Conferencia General Octubre 1977
El poder del perdón
por el presidente Spencer W. Kimball
Hermanos, nos preocupa profundamente la necesidad de reducir la cantidad de jóvenes de la Iglesia que se unen a las filas de adultos inactivos, al igual que de traer a un número substancial de adultos a la actividad. Teniendo esto presente, os sugerimos lo siguiente:
- Hagamos un mayor esfuerzo para hermanar a los conversos a la Iglesia. Es imperativo que a aquellos que son bautizados se les asignen inmediatamente maestros orientadores que les hermanen en una forma personal y con real interés. Estos maestros orientadores, trabajando con los oficiales del Sacerdocio, deben asegurarse de que cada converso adulto reciba algún desafío por medio de una actividad, del mismo modo que una oportunidad y el aliento para aumentar su conocimiento del evangelio. Debe también ser asistido en el establecimiento de relaciones sociales con los miembros de la Iglesia, para que no se sienta solo al comenzar su vida como miembro activo.
- Pongamos más énfasis en los programas aprobados del Sacerdocio Aarónico para Hombres y Mujeres Jóvenes. Estos han sido diseñados para fortalecer el proceso de enseñanza de nuestra juventud y para brindarles oportunidades dignas y desafiantes para la clase de actividades que darán expresión a sus muchos y variados talentos. Al salvar a nuestra juventud, salvaremos generaciones.
- Infundamos en las oficiales de la Sociedad de Socorro de barrio y estaca un mayor sentido de responsabilidad para enrolar a la mujer de la Iglesia y conducirla hacia una completa actividad. Esto comprenderá un arreglo en los horarios de reuniones para que sea posible que un mayor número de mujeres asistan y participen en el programa de esta gran organización. Pedimos que los obispos consulten con sus presidentas de Sociedad de Socorro con respecto a esto.
- Inculquemos en nuestros maestros orientadores que tomen sobre si una mayor responsabilidad por los miembros de la Iglesia que se mudan de un lugar a otro. Mediante contactos con parientes y vecinos, muchos de los que cambian de domicilio pueden ser identificados, y pueden seguirse procedimientos que aseguren que ellos sean bienvenidos inmediatamente después del arribo en el lugar de su nueva residencia.
- Trabajemos más activamente con aquellos que clasificamos como futuros élderes. Bajo nuestro presente programa, nuestros quórumes de élderes asumen responsabilidad por estos hombres. Debe recordarse, sin embargo, que en el programa se toman medidas bajo las cuales los sumos sacerdotes y aun los setenta pueden ser llamados para asistir o ayudar en dicho programa. El quórum de élderes, mediante el Comité Ejecutivo del Sacerdocio, puede pedir a los sumos sacerdotes que sirvan como maestros orientadores de algunos de estos hombres, especialmente aquellos que pueden encontrar más puntos en común con maestros orientadores que sean sumos sacerdotes. Del mismo modo, en aquellas familias donde haya personas que no sean miembros de la Iglesia, a los setenta se le puede solicitar ayuda, teniendo presente que les visitarán no sólo como maestros orientadores, sino también como misioneros que trabajarán con los que no sean miembros de la Iglesia y que también vivan en esos hogares. Estoy convencido, hermanos, de que podemos hacer mucho más de lo que estamos haciendo para traer a muchos de esos hombres de nuevo a una actividad total. Al así hacerlo, bendeciremos su vida y la de sus familiares, y fortaleceremos de manera substancial la obra del Señor.
- Por muchos años hemos urgido la realización de seminarios a los que se invite a los futuros élderes y sus esposas para reunirse bajo la tutela de un inspirado y eficaz maestro, que aumente su conocimiento del evangelio con el objetivo de prepararles para asistir a la Casa del Señor. Hemos aprobado un curso de estudio para dichos seminarios, que fue preparado bajo la dirección del Comité Ejecutivo del Sacerdocio, y tenemos la esperanza de que los obispos y presidentes de estaca lo utilicen en esta importante empresa.
Hermanos, no podemos descansar mientras haya miles de nuestros hermanos y hermanas, al igual que muchos jóvenes de ambos sexos, que no participan en los programas de la Iglesia. Os pido que reflexionéis sobre vuestras responsabilidades con respecto a este asunto y deis los pasos necesarios para acelerar esta obra de redención.
