Por un sacrificio doble bendición

Liahona, Agosto de 1985

Por un sacrificio doble bendición

Por Mary Ann Young

Cómo podía ser posible que no hu­biéramos aceptado a aquel pre­cioso niño que se nos ofrecía? Después de tantos meses de orar y suplicar, y de vivir con la esperanza, ¿cómo podía­mos hacer tal cosa?

Y sin embargo, un hermoso varoncito había llegado a este mundo y no­sotros habíamos decidido que él no era para nosotros.

Al tratar de controlar nuestras emo­ciones, reflexionamos sobre aquella experiencia que se originó con una ex­traña llamada telefónica a la mediano­che de un día del mes de enero.

Había sido una noche tranquila, aunque todas nuestras noches así lo eran; en nuestra casa no había ningún bebé que se estuviera arrullando en su cuna, ni juguetes de colores, ni paña­les doblados. Todas esas cosas alegres sólo existían en donde había niños.

Era ya muy tarde cuando sonó el teléfono esa noche memorable. James, mi esposo, acudió a contestar y escu­chó por el auricular una voz femenina vagamente conocida.

—Un conocido mutuo mencionó que ustedes tienen interés en adoptar un niño. ¿No es así? —preguntó.

—Sí —respondió James—, nos gus­taría mucho.

Al escuchar eso, salté inmediata­mente, sorprendida. A medida que la conversación continuaba, prestaba atención a sus respuestas, deseando poder oír la voz de la persona con quien estaba hablando.

Al colgar el receptor, vi que la mano le temblaba, y que su voz sonaba tensa y nerviosa.

—Era una señora que conocí a tra­vés de un compañero de trabajo — dijo—. Dice que tiene una pariente le­jana que no está casada y que está para dar a luz. Es una muchacha joven que no tiene empleo y no cree poder cuidar al niño cuando nazca; su familia no está en condiciones de ayudarla, y es por eso que piensa que lo mejor para la criatura sería que alguien la adoptara.

Esa noche revivimos las esperanzas y emociones que tantas veces había­mos sentido cuando pensábamos que ya nos iban a dar un bebé.

Sin embargo, transcurrieron las se­manas sin que supiéramos nada al res­pecto, por lo que se desvaneció nues­tro optimismo. Por las noches hablábamos en cuanto a ese bebé que estaba por nacer y en cuanto a su llega­da a nuestro hogar. Sabíamos que la llamada telefónica no nos había traído más que falsas esperanzas, mas persis­timos en orar y ayunar.

—Hay algunas agencias que se en­cargan de tramitar adopciones —dijo James—. Seguramente alguna trabaja­dora social se pondrá en contacto con ella, o quizás ella recurrirá a ellos. Probablemente eso sería lo mejor para una persona en esas condiciones. Las agencias con trabajadores sociales ex­pertos se especializan en buscar el ho­gar más adecuado para los niños adop­tados.

Todo lo que mi esposo estaba di­ciendo ya lo sabíamos. Por meses ha­bíamos estado hablando con una traba­jadora social a través de una agencia de adopción, y sabíamos que se encar­gaban de proveer servicios muy nece­sarios a aquellas parejas que deseaban niños y, en especial, a jovencitas solte­ras embarazadas que pensaban dar a sus hijos en adopción.

La espera continuó a través del frío y las nevadas del mes de febrero, hasta que otra de esas noches apacibles sonó de nuevo el teléfono a las dos de la mañana. Sentí que el corazón se me salía y, en medio de la oscuridad, bus­qué el receptor del teléfono.

—¿Podría hablar con James? — preguntó una voz fatigada de mujer.

—Sí, un momento. Está dormido, pero voy a despertarlo.

Quienquiera que fuese, debía tener urgente necesidad de hablar con él, pues de lo contrario no habría llamado a esas horas.

—Bueno—balbuceó James. Des­pués de unos momentos empezó a con­testar preguntas.

—Está bien. No sabíamos que ella todavía… Sí, la llamaré mañana.

Soltó el auricular en la cama; ya se le había ido el sueño.

—Está teniendo el bebé en estos momentos, y ¡está contando en que nos vamos a quedar con la criatura!

