pero también se encuentra la misma raíz en el idioma huasteco, un idioma maya que se piensa se separó del grupo principal alrededor del año 2.000 a. de J.C.40 Mientras tanto, Campbell y Kaufman, en un estudio importante so­bre el idioma proto-mixe-zoqueo, de­mostraron en forma bastante conclusiva que éste era el idioma principal de la civilización olmeca. Este idioma también tenía una palabra para metal, que ellos pensaban que se había origi­nado a más tardar en el año 1.500 a. de J.C.41 Así que los lingüistas históricos ahora nos demuestran que mucho antes del año 1.000 a. de J.C. parece haber­se conocido y probablemente utilizado el metal en las tres familias lingüísticas más importantes de la Mesoamérica más antigua. Podemos confiar en que en el futuro los arqueólogos encontra­rán artefactos metálicos, por muy raros que sean, para complementar la escasa información que se tiene en la actuali­dad.

Entre los metales que el Libro de Mormón menciona se encuentra el ziff. (Véase Mosíah 11:8.) Hay varias deri­vaciones hebreas de este término que son razonables, ya sea con el sentido de “brilloso” o “laminado”. Entre las substancias mesoamericanas conoci­das, quizás sea la tumbaga la posibili­dad más lógica.42 Esta aleación de co­bre y oro se producía comúnmente en Colombia y Centroamérica pero tam­bién se ha encontrado en un sitio ma­ya.43 Otra posibilidad es la singular aleación de cobre y estaño que descu­brieron Rubin de la Borbolla, Caley y Easby en el occidente de México.44 O quizás el zijf haya sido el estaño solo. Los científicos metalúrgicos modernos tienden a creer que en la actualidad ya se conocen todas las aleaciones y que no hay nada nuevo, como el ziff, aún sin identificar.

Un caso paralelo nos ayudará a apreciar que sigue habiendo problemas para resolver con relación al análisis físico y a la identificación de metales. Fuentes rusas medievales hacen refe­rencia al metal kharsini. A través de un estudio minucioso de los documen­tos, recientemente se le ha identificado tentativamente como una substancia nativa compuesta de arsénico y anti­monio. Los científicos habían supues­to anteriormente que el kharsini era el latón.45 Al igual que en este caso para­lelo, Caley y Easby criticaron a los ar­queólogos mesoamericanos por “rehusarse tercamente a aceptar los hechos» con relación a la explotación, fundición y uso del estaño en los tiem­pos precolombinos. Los arqueólogos generalmente habían negado la presen­cia misma de este metal en los días prehispánicos.46

Lo importante de toda esta explica­ción es lo que nos enseña acerca del tema “conocimiento”. En este momen­to no sabemos lo que es el ziff. Y no. importa cuán completos crean los me­talúrgicos y los arqueólogos que sean sus datos en la actualidad, podemos confiar en que al seguir realizando es­tudios más profundos se descubrirá in­formación adicional con respecto a la composición química de los artefactos que ya se han desenterrado, los descu­brimientos que se harán en el futuro, la terminología de los metales, etc. Por ejemplo, nos gustaría ver realizado un estudio más detallado del contenido de una vasija de barro que hace años des­cubrió en Teotihuacán, México, el ar­queólogo sueco Sigvald Linne, que da­ta de 300-400 años d. de J.C. y contiene una masa de “apariencia metálica” que incluye cobre y hierro.47 Al mismo tiempo, los Santos de los Últimos Días que tengan interés en el tema deberán examinar cuidadosamen­te el texto del Libro de Mormón para analizar y correlacionar cada afirma­ción e implicación acerca de los meta­les. Solamente de esta manera podrá realizarse una comparación adecuada. Sin embargo, el “problema” del uso de los metales en el Libro de Mormón ya parece haberse acercado mucho a su solución.

En un sentido más amplio, la tesis de este artículo es la investigación co­mo un proceso continuo y abierto. No es aconsejable que los lectores Santos de los Últimos Días ni los arqueólogos profesionales permanezcan estáticos.

El lector Santo de los Últimos Días que desee profundizar más allá de un estudio somero de la “evidencia” debe desarrollar habilidades y multiplicar las maneras en que puede analizar un texto antiguo. Los arqueólogos harían bien en aprender que aunque un docu­mento de tiempos remotos pueda con­tener material religioso desconocido para ellos, aun así puede ofrecerles una comprensión nueva acerca de los restos físicos que les interesan. Es con­traproducente que los miembros de la Iglesia y los arqueólogos desconozcan el trabajo del uno y del otro, ya que el curso más conveniente para seguir es el de una actitud estudiosa por parte de ambos.

Escritura

El Dr. Sylvanus G. Morley, en su tiempo el más eminente de los investi­gadores de la cultura maya, expresó una síntesis de la opinión que prevale­cía entre los pocos expertos que había en 1935, acerca del desarrollo de la escritura en el Nuevo Mundo:

“La escritura maya representa una de las etapas más primitivas del desa­rrollo de los sistemas gráficos que aún existen en la actualidad. . . Bien puede ser que represente la etapa más primiti­va de un sistema gráfico formal de que tengamos conocimiento.

“Las inscripciones mayas primor­dialmente se relacionan con. . . la cro­nología, la astronomía—o quizás sería más acertado decir la astrología— y los temas religiosos. En ningún senti­do encontramos registros de glorifica­ción personal y auto-adulación como las que existen en las inscripciones egipcias, asirías y babilónicas. No re­latan ninguna historia de conquistas reales, ni de logros reales; no adulan, exaltan, glorifican ni agrandan; de he­cho, son tan esencialmente impersona­les… que es probable que jamás se hayan inscrito en los monumentos ma­yas los nombres de hombres y mujeres específicos.»48 Estas palabras cierta­mente no reflejan el contenido del Li­bro de Mormón.

A la izquierda: La tapa de un magnífico sarcófago encontrado en la tumba de Pacal, rey de Palenque, en las colinas del norte de Chiapas, México, en la frontera suroeste de la antigua cultura maya. Tallado en bajorrelieve, este bloque de piedra caliza que mide más de 3.6 metros de largo por 2 metros de ancho muestra al gobernante fallecido, quien desciende al otro mundo y después vuelve a nacer como Dios.

No obstante, para la década de 1970 se había realizado un gran cambio en la opinión de los científicos. Michael Coe hace ahora referencia despectiva­mente a este “concepto tan raro” que había sido común en el tiempo de Morley de que las inscripciones mayas re­presentaban poco mas que “tonterías cronológicas”. El cambio comenzó en 1958 con las obras de Heinrich Berlin. quien demostró, como lo indica Coe, que “los relieves mayas y los textos que los acompañan . . . son registros históricos que no se relacionan con las ciencias ocultas ni religiosas, sino con la política caótica diaria de los estados primitivos con dirigentes belicosos, que tenían la determinación de incluir a los demás estados mayas dentro de su esfera de influencia”.49 El nuevo punto de vista hace que la civilización maya “suene muy similar a otras civili­zaciones del mundo, con sus relatos de conquistas, de la humillación de sus prisioneros, de sus bodas y descenden­cia reales.”50 También hace que suene más similar a la civilización de los nefitas y lamanitas.

Durante una temporada, los científi­cos también dudaban de la descripción que ofrecen las Escrituras con respecto a otro punto. Moroni afirmó que “los caracteres que entre nosotros se llaman egipcio reformado. . . los hemos transmitido y alterado conforme a nuestra manera de hablar” (Morm. 9:32). Como consecuencia, esos ca­racteres debían de tener un elemento fonético, ya que hasta cierto punto re­presentaban sonidos. No obstante, los expertos principales como Morley, Thompson y Barthel insistían que los jeroglíficos mayas solamente contaban con algunos rasgos fonéticos triviales.51 El científico soviético Yuri Knorosov tomó la iniciativa y corrigió ese error.52 En la actualidad se reconoce que “el sistema maya tenía un fuerte compo­nente fonético-silábico”, muy similar a la descripción que hizo Moroni del sis­tema nefita.53

Sigue siendo verdad que la escritura mesoamericana incluye muchos signos ideográficos (que representan concep­tos o palabras completos sin ninguna referencia a los sonidos). Un solo sig­no puede tener diferentes significados, aclarados solamente por el contexto y la experiencia del lector. “El entendi­miento de éstos es lo que requiere más tiempo y mayor paciencia.” 54 De nue­vo escuchamos el eco de las palabras de Moroni, pues él se lamentó de que los escribas nefitas no fueran “fuertes para escribir”. No podían “escribir si­no poco, a causa de la torpeza de [sus] manos.” Encontraron que “[tropezaban] al colocar [sus] palabras”. (Véase Et. 12:22-25.) Mormón también se lamentó por el sistema de escritura de su pueblo, diciendo que “hay muchas cosas que, de acuerdo con nuestro idioma, no podemos escribir”.55 (3 Ne. 5:18.) J.E.S. Thompson hace la misma observación acerca de la escritura maya: “Tanto las consideraciones de espacio como las asociaciones rituales hacían difícil la precisión en la escritura;… el lector tenía que tener un buen conocimiento de la mitología y el folklore para poder comprender los textos”,56 y aún así, la lectura podía resultar ambigua.

