C. G. Octubre 1976
¿Qué hacéis de más?
por el élder Marion D. Hanks
del Primer Consejo de los Setenta
Hay muchas acciones que son manifiestamente malvadas, y en ellas el verdadero cristiano no debe tomar parte. Sin embargo, nuestra obligación es mucho mayor. «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?…….. preguntó el Señor; y agregó: «¿qué hacéis de más?» (Mat. 5:46-47).
Recordé esto una vez que visitaba a una persona muy especial, a quien se le había hecho mucho daño y quien, en su ira y angustia, había actuado a su vez en manera errónea. Los pecados habían sido serios, muchos inocentes habían sufrido, y el camino de retorno estuvo colmado de dificultades; mas ya pertenecía al pasado. En contricción y humildad, había seguido la senda que lleva al perdón completo, y lo había recibido. Emanaba de ella tal serenidad de espíritu, tal paz, que me llevó a pensar en las parábolas de la oveja perdida, del dracma, del hijo pródigo, y la felicidad y el júbilo que hay en los cielos cuando un pecador se arrepiente. Entonces le dije, «Usted realmente comprende el gozo que hay en los cielos cuando alguien se arrepiente, ¿verdad?» «Sí,» me contestó con una cálida sonrisa. Entonces, sin acusar ni condenar, me preguntó: «Hermano Hanks, ¿por qué no hay más gozo por mi retorno en el barrio donde vivo?»
He estado dando vueltas a esa misma pregunta por largo tiempo. En un caso similar, Pablo escribió: «. . . vosotros. . . debéis perdonarle, y consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis el amor para con él» (2 Cor. 2:7-8).
El Señor Jesucristo espera del discípulo algo más que la reacción ordinaria a la necesidad, la oportunidad, o el mandamiento: espera más humildad, más obediencia, más arrepentimiento, más misericordia, más indulgencia y fe, más servicio, más sacrificio. Esta lección la enseñó muchas veces, en muchas maneras. El samaritano de la parábola comprendió algo que al sacerdote y al levita se les paso por alto: yo, personalmente, soy el prójimo del necesitado. No vale la pena preguntarme quién es mi prójimo, yo soy prójimo de todo necesitado (Lu. 10:30-37.)
En otra parábola, el despreciado publicano entendió lo que el santurrón fariseo no quería aprender: cada uno de nosotros necesita de la misericordia de Dios, y se nos dará, y seremos exaltados, si nos humillamos con sinceridad ante El y hacemos su voluntad.
El profundo significado personal de todo esto se me hizo evidente cuando compartí una velada con un grupo de personas retardadas, y sus familias y amigos. Pensé en la gran suma de fortaleza, tiempo y fe que se invierte en la ayuda de esas personas. El enfermo, el ciego, el cojo, el leproso, el perdido, los turbados mental, emocional, o espiritualmente; a estos El ayuda. Me di cuenta de que Dios espera que sus hijos impedidos tengan una oportunidad para ese desarrollo y que sus discípulos tienen que aceptar la gran responsabilidad de ver que así sea. «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo.» (Gál. 6:2.)
¿Qué hacéis de más?»
En las Escrituras, el Señor y sus Apóstoles detallan las aspiraciones más elevadas de un cristiano: creer, arrepentirse, ser bautizado, obedecer, 1 recibir el don del Espíritu Santo, permanecer en la fe. Mas también, demostrar que somos discípulos, con cortesía, gentileza y compasión tierna, con amabilidad Y consideración, con paciencia y tolerancia, rehusando condenar, con perdón misericordia. «Amaos los unos a los otros con amor fraternal. . . Llorad con los que lloran. . . Si es posible en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres.» (Rom. 12: 10, 15, 18.) «No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros: porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley.» Rom. 13:8.) Toda la ley está comprendida en esto: que nos amemos los unos a los otros.
A todos nosotros, estoy seguro, nos llegará el momento de derramar lágrimas; y quizás sea en lloros y lamentos por no haber estado a la altura de lo que el Señor esperaba que hiciéramos para mostrarnos compasión y preocupación los unos a los otros; que mientras aprendemos y hablamos devotamente acerca de El, nunca nos hemos identificado verdaderamente con su amor: nunca hemos sido en verdad sus discípulos en aquellas cosas que tienen para El tanta importancia.
¡Cuánto mejor sería si nuestras lágrimas fueran lágrimas de alegría y regocijo!, porque en medio de toda la exhortación, entre la búsqueda y la indagación, el frenético correr de aquí allá, hubiéramos comenzado a comprender lo que Cristo quiso decirnos cuando pregunto, «¿qué hacéis de más?” y que al comprenderlo nos hubiéramos elevado hacia un mayor interés de los unos por los otros; hacia más deseo de perdonar, de consolar, de confirmar nuestro amor al alma afligida; hacia mayor honestidad y diligencia, más justicia y bondad, más gozo en nuestros barrios y ramas cuando uno de los amados hijos del Señor regresa al hogar».
Que Dios nos permita que así sea, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