Permanecimos en silencio, atónitos. Alguien nos había llamado para decir­nos que tenía un bebé para nosotros. ¡En esos precisos momentos! James rompió el silencio.

—No se registró con ninguna agen­cia, ni le habló a ninguna trabajadora social. Lo que hizo fue decirle a su pariente que nos llamara otra vez y que nos avisara que la criatura estaba por nacer y que quería que la adoptáramos.

Repentinamente, todas las inquietu­des que habíamos tenido acerca de la adopción privada, pero que nunca ha­bíamos examinado, fueron tema de una conferencia de madrugada. Llega­mos a la conclusión de que a la maña­na siguiente hablaríamos con nuestra trabajadora social y que le pediríamos su consejo, respaldado por treinta años de experiencia en adopciones. Nos arrodillamos para pedir por aquella madre que se encontraba dando a luz para que se sintiera tranquila en cuanto a la decisión que estaba por tomar. Su­plicamos bendiciones para aquella criatura, y guía e iluminación en nues­tra decisión con respecto a ella.

Esa mañana nos sentamos a conver­sar con una mujer inteligente y amoro­sa que había dedicado muchos años de su vida al servicio de madres e hijos. Escuchó atentamente nuestro relato de las llamadas inesperadas y respondió un tanto pensativa:

—No puedo, ni me atrevería a to­mar una decisión por ustedes. Esto es­tá en sus manos y lo único que puedo hacer es ofrecerles mi opinión sobre el asunto. Sé lo ansiosos que están por tener un hijo, y también sé que fre­cuentemente las agencias requieren que las parejas esperen períodos aparentemente interminables. Ustedes prácticamente tienen a un bebé en sus manos, mientras que yo no puedo pro­meterles nada. Sin embargo, debo de­cirles que me preocuparía el hecho de que a James lo conoce una pariente de la madre del bebé.

Pausó unos momentos.

—Los años de experiencia me han enseñado que por lo general a los niños adoptivos les va mejor cuando la iden­tidad de los padres naturales se mantie­ne totalmente anónima.

—Como ustedes saben, las agencias de adopción realizan estudios intensi­vos tanto con el niño como con las parejas interesadas con el fin de deter­minar cuál niño se acopla mejor con qué familia. —Continuó—: En esta si­tuación no contarían con tal ventaja, ni tampoco sabrían nada sobre la historia médica del bebé.

Durante esas dos horas examinamos un sinfín de ideas, opiniones profesio­nales, temores y sabias sugerencias y consejos.

Durante el trayecto a casa, ambos permanecíamos en silencio. No se po­día negar que había un aire de tensión.

Al llegar, nos arrodillamos a orar, y yo supe la respuesta antes de que Ja­mes me comunicara sus sentimientos. No era la respuesta que habíamos su­plicado recibir. Ese niño no habría de venir a nuestra casa. Pero, ¿por qué? Era como si fuese un milagro y estába­mos a punto de echarlo por la ventana.

—Sé que este bebé no es para noso­tros y que no ha de venir a nuestro hogar—me dijo James—. No siento esa confirmación ni esa conciencia tranquila características de las respues­tas positivas a una oración. Pero esta madre espera que yo le encuentre un hogar a su hijo; ese niño necesita un hogar, un buen hogar, y lo necesita hoy.

Hablamos sobre el asunto por un buen rato, pensando en lo que sería mejor para esa criatura. Hicimos algu­nas llamadas a algunos amigos y a va­rios profesionales que pudieran ayu­damos con sus consejos. Esa noche, James se comunicó con la señora que nos había llamado y brevemente le dijo por qué no podíamos quedamos con el bebé. Le dio el nombre de una trabaja­dora social de amplia experiencia que podría ayudar directamente a la madre. Ella cortó y le habló a esa persona.

Dos días después, el varoncito fue co­locado en un hogar especial en el que se le amaría y cuidaría adecuadamen­te. Sabíamos que, en algún lugar, aquel niño se encontraba seguro, có­modo y en los brazos de algunos pa­dres que desesperadamente lo habían estado esperando. No obstante, nos quedamos sentados en la orilla de la cama, después de recibir las noticias, preguntándonos el porqué y lamentan­do que hubiera tenido que ser así. Pero pese a nuestras dudas, sabíamos que un amoroso Padre Celestial nos había indicado, con sabiduría y comprensión que excedían nuestras limitaciones hu­manas, que aquel niño no nos corres­pondía.

