C. G. Octubre 1974
Mi galería personal de ídolos
Por el élder Thomas S. Monson
Del Consejo de los Doce
Al acercarse rápidamente el fin de esta conferencia, parecería que las palabras del apóstol Pedro reflejaran los sentimientos de cada persona que ha asistido a estas sesiones, que ha tenido la oportunidad de verlas por televisión o las ha oído por radio.
Después de su experiencia en el Monte de la Transfiguración, Pedro le dijo a Jesús: «Señor, bien es que nos quedemos aquí» (Mateo 17:4). Presidente Kimball, bueno es que todos hayamos estado aquí.
Ruego que el mismo espíritu que prevaleció durante la conferencia, continúe acompañándome al corresponder yo a esta oportunidad que se me brinda de dirigiros la palabra.
Durante un claro día de invierno, me encontraba conduciendo mi automóvil acompañado de un amigo; a lo largo de la autopista que une el centro de Manhattan, New York, con los suburbios de Westchester. Mi amigo me fue indicando algunos de los sitios históricos que abundan en esa zona, donde el hombre ha construido en forma indiscriminada, su cinta de caminos a través del curso de la historia.
Repentinamente, al igual que la figura de un viejo e inolvidable amigo, divisamos una silueta, era del estadio de béisbol del equipo de los «Yankees». (Tal como sucede en la América Latina con las impresionantes vistas de los estadios de fútbol de los grandes equipos locales.) Allí estaba el gran estadio de los campeones, el campo de juego de los «ídolos» de mi juventud. En realidad, qué muchacho no ha idolatrado a aquellos que ante los entusiastas gritos de aliento de miles de partidarios, jugaron maravillosamente el juego de béisbol, básquetbol o fútbol.
Como era invierno, la plaza de estacionamiento de automóviles se encontraba desierta. Lejos ya las muchedumbres de los grandes encuentros, los vendedores de maní y los que vendían los boletos de entrada, continuaban presentes en la memoria los grandes ídolos inolvidables como Babe Ruth, Lou Gehrig y Joe DiMaggio. Sus insuperables hazañas y las habilidades que las originaron quedaron registradas para siempre; fueron elegidos para integrar la prestigiosa «Galería de la Fama» del béisbol.
Del mismo modo que con éste o con cualquier otro deporte, así sucede con la vida. En lo más íntimo de nuestra conciencia, cada uno de nosotros conserva una galería privada de aquellos líderes que han tenido poderosa influencia en nuestra vida. Relativamente pocos de los hombres que ejercen autoridad sobre nosotros desde la niñez hasta la edad madura, podrían pasar con éxito el examen para entrar en esa honorable galería. Ese examen tiene muy poco que ver con las galas externas del poder y la abundancia de las posesiones de este mundo. Los líderes que admitimos en este privado santuario de nuestra meditación reflexiva, son por lo general aquellos que nos encienden el corazón con la devoción de la verdad, que hacen que la obediencia al deber parezca la esencia de la humanidad, que transforman algunos acontecimientos ordinarios y de rutina en el ideal característico de la persona que deseamos llegar a ser.
Por un momento tal vez, cada uno de nosotros podría ser el juez que decidiera qué candidatos podrían ser aceptados a la Galería de la Fama. ¿A quién propondría yo? Muchos son los candidatos y la competencia es severa.
Propongo el nombre de Adán como el primer candidato a la Galería de la Fama. En Moisés podemos leer: «Y Adán fue obediente a los mandamientos del Señor» (Moisés S:5). Así es que él llena los requisitos necesarios.
Por su paciente resistencia, debo nominar también a un justo y perfecto hombre cuyo nombre fue Job. Aun afligido como ningún otro lo ha sido, él declaró:
«Mas he aquí que en los cielos está mi testigo, y mi testimonio en las alturas. «Disputadores son mis amigos: mas a Dios destilarán mis ojos.» (Job 16:19-20).
«Yo sé que mi redentor vive» (Job 19:25).
Job también llena los requisitos necesarios.
Cada cristiano nominaría a Saulo, mejor conocido como Pablo el Apóstol; sus sermones son como maná para el espíritu; su vida de servicio, un ejemplo para todos. Ese valiente misionero le declaró al mundo: «Porque no me avergüenzo del evangelio: porque es potencia de Dios para salud a todo aquel que cree» (Romanos 1:161.
Pablo reúne las condiciones necesarias para integrar la Galería de la Fama. Tenemos entonces a ese otro hombre llamado Simón Pedro. Su testimonio de Cristo conmueve el corazón:
«Y viniendo Jesús a las partes de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el hijo del hombre?
«Y ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; y otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas.
«El les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy?
«Y respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:13-16).
Pedro llena también los requisitos necesarios.
De otros tiempos y lugares recordamos el testimonio de Nefi:
«Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da ningún mandamiento a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que puedan cumplir lo que les ha mandado» (1 Nefi 3:7).