Conocí a una joven madre que se había quedado viuda. La familia había pasado por circunstancias difíciles y la póliza de seguros era de solamente dos mil dólares, pero de todos modos resultaba como un regalo del cielo. La compañía de seguros mandó el cheque por esa suma tan pronto como recibió pruebas del fallecimiento del esposo. La joven viuda decidió que ahorraría ese dinero para emergencias, depositándolo por lo tanto en el banco. Otras personas tuvieron conocimiento de sus ahorros, y un pariente la convenció de que debería prestarle ese dinero por el cual pagaría un interés bastante alto.
Pasaron los años y la viuda no recibió ni el dinero ni el interés; al mismo tiempo notaba que su deudor la evitaba y hacía promesas evasivas cuando ella le pedía que le devolviera lo prestado. Ella necesitaba el dinero, pero no podía disponer de él.
«¡Cómo he llegado a odiarlo!», me dijo un día, destilando veneno y amargura en la voz cuando hablaba. ¡Cómo se puede pensar que un hombre sano y fuerte pueda defraudar a una joven viuda con toda una familia para mantener! «¡Cómo he llegado a odiarlo! «, repetía ella una y otra vez. Entonces le relaté la historia del hermano Kempton, de cómo y cuándo éste perdonó al asesino de su padre. (Véase El milagro del perdón, págs. 296-300.) Ella escuchó atentamente, y Pude ver que quedó impresionada. Al finalizar la narración, había lágrimas en sus ojos y poco después me susurró: » ¡Gracias! Gracias de todo corazón. Es indudable que yo también debo perdonar a mi enemigo. Ahora tendré que limpiar mi corazón de toda esta amargura. No espero jamás recibir mi dinero, pero dejaré a mi ofensor en manos del Señor».
Pocas semanas más tarde, volvimos a vernos y ella me confesó que esas semanas habían sido las más felices de su vida. Había sido invadida por una nueva paz y podía orar nuevamente por su ofensor y perdonarle, aun cuando pensaba que jamás volvería a ver el dinero que le había prestado. (El milagro del perdón, págs. 300-301.)
En otra oportunidad conversé con una señora cuya hija jovencita había sido violada. «Jamás podré perdonar a ese criminal mientras viva.» repetía cada vez que se acordaba del hecho. Se trataba de un acto vicioso e inconcebible. Cualquiera puede quedar conmovido y horrorizado ante tal tipo de crimen, pero el no perdonar no es cristiano. El crimen había sido cometido y no podría ser borrado de ninguna forma. El criminal había sido disciplinado, pero en su amargura la mujer fue poco a poco marchitándose hasta llegar a convertirse en una miserable.
En contraste con esta mujer se encuentra la jovencita miembro de la Iglesia, que se elevó a alturas supremas al ejercer el autocontrol cuando perdonó al hombre que había desfigurado su hermoso rostro. Citaré lo que dijo el periodista de la Prensa Unida, Neal Corbett, tal como lo escribió en los diarios de la ciudad de San Francisco:
» ‘Yo diría que cualquiera que se halla en tal condición, debe estar sufriendo; deberíamos compadecernos de él’, dijo April Aaron del hombre que la había mandado al hospital por tres semanas, tras un brutal ataque a puñaladas en San Francisco, April Aaron es una devota joven mormona de veintidós años de edad… Es una secretaria tan simpática como lo es su nombre, pero su rostro tiene sólo un defecto, le falta el ojo derecho. . . April lo perdió como consecuencia de un golpe a ciegas de un puñal en las manos de un carterista cerca del parque de Golden Gate, en San Francisco, mientras se dirigía a un baile de la Mutual el día 18 del pasado mes de abril. También sufrió -Profundas heridas en el brazo izquierdo y la pierna derecha durante la lucha que sostuvo con su asaltante, después de haber tropezado y caído en su intento de escapar de él, apenas a una cuadra de la capilla mormona…
‘Corrí una cuadra y media antes que me alcanzara. No puede uno correr muy aprisa con zapatos de tacón alto’, dijo April con una sonrisa. Las heridas que sufrió en la pierna eran tan graves, que por un tiempo los médicos temieron que tendrían que amputarla.
