Abril de 1985
De acuerdo con sus deseos
Por el élder Dean L. Larsen
De la Presidencia del Primer Quórum de los Setenta
En varias oportunidades he escuchado algunas versiones de una historia que se supone se basa en hechos reales, y que va más o menos así: Un hombre de cierta edad se acercó a conversar con uno de los guías en uno de los centros para visitantes de la Iglesia. Le dijo que era miembro de la Iglesia pero que había estado fuera de ella desde su juventud. Le contó que una vez fue expulsado de su clase de la Escuela Dominical por mala conducta, y que desde entonces no había vuelto a entrar en un edificio de la Iglesia. Además, le contó que ni sus hijos, ni sus nietos, ni sus bisnietos eran miembros de la Iglesia, y entre todos sumaban más de cien personas.
Cada vez que he escuchado esta historia ha sido generalmente para ilustrar las consecuencias nefastas que resultaron debido a un momento violento que tuvo un oficial de la Escuela Dominical; sin embargo, nunca escuchamos el otro lado de la historia, el del oficial de la Escuela Dominical, ni tampoco tomamos en consideración la responsabilidad del joven por su propia conducta y por esos años de rencor y amargura inflexibles que han envenenado no sólo su propia vida sino también la de tantos de sus descendientes.
La historia está llena de tragedia, y ¿quién es el responsable de ella, y cómo se podía haber evitado?
Cuando tengo oportunidades de visitar las estacas de la Iglesia, a menudo escucho informes de los problemas que afrontan los maestros de los jóvenes y señoritas en sus clases de la Escuela Dominical, de las Mujeres Jóvenes y de los quórumes del Sacerdocio Aarónico. He, sabido de casos en que el llamamiento de maestros es una cosa tan regular, que para los líderes del sacerdocio es un verdadero problema encontrar quién los reemplace. Estas circunstancias generalmente se dan a conocer para demostrar cuánto necesita la Iglesia un programa eficaz para preparar adecuadamente a los maestros. Es obvio que esa necesidad existe, pero me opongo a la idea de que la responsabilidad completa de estas desagradables situaciones recaiga solamente en los maestros.
Durante muchos años he vivido con el recuerdo de una experiencia que sucedió en mi propia vida, mientras trabajaba en una comunidad donde la Iglesia tenía un programa completo de seminarios en un edificio adyacente al de enseñanza secundaria. A mediados del año escolar se produjo una vacante en el profesorado debido a los problemas de salud de uno de los maestros, y se me extendió la invitación para enseñar esas clases diariamente durante un tiempo hasta que pudieran encontrar un maestro permanente. En muchos respectos, fue una experiencia agradable que a menudo recuerdo con cariño. En una de las clases, sin embargo, había un joven que resultó ser una verdadera prueba para mí. Estaba en su último año de secundaria, era brillante y talentoso, y era obvio que contaba con gran popularidad entre los demás estudiantes, además de ejercer una influencia considerable entre ellos. Lamentablemente su conducta en las clases de seminario era por lo general irreverente. Buscaba la atención de sus compañeros y generalmente la obtenía como resultado de su mal comportamiento durante la clase.
En repetidas oportunidades me sentía frustrado cuando la atmósfera que trataba de establecer para analizar y aprender cosas espirituales era distorsionada por las payasadas de este joven que buscaba la atención de los demás alumnos. Tuvimos varias entrevistas personales que no ayudaron en lo absoluto, y aun cuando durante ellas mostraba estar de acuerdo conmigo, tan pronto llegaba a la siguiente clase se volvía a comportar como de costumbre.
Al hablar con el consejero de la institución, me enteré de que el joven provenía de un hogar donde vivía con sólo uno de los padres y que era un problema constante en las demás clases de secundaria, aun cuando los resultados en las pruebas de aptitud demostraban una habilidad y talento superiores al promedio.
Entonces llegó finalmente el momento en que sabía que debía hacer algo decisivo si esperaba mantener un nivel de orden y atención en la clase. Después de una de sus típicas interrupciones invité al joven a que me acompañara a salir del salón de clases, y una vez allí le dije que no toleraría más sacrificar, por su mal comportamiento, las oportunidades que los demás alumnos tenían de aprender. Agregué que no sería más bienvenido a la clase hasta que aprendiera a controlar su conducta y a contribuir a mantener la atmósfera espiritual necesaria en las aulas de seminario. Se dio media vuelta y abandonó el edificio sin decir una palabra. Nunca más volví a verlo.