Es indudable que también Nefi es digno de un lugar de privilegio en la Galería de la Fama.
Hay también otro que quisiera nominar: el profeta José Smith. Tanto su fe, como su confianza y testimonio, se reflejan en las palabras que pronunció cuando se dirigía a la cárcel y al martirio: «Voy como un cordero al matadero; pero me siento tan tranquilo como una mañana veraniega; mi conciencia se halla libre de ofensas contra Dios y contra todo hombre» (D. y C. 135:4). Y selló su testimonio con su propia sangre. José también llena los requisitos.
Al proceder con nuestra selección de héroes o ídolos para esta galería personal, hagamos también la nominación de las heroínas. Para empezar, propongamos el noble ejemplo de fidelidad tan maravillosamente manifestado por Ruth. Sintiendo el profundo dolor que aquejaba a su suegra, quien había perdido a sus dos hijos y a su esposo, y sintiendo tal vez la angustiosa desesperación y la soledad que atormentaba el alma de Noemí, Ruth pronunció las palabras que han llegado a convertirse en una clásica declaración de lealtad: «No me ruegues que te deje, y me aparte de ti: porque dondequiera que tú fueres, iré yo; y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios» (Ruth 1:16). Los hechos de Ruth demostraron la sinceridad de sus palabras. También para ella hay lugar en la Galería de la Fama.
¿No nombraremos acaso a otra mujer, una descendiente de la tan honrada Ruth? Me refiero a María de Nazaret, esposa de José y preordinada para ser la madre del único hombre sin pecado que caminó sobre la faz de la tierra. Su aceptación de la sagrada e histórica misión de su hijo es un verdadero estandarte de humildad: «He aquí la sierva del Señor; hágase a mí conforme a tu palabra» (Lucas 1 :381. Es indudable que María también llena los requisitos.
Quisiera entonces hacer la siguiente pregunta: ¿Qué es lo que hace de estos hombres y mujeres héroes y heroínas? Y contesto: una confianza inconmovible en nuestro sabio Padre Celestial, y un constante testimonio con respecto a la misión del divino Salvador. Este conocimiento es como una hebra de oro con la que se ha tejido el tapiz de su vida.
¿Quién es ese Rey de Gloria, el mismo Redentor, por quien tan fielmente sirvieron y hasta murieron esos fieles personajes? El es Jesucristo, el Hijo de Dios, aun el Salvador.
Su nacimiento fue predicho por los profetas y los ángeles fueron los heraldos que anunciaron su ministerio terrenal. A los pastores que guardaban las vigilias sobre sus ganados en el campo, se les hizo la gloriosa proclamación:
«No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lucas 2:10-11).
Este mismo Jesús «. . .crecía y se fortalecía, y se henchía de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él» (Lucas 2:40). Bautizado por Juan en el río conocido como Jordán, comenzó su ministerio oficial entre los hombres. A los engaños de Satanás volvió Jesús su espalda. 5e enfrentó con todo su corazón a los deberes designados por su padre, y por ellos dio su vida. ¡Qué hermosa, noble y sin pecado fue esa vida divina! Jesús trabajó, Jesús amó, Jesús sirvió, Jesús lloró, Jesús curó, Jesús enseñó, Jesús testificó. En una cruel tortura en la cruz, Jesús murió. De un sepulcro prestado, Jesús salió para recibir la vida eterna.
El nombre —Jesús de Nazaret— el único nombre debajo del cielo dado a los hombres mediante el cual podemos ser salvos, tiene un singular y honroso lugar en nuestra Galería de la Fama.
Algunos podrán preguntarse: «Pero, ¿cuál es el valor de tan ilustre lista de héroes que pertenezcan a una galería privada de fama?» Yo contesto: Cuando obedecemos como lo hizo Adán, perseveramos como perseveró Job, enseñamos como Pablo enseñó, testificamos al igual que Pedro, servimos como Nefi, damos de nosotros mismos como lo hizo el profeta José, respondemos como Ruth, honramos como María y vivimos como vivió Cristo, nacemos de nuevo; nos volvemos todopoderosos. Desechamos de nosotros para siempre el antiguo «yo» junto con su derrota, desesperación, duda y descreimiento. Nos asomamos a una renovación de vida, a una vida de fe, esperanzas, valentía y gozo. No hay responsabilidad que sea demasiado pesada; no hay obligación que nos resulte una carga. Todas las cosas se nos hacen posibles.
Pero en nuestra pesquisa por buenos ejemplos, no tenemos que mirar necesariamente hacia los tiempos pasados hace mucho, o hacia vidas tiempo ha vividas. Permitidme daros una ilustración actual de lo que quiero decir. En la actualidad, Craig Sudbury preside un barrio de Salt Lake City, pero quisiera retroceder en el tiempo sólo unos pocos años hasta llegar al día en que él y su madre vinieron a mi oficina, poco antes de que Craig partiera rumbo a su misión de Melbourne, Australia. La ausencia del Padre de Craig, sin embargo, era pesadamente notable. Veinticinco años antes, la madre del joven se había casado con Fred, quien no compartía con ella su amor por la Iglesia y quien no pertenecía a la misma.
