C. G. Octubre 1974
“. . . Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos
Por el élder L. Tom Perry
Del Consejo de los Doce
Hace poco tuve la oportunidad de volver a la escuela, pero sólo por un período de cinco días; me invitaron a asistir a una escuela de procesamiento de datos. Al hacerlo, me sentí cautivado por las últimas maravillas que ha descubierto la humanidad; por ejemplo, me asombré al observar a un instructor que, escribiendo unos pocos símbolos en el teclado de una máquina, en cuestión de segundos tuvo acceso a un archivo que se encontraba a casi 5,000 Kilómetros de distancia.
Nos mostraron una nueva máquina impresora tipo consola, más pequeña que las corrientes. En el aspecto general es como las otras que existen en el mercado, con la única diferencia de que ésta es mucho más eficiente. Al hacerla funcionar el impresor comenzó a escribir como toda máquina, de izquierda a derecha; pero al llegar al final de la línea, hizo el espacio y comenzó a escribir de derecha a izquierda, a fin de ahorrar el tiempo que se demora en regresar al principio de la línea. Me quedé asombrado por la velocidad, la exactitud y las notables ventajas que ésta tenía sobre las otras máquinas de su tipo.
Al pensar en los progresos técnicos de la humanidad, mi recuerdo me llevó a la primera máquina de oficina que conocí, siendo un niño de cinco o seis años: era una vieja máquina manual de sumar, que mi padre usaba para hacer sus cálculos cuando era obispo. Y pensé en la maravillosa evolución que ha tenido lugar en el transcurso de mi vida, sólo en los distintos tipos de maquinaria. En ese breve instante en que mi mente resumió esos progresos, sentí también la irresistible tentación de imaginar el futuro y comprendí que todavía veremos muchos avances técnicos que ni siquiera imaginamos. Y me maravillé ante los planes del Señor al contemplar mentalmente el proceso de su creación; desde el principio de ésta hasta el fin, que será la celestialización de la tierra. El nos ha suplido con toda la materia prima indispensable para cuidar de nuestras necesidades. Es en momentos como ese, cuando recuerdo la magnífica escritura que citó nuestro Profeta esta mañana:
«De Jehová es la tierra y su plenitud el mundo, y los que en él habitan» (Sal. 24:1).
Siempre me ha resultado interesante el hecho de que cuando el Señor habla en la,, Escrituras de rectitud, promete siempre abundancia y plenitud. La escasez y la miseria no vienen de El sino del hombre, como resultado cae que no seguirnos sus instrucciones originales: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread … sobre la tierra» (Gén. 1:28).
Para aumentar nuestra potencialidad desde el principio nos dio guía para la conducta que habíamos de observar en nuestra jornada terrenal como seres mortales. Primeramente, nos ha pedido que lo amemos y creamos en sus palabras y en segundo término, que amemos a nuestros semejantes lo suficiente como para ayudarles a obtener un testimonio de El. Cuando el abogado le preguntó, «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?», Cristo le respondió:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.
«Este es el primero y grande mandamiento.
«Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
«De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mateo 22:36-40).
Por esta respuesta de nuestro Salvador, conocemos los dos mandamientos fundamentales; en un esfuerzo por comprenderlos y apreciarlos mejor, deseo ratificarlos.
El primero se puede ilustrar con un hecho ocurrido entre un padre y su hijo, y que está registrado en el libro de Mormón. Alma era un sumo sacerdote que vivió en América menos de ciento cincuenta años antes del nacimiento del Salvador. Debe de haber sentido un gran amor por su hijo, a quien le puso su propio nombre. Pero el joven Alma, al llegar i la edad adulta se apartó de las enseñanzas de su padre. La escritura dice:
» … no obstante, se convirtió en un hombre muy malvado e idólatra. Era un hombre de muchas palabras, y lisonjeó mucho al pueblo, por lo que hizo que, muchos de ellos imitaran sus inquietudes» (Mosíah 27:8).