Su madre me llamó esa tarde para expresarme su descontento y aflicción por lo que yo había hecho. Me advirtió que mi actitud al expulsar a su hijo de la clase de seminario permanecería en mi mente por mucho tiempo.
Su predicción fue correcta; nunca he podido liberarme completamente de esa experiencia. Una semana o dos después del incidente, cambió mi trabajo y fui trasladado a otra parte del país. No tengo idea si el joven jamás volvió a la clase de seminario, ni siquiera recuerdo su nombre, ya que han pasado más de 20 años. A veces me pregunto si no habrá por allí algún padre con una familia numerosa que culpe a un maestro antipático de seminarios como la causa de su separación de la Iglesia hace muchos años.
Estoy seguro de que he aprendido algunas cosas en los años posteriores que me habrían ayudado a afrontar esa situación en forma más competente. Quizás hay algunas cosas que pude haber hecho para ayudar al joven a cambiar su actitud y conducta, y no las hice. Estoy seguro de que sí las hubo; sin embargo, al reflexionar en esas experiencias, recuerdo vívidamente la preocupación que me causaban otros estudiantes de la clase y el deseo ferviente que tenía de bendecir su vida de alguna forma. Cuando vuelven a mi mente los recuerdos de ese episodio en particular, inevitablemente me enfrento al mismo problema que tuve cuando le pedí a ese joven que abandonara el salón. Además de la responsabilidad que tenía por las oportunidades espirituales que él necesitaba, ¿cuál era mi responsabilidad hacia los demás alumnos cuyas oportunidades peligraban por la conducta del joven? ¿Y cuáles eran las responsabilidades de él?
Recientemente tuve otra experiencia que representa un cierto contraste con el episodio en el cual fue protagonista ese joven. Durante mi visita a una conferencia de estaca, después de la sesión del sábado por la tarde, me saludó una mujer que me dijo: “¿Se acuerda de mí?” Su cara me era vagamente familiar, de modo que necesité algo de ayuda para recordarla. La hermana procedió a recordarme que había sido una de mis alumnas en las clases de gramática que yo enseñaba en la escuela secundaria, muchos años atrás. De inmediato la recordé, tal como había sido 32 años antes: una alumna líder, una buena estudiante. Conversamos un momento sobre las experiencias que habíamos compartido, y se mostró muy complacida al presentarme a su familia. Algunos de sus hijos se habían casado y uno estaba sirviendo en una misión. Ya tenía varios nietos. Se notaba que se trataba de una familia muy sólida que hacía una gran contribución a la comunidad y a la Iglesia.
Durante la conversación esta buena hermana de pronto me preguntó: “¿Recuerda aquella vez que me hizo salir de su clase de gramática?” Me sorprendió la pregunta, especialmente porque no podía recordar tal cosa. Le pregunté si no me estaría confundiendo, ya que no podía recordar nada más que experiencias positivas con ella como alumna. “No”, me respondió, “fue un día en que estuve conversando más de lo que debía. Cuando usted trató de corregirme, le contesté descortésmente, entonces me pidió que abandonara el salón. Me cayó de sorpresa; ningún otro maestro jamás me había disciplinado de esa forma. Me rehusé a salir, y usted me sacó del salón y me llevó al pasillo diciéndome que podría regresar cuando hubiera aprendido a comportarme como una dama.
“Yo estaba furiosa y avergonzada a la vez y pensé en las muchas cosas que podría hacer para vengarme. Mi padre tenía influencia en la comunidad y no toleraría que me trataran así.
“Más tarde, ese mismo día, empecé a reflexionar en lo que había sucedido. Llegué a la conclusión de que usted tenía razón y que yo estaba equivocada. Reconocí que tanto los maestros como mis compañeros en muchas ocasiones habían tenido que soportar esa clase de comportamiento de mi parte, y de que eso no estaba bien. Entonces descubrí en mí una característica que jamás había notado, y decidí que cambiaría. Esa es la razón por la cual volví a clases y me disculpé ante usted por mi mala conducta. Fue un punto crucial e importante para el resto de mi vida, y siempre le estaré agradecida.”
He aquí un caso en que una joven analizó su responsabilidad ante una situación desafortunada y tomó las medidas necesarias para corregirla. Me ha dado la oportunidad de meditar en algunas cosas interesantes. ¿Cuál fue la causa de la diferencia entre las reacciones de esta joven y de aquel muchacho que se alejó de las clases de seminario? ¿Y qué diferencias se han presentado en la vida de ellos con el transcurso de los años, como resultado de la manera en que respondieron a estas situaciones y a otras similares?
Los padres, los maestros, los líderes, los amigos —todos tienen la responsabilidad de interesarse en sus semejantes, de ayudarles y de amarles. Pero existe un punto en el cual esa responsabilidad se une a la de la persona por la que se siente ese interés, a quien se ama o se ayuda. Aquel que frecuentemente se encuentre en dificultades o controversias con sus semejantes debe preguntarse honradamente hasta qué grado está contribuyendo al problema, y ser lo suficientemente responsable como para corregir su comportamiento cuando es perjudicial tanto para él como para los demás. Solamente encontramos desdicha para nosotros mismos y los demás cuando justificamos nuestras faltas y culpamos a los que nos rodean. Debemos ser responsables. Alma, el maestro y líder del Libro de Mormón, sintió lo que es la frustración al intentar ayudar y motivar a gente que no respondía. En un momento de tal frustración exclamó: “¡Oh, si fuera yo un ángel y se me concediera el deseo de mi corazón, para poder salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra” (Alma 29:1).
Supongo que Alma estaba recordando algo sobre su experiencia en la ciudad de Ammoníah donde había sido rechazado. Quizás si hubiera hecho temblar la tierra bajo los pies de esa gente, podría haberlos hecho temer hasta someterse, pero Alma sabía que esa no es la forma en que trabaja el Señor.
“No debería en mis deseos derribar los firmes decretos de un Dios justo, porque sé que él concede a los hombres según lo que deseen, ya sea para muerte o para vida; sí, sé que él reparte a los hombres según la voluntad de ellos, ya sea para salvación o destrucción.
“Sí, y sé que el bien y el mal han llegado ante todos los hombres; y quien no distingue el bien del mal, no es culpable; mas el que conoce el bien y el mal, a éste le es dado según sus deseos, sea que desee el bien o el mal, la vida o la muerte, el gozo o el remordimiento de conciencia.” (Alma 29:4-5.)
Una vez que conozcamos el bien y el mal debemos hacernos responsables de nuestra propia conducta. Es vital tener buenos padres, pero es igualmente importante y necesario ser buenos hijos e hijas. Después de todo, tenemos edad de responsabilidad; es esencial tener buenos maestros y líderes, pero es igualmente esencial ser buenos alumnos y buenos seguidores. No podemos descargar nuestra responsabilidad sobre los hombros de otro. El Señor ha designado la naturaleza de la vida mortal de manera tal que no podemos escapar de las consecuencias elementales de nuestros propios hechos voluntarios.
Jóvenes, cuando os quejáis de que vuestros maestros, asesores y líderes son aburridos o incompetentes, ¿os preguntáis honradamente cuán buenos sois como alumnos, condiscípulos, hermanos en el quorum, hijos e hijas? ¿Estáis haciendo todo lo que está de vuestra parte para mejorar las posibilidades que existen entre vosotros y los demás? o ¿estáis tratando de encontrar excusas para contribuir a los problemas que a veces existen? Y cuando cometéis errores, ¿tenéis la valentía e integridad necesarias para reconocer vuestra parte en el problema y decidir ser mejores?
Sigo con la esperanza de que algún día, en alguna parte, en una reunión de la Iglesia se me acerque un joven que me diga “¿Se acuerda de mí? Yo soy aquel joven que se salió de su clase de seminario aquel día. Desde entonces he aprendido algunas lecciones importantes en mi vida. Deseo que sepa que todo marcha bien ahora.»
Entonces tal vez desaparezcan algunas de las inquietudes que he sentido desde aquel día hace ya 20 años. Y quizás sus sueños sean también menos perturbadores.

























Totalmente de acuerdo. No podemos esperar ser instruidos o salvos en rebeldía. Aunque poner de nuestra parte es difícil por nuestra naturaleza, el buscar la humildad nos hará receptivos al Espíritu Santo para abrir los ojos. Ciertamente buscamos y encontramos excusas para apartar nuestra responsabilidad y justificarnos, así como para hacer a otros culpables de nuestros fracasos.
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