El agudo filo del arma, sin embargo, no pudo dañar ni la viveza ni la compasión de April. ‘Ojalá que alguien pudiera hacer algo por él, para ayudarle. Debe dársele algún tipo de tratamiento. ¿Quién puede saber qué es lo que impulsa a una persona a cometer un acto como éste? Si no lo encuentran, probablemente lo hará otra vez.’
April Aaron se ha conquistado el corazón de la gente de la zona de la Bahía de San Francisco con su valor y buen espíritu a pesar de su tragedia. Su cuarto en el hospital de Saint Francis, se vio colmado de flores durante el tiempo que estuvo internada, y los que la atendieron dicen que no pueden recordar otra ocasión en que una persona haya recibido más tarjetas y expresiones de simpatía y buenaventura.» (El milagro del perdón, págs. 301-302.)
Una vez oí decir a un vecino. «Odio esa gente del otro lado de la frontera. Son sucios; mucho es el daño que han hecho en el mundo». Ese hombre no se había detenido a pensar que entre aquella gente habían muchas personas buenas, honestas, y rectas, que no eran responsables por lo que sus líderes habían hecho. No todos eran viciosos o crueles, y los que no lo eran no debían ser juzgados por los hechos malignos de unos pocos compatriotas. La mayoría sufría a causa de esos hechos.
Otro vecino, que estaba también amargado contra esa gente, a menudo repetía: «Odio a esas personas, son crueles, viciosas y despiadadas». A este vecino le dije: «Personalmente, yo amo a ese pueblo. Sólo un número limitado de ellos’: ‘ fueron crueles y viciosos. Hay muchos extraordinariamente buenos entre ellos, que son amantes hijos de Dios».
Conozco el caso de dos soldados en un fiero campo de batalla; durante un armisticio temporario en las actividades bélicas, un joven soldado cruzó la línea de batalla para preguntarle a uno de sus antagonistas: «¿Hay en sus líneas algún élder mormón? «El otro respondió: «Sí, yo soy mormón». El soldado enemigo dijo entonces:», ¿Vendría usted conmigo a nuestra trinchera y me ayudaría a bendecir a un camarada herido? «Aquellos dos antiguos enemigos entonces cruzaron juntos la «tierra de nadie», uno hizo la unción, y el otro la selló, y el enemigo herido recibió su bendición. Una gran paz invadió el alma de los dos soldados, y el otro regresó a su línea de batalla y a sus obligaciones. Pero volvió con un nuevo sentimiento de paz. Por supuesto, nosotros no hacemos responsables a todos los hombres por lo que los individuos hacen sino que aprendemos a perdonar.
Tuve otra experiencia en un importante aspecto de la Iglesia. Desafortunadamente, dos líderes de la Iglesia se habían enemistado sin que ninguno de ellos cediera. Durante todo el día había llevado a cabo una conferencia de estaca, había estado ayunando, y después había viajado por sobre una cadena de montañas para reunirme con aquellos dos hombres infelices.
Hora tras hora cumplimos con nuestra obligación, tratando de convencerlos de que cambiaran de actitud y pusieran fin a su enemistad, sin resultado alguno.
Las ocho, las nueve, las diez, las once, las doce, la una, las dos; la noche se nos iba y yo me encontraba muy fatigado. Nuevamente tomé Doctrinas y Convenios, que automáticamente se abrió en la página 105, de la cual les leí lo siguiente, que los dejó boquiabiertos:
«No obstante, él ha pecado; mas de cierto os digo, que yo, el Señor, perdono los pecados de aquellos que los confiesan ante mí y piden perdón, si no han pecado de muerte.
Mis discípulos en los días antiguos, buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron los unos a los otros en sus corazones; y por este mal fueron gravemente afligidos y castigados.
Por lo tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; porque el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor; porque en él permanece el mayor pecado.
Yo, el Señor, perdonaré al que quisiera perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres.
Y debéis decir en vuestros corazones: Juzgue Dios entre mí y ti, y te premie de acuerdo con tus hechos.
Y traeréis ante la Iglesia al que no se arrepintiera de sus pecados ni los confesare, y haréis con él conforme con lo que la escritura os dijere, sea por mandamiento o por revelación.» (D. y C. 64:7-12.)
Pude sentir entonces que los dos antagonistas cedían y les leí la oración del Señor donde El dice:
«Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles…
… porque nuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis.
Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.
