La lucha por un testimonio

Agosto de 1985
La lucha por un testimonio
Por Dennis L. Lythgoe

Me crié dentro de la Iglesia y puedo decir que mis maestros y líderes siempre fueron diligentes y muy efica­ces al tratar de inculcar en mí un amor hacia el evangelio, un conocimiento de sus principios y, especialmente, un testimonio —lo que el presidente Jo­seph Fielding Smith llamaba la “comu­nicación del Espíritu Santo con el alma de una manera convincente y positi­va”. (Answers to Cospel Questions [Respuestas a preguntas sobre el evan­gelio], comp. Joseph Fielding Smith, hijo, 5 vols., Salt Lake City: Deseret BookCo., 1979, 3:28.) Durante los años de mi adolescencia, recuerdo que muchos maestros y discursantes en charlas fogoneras nos hablaban sobre la manera de obtener un testimonio.

Me pareció tan fácil que decidí seguir sus consejos.

La escritura que más citaban era Moroni 10:4-5, que explica cómo ob­tener un testimonio sobre el Libro de Mormón: “Y cuando recibáis estas co­sas, quisiera exhortaros a que preguntaseis a Dios, el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, te­niendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Es­píritu Santo; y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la verdad de to­das las cosas”.

Algunas personas me habían ense­ñado cómo se recibía respuesta a una oración, y a menudo se referían a la experiencia que José Smith y Oliverio Cowdery habían tenido al traducir el Libro de Mormón. Cuando Oliverio Cowdery empezó a tener dificultad en la traducción, el Señor le indicó que debía estudiarlo en su mente y luego preguntarle a Él si estaba correcto. Si así era, sentiría un ardor de pecho, y si estaba erróneo, tendría un “estupor de pensamiento” que lo haría olvidar la cosa errónea (D. y C. 9:7-9).

Como estudiante de secundaria, de­cidí que iba a seguir este consejo y que trataría de obtener mi propio testimo­nio del evangelio. Deseaba saber con toda certeza que era verdadero, de mo­do que leí cuidadosamente el Libro de Mormón, subrayando algunos pasajes y haciendo notas sobre los memorables a medida que iba leyendo. Al terminar de leerlo, estaba ansioso por ver el re­sultado de la promesa de Moroni. Me arrodillé y oré, tratando de saber por mí mismo si este libro era verdadero o no. A pesar de que oré una y otra vez por muchas semanas con lo que yo creía era “verdadera intención” y de­terminación, no pude reconocer ningu­na respuesta. Cuando mis amigos se paraban a expresar sus testimonios en la reunión de ayuno, mis padres se sentían defraudados porque yo no lo hacía. Les dije que estaba esforzándo­me por obtener mi propio testimonio, pero que todavía no lo había logrado. Tenía que ser sincero al darlo. Me preocupaba y me preguntaba qué era lo que me estaba impidiendo lograr mi objetivo. Tal vez la vida que llevaba no era totalmente satisfactoria ante el Señor, pensaba, y era por eso que no me respondía; o posiblemente estaba orando en un forma indebida; también podía ser que no sabía cómo reconocer una respuesta en el momento en que la estaba recibiendo.

Mi disciplina de oración y estudio duró dos años más, durante los cuales leí el Libro de Mormón por segunda vez, y entonces mi obispo me pidió que hiciera una misión. Por un lado me entusiasmé mucho, pues siempre había querido hacerlo; pero, por otro lado, estaba muy preocupado porque todavía no había recibido un testimonio. ¿Cómo podría convencer a otros de al­go de lo que yo no estaba completa­mente convencido? Mi hermano ma­yor también iba a salir a una misión al mismo tiempo, y mis padres, que eran de escasos recursos, se comprometie­ron a mantenemos en la misión.

Cuando me presenté a mi entrevista con el presidente de la estaca, me sor­prendió mucho que él sugiriera que mejor esperara hasta que mi hermano volviera, a fin de aminorar la carga económica que representaría para mis padres. Bastante descorazonado, volví a casa para comunicarle a mi padre lo sucedido. La noticia pareció decepcio­narlo también a él, un hombre que por lo general era muy sereno y pacífico. Sin embargo, en esta ocasión, expresó vigorosamente sus sentimientos y opi­nión de que yo debía salir a la misión al mismo tiempo que mi hermano, y que el Señor nos ayudaría con nuestras obligaciones económicas. Se puso el saco y dijo que iba a hablar con el presidente de la estaca. “Te vas a la misión—no después, sino ahora”, me dijo, con una convicción que yo no había visto antes en él. Antes de salir, nos llamó a todos para arrodillamos en oración familiar. Dijo una oración sen­cilla y corta, dándole gracias al Padre por sus bendiciones y pidiéndole que lo ayudara en su conversación con el presidente de la estaca y que ayudara a sus dos hijos mientras se preparaban para salir al campo misional.