Su padre, después de tratar, sin éxito alguno, de volverlo al buen camino, le rogó al Señor que le diera a su hijo alguna señal, por la cual pudiera comprender lo erróneo de sus acciones y volver al camino de rectitud. Como consecuencia de este ruego, un extraordinario acontecimiento tuvo lugar en la vida del joven Alma: un ángel se le apareció y lo llamó al arrepentimiento. Después de la visión, Alma cayó a tierra asombrado. No podía hablar y estaba tan débil que no podía tampoco mantenerse de pie. Los que estaban con él, lo llevaron en brazos y lo depositaron frente a su padre. Este se regocijó al enterarse de lo sucedido, porque sabía que había sido por el poder del Señor; llamó a los sacerdotes y les pidió que ayunaran y oraran con él durante dos días y dos noches para pedir por su hijo, a fin de que recobrara las fuerzas. Sus oraciones recibieron la respuesta: el joven Alma se recuperó, se puso de pie ante ellos y animándolos, les dijo:
“. . .me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu.
«Y el Señor me dijo: No te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, familia, lengua y pueblo, debe nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído a un estado de rectitud, redimidos de Dios, convertidos en sus hijos e hijas;
«Y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo podrán heredar el reino de Dios» (Mosíah 27:24-26).
Las palabras de Alma son un testigo ante cada uno de nosotros de lo que debe ocurrir en nuestra vida si es que deseamos pasar por la compensadora y maravillosa experiencia de convertirnos a los caminos del Señor.
Pero, la conversión no es el fin sino el principio de un nuevo modo de vida. Otra vez quisiera usar el ejemplo de un fuerte personaje de las Escrituras para ilustrar el segundo gran mandamiento que debe seguir a la conversión. El Nuevo Testamento nos habla de un hombre que estuvo entre los primeros que siguieron a Cristo en su ministerio terrenal:
«Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos. Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores.
«Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres.
«Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron» (Mateo 4:18-20). Para Pedro, la pesca representaba su capital, o sea, su habilidad para lograr las cosas del mundo. Como notaréis, desde el principio se le pidió que escogiera entre las cosas del mundo y las cosas de Dios. A causa de su relación con el Salvador, él tuvo la oportunidad de convertirse como pocas personas en el mundo la han tenido. Las Escrituras registran el gran testimonio que Pedro recibió cuando, junto con Santiago y Juan, fue llevado a una alta montaña, aislada del resto del mundo, donde vieron al Salvador que «. . .se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz» (Mateo 17:2).
Aun después de haber presenciado Pedro tan extraordinaria escena, una y otra vez el Salvador le recordaba sus responsabilidades y compromisos:
«Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos» (Lucas 17:31-32).
Después, Pedro tuvo el privilegio de ser testigo de la más grandiosa de todas las manifestaciones del Salvador a la humanidad: la crucifixión y, más tarde, la resurrección. Pero aun después de esto, parecería que todavía no había captado el verdadero significado de su conversión; luego de la gloriosa experiencia de ver al Cristo resucitado, cuando el Salvador ascendió a los cielos y los discípulos se quedaron nuevamente solos, el primer pensamiento de Pedro fue volver a las cosas del mundo:
«Simón Pedro les dijo: Voy pescar. Ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo. Fueron, y entraron en una barca; y aquella noche no pescaron nada.
«Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús.
«Y les dijo: Hijitos, ¿tenéis algo de comer? Le respondieron: No.
«El les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces» (Juan 21:3-6).
En esa oportunidad, el Salvador le enseñó una gran lección al demostrarle que las cosas de Dios están por encima de las del mundo. El Señor tiene el poder de proveer los peces, o sea, las cosas materiales, pero éstas son secundarias. Lo primero es su obra.
Y al fin, la última lección del Maestro a Pedro tuvo lugar mientras cenaban juntos.
«Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta mis corderos» (Juan 21:15).
Y esta misma pregunta fue repetida por segunda y tercera vez. Y por último Pedro, profundamente disgustado, le replicó: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas» (Juan 21:17).