En este artículo se señala la escritura jeroglífica de los mayas por dos motivos: es la más conocida, y data del período que comprende la porción fi­nal del relato del Libro de Mormón. Los habitantes de la península de Yu­catán entre los años 300 a 900 d. de J.C., aproximadamente, quienes ha­blaban el idioma maya, tallaron ins­cripciones en cientos de monumentos de piedra caliza, y sus descendientes vivieron la cultura antigua lo suficiente para poder comunicar a los españoles información valiosa acerca del sistema que usaban los mayas para pensar y escribir. El único sistema que sobrevi­vió en detalle comparable a éste fue el azteca, pero era una escritura posterior y mucho más sencilla.57 En total se co­nocen cuando menos catorce sistemas de escritura jeroglífica en Mesoamérica.58 En solamente tres de estos casos —el maya de las tierras bajas, el azte­ca y el mixteca— se ha logrado un progreso considerable en descifrarlos. Algunos sistemas de escritura están re­presentados por un solo texto.59 Tal como en el caso de la “transcripción de Anthon” que nos dejó José Smith, es probable que no nos sea posible pro­gresar en descifrar esos textos hasta que contemos con mayor cantidad de textos parecidos.

No obstante, estamos en terreno se­guro cuando decimos que en base a lo que se ha encontrado hasta la fecha, muchas culturas mesoamericanas te­nían conocimientos de lectura y escri­tura (aunque otras no los tenían) desde cuando menos 1000 años a. de J.C.60 No tenemos motivos para creer que en otro lugar del hemisferio occidental existiera la escritura antes del descu­brimiento europeo.61 Se han encontra­do inscripciones fragmentarias en al­gunas partes de América del Norte y del Sur, pero no se sabe a ciencia cier­ta si representan o no la escritura anti­gua y genuina. Por tanto, es interesan­te saber que el Libro de Mormón habla de un pueblo instruido que habitó du­rante miles de años la región contigua a “la estrecha lengua de tierra”, la mis­ma área que cubre la porción ístmica de Centroamérica, el cual es el único lugar conocido del Nuevo Mundo que tiene una tradición similar de alfabeti­zación.

Otro punto importante del que gene­ralmente no tenían conocimiento los primeros científicos es la similaridad que existe entre la estructura de los je­roglíficos mayas y los egipcios. Linda M. Van Blerkom, de la Universidad de Colorado, aclaró esto recientemente cuando elaboró una lista de los seis principales tipos de signos que son co­munes entre las dos estructuras. Con­tradijo la deducción de Morley con es­tas palabras: “Aquellos que afirman que los jeroglíficos mayas se encuen­tran en un nivel evolutivo inferior al de los. . . sistemas de las civilizaciones del Viejo Mundo están equivocados.” De hecho, “los jeroglíficos mayas se usaron en las mismas seis formas que los de los egipcios”.62

Otra similitud entre la escritura egipcia y maya es que ambas trataban profundamente el aspecto sagrado de la vida; de hecho, quizás hasta se ha­yan derivado de él. Hodge piensa que “el poder mágico del habla y de la re­presentación gráfica” ayuda a explicar el origen y la longevidad de la escritu­ra jeroglífica entre los egipcios, a la cual daban el nombre de “las palabras del dios”.63 Thompson menciona “la íntima relación que existía entre la es­critura jeroglífica de los mayas y su religión, pues no cabe duda de que muchas de las formas de los jeroglífi­cos, y quizás sus nombres, tienen con­notaciones religiosas”.64

Morley y sus compañeros percibie­ron correctamente la relación que exis­tía entre la religión y la escritura, pero erraron al suponer que esta era la única conexión.’ El sistema de escritura fue el medio por el cual comunicaban lo sagrado a través de todos los aspectos de la vida civilizada: el comercio, el gobierno, la “historia”, el calendario, la astronomía, y cosas como las gue­rras, el sacrificio, la muerte, la salud, el destino y la genealogía. Todos estos aspectos tenían alusiones religiosas, y todos tenían que ver con la escritura.

Michael Coe, por ejemplo, afirma que las escenas que aparecen en las espectaculares vasijas funerarias de las tumbas mayas provenían de “un largo himno que posiblemente se entonaba cuando la persona había muerto o esta­ba para morir… El tema primordial es el de la muerte y resurrección de los señores del reino maya”. De hecho, “es muy posible que haya habido un verdadero Libro de los Muertos para los mayas clásicos, similar al Libro de los Muertos de los antiguos egipcios”.65 Dice también que, de he­cho, “en los tiempos clásicos es posi­ble que haya habido miles de tales li­bros.” El Popol Vuh. libro sagrado de los maya quiché de las tierras altas de Guatemala, fue una versión posterior de uno de éstos, probablemente una transliteración de un original jeroglífi­co. 66 La mayoría de los mayas tenían conocimiento del patrón mítico que re­presenta este libro y los conceptos de la muerte, resurrección, creación y destino que comunicaban tales libros. No obstante, la versión maya solamen­te fue la mejor preservada. Otras cultu­ras mesoamericanas tenían creencias y prácticas paralelas a éstas. “En Mesoa­mérica había un pensamiento singular y unificado… al que podríamos lla­mar una religión mesoamericana”,67 afirma Coe.

Los sacerdotes eran los que princi­palmente tenían acceso pleno a esa re­ligión. Eran los únicos que tenían la oportunidad de dominar el idioma complejo que era necesario para pene­trar el esquema religioso, y “la escritu­ra maya parece haberse elaborado ba­sándose en un tipo de idioma sacerdotal». Era necesario recibir una instrucción sumamente laboriosa con respecto a “la riqueza de las metáforas, las técnicas que se utilizaban para pa­rafrasear, y los nombres en clave” (con significado implícito y oculto).68 El te­ner conocimiento de este sistema “era nada menos que un requisito para tener derecho a heredar uno de los puestos de liderazgo”, ya que los sacerdotes eran los gobernantes o viceversa.69

Una de las razones por las que era tan difícil dominar los sistemas de es­critura jeroglífica era el complejo esti­lo literario. Lógicamente, hace cin­cuenta años nadie sabía mucho acerca del estilo de los textos mayas. Pero en 1950, J. Eric Thompson dijo:

“Hay paralelos muy similares entre las transcripciones mayas del período colonial, y estoy convencido de que también los hay entré los textos jero­glíficos en sí, y los versículos de los Salmos y la poesía de Job.”

Dijo que ambos textos “tienen un arreglo antifonal [cantado alternado], en el cual la segunda línea de un versí­culo contesta o repite una variante de la primera”. (Encontramos algunos ejemplos en Lamentaciones 3:3 y Jere­mías 51:38.) Este mismo patrón ocurre en los documentos del idioma yucateco del siglo dieciséis y en los libros de Chumayel y de Tizimin del Chilam Balam; un rezo de un indio maya lacandón que se grabó en 1907 muestra esta misma forma. Sir Eric dice lo siguien­te con respecto a este lenguaje:

“Nótese el ritmo de las líneas, el uso libre del pie yámbico, y la característi­ca antifonal de cada línea.” Este “verso libre de alta calidad. . . que juega con el sonido de las palabras” no usa la rima sino algo más similar al retruécano (juego de palabras).70

Munro Edmonson, de la Universi­dad de Tulane, es aún más específico: “El Popol Vuh está escrito en poesía, y es imposible comprenderlo correcta­mente si se estudia como prosa. Está compuesto en su totalidad de coplas. . . paralelas.” Esta forma, al igual que la naturaleza de las raíces de pala­bras en los idiomas mayas, contribuye a la dificultad que existe en deducir de los textos un significado que no sea ambiguo. Por tanto, “es posible propo­ner legítimamente una docena de sig­nificados diferentes, o más, para una sola raíz monosilábica”.71 Edmonson también comenta sobre el uso de un paralelismo sálmico, en el cual dos lí­neas sucesivas que deben compartir palabras claves estaban sumamente li­gadas en significado y en ocasiones contenían retruécanos, o juegos de pa­labras, que no era posible traducir a los idiomas indoeuropeos.