Al escuchar con fe esa oración y tra­tar de prever el futuro, me sentí pro­fundamente impresionado espiritual­mente, de una manera tal, que no puedo ni siquiera describirlo. En ese instante, recibí un testimonio de la ve­racidad del evangelio. Me sobrevino un gran sentimiento de gozo y emo­ción, como si hubiera sabido que mi padre iba a tener éxito en su pequeña misión personal; y, en efecto, así lo fue. Pero también sabía con absoluta certeza que yo podría servir una mi­sión (y así lo hice en Nueva Zelanda) y testificar sinceramente y con convic­ción propia a cualquier persona que quisiera escucharme. Fue una expe­riencia sumamente satisfactoria. Los temores que me asaltaban de ser un misionero sin la convicción de un testi­monio se desvanecieron totalmente. El Señor había contestado mis oraciones, a pesar de que lo había hecho en una forma que yo no esperaba. En cuanto a mis padres, pudieron sostener a sus dos hijos misioneros por dos años, pe­ríodo durante el cual prosperaron eco­nómicamente como nunca lo habían hecho.

He tratado de analizar el porqué me llevó tanto tiempo obtener un testimo­nio. Puede haber sido que el Señor quería dármelo en conexión con un lla­mamiento misional, a fin de incremen­tar mi fe en El y en mi padre terrenal.

O es posible que yo no había podido reconocer los intentos que el Señor ha­bía hecho antes para comunicarse con­migo. No había esperado tener una vi­sión como la del profeta José Smith; pero tampoco sabía cómo describir un “ardor de pecho”.

El Señor le indicó a José Smith que Él les hablaba a sus siervos “en su de­bilidad, según su manera de hablar, para que pudieran alcanzar conoci­miento” (D. y C. 1:24). Cada persona siente y describe sus experiencias espi­rituales en una forma diferente a la de los demás. Tal vez lo que yo necesita­ba era descubrir la manera en que el Señor me hablaría a mí y reconocer las respuestas que me estaba dando. Hoy es diferente, pues lo comprendo me­jor. Cuando deseo una respuesta a una de mis oraciones, utilizo el mismo mo­delo que se me enseñó en mi juventud. Lo analizo detenidamente, tomo una decisión que me parece razonable, y luego le pido al Señor su aprobación.

Si siento una viva emoción, significa que el Señor la ha aprobado. Cuando ayuno, la falta de alimentos me recuer­da constantemente el propósito del mismo. Oro a menudo y siento una emoción y una certeza que cada vez va en aumento cuando el Espíritu Santo habla a mi alma. Si la decisión que he tomado es incorrecta, me siento confu­so y deprimido, y por fin me doy cuen­ta de que lo que estoy sintiendo es un “estupor de pensamiento”.

Estoy convencido de que el Señor dará respuesta a nuestras oraciones, pero es necesario que nos comunique­mos con El con la frecuencia necesaria para poder reconocer la manera en que nos responde. Tenemos que conocerlo; y una vez que recibamos esa cálida se­guridad que se siente al recibir una res­puesta, y que recibamos un testimonio espiritual, comprenderemos la manera en que se lleva a cabo la comunicación con Dios. El presidente Joseph F.

Smith describió las impresiones que el Espíritu dejó en su alma como algo tan poderoso que él las sentía desde la co­ronilla de la cabeza hasta la planta de los pies. “El Señor me lo ha manifesta­do y ha borrado toda duda de mi men­te, y yo lo acepto de la misma manera que acepto el hecho de que el sol brilla a mediodía.”

El élder Loren C. Dunn, miembro del Primer Quórum de los Setenta, di­jo: “Tal vez no os venga como un des­tello de luz (no sé cómo va a comuni­carse el Señor con cada uno de vosotros), mas probablemente será un sentimiento de tranquilidad que saldrá del fondo del corazón, una reafirma­ción que os llegará en una forma bas­tante sosegada y natural, pero a la vez real, día tras día, hasta que os deis cuenta de que lo sabéis. Una cosa sí os digo: el conocimiento de las cosas de Dios no se obtiene de manera instantá­nea”.

Algunas personas obtienen un testi­monio más fácilmente que otros. A mí me costó trabajo arduo —estudio, me­ditación, oración y ayuno— hasta que recibí una respuesta. Para el profeta Enós también fue difícil; el oró todo el día y toda la noche, y luchó en espíritu hasta que su “fe en el Señor empezó a ser inmutable”. Su respuesta fue la voz del Señor, que le decía que sus peca­dos le habían sido perdonados y que, a causa de su fe, le serían concedidos sus deseos (Enós 1:5, 11-12). Una vez que se obtiene un testimonio, debe ser nutrido por medio del estudio constan­te, la oración y la activa participación en los programas de la Iglesia, en com­binación con la observancia de una vi­da cristiana. El presidente Harold B. Lee dijo que un testimonio es “frágil; es tan difícil de asir como un rayo de luna; es algo que se tiene que capturar todos los días de nuestra existencia” (“Cursos de estudio de la Sociedad de Socorro 1983”, pág. 30). ¡Vale la pena esforzarse!

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