Craig me confió su profundo y gran amor por sus padres. Compartió conmigo su más íntima esperanza de que de algún modo, llegaría el momento en que su padre sería tocado por el Espíritu y que abriría su corazón al evangelio de Jesucristo; fervientemente me rogó que le hiciera una sugerencia. Oré para lograr la inspiración necesaria y saber así cómo podría satisfacer un deseo tan grande y profundo. La inspiración que buscaba en ese instante me llegó nítidamente, y le dije a Craig: «Sirve al Señor con todo tu corazón; sé obediente a tu sagrado llamamiento; escríbeles una carta de sus padres cada semana, y en algunas oportunidades, escríbele personalmente a tu padre, haciéndole saber que le amas y que te sientes profundamente agradecido de ser su hijo.»
Me agradeció y junto con su madre, salió de mi oficina. No habría de volver a ver a la madre de Craig hasta dieciocho meses después. Llegó hasta mi oficina y, con frases entrecortadas por los sollozos, me dijo: «Han pasado casi dos años desde que Craig salió a su misión. Su fidelidad en el servicio lo han calificado para desempeñar cargos de gran responsabilidad en la misión, y no ha dejado de escribirnos fielmente cada semana. Recientemente, mi esposo Fred se paró en una reunión de testimonios y dijo: ‘Todos ustedes saben que yo no soy miembro de la Iglesia, pero quisiera decirles que algo me ha sucedido desde que Craig salió a la misión. Sus cartas han llegado a lo más profundo de mi alma. Quisiera compartir una de esas cartas con ustedes:
Querido papá: Hoy estuvimos enseñándole a una familia maravillosa el plan de salvación y las bendiciones de la exaltación en el reino celestial. Pensé entonces en nuestra propia familia. No hay nada que desee más en el mundo que estar con mamá y contigo en ese reino. Para mí, simplemente no habrá reino celestial si ustedes no están allí. Estoy agradecido de ser tu hijo, papá, y deseo que sepas cuánto te quiero. Tu hijo misionero. Craig.
Fred continuó: Mi esposa no sabe lo que voy a decir ahora. La amo mucho y amo mucho también a mi hijo. Después de 26 años de matrimonio he llegado a la decisión de hacerme miembro de la Iglesia, porque sé que el mensaje del evangelio es la palabra de Dios. Supongo que lo he sabido desde hace mucho tiempo, pero la misión de mi hijo me ha movido a la acción. He arreglado lo necesario para que mi esposa y yo vayamos a buscar a Craig cuando él finalice su misión. Yo seré su último bautismo en su condición de misionero regular del Señor.»
Un joven misionero con una inconmovible fe en el Señor, fue partícipe con Dios en un milagro moderno. Su desafío de comunicarse con alguien a quien amaba profundamente, se hizo aún mucho más difícil por la barrera de los miles de kilómetros que lo separaban de su padre. Pero el espíritu del amor sobrepasó la vasta expansión del inmenso y azul Océano Pacífico y los corazones se comunicaron en divino diálogo.
No ha habido héroe que tuviera aspecto más majestuoso que Craig cuando en la lejana Australia, se paró con su padre en el agua bautismal, y levantando la mano derecha repitió las sagradas palabras: «Fred Sudbury, habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo.»
La oración de una madre, la fe de un padre, el servicio de un hijo, todo ello produjo el milagro de Dios. Madre, padre e hijo, cada uno de ellos llena los requisitos para integrar la Galería de la Fama.
Que cada uno de nosotros viva de tal modo que merezcamos todos el divino pronunciamiento:
«Yo, el Señor, soy misericordioso y benigno para con los que me temen, y me deleito en honrar a los que me sirven en justicia y en verdad hasta el fin. Grande será su galardón, y eterna será su gloria» (D. y C. 76:5-6).
Así tendremos asegurado un lugar en una eterna Galería de la Fama. Esta es mi sincera súplica, al dejaros mi testimonio de que Jesús de Nazaret es nuestro Salvador y Redentor, nuestro Abogado para con el Padre. En el nombre de Jesucristo, el Señor. Amén.

























Yo sé que el Señor reconoce nuestros esfuerzos y al igual que usted Pte. Monson tengo mi galería de Ídolos, los más fieles, los más humildes, los más amorosos, pero sin duda alguna los que me han enseñado mas con su ejemplo, o mejor dicho, los que han acompañado mas sus decires con sus Obras. Sé que es lo que se espera de cada uno de nosotros, y agradezco al Señor -el primero en mi lista- por hacérmelo saber, y a usted por tan edificante discurso. Lo amamos y extrañamos Élder Monson.
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