Todo esto nos recuerda las formas, la semántica y el estilo textual del idio­ma hebreo. Sería aventurado decir que lo que percibimos en un idioma se de­riva directamente del otro, pero el idioma maya habría congeniado muy bien con los conceptos y formas esti­lísticos que habrían utilizado las perso­nas de habla hebrea en un contexto maya.

Estos aspectos relacionados con el estilo nos hacen pensar naturalmente en el quiasmo, la impresionante forma literaria que se encuentra extensamen­te en el Libro de Mormón y en los textos antiguos del Mediterráneo y del Oriente Cercano.72 El quiasmo es una especie de paralelismo invertido. En Proverbios 15:1 encontramos un ejem­plo de paralelismo directo: “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor.” En el quiasmo se invierte la relación directa que existe entre los conceptos de las dos líneas, de manera tal que la segun­da línea sigue un orden invertido: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová” (Isa. 55:8). Se han llegado a identificar quiasmos sumamente complejos, in­cluyendo algunos del Libro de Mor­món que abarcan textos de miles de palabras, y las cuales solamente se pueden identificar después de realizar un análisis sumamente detallado.73 Ha­ce diez años le pregunté al señor Thompson si se podían encontrar ejemplos del quiasmo en la literatura maya, pero confesó que nunca había contemplado la posibilidad. Cuando le describí la forma, expresó su interés y sugirió que ciertos pasajes cortos de los textos del Chilarn Balam posible­mente fueran ejemplos de esta forma literaria. Hay otros textos y arte mesoamericano que posiblemente sean ejemplos del quiasmo, y valdría la pe­na estudiarlos más detenidamente jun­to con los libros yucatecos.74

El juego de palabras o retruécano del idioma maya (y otros idiomas mesoamericanos) encuentra un paralelo en los idiomas semíticos y el egipcio. Carleton Hodge observó que «la es­tructura de un idioma semítico hace posible que se desarrolle un juego de palabras en una forma singular y sutil”. Los idiomas indoeuropeos, y muchos otros, no tienen esta caracte­rística. El piensa que los jeroglíficos egipcios posiblemente se hayan desa­rrollado en parte como resultado de es­ta tendencia.75

Todo esto concuerda asombrosa­mente con lo que indica el Libro de Mormón. El rey Benjamín “hizo que [sus hijos] fueran instruidos en todo el idioma de sus padres, a fin de que así pudieran llegar a ser hombres de inteligencia” (Mos. 1:2; es por demás decir que los sacerdotes eran los que habrían impartido el conocimiento.) El interés del rey era que sus hijos domi­naran el idioma esotérico con el cual podrían leer sus registros ancestrales, los cuales contenían “los misterios de Dios” (Mos. 1:3).

Al tiempo de la Conquista, en Yuca­tán solamente los sacerdotes, los hijos de los sacerdotes, algunos de “los se­ñores principales”, y “los hijos meno­res de los señores” tenían conocimien­to de la escritura jeroglífica.76 El rey Benjamín estaba cumpliendo con su deber como padre real al asegurarse de que sus hijos recibieran este conoci­miento. Nótese también que Zeniff es­taba tan orgulloso de poseer este cono­cimiento que insertó una afirmación al respecto al principio de su registro, en Mosíah 9:1, que era un lugar bastante ilógico para hacer tal observación. Ese idioma, que tan difícilmente se llegaba a dominar, consistía tanto en los “caracteres que entre nosotros [los ne­fitas] se llaman egipcio reformado» co­mo en el medio semántico para inter­pretarlos, o sea, “la ciencia de los judíos” (Morm. 9:32; 1 Ne. 1:2). Por motivo del tiempo que se requería para llegar a dominar ese complejo sistema, los ricos, quienes tenían tiempo para hacerlo, podían aumentar “sus oportu­nidades para instruirse”, mientras que otros “eran ignorantes a causa de su indigencia” (3 Ne. 6:12).

Otro aspecto en el que concuerda la escritura mesoamericana con la del Li­bro de Mormón es la posibilidad de adaptar los caracteres para utilizarlos con más de un idioma. Aunque había un elemento fonético, como se señaló anteriormente, los pueblos cultural- mente relacionados podían adaptar el sistema aprendiéndose de memoria los determinativos fonéticos o substitu­yendo nuevos. Obviamente, aun el idioma egipcio sufrió modificaciones a lo largo de miles de años, con el fin de reflejar el cambio constante en la pro­nunciación y el vocabulario, y los sig­nos que se utilizaban en los tiempos de Mormón y Moroni no se hubieran co­nocido como egipcio “reformado” si no hubieran sido diferentes en ciertos aspectos del egipcio que se conocía en los días de Nefi.

Después de haber sufrido muchos cambios, no es de asombrarse que, co­mo dijo Moroni, “ningún otro pueblo conoce nuestra lengua” (Morm. 9:34). El sistema jeroglífico habría cambiado en otra dirección cuando “se [enseñó] el idioma de Nefi entre todos los pue­blos de los lamanitas” en los días de Alma. Al aprender los caracteres o je­roglíficos, los lamanitas podían comu­nicarse a través de las diferencias loca­les en el habla, lo cual les permitía “negociar unos con otros” (Mos. 24:4, 7), y así, a través de la lengua franca escrita, los comerciantes podían reali­zar sus negocios en cualquier lugar. Parece no haber ninguna otra razón que pueda explicar por qué se estimuló el comercio y la prosperidad cuando el pueblo aprendió el «idioma de Nefi”. La escritura jeroglífica maya sirvió es­te propósito, ya que era posible leerla en cualquier lugar en donde se hablara uno de los veinte o más idiomas de la familia maya, y quizás más allá.

A menudo se menciona la abundan­cia de registros que existía en los tiem­pos del Libro de Mormón (por ejem­plo, Hel. 3:15, 3 Ne. 5:9). La mayoría de éstos, lógicamente, se habrían es­crito en el material más económico y conveniente: el papel. Lo más seguro es que hayan sido de papel las escritu­ras que se quemaron cuando los cre­yentes en Ammoníah fueron echados al fuego (véase Alma 14:8). La mayo­ría de los registros que se llevaban en Mesoamérica se escribían en papel de corteza de árbol, doblado en forma de biombo para formar un libro.77 De la zona maya solamente han sobrevivido tres de estos códices de cierta fecha precolombina.78 En las “páginas” se escribían los jeroglíficos en columnas verticales. Las inscripciones mayas contaban con columnas dobles, y cada símbolo se leía junto con el contiguo y se procedía por parejas de arriba a aba­jo. Antes del tiempo de Cristo, aproxi­madamente, solamente se utilizaban columnas sencillas.

Nótese que la «transcripción de Anthon”, que se dio a conocer al pú­blico en 1980 como una copia que hizo José Smith de los caracteres de las planchas c[el Libro de Mormón. tiene columnas sencillas, lo cual concuerda con la etapa anterior y precristiana del “idioma de Nefi”, en el cual se escri­bió el Libro de Mormón.79 No es de sorprenderse que el profesor Charles Anthon, a quien Martin Harris mostró la copia hecha por José Smith en 1828, basándose en la poca información de qué disponía en ese tiempo, comparó lo que vio con “el calendario mexicano”.80

Se podría escribir mucho más acerca de otros aspectos del uso de los regis­tros, de ciertos caracteres, de los escri­bas, etc., pero los datos que se han proporcionado en este artículo de­muestran que en décadas recientes se ha revolucionado en muchas formas nuestro conocimiento de la escritura mesoamericana. Usando esta informa­ción, nos es posible percibir un nuevo significado en ciertas afirmaciones del Libro de Mormón concernientes a la escritura y los libros. Debemos esperar que haya muchos más cambios, los cuales permitirán que vaya en aumento la concordancia entre la información contenida en las Escrituras y la que deduzcan los científicos.

Este es el artículo final de una serie que tiene el propósito de poner en re­lieve los modernos adelantos científi­cos y académicos que parecen apoyar, e inclusive aclarar, el Libro de Mor­món. Los artículos anteriores de esta serie enfocaron temas tales como la geografía, las limitaciones de la arqueología, la población, el uso de los metales y los registros escritos.

Ahora sería posible adentrarnos en otros temas importantes, como lo son la estructura política, los métodos de colonización, el comercio, las socieda­des secretas, etc., pero quizás sea de mayor provecho tratar la amplia gama de temas sobre los que se están hacien­do nuevos descubrimientos en la ac­tualidad. Este muestrario de conoci­mientos nuevos recalcará el hecho de que las conclusiones de algunas perso­nas —incluso algunas muy famosas— acerca de la civilización antigua de América con relación al Libro de Mormón, no son necesariamente correctas.

