Conferencia General Octubre 1979
Enviemos misioneros a todas las naciones
Por el élder Yoshihiko Kikuchi
Del Primer Quórum de los Setenta
Al hablaros hoy, pido la guía de Espíritu Santo. Mis hermanos, en nombre de los santos japoneses deseo expresar nuestro cálido sincero agradecimiento por las angélicas voces del Coro del Tabernáculo. Durante su viaje reciente a Japón y Corea, este coro fue vastamente aclamado, tanto por los miembros de la Iglesia como por los que no lo son. Ese aprecio se hizo evidente en los elogiosos comentarios de los críticos, que aparecieron en nuestros diarios más importantes. Como lo expresó nuestro amado Profeta, el presidente Kimball:
«Al inclinarnos ante el Padre Celestial y su Hijo Jesucristo, oímos una sinfonía de dulce música entonada por voces celestiales que proclaman el evangelio de paz.» (Ensign, mayo de 1974, pág. 46.)
Hermanos y hermanas, hoy también deseo expresar mi gratitud a los muchos misioneros que han ido a nuestra tierra. Cuando veo sus grandes y maravillosas obras, mi corazón rebosa de agradecimiento hacia esos padres que los han enviado, y los que actualmente hacen grandes sacrificios para que sus hijos puedan salir en misiones. Conocí en esta ciudad a una madre, que maneja un taxímetro en sus horas libres a fin de mantener a su hijo en la misión, y que habla de él con mucho orgullo.
Quisiera compartir con vosotros el relato de una experiencia misional que oí recientemente y en la cual, gracias al amor que tuvo uno de nuestros misioneros por un investigador, se produjo un milagro. Conocí a este caballero en una charla fogonera, donde él me dijo:
«Siento enorme gratitud por el Joven misionero mormón que me enseñó lo más importante en esta vida, y me ayudo a encontrar la felicidad; y quisiera extender ese agradecimiento a sus padres, que le enseñaron a vivir el evangelio. ¡Oh, élder Kikuchi, cuanto agradezco a mi Padre Celestial por este glorioso evangelio!»
Luego, con lágrimas en los ojos y mientras tomaba mi mano entre las suyas, me relato lo siguiente:
«Un día, hace ocho años, mientras regresaba del trabajo a mi casa, fui atropellado por un auto, cuyo conductor huyó sin detenerse a auxiliarme. Estuve once días inconsciente y dos años en el hospital. Cuando por fin me dieron de alta, mi esposa me había dejado y se había llevado consigo a nuestros hijos. Antes del accidente había tenido una hermosa familia; pero después, mi vida se convirtió en un total desastre; me sentía solitario y deprimido por haber perdido mi más preciosa posesión mi familia, e hice varios intentos de suicidio. Mi única entrada provenía de la beneficencia del estado; me sentía emocional y físicamente exhausto y me había convertido en un vegetal. Como no podía caminar, tenía que desplazarme haciendo rodar el cuerpo por el suelo, o arrastrándome sobre manos y rodillas.
Una noche fui al hospital a recibir del doctor el resultado final de una serie de dolorosas operaciones; él me dijo que no había esperanza de que me recuperara. Aunque ya lo presentía, aquello fue el golpe final para mí, y sentí que lo había perdido todo. Al acercarme a las vías del ferrocarril, al regreso a mi casa, reflejada mi imagen en el pavimento mojado. Mi aspecto era lastimoso.
Hermanos, en el preciso momento en que este hermano estaba por lanzarse sobre las vías al aproximarse un tren, un misionero, uno de vuestros hijos, se acercó a él y le habló. Esto me recuerda aquellas dos escrituras:
«Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. . .
Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen.» (Juan 10:14, 27.)
Inmediatamente comenzaron a tener reuniones con el hermano Sugiyama, en las cuales él supo que el evangelio es verdadero, que Jesucristo es nuestro Salvador, que José Smith fue un Profeta de Dios, v que la verdadera Iglesia de Dios fue restaurada en esta última dispensación.
