Conferencia General Abril 1973
Este es mi evangelio

por el élder Howard W. Hunter
Del Consejo de los Doce
A esta avanzada hora de la conferencia sería difícil si se tuviera que escoger un tema relacionado con las enseñanzas del Salvador del que no se haya hablado ya. Me gustaría tener la habilidad para resumir lo que dijeron los Hermanos, no obstante permítanme hablar de una de las ocasiones en que Jesús dejó algunas de sus enseñanzas.
Me vino a la mente este pensamiento porque nos estamos aproximando a la época del año en que los cristianos de todo el mundo celebran la pascua, conmemorando los acontecimientos de los últimos días del Salvador en la mortalidad, su muerte y su resurrección de la tumba. Estos sucesos, que ocurrieron hace años en Jerusalén, nos son recordados en las Escrituras del Nuevo Testamento. Su muerte, sin embargo, no concluyó su ministerio personal.
Un relata del Libro de Mormón, el cual es un segundo testigo de Cristo, nos proporciona conocimiento adicional de las enseñanzas del Maestro. Este registro nos relata su aparición a los habitantes de este hemisferio occidental después de su muerte y resurrección, aumentando así nuestra comprensión del gran sacrificio expiatorio.
Los profetas nefitas predijeron las señales que se les darían a los habitantes de este continente al tiempo de la crucifixión del Salvador; y de acuerdo con sus profecías vino una devastadora tempestad sobre la tierra. Hubo truenos y relámpagos mayores de los que jamás se habían conocido y los terremotos estremecieron la tierra. Se incendió la ciudad de Zarahemla, la ciudad de Moroni se hundió en el mar y sus habitantes se ahogaron y la ciudad de Moronía fue cubierta por las montañas. Se rompieron los caminos, otras ciudades fueron destruidas y mucha gente murió o fue llevada por la tempestad. La rabiosa tormenta y la devastación continuaron durante tres horas y la faz de toda la tierra cambió.
Al cesar la tempestad, apareció una densa obscuridad y durante tres días no hubo luz. En medio de las tinieblas podía oírse el gemido, lamento y lloro de la gente.
«Y sucedió que se oyó una voz entre todos los habitantes de la tierra, por toda la superficie de este país, que dijo:
«¡Ay, ay, ay de este pueblo! ¡Ay de los habitantes de toda la tierra, a menos que se arrepientan; porque el diablo se ríe, y sus ángeles se regocijan por la muerte de los bellos hijos e hijas de mi pueblo, y es motivo de sus iniquidades y de sus abominaciones que han caído! (3 Nefi 9:12).
La voz enumeró la destrucción que había por todas partes. Los sobrevivientes de la tempestad y de los terremotos fueron proclamados como los más justos y se les dio esperanza por medio del arrepentimiento y la conversión al evangelio del Salvador.
El que hablaba se identificó entonces: «He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios, Yo crié los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Fui con el Padre desde el principio. Yo soy en el Padre, y el Padre en mí; y en mí ha glorificado el Padre su nombre.
«Vine a los míos, y los míos no me recibieron. Y las Escrituras relativas a mi venida se han cumplido». (3 Nefi 9:1516).
El Señor les dijo que la ley de Moisés se había cumplido y que ya no aceptaría más holocaustos, sino solamente el sacrificio de un corazón quebrantado y un espíritu contrito.
«He aquí», dijo, «he venido al mundo para traerle la redención, para salvarlo del pecado.
«Por tanto, al que se arrepentiere y viniere a mí como un niño, lo recibiré, porque de los tales es el reino de Dios. He aquí, por éstos he dado mi vida, y la he vuelto ha tomar; así pues, arrepentíos y venid a mí, vosotros, los extremos de la tierra, y salvaos» (3 Nefi 9:21-22).
Reinó el silencio y la obscuridad durante muchas horas y su voz se escuchó nuevamente, afligido por su pueblo les prometió que los juntaría «como la gallina junta sus pollos bajo las alas» (10:6), si se arrepentían y lo seguían. La obscuridad continuó y en la mañana del tercer día la tierra cesó de temblar y reinó la quietud. Cristo se había levantado de la tumba. Muchos de los justos que habían muerto es este país del Hemisferio Occidental, se levantaron de sus tumbas como lo hicieron muchos santos en Judea.
Una multitud se junto en el templo en el país de Abundancia. Si nos uniéramos a ellos mientras leemos, aprenderíamos una gran lección. Hablaron de los grandes cambios que habían ocurrido en el país a causa de los terremotos y de la invasión de las aguas y de Jesucristo por quien habían sido dados estos signos. Mientras conversaban entre sí oyeron una voz que les decía: «He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre, a él oíd» (3 Nefi 11:7). Volvieron sus ojos hacia el cielo y vieron a un hombre vestido con una túnica blanca que descendió y se puso en medio de ellos.
«Y aconteció que extendió su mano, y dirigiéndose al pueblo dijo:
«He aquí, soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
«Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa; que el Padre me ha dado. . .
«Levantaos y venid a mí, para que podáis meter vuestras manos en mi costado, y palpar las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies. . .» (3 Nefi 11:9-11,14).