En el pasado, los autores Santos de los Últimos Días han comparado las “calzadas” y los “caminos” menciona­dos en 3 Nefi (6:8; 8:13) con los sac­hes (calzadas cubiertas de mortero) que se han encontrado en la Península de Yucatán, México. Casi todas las que se han podido identificar hasta ha­ce dos décadas estaban concentradas en aquella zona restringida y parecían remontarse a tiempos posteriores a los del Libro de Mormón. No obstante, ciertos estudios realizados reciente­mente muestran que la construcción de caminos tiene un largo historial, y que se realizaba de un extremo a otro de Mesoamérica.

Actualmente, la calzada más anti­gua que se conoce está en Komchen, en el extremo norte de Yucatán. E. Willys Andrews V y sus colegas de la Universidad Tulane han determinado que una de ellas data de aproximada­mente 300 a. de J.C.81 En Cerros, Belice (anteriormente Honduras Británi­ca), hay otra que se usó entre los años 50 a. de J.C. y 150 d. de J.C.82 Más tarde se construyeron caminos en La Quemada, estado de Zacatecas, Méxi­co, en el extremo norte de los límites de Mesoamérica.83 Se han encontrado otros en Xochicalco, un poco al sur de la Ciudad de México, en donde existen tres kilómetros de caminos pavimenta­dos,84 y en Monte Albán, México.85 Muchos de los caminos de los que te­nemos conocimiento eran locales, pero en Yucatán se encontró uno de cien kilómetros de longitud.86 Es obvio que el conocimiento actual acerca de las fechas y la naturaleza de la construc­ción de caminos concuerda con el con­cepto de que hubo caminos que fueron “desnivelados” al tiempo de la muerte de Cristo. (3 Nefi 8:13.)

Durante mucho tiempo los Santos de los Últimos Días han prestado aten­ción especial al “cemento” de la Amé­rica antigua. Se supone que algún ex­perto afirmó en una ocasión que no existía. Sin embargo, entre los científi­cos de las últimas dos generaciones, ninguno habría dicho algo semejante.

A través de toda Mesoamérica, el uso del hormigón de diversas composicio­nes en la construcción fue extenso y duradero. Lo que ahora resulta intere­sante no es sólo la presencia de esa substancia, sino también el uso relati­vamente complejo que se le dio. Por ejemplo en El Tajín, que se encuentra cerca de la Costa del Golfo, al oriente de la Ciudad de México, se hacían te­chos con planchas de hormigón que cubrían superficies cuadradas hasta de setenta y cinco metros por lado. En este caso la composición del hormigón era de conchas de mar molidas, arena y pómez molido o fragmentos de cerá­mica. Esta mezcla se vaciaba en mol­des de madera ya preparados. En oca­siones los constructores llenaban un cuarto con piedras y lodo, alisaban la superficie superior, vaciaban el con­creto, y después sacaban el relleno in­terior cuando el piso de arriba se había secado.87 Aunque las ruinas de El Tajín datan de tiempos posteriores a los del Libro de Mormón, sabemos que ya se utilizaba el hormigón genuino antes del tiempo de Cristo.88

Los animales a los que hace referen­cia el Libro de Mormón presentan un problema complejo, ya que por un la­do los nombres traducidos al inglés [y del inglés al español] como caballo, ganado, cabra, etc., no se refieren ne­cesariamente a las especies que acuden a nuestra mente al leer estos términos. Al estudiar las prácticas que utilizan los colonizadores nuevos en todo el mundo para nombrar a los animales, aprendemos que debemos tener cuida­do de no sacar conclusiones tan simpli­ficadas. Por ejemplo, los nefitas des­cubrieron tanto la “cabra” como la “cabra montés” en la primera zona que colonizaron (1 Nefi 18:25). Lógica­mente, ambos animales eran silves­tres, ya que no había animales domes­ticados. Por tanto, no es factible suponer que los animales mencionados hayan sido idénticos a los que nosotros conocemos como cabras.

Un problema que surge al interpre­tar los textos de otra época es el de la semántica de los nombres de animales (y plantas). Si analizamos una descrip­ción hecha hace apenas unos cuatro­cientos años —la de Diego de Lancia, quien describe la Península de Yucatán— veremos que él hace afir­maciones que los científicos naturales no pueden aclarar en la actualidad. La transferencia de nombres lingüísticos y conocimiento de una cultura a otra está repleta de problemas. Como ejemplo, los españoles se refirieron al bisonte americano (al que nosotros llamamos “búfalo”) como una vaca; los indios Delaware nombraron a la vaca europea con la palabra que usaban para nom­brar al venado; y los indios Miami nombraron a las ovejas “se-parece-a- una-vaca”. Mientras tanto, los mayas de las tierras bajas nombraron a la ove­ja española un taman, lo cual básica­mente se traduce como “algodón que se come”. El Obispo Landa consideró al gamo de Yucatán (un venado peque­ño con cuernos no ramificados) como “una pequeña cabra salvaje”. También notó que el tapir (un animal grande de pezuña, nocturno, que habita en las re­giones tropicales) tenía el tamaño de una muía, pero una pezuña como la del buey; sin embargo, un nombre español que se le dio, “anteburro”, significa “antes fue un burro”.89 Vemos que la terminología es una encrucijada com­pleja que se debe resolver con sumo cuidado.

El uso de la evidencia científica e histórica para determinar cuáles ani­males estuvieron presentes en la Mesoamérica precolombina nos propor­ciona varias posibilidades para cada uno de los mencionados en el Libro de Mormón. Por ejemplo, un animal que potencialmente estaría en la categoría de “ganado” sería el venado; algunos observadores que acompañaban el gru­po de exploradores de Cortés observa­ron manadas semí-domesticadas de venados en regiones mayas,90 e infor­maba que una tribu en El Salvador ru­tinariamente los reunía en manadas. Hay otra evidencia que indica que la alpaca, un animal sudamericano de la misma familia del camello, puede ha­ber estado presente en el sur de Méxi­co, y en zonas de Costa Rica se han encontrado figurines de llamas cargan­do bultos. En México y Guatemala se han encontrado figuras de humanos montando animales, y uno de éstos sin duda era un venado.91 Es posible supo­ner, entonces, que al venado se le haya llamado “caballo”.

Tomando en conjunto la evidencia disponible, es difícil aceptar el con­cepto de los expertos convencionales de que los pueblos mesoamericanos de tiempos precolombinos tenían poco in­terés en los animales y no los usaban más que para la caza.92 Aún no es posi­ble encontrar una explicación científi­ca para cada una de las referencias que el Libro de Mormón hace acerca de los animales, pero en las últimas dos déca­das las dos versiones se han acercado mucho más. Al hacer nuevas investi­gaciones probablemente encontrare­mos soluciones lógicas a las demás cuestiones.

Algunas de las plantas cultivadas que se mencionan en el Libro de Mor­món no aparecen en los inventarios de la flora precolombina, para desconsue­lo de algunos lectores de la Escritura (y el júbilo de los críticos). No obstan­te, nuestro conocimiento de las mieses cultivadas aún sigue incompleto, ya que se ha hecho muy poca investiga­ción arqueológica al respecto. (Siendo muy optimistas, podríamos suponer que nuestras muestras de material ex­cavado han alcanzado una milésima de un por ciento de lo que podría excavar­se, y gran parte de lo que se ha hecho ha sido de calidad dudosa.) Solamente en el año 1983, en las excavaciones del sur de Arizona, se encontró la “cebada domesticada, la primera que se ha encontrado en el Nuevo Mundo”.93 Esto es especialmente inte­resante porque el Libro de Mormón se refiere a la cebada en relación a las normas de dinero de los nefitas como si se utilizara comúnmente. (Véase Al­ma 11:7, 15.) Este ejemplo podría co­municar al lector inteligente y al ex­perto por igual un mensaje de precaución: hay cambios constantes en los “hechos” y también en la interpre­tación de los mismos; lo que hoy falta en un registro histórico-arqueológico posiblemente se encontrará en las in­vestigaciones del mañana.

Ese fue el mensaje de otros dos ar­queólogos que recientemente trabaja­ron en Sudamérica y descubrieron al­gunas plantas que, de acuerdo con algunos científicos, “no deberían de estar allí”. Terence Grieder y Alberto Bueno Mendoza informaron haber en­contrado unos materiales del fruto del mango y hojas de plátano (banano) en un sitio precolombino de Perú. Otro arqueólogo contendió por escrito que “era imposible que hubieran encontrado” tales restos, ya que esas plantas no habían llegado al Nuevo Mundo hasta que los europeos las tra­jeron. Los excavadores confirmaron sus hallazgos, y comentaron con un poco de exasperación: “Si solamente vamos a encontrar lo que ya se conoce, entonces podemos evitarnos la moles­tia de excavar.»94 Uno se pregunta qué materiales nuevos podríamos encon­trar si se excavara al menos el doble de lo que se ha excavado hasta la fecha.