Como es costumbre, los misioneros lo invitaron a asistir a la Iglesia; pero como él no podía caminar les dijo que no iría. Sin embargo, al llegar el domingo, se despertó temprano, se preparó, y se encamino valientemente hacia la capilla; aunque la estación estaba muy cerca, le llevo casi tres horas recorrer la distancia para tomar un tren que lo llevara hasta la capilla de Yokohama; esta se encuentra sobre una colina, y desde la estación hasta allí para hacer un trecho que cualquier persona recorrería en menos de cinco minutos, el tardo una hora en llegar; iba medio arrastrándose, sosteniéndose de las paredes, cayendo a veces para volver a levantarse y continuar en su esfuerzo. Finalmente, llego en momentos en que se repartía la Santa Cena. Los misioneros se sorprendieron, pues jamás habían esperado verlo allí; y el hermano Sugiyama sintió el amor puro de Dios que emanaba de ellos v de los miembros, y que lo atraía como un imán.
El Salvador dijo:
«Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.» (Juan 13:34.)
También dijo:
«De cierto, de cierto te digo que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.» (Juan 3:5.)
Poco después, el hermano Sugiyama seguía este mandamiento del Señor entrando en las aguas bautismales. A la mañana siguiente de su bautismo, se despertó temprano y, como todos los días, se dispuso a rodar para salir de la cama; pero noto que algo era diferente: sentía fuerza en las piernas y en todo el cuerpo. Se sentó en la cama y gradualmente se fue enderezando hasta quedar de pie en el suelo. Hacía años que era incapaz de pararse sin ayuda, pero ese día camino. ¡Había sido sanado!
El Salvador le dijo a una mujer que había sido sanada:
“. . .tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote.» (Mar. 5:34.)
Y estas son las palabras del hermano Sugiyama:
«El amor me ha sanado, y seguiré en paz el camino del Señor.»
Hermanos, los milagros no son la única evidencia de la Iglesia de Dios, pero podemos aprender mucho del milagro que llevo a cabo el Señor por medio de un gran misionero que amo a su investigador y 3e intereso en él.
El amor precede al milagro. Pero el amor es un proceso, no un programa. El amor de Cristo puede ayudarnos a sobrellevar cualquier problema, y puede sanar cualquier aflicción humana.
A todos mis amigos, dondequiera que se encuentren, los invito a venir a Cristo y nacer «de agua y del Espíritu»; porque así lo dijo el Señor:
«Y, he aquí, a los que creyeren en mis palabras, visitaré con la manifestación de mi Espíritu; y nacerán de mí, aun del agua y del Espíritu…» (D. y C. 5:16.)
¡Cuánto agradezco yo a «mis» misioneros, los que me transmitieron el más glorioso mensaje que el ser humano pueda oír! Elder Law, élder Porter, muchas gracias. ¿Cuántas vidas han cambiado misioneros como ellos? ¡Ojalá que podamos continuar enviando grandes misioneros desde todas las naciones a predicar el evangelio, como nuestro Profeta nos lo ha pedido! Y que nosotros, como miembros de la Iglesia, tengamos el valor de enfrentar al mundo con este grandioso mensaje del evangelio sempiterno el Evangelio restaurado de Jesucristo, y compartirlo con «toda nación, tribu, lengua y pueblo» (D. y C. 77:8).
Mis hermanos, debemos ser «la luz del mundo». En ese mundo, hay alguien esperando por nosotros.
Os doy mi testimonio de la divinidad de este evangelio. Sé que Dios vive y que Jesucristo es el Salvador del mundo entero; y que no hay otro nombre bajo el cielo mediante el cual el hombre pueda ser salvo (véase Hechos 4:12). Solo el de Jesús de Nazaret.
Sé que José Smith era un Profeta de Dios y que el Libro de Mormón contiene la palabra de Dios. Esta es la Iglesia verdadera, y el presidente Spencer W. Kimball nuestro contemporáneo Job es el Profeta de Dios en nuestros días. Lo quiero con todo mi corazón y lo sostengo con todas las fuerzas de mi alma. En el nombre de Jesucristo. Amén.
