El Maestro llamó a doce discípulos y ‘ les dio la autoridad para bautizar. Amonestó a la multitud para que cesara en sus contenciones y disputas, y les enseñó, entre otras cosas, las verdades que había proclamado a sus seguidores del continente oriental: el Sermón del Monte, la Oración del Señor, el cumplimiento de la ley mosaica. Sanó a los enfermos, bendijo a los niños, administró el sacramento y dio instrucciones en «relación a éste. AL enseñar a los nefitas, ‘el Salvador definió su evangelio. Lo que les declaró describe la magnificencia del plan y explica los requisitos para que el hombre obtenga la vida eterna y la exaltación. Estas son sus palabras:
«He aquí, os he dado mi evangelio, y éste es el evangelio que os he dado: que vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre, porque él me envió.
«Y mi Padre me envió para que fuese, levantado sobre la cruz; y que después de ser levantado sobre la cruz, pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres, para que así como fui levantado por los hombres, así también sean ellos levantados por el Padre, para comparecer ante mí y ser juzgados según sus obras, ya fuere buenas o malas;
«Y sucederá que quien se arrepintiere y se bautizare en mi nombre, será satisfecho; y si perseverare hasta el fin, he aquí, yo lo tendré por inocente ante mi Padre el día en que yo me presente para juzgar al mundo.
«Y aquel que no perseverare hasta el fin es el que será cortado y echado en el fuego, de donde nunca más puede volver, por motivo de la justicia del Padre.
«Y éste es el mandamiento: Arrepentíos todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y bautizaos en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os halléis en mi presencia, limpios de toda mancha. En verdad, en verdad os digo que éste es mi evangelio;…» (3 Ne. 27:13-14,16-17,20-21).
A menudo se habla del evangelio como las buenas nuevas de salvación. El plan de salvación es, por lo tanto, el evangelio de Jesucristo. El Maestro les explicó a los nefitas que había cumplido su misión en la tierra obedeciendo la voluntad del Padre, convirtiéndose de este modo en el Redentor de todo el género humano. La declaración adicional de «arrepentíos. . . bautizaos en mi nombre» define la entrada al camino angosto que lleva a la vida eterna. Esto da origen a la declaración fundamental expresada en los Artículos de Fe:
«Creemos que por la Expiación de Cristo todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio.
«Creemos que los rimeros principios y ordenanzas del evangelio son, primero: Fe en el Señor Jesucristo; segundo: Arrepentimiento; tercero: Bautismo por inmersión para la remisión de pecados; cuarto: Imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo» (3° y 4° Artículos de Fe).
Estos cuatro apenas son los primeros de todos los principios y ordenanzas del evangelio. Volviendo a las palabras del Salvador a los nefitas, nos enteramos que después de cumplir con estas cuatro, debe haber toda una vida de cumplimientos a las leyes y mandamientos del Señor, porque El dijo: «. . . y si perseverare hasta el fin, he aquí, yo lo tendré por inocente ante mi Padre el día en que yo me presente para juzgar al mundo» (3 Nefi 27:16).
Estos principios aislados no son suficientes: el hombre de allí en adelante será responsable en el juicio eterno por lo que hace en la vida, ya sea bueno o malo. La Expiación fue por este mismo propósito: llevar a cabo la resurrección y el subsiguiente juicio de todos los hombres. El Maestro lo dijo muy claramente: «Y por esta razón yo he sido levantado; por consiguiente, de acuerdo con el poder del Padre, atraeré a mí a todos los hombres, para que sean juzgados según sus obras» (3 Nefi 27:15).
Un análisis divide el plan del evangelio en dos partes:
Primera: la que es preparatoria y administrada bajo la autoridad del Sacerdocio Aarónico. La sección 84 de Doctrinas y Convenios lo declara de esta manera: «Y continuó el sacerdocio menor, que tiene la (lave de la ministración de ángeles y del evangelio preparatorio. El cual es el evangelio de arrepentimiento, y del bautismo, y de la remisión de pecados. . .» (D. y C. 84:26-27).
Segunda: La plenitud del evangelio administrado por la autoridad del Sacerdocio de Melquisedec. La misma revelación declara: «Y este sacerdocio mayor administra el evangelio, y posee la llave de los misterios del reino, aun la llave del conocimiento de Dios.
«Así, que, en sus ordenanzas, el poder de Dios se manifiesta.
«Y sin sus ordenanzas y la autoridad del sacerdocio, el poder de Dios no se manifiesta a los hombres en la carne.
«Porque sin esto, ningún hombre puede ver la faz de Dios, aun el Padre, y vivir” (D. y C. 84:20-22).
Las enseñanzas del Salvador nos presentan el plan del evangelio dado a los nefitas durante este breve período después de su resurrección. También la senda del evangelio que nos prepara para el perdón de nuestros pecados y la entrada al reino. Se nos señala el camino hacia la plenitud del evangelio eterno que será disfrutado por el hombre, bendecido por el Espíritu Santo, para vivir de tal forma que podamos obtener un conocimiento de Dios y recibir su aprobación al resucitar.
Debemos estar agradecidos, al aproximarse la Pascua, por el registro de los habitantes del mundo occidental que nos ha preservado las enseñanzas del Salvador a los nefitas. Es un testigo adicional de su misión divina. Sé que El Libro de Mormón es la palabra de Dios.
Es mi testimonio que Jesús es el Cristo. Si el mundo siguiera los principios del evangelio por El proclamado, vendría a todos una paz verdadera, una paz más allá de la cesación de hostilidades, porque El dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy.. .» (Juan 14:27).
Que esta paz pueda venirnos por vivir los mandamientos del Salvador y por seguir el consejo de su profeta aquí en la tierra, lo pido humildemente, en el nombre del Señor y Maestro, Jesucristo. Amén.