La excavación no es la única manera de encontrar nueva información signi­ficativa. Linda Schele ha sido una líder en la obra reciente de descifrar más jeroglíficos mayas, interesándose en especial en las inscripciones del espec­tacular Palenque en el sur de México y habiendo encontrado nueva informa­ción dramática.

Una de las cosas que Schele ha des­cifrado es el período probable del rei­nado de los gobernantes de Palenque. El que estuvo en el poder alrededor de 600 a 670 d. de J.C. aparentemente se llamaba Pacal el Grande; después Chan-Bahlum reinó durante treinta años; y más tarde, Kuk estuvo a cargo durante cuarenta. Schele afirma que “de hecho, en los registros dinásticos de los mayas, la norma parece haber sido que los gobernantes eran longevos”.95 A algunas personas les parece poco probable que hayan vivido tanto tiempo. Los antropólogos físicos que han examinado los huesos recupe­rados de las tumbas “reales” en el sitio (que notablemente son muy similares a las egipcias96) creen que son de hom­bres más jóvenes.

Así que resulta una paradoja: los he­chos determinados al examinar los huesos difieren de los hechos que se encuentran en los escritos. Aún no es posible resolver este dilema. De igual manera, algunos críticos del Libro de Mormón han considerado increíbles las edades y la duración del reinado de los gobernantes jareditas. De esta ma­nera, el Libro de Mormón está en la misma situación que las inscripciones mayas, pues da información sobre la cual la historia y la ciencia aún no han dado su veredicto. Lo importante es que el relato jaredita se vuelve más creíble por ser similar a otros escritos antiguos.

Cuando examinamos los datos de una amplia gama de temas, descubri­mos que cada día el Libro de Mormón concuerda más con lo que ahora saben los expertos sobre el tema de Mesoamérica, no sólo en cosas generales, si­no a veces también en los pequeños detalles. Después de 140 años de igno­rancia al respecto, finalmente se ha identificado el “sheum”, que es el nombre no traducido de una planta que cosechaba el pueblo de Zeniff (Mosíah 9:9). Se ha determinado que es una palabra babilónica se’um, que signifi­ca cebada. (Es interesante notar que esta forma de la palabra pertenecía al tercer milenio antes de Jesucristo, que fue cuando los jareditas salieron de Mesopotamia, y no a una época poste­rior.97) Una palabra maya que significa oro, naab, se parece a la palabra egip­cia noub que tiene el mismo significa­do; la palabra zoque hamatin, o sea cobre, se parece a la palabra egipcia hmty, que también significa cobre. Al­ma y Samuel profetizaron de ciertos acontecimientos críticos al final de pe­ríodos cíclicos, incluyendo un período de cuatrocientos años, como también lo hicieron los profetas entre los ma­yas.98 Y así podría seguir con más ejemplos.

Recapitulación

He afirmado repetidamente que la concordancia en la geografía, historia y tendencias culturales —tanto en es­cala grande como pequeña— entre las culturas mesoamericanas y los pueblos del Libro de Mormón no “comprueban” nada concluyentemen­te. Aún así, el hecho de que existe una cantidad tan grande de tales concor­dancias debe ser importante para los que aman la verdad. Teniéndolo pre­sente, es claramente engañoso que un científico afirme que no hay “evidencia arqueológica importante” que apoye la historia del Libro de Mor­món con relación al “origen del indio americano”,99 o que otro piense que es ridículo que alguien trate seriamente de comparar el Libro de Mormón con los hechos objetivos de importancia histórica.100

Las personas actualizadas e infor­madas no deberían hacer afirmaciones tan anticuadas e ignorantes, ni tampo­co deberían los arqueólogos faltos de preparación en los asuntos relaciona­dos, hacer comentarios con respecto al aspecto histórico del Libro de Mor­món. La concordancia demostrada en­tre las tendencias del Libro de Mor­món y la vasta cantidad de datos acerca de Mesoamérica, aun sin tomar en consideración su concordancia con las tendencias del Viejo Mundo, de he­cho debería acallar a los posibles co­mentaristas hasta que hayan investiga­do cuidadosamente lo que ahora es una acumulación compleja de informa­ción. Y aquellos que sí investigan y analizan el tema deben hacerlo sola­mente siguiendo métodos cabales.

Al compararlo con los hechos deri­vados de fuentes externas, el Libro de Mormón es a mi parecer impresionan­te, aun cuando todavía queda mucho por hacer. Sin embargo, el libro mis­mo es superior e independiente de cualquier cosa que pudieran demostrar los estudios académicos. Ni los críti­cos ni los apologistas pueden cambiar la historia; solamente pueden propor­cionar un comentario sobre una reali­dad que ejerce una influencia mucho más profunda que cualquier cosa que ellos pudieran decir al respecto.

No es de sorprenderse que los ex­pertos en temas mesoamericanos que vivieron en el primer tercio de este si­glo estuvieran mal informados y gra­vemente equivocados con respecto a la civilización de la zona. Hicieron lo mejor posible con la información dis­ponible, pero ésta era muy limitada.

Es posible que a la larga se descubra que también los científicos bien infor­mados de la actualidad lo están con respecto a algunos temas importantes de la América antigua. La mejor de­fensa en contra de esta falla es tener un amplio criterio.

La doctora Judith Ann Remington, arqueóloga especialista en Mesoaméri­ca, recientemente criticó al grupo de arqueólogos mesoamericanos por “adherirse definitivamente y en oca­siones desafiantemente a suposiciones que ya no tenían ninguna base. . . Los nuevos descubrimientos . . . presentan problemas para las hipótesis viejas. No obstante, las hipótesis se presentaban como teorías y se defendían ferozmente, en detrimento del . . . conocimiento científico que existe acerca de los habitantes de la Mesoamérica prehispánica”.101 Los arqueólogos que en la actualidad son aceptados como líderes en su profesión, se quejó, han considerado las explicaciones novedosas, las cuales no concuerdan con su propia ortodoxia, como “especulaciones . . . que se asemejan peligrosamente al análisis de las propiedades místicas de las pirámides, la llegada de cosmonautas extraterrestres, o la búsqueda de las tribus perdidas de Israel”.102 Ella cree que ahora está surgiendo una nueva generación de especialistas en Mesoamérica que es menos cerrada y está menos preocupada de que las ideas no convencionales pudieran “desintegrar el campo entero de la investigación mesoamericana”, en palabras de uno de estos hombres famosos, y está más interesada simplemente en encontrar la verdad. Nosotros como Santos de los Últimos Días podemos abrigar la esperanza de que esta nueva generación considere seriamente el Libro de Mormón con relación a los actuales descubrimientos arqueológicos.103

Sin embargo, no debemos adoptar una actitud de superioridad cuando los científicos sean criticados por su estrechez de criterio, ya que nuestro pueblo ha demostrado tener una tendencia decidida a suplir los hechos con los más cómodos “cuentos populares”, especialmente en lo relacionado con la arqueología. Debemos esperar que salgan a luz nuevos hechos y nuevas interpretaciones con relación a los antiguos nefitas y jareditas, ya que han de llegar. El élder B. H. Roberts nos enseñó sabiamente en cuanto a esta amplitud de criterio:

“Y permitidme ahora decir algo con relación a los nuevos descubrimientos en cuanto al Libro de Mormón, y de hecho con relación a todos los temas relacionados con la obra del Señor en la tierra. No debemos investigar con un espíritu de temor y temblor. Solamente deseamos determinar la verdad; pues solamente la verdad perdurará; y la determinación de esa verdad y la proclamación de ella en cualquier caso, o sobre cualquier tema, no dañará en forma alguna la obra del Señor, pues es también la verdad. Tampoco debemos sorprendernos si de vez en cuando encontramos que nuestros predecesores, muchos de los cuales llevan nombres honorables y son merecedores de nuestro respeto y gratitud por lo que lograron aclarar en cuanto a la verdad como ellos la consideraban, se equivocaron al hacer ciertas suposiciones y elaborar sobre ciertos conceptos; tal como sucederá cuando las generaciones que nos sigan revelen en forma más explícita parte de las verdades del evangelio que nosotros aún no aprendemos, pues ellos también sabrán que nosotros hemos tenido algunos conceptos erróneos y hemos hecho algunas deducciones equivocadas en nuestra época. . .”104 Todo lo cual se publica, especialmente para los miembros de la Iglesia, para que puedan estar preparados para encontrar y recibir nuevas verdades en el Libro de Mormón y también acerca de él.