Durante los vientos fríos del mes de marzo, estuvimos en casa en las no­ches tranquilas y en nuestro trabajo du­rante el día. Un lunes por la mañana, alrededor de las ocho, James despertó cantando. Le pregunté si había algo que hiciera aquel lunes especial, ya que para mí sólo significaba tener que volver a trabajar después de un gran fin de semana.

—No sé —dijo sonriendo—. Sim­plemente presiento que va a ser un buen día.

Salí hacia mi trabajo a la hora acos­tumbrada y me encontraba sumamente ocupada cuando el teléfono sonó a las 9:10.

—Hola, Mary Ann; habla Carol. — ¡Era nuestra trabajadora social! Le ha­bría reconocido la voz en cualquier parte.

—¿Piensa que le darían permiso pa­ra salir de la oficina para venir a reco­ger a un varoncito?

Todo el mundo en la oficina escu­chó mi jubilosa exclamación. Nadie tuvo necesidad de preguntar de qué se trataba.

—¡Un varoncito! ¡Qué fantástico! ¿Cuándo? ¿Dónde? Voy a llamar a Ja­mes ahora mismo. Vamos para allá.

—No me cuelgue todavía —agregó ella—. Necesito explicarle algunos de­talles y hablarle un poco más acerca del niño.

—Me encontraba tan emocionada que apenas si podía escuchar lo que me decía, pero a medida que continuamos la conversación, me pareció que valió la pena hablar esos minutos extras.

Llamé a James inmediatamente.

—Carol me acaba de llamar. ¡Eres papá! Nos consiguió un varoncito. Ya lo tiene y espera que vayamos a reco­gerlo para llevarlo a casa. —Estaba tan nerviosa que casi ni podía hablar.

—Carol me habló del bebé, exacta­mente cómo te lo estoy diciendo. Así es que eso no es todo, querido; este niñito nuestro tiene un hermano.

—¿Qué quieres decir con que tiene un hermano? —me preguntó.

—Gemelos —le dije riéndome—. Eres el orgulloso padre de gemelos idénticos.

De inmediato nos dirigimos a la agencia, un tanto impacientes y teme­rosos al subir las escaleras que condu­cían al segundo piso; allí, quietecitos en su cuna, estaban nuestros bellos gemelitos, que pesaban dos kilos cada uno,

Nuestros gemelos habían nacido al día siguiente del nacimiento del bebé que habíamos tenido la oportunidad de adoptar. El mismo día que habíamos conversado con nuestra trabajadora so­cial, en busca de su consejo, nuestros bebitos se encontraban en la sala de cuidado intensivo en el hospital, pe­sando un poco menos de dos kilos cada uno.

La agencia se ceñía estrictamente a la regla de que a los futuros padres nunca se les debía decir nada sobre al­gún bebé sino hasta que éste fuera da­do de alta del hospital y estuviera listo para ser colocado en el hogar. Carol y los demás trabajadores sociales de la agencia se habían reunido y nos habían seleccionado como los padres de aque­llos gemelitos poco antes de que nacie­ran, mas no podían decimos nada sino hasta que hubieran nacido, hubieran subido el peso adecuado y pudieran ser dados de alta. Nuestros hijos estuvie­ron en el hospital, creciendo y espe­rando conocemos, por diecisiete días antes de que recibiéramos la llamada de la agencia esa gloriosa mañana de aquel lunes.

Seis meses después, Cárter James y Jefferson Thomas fueron sellados a nosotros en el templo, ya que ese era el período de espera requerido por las le­yes estatales. El gozo que han traído a nuestro hogar es algo indescriptible. Tanto James como yo sentimos la ple­na seguridad de que estos bellos gemelitos estaban destinados para nosotros. Muchas veces me detengo a contem­plarlos llena de amor y reparo en que si no hubiéramos escuchado el consejo de nuestro Padre Celestial, no estarían con nosotros en estos momentos, y po­dríamos haber perdido una de las más grandes bendiciones que jamás haya­mos recibido.

Mary Ann Young, enfermera titulada y madre, de cuatro hijos, es miembro del Barrio lo de Edgemont, en Provo, Utah.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario