Nuestra mayordomía terrenal

Conferencia General Octubre 1979
Nuestra mayordomía terrenal
Por el presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballEsta reunión general del sacerdocio nos provee la maravillosa oportunidad de agradeceros, hombres y jóvenes de la Iglesia, por todo lo que hacéis por vivir dignamente y edificar el reino de Dios en la tierra. Estaremos eternamente agradecidos a vosotros, y reconocemos el hecho de que Dios os ha puesto en la tierra en esta época ala hacer buen uso de vuestros talentos y vuestra devoción, en este importante periodo de la historia de humanidad y de la historia de la Iglesia.

Hace exactamente tres semanas las mujeres de la Iglesia, de todas las edades, se congregaron en este gran Tabernáculo colmándolo de bote a bote, y se reunieron en los mismos lugares en que estáis vosotros reunidos esta noche. Como no me era posible asistir a esa reunión de mujeres, seguí el desarrollo de aquel glorioso acontecimiento por un circuito especial de televisión, en mi cuarto del hospital. Mi corazón se llenó de emoción indescriptible al pensar en la bendición que representan las maravillosas hermanas de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, el reino de Dios acá sobre esta tierra. Mi amada compañera eterna, Camilla, les leyó a aquellas magnificas hermanas mi mensaje para ellas.

En ese mensaje les dije a las hermanas:

«Al acercarnos a la Conferencia General, quiero deciros que en la sesión del sacerdocio, seremos tan directos con los hermanos como lo hemos sido con vosotras, pues nuestro consejo para ellos será similar.»

Ahora deseo cumplir con aquella promesa que hice a las hermanas, al hablaros a vosotros, hermanos.

Hemos sido tremendamente bendecidos con mujeres especiales, mujeres que tienen una profunda y duradera influencia sobre nosotros. Sus contribuciones han sido y son importantes, y serán de valor imperecedero para nosotros.

Nuestras esposas, madres, hijas, hermanas y amigas, son todas hijas espirituales de nuestro Padre Celestial. Espero que tengamos esto siempre presente, mis hermanos, especialmente en la forma que las tratemos. Entre las hermanas de esta dispensación, se encuentran muchas de las más nobles hijas de nuestro Padre Celestial. Recordemos siempre que Dios no hace acepción de personas, sino que nos ama a todos, mujeres y hombres, varones y niñas, con un amor perfecto.

Como decía el presidente Harold B. Lee frecuentemente:

«La obra mayor que podéis llevar a cabo en la Iglesia se encuentra dentro de las paredes de vuestro propio hogar.»

Gran parte de esta obra especial de la Iglesia se juzgara de acuerdo con la forma en que sirvamos y dirijamos, en el espíritu de Cristo, a las mujeres que tenemos en nuestro hogar. Y hablo de servir y dirigir, porque el patriarcado del hombre en el hogar se asemeja al patriarcado de Cristo en la Iglesia. Cristo dirigió por medio del amor, el ejemplo y el servicio desinteresado. Él se sacrificó por’ nosotros. Y así debemos ser si somos diligentes, siervos y humildes patriarcas en nuestro hogar.

Debemos ser generosos y servir, ser nobles y considerados. El nuestro debe ser un dominio justo, y la asociación que tenemos con nuestras compañeras eternas, nuestras esposas, debe ser una sociedad equitativa en partes iguales.

Vosotros, maravillosos presidentes de estaca, obispos, consejeros, y todos vosotros hermanos, sed especialmente considerados con las hermanas que por motivos ajenos a su voluntad, no tienen actualmente la bendición de haber sido selladas eternamente a un hombre digno, y no permitáis que inadvertidamente se las deje a un lado cuando se trata de desarrollar la vida familiar. Pensad que su presencia entre vosotros es una bendición, no una carga.

Recordad siempre nuestras responsabilidades especiales hacia las viudas, las divorciadas y las solteras, y en algunos casos, hacia nuestras jóvenes hermanas huérfanas de padre. No podríamos cumplir con nuestras responsabilidades como hombres de Dios, si olvidamos a las mujeres de Dios.

De vez en cuando nos llegan inquietantes informes del tratamiento que reciben algunas hermanas. Cuando esto sucede, quizás sea como resultado de la insensibilidad o la desconsideración; pero no debe suceder, hermanos. Las mujeres de esta Iglesia tienen una obra que realizar, que, aunque diferente de la nuestra, es igualmente importante. En realidad su obra es básicamente como la nuestra, aunque los papeles que tengamos en ella difieran.

Por el gran valor que damos a nuestras mujeres, no deseamos verlas atraídas hacia los senderos del mundo. La mayoría de ellas son fuertes, buenas y fieles, y lo serán más aun si son tratadas con amor y respeto, y si valoramos y comprendemos sus pensamientos y sentimientos.

Nuestras hermanas no desean que las consintamos o las tratemos con condescendencia, sino que las respetemos y reverenciemos como a hermanas e iguales nuestras.

Menciono todas estas cosas, mis hermanos, no porque haya ninguna duda en cuanto a la doctrina o las enseñanzas de la Iglesia con respecto a las mujeres, sino porque en algunos casos nuestra conducta deja mucho que desear. No hablo de ello porque tenga ningún deseo de alarmaros, sino porque nos preocupa el hecho de que en el reino, la gente debe ser cada vez más diferente de la gente del mundo. Como el Salvador lo dijo en repetidas ocasiones seremos juzgados de acuerdo con el amor que tengamos los unos por los otros y la forma en que nos tratemos, y por el hecho de si somos o no unidos en corazón y en espíritu. ¡Si no somos uno, no podemos ser del Señor!

Seremos juzgados y responsables por la forma en que llevemos a cabo nuestras asignaciones de la Iglesia; y nuestra mayordomía terrenal será sometida a escrutinio según la forma en que hayamos servido y amado a nuestra familia y a nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia.

El presidente McKay dijo sabiamente que «ningún éxito puede compensar el fracaso en el hogar».

Os amamos, hermanos, y amamos a nuestras hermanas. Tenemos completa confianza en vosotros. Nos regocijamos en vuestra fe devoción a la causa del Maestro. Que Dios os bendiga, a vosotros y a vuestros amados.

Sé que Dios vive, mis hermanos, y me gozo en repetirlo una y otra vez; que Cristo, el Redentor del mundo es nuestro Señor, y que esta es su Iglesia, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, con Cristo a la cabeza. Os dejo este testimonio con mi amor, mi bendición y mis mejores deseos para vosotros. En el nombre de Jesucristo. Amen.

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