 

NOTAS

  1. Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions (Chicago: University of Chicago Press, 1962).
  2. Kari R. Popper, The Logic of Scientific Discovery (New York: Basic Books, 1959), pág. 280. “Ha llegado a verse como un ídolo el antiguo ideal científico de la episteme, del conocimiento absolutamente cierto y demostrable. En la actualidad se exige que haya una objetividad científica, la cual hace que sea inevitable el que toda afirmación científica sea eternamente tentativa. Es posible que ésta sea corroborada, pero toda corroboración depende también de otras afirmaciones que de nuevo son tentativas. Sólo en nuestras experiencias subjetivas de convicción, en nuestra fe subjetiva podemos estar ‘absolutamente seguros’.” (Cursivas en el original.)
  3. M. Wells Jakeman, “The Ancient Middle-American Calendar System: Its Origin and Development”, Brigham Young University ¡BYUj Publications in Archaeofogy andEarly History, núm. 1, 1947; Hugh Nibley, “The Book of Mormon as a Mirror of the East”, ImprovementEra 51 (1948), págs. 202-04, 249-51; Sidney B. Spcrry, Our Book of Mormon (Salt Lake City: Stevcns and Wallis, 1947).
  4. John W. Welch, “A Study Relating Chiasmus in the Book of Mormon to Chiasmus in the Oíd Testament, Ugaritic Epics, Homer and Selected Greek and Latin Authors”, Tesis para Maestría, Brigham Young University, 1970; John W. Welch, editor, Chiasmus in Antiquity (Hildesheim: Gerstenberg Verlag, 1981). Véase también Liahona, mayo de 1984, pág. 13.
  5. Robert Wauchopc. Lost Tribes and Sunken Continents (Chicago: University of Chicago Press, 1962). Michacl D. Coe. “Mormons and Archaeology: An Outside View”, Dialogue 8 (1973). págs. 40-48.
  6. A pesar de haber cierto desacuerdo en cuanto a los detalles, a continuación aparecen en orden cronológico aquellos que han llegado a conclusiones similares a éstas: J. A. y J. N. Washburn. An Approach to the Study ofBook of Mormon Geography (Provo; New Era Publishing. 1939); M. Wells Jakeman en sus clases en BYU y conferencias públicas desde por lo menos 1946 en adelante: Thomas Stuart Ferguson, CumorahWhere? (Independence, Missouri, 1947): Milton R. Hunter y Thomas Stuart Ferguson, Anden! America and the Book of Mormon (Oakland, California: Kolob Book Co., 1950); Ross T. Christensen, “The Present Status of Book of Mormon Archaeology: Part 2″, Millenial Star (octubre de 1952), pág. 234 y subsiguientes; John L. Sorenson, “Where in the World? Views on Book of Mormon Geography», Book of Mormon Working Paper No. 8, circulado privadamente, 1955; V. Garth Norman, “Book-of-Mormon Geography Study on the Narrow Neck of Land Región”, Book of Mormon Geography Working Paper No. I, circulado privadamente, 1966; Sidney B. Sperry, Book of Mormon Compendium (Salt Lake City: Bookcraft, 1968), págs. 447-51; Hugh Niblcy, “The Book of Mormon and the Ruins”, Foundation for Ancient Research and Mormon Studies. Nibley Archive Reprint BMA-BM (1980), pág. 2; David A. Palmer, In Search of Cumorah: New Evidences for the Book of Mormon from Ancient México (Bountiful, Utah: Horizon Publishers, 1981).
  7. Por ejemplo, Norman A. McQuown, “Indigenous Languages of Native America”, American Anthropologist 57 (1955), págs. 501-70.
  8. Muchos científicos han analizado los pasajes del Libro de Mormón que afirman una posible limitación geográfica en cuanto a las tierras nefitas (y jareditas). Un ejemplo son los últimos escritos de Sidney B. Sperry, profesor de Escrituras en la Universidad Brigham Young durante muchos años, quien a menudo analizó las implicaciones de tales pasajes como Omni 1:20-21; Mosíah 8:7—12 con Alma 22:30-32; Mormón 1-5; Eter 9:3; y Eter 14 y 15. Véase también J. Nile Washburn, Book of Mormon Lands and Times (Salt Lake City: Horizon Pubiishers, 1974), págs. 205-17, 283-87; y Ferguson, 1947, y Palmer, 1981, citados en la nota 6.
  9. Michael D. Coe, “Early Steps in the Evolution of Maya Writing”, en H. B. Nicholson, compilador, Origins of Religious Arr and ¡conography in Predassic Mesoamérica (Los Angeles: UCLA Latin American Center and Ethnic Arts Council of Los Angeles, California, 1976), págs. 110-11. .
  10. Además de las fuentes citadas en las iotas 6 y 8, vea también John L. Sorenson, An Ancient American Setting for the Book of Mormon (Provo: Foundation for Ancient Research and Mormon Studies, en impresión).
  11. Consideren el siguiente razonamiento: (1) El cerro de Cumora de los nefitas y el de Rama de los jareditas eran el mismo (Eter 15:11). (2) Esta región, cubierta de huesos (Omni 1:22; Mosíah 8:8; y 21:26—27; etc.), y también una “región de muchas aguas, ríos y fuentes” (Mormón 6:4; Eter 15:8), se encontraba en la tierra de Desolación, que colindaba con la tierra de Abundancia en la pequeña lengua de tierra (Alma 22:29-32). (3) En los capítulos 3 a 6 de Mormón, se aclara que tas batallas finales de los nefitas se ubicaron principalmente en el área general de la ciudad de Desolación, que se encontraba en la tierra de Desolación “cerca del pasaje estrecho que conducía a la tierra del sur” (Mormón 3:5, 7). (4) Y por lo tanto, de acuerdo con este razonamiento, Cumora, que fue el campo de la batalla final entre los nefitas y los lamanitas, se encontraba cerca de la pequeña lengua de tierra.
  12. I. M. Lewis. “Forcé and Fission in Northern Somali Liñeagc Structure”, American Anthropologist 63 (1961), pág. 109; F. Barth, “Segmentary Opposition and the Theory of Gamcs: A Study of Pathan Organization”, Journal of the Royal Anthropological ¡nstituie 89 (1959), pág. 7; W. F. Albright, Yahweh and the Gods of Canaan: A Histórica! Analysis ofTwo Contrasting Faiths (London: University of London The Virgule Athlone Press, 1968), pág. 82; Nigel Davies. “The Aztec Concept of History: Tula and Teotihuacán”, artículo presentado en el 44o. Congreso Internacional de Americanistas, Manchester, 1982.
  13. William F. Albright, The Archaeology of Palestine (Harmondsworth: Penguin Books, 1949), págs. 85-87; Richard A. Diehl, “Tula”, en J. A. Sabloff, compilador, Supplement to the Handbook of Middle American indians, Tomo 1, Archaeology (Austin: University of Texas Press, 1981), pág. 291.
  14. KathleenM. Kenyon, TheBibleand Recent Archaeology (Atlanta, Georgia: John Knox Press, 1978), págs. 33-43.
  15. Michacl D. Coc, México. 2a. edición (New York: Pracgcr, 1977), pág. 86.
  16. George Kublcr, “The Iconography of the Art of Tcotihuacán”. Dumbarton Ooks Studies in Pre-Columbian Art and Archaeologv, Núm. 4 (Washington, D.C.. 1967), págs. 11-12.
  17. La disputa en cuanto a la identificación se resumió en una conferencia de Ussishkin en la Universidad Brigham Young en febrero de 1982.
  18. Lcwis R. Binford, “Rcply”. Current Anthropology 24 (junio de 1983), pág. 373; las cursivas aparecen en el original.
  19. Véase la nota 2.
  20. David L. Webster, Defensive Artworks at Becan. Campeche, México: Impücations for Maya Warfarc. (Tulanc University, Middlc American Research Institutc, Pubiieation 41, 1976), pág. 108.
  21. Angel Palerm, “Notas sobre las Construcciones Militares y la Guerra en Mesoamérica», Anales del Instituto Nacional de Antropología e Historia (México), 7 (1956), págs. 123-34; Pedro Armillas, “Mesoamerican Fortifications». Antiquity 25 (1951), págs. 77-86; Robcrt L. Rands, Somc Evidences of Warfare in Classic Maya Art, disertación doctoral. Columbia University, New York. 1952 (University Microfilms Doctoral Dissertation Series no. 4233, 1952).