Finalmente Pedro entendió lo de «una vez vuelto»(*), condición ésta que lleva consigo la responsabilidad de hacer algo con esa conversión: apacentar las ovejas del Salvador. El verdadero valor del compromiso que hacemos con nuestra conversión radica en la acción que es el resultado de conocer al Señor.
En la vida de muchos grandes líderes de la Iglesia, hemos visto cómo este proceso de la conversión se ha transformado en un poderoso deseo de fortalecer a los otros hermanos. Un ejemplo que siempre me ha impresionado es el de John Taylor.
En abril de 1836, el élder Parley P. Pratt dio a conocer el evangelio al hermano Taylor y su familia en Toronto, Canadá. En esa época, John Taylor era ministro religioso e investigó cuidadosamente las enseñanzas del élder Pratt. Copió ocho de los sermones del misionero y los comparó con las escrituras de la Biblia, para ver si podía encontrar alguna contradicción. Durante tres semanas se dedicó completamente a investigar la Iglesia, después de lo cual quedó satisfecho y fue bautizado.
Más o menos un año más tarde, el hermano Taylor visitó Kirtland, en Ohio. Las tinieblas de la apostasía amenazaban la ciudad y lamentablemente esta situación había afectado al hermano Pratt, cuando apenas había llegado de regreso de su misión en Canadá. Este trató de explicarle a John Taylor los motivos que tenía para estar en desacuerdo con el profeta losé Smith. Pero él le respondió firmemente:
«Me sorprende oírle hablar así, hermano Parley. Antes de irse de Canadá, usted nos dio un firme testimonio de que José Smith es un Profeta de Dios y de la verdad de la obra que él ha restaurado; y agregó que sabía todo eso por revelación y e) poder del Espíritu Santo. Me advirtió estrictamente que si usted mismo o un ángel del cielo declarara lo contrario, no debería creerle. Ahora bien, hermano Pratt, yo no estoy siguiendo a hombre alguno, sino al Señor. Los principios que usted me enseñó, me condujeron a El, y ahora yo tengo el mismo testimonio que usted tenía entonces. Si la obra era verdadera hace seis meses, es verdadera ahora también. Si José era un Profeta entonces, también ahora lo es» (Life of John Taylor, por B. H. Roberts. Bookcraft, 1963, págs. 39-40).
Parley P. Pratt comprendió el error en que se encontraba y se arrepintió; fue a hablar con el Profeta y con lágrimas en los ojos le pidió perdón, asegurándole su apoyo total. Verdaderamente, las palabras de un convertido tuvieron gran efecto sobre el hermano Pratt.
“. . .y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos» (Lucas 22:32). Toda la abundancia y la, belleza de esta tierra nos fueron dadas por Dios para que disfrutemos de ellas en justicia. A cambio, se espera que lo amemos y nos convirtamos a El y apacentemos sus ovejas; que ayudemos y fortalezcamos a nuestros hermanos. Ruego porque todos podamos comprender el verdadero significado de la conversión, y dedicar nuestro esfuerzo a la edificación del reino de Dios en la tierra; que podamos parecernos a Alma, Pedro, John Taylor y a todos los grandes profetas y líderes de la Iglesia en todas las dispensaciones, los cuales captaron la visión de su maravillosa obra y dedicaron su vida a servirle. Deseo agregar mi testimonio de que Dios vive, que Jesús es el Salvador de este mundo, que Spencer W. Kimball es un Profeta de Dios. Pensadlo bien: ¡un Profeta de Dios en la tierra! Y este testimonio lo dejo en el nombre de Jesucristo. Amén.
(*)Nota de la traductora: Aquí es donde vemos la importancia de aceptar la Biblia hasta donde esté traducida correctamente. La versión en inglés dice «cuando te hayas convertido», lo que estaría más de acuerdo con el texto del discurso.
