El pan de cada día, dánoslo hoy.
Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Y nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.» (Mat. 6:7-13.)
Y como si tuviera necesidad de refrescarles la memoria, el Señor regresó al mismo tema:
«Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre Celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas.» (Mat. 6:14-15.) ¿Difícil de hacer? Claro que sí. El Señor nunca prometió un camino fácil, ni un evangelio simple, ni normas bajas. El precio es alto, pero la recompensa vale la pena. El Señor mismo volvió la otra mejilla; sufrió El mismo la burla y los golpes, sin buscar revancha; sufrió toda indignidad, y aun así no pronunció palabras de condenación. Su pregunta a todos nosotros es: «Por lo tanto, ¿qué clase de hombre debéis de ser?», y su respuesta: “ . . . así como yo soy». (3 Nefi 27:27).
En su «Príncipe de Paz» William Jennings Bryan escribió:
«La más difícil de cultivar de entre todas las virtudes es la del espíritu del perdón. La revancha parece ser algo natural en el hombre; es humano el deseo de tratar de conseguir venganza. Incluso se ha hecho aceptable vanagloriarse de ser vengativo. En el monumento de un hombre se inscribió que él había pagado con creces tanto a sus amigos, como a sus enemigos. Ese no es el Espíritu de Cristo.» (Independence Zion’s Printing and Publishing Co., 1925, pág. 35.)
Si hemos sido heridos u ofendidos, perdonar significa borrar el hecho completamente de nuestra memoria. Perdonar y olvidar es un consejo eterno. «Ser ofendido o robado, nada significa a menos que continuemos recordándolo», dijo el filósofo chino Confucio.
Las ofensas producidas por vecinos, parientes o cónyuges son generalmente de naturaleza inferior, por lo menos al principio, y debemos perdonarlas. Puesto que el Señor es tan misericordioso, ¿no lo seremos también nosotros?
«Y bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.»
Esta es otra versión de la regla de oro.
«Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada.» (Mat. 12:3 l.)
Si el Señor es tan bondadoso, también debemos serio nosotros.
«Cuando tales personas como la viuda, el obispo Kempton y otros que han sido seriamente agraviados pueden perdonar; cuando hombres como Esteban y Pablo el Apóstol pueden perdonar feroces ataques contra ellos mismos y dar el ejemplo del perdón; entonces todos los hombres deben poder perdonar en su búsqueda de la perfección.
Del otro lado de los desolados desiertos de odio y avaricia y rencillas, se encuentra el hermoso valle del paraíso. Leemos y escuchamos constantemente en los periódicos, en la radio y televisión, que el mundo ‘en un caos espantoso’. ¡No es verdad! El mundo sigue siendo hermoso. Es el hombre el que se ha desorientado. El sol aún ilumina el día y da luz y vida a todas las cosas; la luna todavía brilla de noche; los océanos no han dejado de alimentar al mundo y proporcionar transporte; los ríos aún desaguan la tierra y proporcionan aguas de riego para alimentar las cosechas. Ni los estragos del tiempo han deslavado la majestad de las montañas. Todavía florecen las flores, las aves aún cantan, y los niños aún ríen y juegan. Los defectos de que el mundo adolece son ocasionados por el hombre. Puede lograrse. El hombre puede dominarse a sí mismo. El hombre puede sobrepujar. El hombre puede perdonar a todos los que lo han ofendido y seguir adelante a fin de recibir paz en esta vida y la vida eterna en el mundo venidero.» (El milagro del perdón, págs. 307-308.)
Ahora comprendemos que el reino de Dios y la Iglesia de Jesucristo constituyen una Iglesia mundial, que se dirige rápidamente hacia una extensión mundial. Nosotros, sus miembros, debemos aprender a autodominarnos y a amar a 1 a humanidad, a nuestros hermanos de cada país y rincón. Sin duda alguna, debemos ser íntegros, sin enemistades, ni maldades, ni malos sentimientos. Debemos perdonar, para ser perdonados. Permitamos que sea Dios el juez justo.
Debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos y Dios nos bendecirá. Jesucristo, quien es también nuestro Señor y Salvador, es el Señor de este mundo. Que Dios nos bendiga para que podamos seguir fielmente Sus dictados, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

























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