  22. Webster, pág. 96.
  23. Ibid, pág. 87.
  24. Ray T. Matheny, Dcanne L. Gurr. Donald W. Forsyth, y F. Richard Hauck. Investigations at Edzna, Campeche. México, Volume I, Part I: The Hydraulic System (Brigham Young University. New World Archacological Foundation. Paper 46, 1983), págs. 169-91).
  25. «Current Research”. American Antiquity 45 (1980). pág. 622.
  26. Richard E. Blanton y Stephen A. Kowalcwski. «Monte Alban and after in the Vallcy of Oaxaca”. en J. A. Sabloff. compilador. Supplement to the Handbook of Middle American Indians, tomo I. Archaeologv (Austin: University of Texas Press. 1981), pág. 100.
  27. Claudc F. Baudez y Pierre Bccqucün. Etudes Mesoaméricaines, tomo 2. Archéologie de Los Naranjos. (México: Mission Archcologiquc et Ethnologiquc Franc”aise au Mexique, 1973). págs. 3—4.
  28. Palerm. pág. 129: Webster, pág. 98.
  29. Charles S.Spcnccr y ElsaM. Redmond. “Formative and Classic Dcvclopmcnts in the Cuicatlán Cañada: A Prcliminary Reporf, en Robcrt D. Drennan, editor. Prehistoria Social, Polítical, and Economía Development in the Area of the Tehuacan Valley: Some Resuits of the Palo Blanco Project, University of Michigan. Muscum of Anthropology Tcchnical Reports. núm. 11 (Research Reports in Archaeology. Contribution 6). 1979. pág. 211.
  30. Florencia Muller, «Instrumental y Armas”, en Sociedad Mexicana de Antropología. Teotihuacán: Onceara Mesa Redonda (México. 1966). pág. 231.
  31. Henry F. Dobyns, “Estimating Aboriginal American Population: An Appraisal of Tcchniqucs with a New Hemispheric Estimate”. Current Anthropologv 7 (1966). pág. 396.
  32. Ibid., pág. 396.
  33. Ibid., pág. 416.
  34. William M. Denevan, editor. The Native Population of the Americas in 1492 (Madison: University of Wisconsin Press. 1976), págs. 289-92.
  35. Alfredo Chavero, editor. Obras Históricas de Don Fernando de Alvo Ixtlilxochitl, 2 tomos (México. 1891-1892).
  36. Clair C. Patterson. «Native Copper, Silver. and Gold Accessiblc to Early Mctallurgists”, American Antiquity 36, pág. 331.
  37. J. W. Grossman, “An Ancient Gold Worker’s Tool Kit: The Earliest Metal Technology in Perú”. Archaeology 25, págs. 270-75; A. C. Paulsen, «Prehistoric Trade between South Coastal Ecuador and Other Parts of the Andes”, tesis presentada ante la 37a. reunión anual de ¡a Sociedad de Arqueología Americana. 1972.
  38. J. Charles Kellcy y Carroll L. Rilcy, eds., Precolumbian Contad within Nuclear America, Southern Illinois University, Carbondale, Research Records of the University Museum, Mesoamerican Studies 4, 1969.
  39. R. E. Longacrc y Rene Millón, “Proto-Mixtecan and Proto-Amuzgo-Mixtccan Vocabularics: A Preliminary Cultural Analysis”, Anthropological Linguistics 3 (1961), pág. 22.
  40. Terencc Kaufman, «El Proto-Tzcltal-Tzontzil: Fonología Comparada y Diccionario Reconstruido». Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios Mayas, Cuadernos 5 (1972), pág. 118; Marcelo Alejandre, Cartilla Huasteca con su Gramática, Diccionario y Varias Reglas para Aprender el Idioma, Secretaría de Fomento, México. 1899. págs. 84. 88; H. de Charency, “Les Noms de Mctaux chez Diffcrents Pcuples de la Nouvelle Espagne”, Congres Internacional des Americanistes, Compte-Rendu, Paris 1890, Paris, 1892, págs. 539-41.
  41. Lyle Campbell y T. Kaufman, “A Linguistic Look at the Olmecs”, American Antiquity 41 (1976), págs. 80-89.
  42. Read H. Putnam, “Werc the Plates of Mormon of Tumbaga?” Papers, 15th Annual Symposium on the Archaeology of the Scriptures (Provo, Utah: BYU Extensión Publications, 1964). págs. 101-09. Actualmente disponible como Reimpresión PUT-64 de Foundation for Ancient Research and Mormon Studies (FARMS) (P.O. Box 7113. University Station, Provo, UT 84602. USA).
  43. David M. Pendergast, “Tumbaga Object from the Early Classic Period, Found at Altun Ha, British Honduras (Bclizc)”, Science 168 (3 de abril de 1970), págs. 116-18.
  44. R. R. Caley y D. T. Easby, Jr.. «New Evidcncc of Tin Smclting and the Use of Metallic Tin in Pre-Conqucst México». 35o. Congreso Internacional de Americanistas, México. 1962, Actas y Memorias, Tomo 1, México. 1964. pág. 511.
  45. L. G. Alieva y A. M. Gasanova. “Problcm of the Unknown Metal Kharsini in Medieval Writtcn Sourecs”. Doklady Akademya Nauk Azerbaidzhanskoi SSR 37. núm. 4 (1981). págs. 84-87; un extracto en inglés se encuentra en Art and Archaeology Technical Abstraéis 19 (1982). pág. 111.
  46. Caley y Easby. págs. 507-17.
  47. Sigvald Linnc. Mexican Highiand Cultures, Ethnographical Muscum of Sweden. Stockholm. Pubiieation 7. 1942. pág. 142.
  48. Sylvanus G. Morley, The Ancient Maya, 2a. edición (Stanford: Stanford University Press, 1947), págs. 260-261. La cita se escribió en 1935; véase la pág. 259.
  49. Michael D. Coe, “Ancient Maya Writing and Calligraphy”, Visible Language 5 (1971), pág. 259.
  50. Ibid., pág. 298.
  51. J. Eric Thompson, “Maya Hieroglyphic Writing», en Gordon R. Willey, compilador, Handbook ofMiddle American Indians, tomo 3 (Austin: University of Texas Press, 1965), págs. 652-653; Thomas S. Barthel, «Writing Systems», en Thomas A Sebeok, compilador, Native Languages of the Ameritas, tomo 2 (New York: Plenum Press, 1977), pág. 37.
  52. Coe, 1971, pág. 301; David,H. Kelley, Deciphering the Maya Script (Austin: University of Texas Press, 1976).
  53. Coe, «Ancient Maya Writing and Calligraphy», pág. 301; Coe, The Maya Scribe and His World (New York: The Grolier Club. 1973), pág. 11.
  54. Coe, 1971, pág. 301.
  55. Se hace aparente que Mormón no quiso decir literalmente que su sistem’a de escritura no permitía que se trataran todos los temas, ya que de hecho se tratan muchos temas en el Libro de Mormón. Sin duda Eter 12:25 puede aclarar lo que quiso decir; en este pasaje Moroni dice que tropiezan “al colocar [sus] palabras”. Esa era la “imperfección” que sufrían en su escritura. (Véase Morm. 9:31.) La dificultad radicaba en las ambigüedades que imponía el usar un sistema jeroglífico en vez de un sistema alfabético. (Compárese con Morm. 9:33.)
  56. Thompson, pág. 646.
  57. Barthel, pág. 35; George C. Vaillant, The Aztecs of México (Harmondsworth, England: Pelican Books, 1950), págs. 201-204; Francés F. Berdan, The Aztecs of Central México: An Imperial Society (New York: Holt, Rinehart and Winston, 1982), págs. 150-151.
  58. Coe, “Early Steps in the Evolution of Maya Writing”, en H. B. Nicholson, compilador, Origins of Religious Art and Iconography in Preclassic Mesoamerica (Los Angeles: UCLA Latin American Center and Ethnic Arts Council of Los Angeles, 1976), pág. 110 y subsiguientes. Coe incluye trece, pero omite los signos olmecas, que quizás sean jeroglíficos, y el singular sello de Tlatilco, el cual tiene un sistema totalmente diferente de cualquier otro. Este sello y la “Transcripción de Anthon” tienen similaridades interesantes, las cuales se analizan en el artículo de Cari Hugh Jones, “The ‘Anthon Transcript’ and Two Mesoamerican Cylinder Seáis”, Newsletter and Proceedings, Society for Early Historie Archaeology 122 (septiembre de 1970), págs. 1-8, basado en David H. Kelley, “A Cylinder Seal from Tlatilco”, American Antiquity 31 (1966), págs. 744—746.
  59. El sello de Tlatilco, mencionado en la Nota 11, y la Estela 10 de Kaminaljuyu; véase Coe, 1976, pág. 115.
  60. Joyce Marcus, “The Origins of Mesoamerican Writing”, Annual Review of Anthropology 5 (1976), pág. 44; aunque este artículo cita el año 859 a. de J.C., basado en lo que se ha descubierto a la fecha se sabe que posiblemente haya errado en su cálculo aproximadamente un siglo. En cualquier caso, los jeroglíficos que aparecen en este monumento (Monumento 3, San José Mogote, Oaxaca) están tan estilizados que es difícil pensar que no hubieran tenido un desarrollo histórico de varios siglos.
  61. Barthel, op. cit.
  62. Linda Miller Van Blerkom, “A Comparison of Maya and Egyptian Hieroglyphics”, Katunob 11 (agosto de 1979), págs. 1-8.
  63. Carleton T. Hodge, “Ritual in Writing: An Inquiry into the Origin of Egyptian Script”, en M. Dale Kinkade et al., compiladores, Linguistics and Anthropology: In Honor of C. F. Voegelin (Lisse, Bélgica: The Peter de Ridder Press, 1975), págs. 333-334, 344.
  64. J. Eric S. Thompson, Maya Hieroglyphic Writing: An Introduction (Norman: University of Oklahoma Press, 1960), pág. 9.
  65. Coe, 1971, págs. 305-306; 1973, pág. 18 y subsiguientes.
  66. Coe, 1971, pág. 305. Compárese con Alfred M. Tozzer, compilador, “Landa’s Relación de las Cosas de Yucatán: A Translation», Harvard University, Peabody Museum of American Archaeology and Ethnology, Papers, tomo 18, 1941. pág. 169.
  67. Coe, 1973, pág. 8; David H. Kelley, “Astronomical Identities of Mesoamerican Gods”, Archaeoastronomy (Suplemento del Journal of the History of Astronomy 11 (1980), págs. S1-S54.
  68. Barthel. pág. 45.
  69. Ibid. Compárese con Thompson, 1970, pág. 7; Tozzer. pág. 28.
  70. Thompson. 1960, págs. 61-62.
  71. Munro S. Edmonson, “The Book of Counsel: The Popol Vuh of the Quiche Maya of Guatemala”, Tulane University, Middle American Research Institute, Publication 35 (1971), págs. xi-xii.
  72. John W. Welch, editor, Chiasmus in Antiquity: Structures, Analyses, Exegesis (Hildesheim, Alemania Occidental: Gerstenberg Verlag, 1981); John W. Welch, “Chiasmus in the Book of Mormon”. en Noel B. Reynolds, editor, Book of Mormon Authorship: New Light on Ancient Origins, (Provo: Brigham Young University. Religious Studies Center, 1982), págs. 33-52. Véase también “Un libro que merece respeto”, Liahona, mayo de 1984, pág. 13.
  73. Welch, 1982, págs. 49-50.
  74. Por ejemplo, Margaret McClear, Popol Vuh: Structure and Meaning (Madrid New York: Plaza Mayor, 1972), págs. 55. 67-90; Marvin Cohodas, «The Iconography of the Panels of the Sun, Cross, and Foliated Cross at Palenque: Part I”, en Sociedad Mexicana de Antropología, XlIIa Mesa Redonda, Xalapa, 1973 (México, 1975), págs. 75-101.
  75. Hodge, pág. 344.
  76. Tozzer, pág. 29.
  77. Ibid., pág. 28.
  78. Thompson, 1960, págs. 23-26.
  79. Danel W. Bachman, “Sealed in a Book: Preliminary Observations on the Newly Found ‘Anthon Transcript’ ”, Brigham Young University Studies 20 (1980), págs. 321-345; disponible por separado como Reimpresión BAC—80, Foundation for Ancient Research and Mormon Studies, P. O. Box 7113 University Station, Provo, Utah 84602.
  80. B. H. Roberts, New Witnessesfor God, tomo 2, 2a. parte, “The Book of Mormon” (Salt Lake City: Deseret Book, 1926), págs. 95-100. Véase el análisis del tema en mi artículo “The Book of Mormon as a Mesoamerican Codex”, Newsletter and Proceedings, Society for Early Historie Archaeology 139 (1976), pág. 2.
  81. E. Wyllys Andrews V et ai., “Komchen: An Early Maya Community in Northwest Yucatán.» Artículo presentado en la reunión de 1981 de la Sociedad Mexicana de Antropología, San Cristóbal, Chiapas. pág. 15.
  82. E. Wyllys Andrews V, “Dzibilchaltun”, en J.A. Sabloff, editor del tomo, Supplement to the Handbook of Midclle American Indians, tomo 1, Archaeology (Austin; Univcrsity of Texas Press, 1981), pág. 322.
  83. 8 Pedro Armillas. “Investigaciones Arqueológicas en el Estado de Zacatecas”. Boletín INAH 14 (diciembre de 1963), págs. 16-17.
  84. “Current Research”. American Antiquitv 45 (1980), pág. 623.
  85. Richard E. Blanton y Stephen A. Kowalewski, “Monte Alban and After in the Vailcy of Oaxaca”, en J. A. Sabloff, op cit., pág. 106.
  86. 8 Antonio Bustillos Carrillo. El Sache de los Mayas: Los Caminos Blancos de los Mayas, Base de su Vida Social y Religión, 2a. ed. (México: B. Costa-Amic Editorial, 1974), pág. 23.
  87. Instituto Nacional de Antropología e Historia, El Tajín: Official Guide (México: INAH, 1976).
  88. David S. Hyman, Precolumbian Cements: A Study of Calcareous Cements in Prehispanic Mesoamerican Building Construction. (Baltimore: John Hopkins Univcrsity Department of Geography and Environmental Engineering, 1970), pág. ii. Mauricc Daumas, editor Histoire Généraie des Techniques, Tome 1 (Paris: Presses Universitaires de France, 1962), pág. 403.
  89. JohnL. Sorenson, An Ancient American Setting for the Book of Mormon, (Provo: Foundation for Ancient Research and Mormon Studies, en imprenta). El capítulo 7 proporciona una documentación extensa.
  90. Dennis Puleston, “The Role of Semi-domesticated Animal Resources in Middle American Subsistence”, artículo leído en la 37a. Reunión Anual, Socicty for American Archaeology, 1972.
  91. A. V. Kidder, “Miscellaneous Specimcns from Mesoamérica», Carnegie Institulion of Washington, Notes on Middle American Archaeology and Ethnology, núm. 117 (marzo de 1954), pág. 20, Fig. 4e. En mi artículo “Wheeíed Figurines in the Ancient World”, Foundation for Ancient Research and Mormon Studies, Preliminary Report (Provo, 1981), pág. 14, se proporciona documentación relacionada con este tema.
  92. Eugene Hunn, “Did the Aztccs Lack Potential Animal Domesticates?” American Ethnologist 9 (1982), págs. 578-588.
  93. Daniel B. Adams, “Last Ditch Archaeology”, Science 83 4 (Decembcr 1983). pág. 32
  94. “Letters to the Editor”, Archaeology 34 (May-June, 1981). pág. 7.
  95. Linda Schele, “Sacred Site and World-Vicw at Palenque”, en E. P. Benson, editor, Mesoamerican Sites and World Views (Washington: Dumbarton Oaks, 1981), págs. 112, 116-117.
  96. 9 Alberto Ruz L., Costumbres Funerarias de los Antiguos Mayas (México: UNAM, Seminario de Cultura Maya, 1968); Alberto Ruz L., Palenque: Ojficial Guide (México: INAH, 1960), pág. 46.
  97. Robcrt F. Smith, “Some ‘Neologisms’ from the Mormon Canon”, en Conference on the Language of the Mormons, 1973 (Provo: Brigham Young University, Language Research Center, 1973), pág. 66.
  98. Sorenson, An Ancient American Setting, capítulo 6, págs. 28-33 del manuscrito.
  99. Marvin Hill, “Rcvicw of The Mormon Experience”, American Histórical Review, vol. 84, no. 5 (diciembre de 1979), pág. 1488.
  100. “7EP Interviews Sterling M. McMurrin”, Seventh East Press, Provo, Utah, 11 de enero de 1983, pág. 5.
  101. Judith Ann Remington, “Mesoamerican Archaeoastronomy: Parallax, Perspective, and Focus”, en Ray A. Williamson, editor, Archaeoastronomy in the Americas, Ballena Press Anthropological Papers, No. 22 (Los Altos, Calif.: Ballena Press, 1981), págs. 200-202.
  102. Ibid., pág. 202.
  103. An ancient American Setting for the Book of Mormon constituye el comienzo de tal presentación. Véase la nota 13.
  104. B. H. Roberts, New Witnessesfor God. 11. The Book of Mormon. En tres tomos, Tomo III. (Salt Lake City: Deseret News, 1951 11909], págs. 503-504.

 

 

 

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