Conferencia General Octubre 1983
La preparación
por Dwan J. Young
Presidenta General de la Primaria
«Sólo por medio de oír la palabra y verla manifestarse en nuestra vida pueden nuestros niños conocer la voz del Buen Pastor.»
Esta noche deseo contarles sobre una jovencita que prometía bastante como pianista. Siendo ella muy pequeña, su madre la sentaba a su lado frente al piano diariamente, le enseñaba las notas y la alentaba a practicar mientras aprendía las primeras piezas. Después de un tiempo, la madre pensó que ya le había enseñado todo lo que sabía, y que su hija debía tomar lecciones de una maestra de piano.
La niña recibió constante estímulo y, cuando estaba en la escuela secundaría se le presentó la oportunidad de tocar como solista con una orquesta sinfónica.
Al entrar en la sala de conciertos la noche de su actuación, se sentía llena de entusiasmo; tenía confianza y seguridad, porque se había preparado bien. Se sentó a} piano y fijó los ojos en el director, que había levantado la batuta. De pronto, su mirada cayó en una cara conocida entre el público desviando su atención del director, y cuando éste dio la señal de comenzar, ella no se movió. Quedó con la mente en blanco, la memoria borrada, los dedos congelados; ni siquiera pudo recordar las primeras notas. El director volvió a darle la señal, pero fue en vano. Finalmente, después de un angustioso intervalo, alguien le alcanzó la música para que pudiera empezar. Al terminar el concierto, abandonó el escenario apresuradamente, totalmente desolada, deseando que la tierra se abriera y la tragara. Cualquier cosa era mejor que tener que enfrentar a sus padres y amigos, a los de la orquesta, o a los que estaban entre el público. En aquel momento, súbitamente, su vida se había detenido; o, por lo menos, ella lo creía. Por supuesto, no era así, y tuvo que salir de la sala de conciertos.
Pero la joven no murió, y el mundo siguió su marcha. En realidad, no hay antecedentes de que se haya detenido ni por un segundo en ese terrible día. Yo lo sé, porque estuve allí. Yo era esa jovencita. Sobreviví, y pude tocar en otros conciertos y ante otros públicos, porque mi maestra me dijo que podría hacerlo y mis padres me recordaron que debía seguir adelante. Al pensar en ello, todavía siento la humillación de aquel día. He llegado a la conclusión de que mi vida no terminó esa noche porque, aunque había estado preparándome para mi actuación, también me había preparado en otras formas. Quizás lo más importante es que otras personas me habían enseñado y preparado para levantarme sobre mi fracaso, y volver a esforzarme.
Las personas que me querían habían guiado mi preparación para que tuviera experiencias con principios del evangelio. Sus enseñanzas habían arraigado en mí de modo que, al llegar el momento de bochorno y pesar, sabía que no estaba sola y que la valiosa experiencia de la vida iba más allá de un concierto de piano.
Las Escrituras nos dicen: «Instruye al niño en su camino, y . . . no se apartará de él». (Proverbios 22:6.)
Uno de los deberes principales de los padres es enseñar el evangelio a sus hijos. Esto les provee lo que se ha dado en llamar un «sistema de valores». Ese plan bosquejado por el Señor nos da la pauta del valor de la vida humana y de la profunda importancia del individuo. El nos ha revelado que la vida tiene un propósito, y éste es que adquiramos los atributos de Cristo que nos harán dignos de la vida eterna.
La mortalidad es la época de aprender a andar por la fe, de aprender a ser hacedores de la palabra, y no sólo oidores; la época de adquirir conocimiento y algo de sabiduría; la época de comprender que no basta saber algo, sino que debemos aplicar el conocimiento con prudencia; por último, según nos dijo el Señor, es la época de aprender a amarnos los unos a los otros. El presidente Kimball dice:
«El Señor nos manda hacer sus diligencias porque es la mejor manera de que aprendamos sobre la caridad —ese amor perfecto de Cristo—, el amor que nutre y renueva.»
La caridad es el poder que cambia la vida del hombre, que da bálsamo al corazón dolorido y renueva el alma. Recibimos caridad del Señor y de aquellos que ven nuestras dificultades; y forma parte de nuestra vida cuando servimos con amor a los necesitados.
La fe y la comprensión de que cada una de nosotras es una hija de Dios reafirma el sentido de nuestro propio valor. El Señor nos ha mandado enseñar a nuestros hijos estos importantes conceptos. Pero, antes de poder enseñarlos, debemos comprender y vivir esos principios. Es vital que el niño vea por nuestro ejemplo que lo que decimos y lo que hacemos es lo mismo.
Los padres deben leer las palabras del Señor con sus hijos y analizar las Escrituras constantemente. Sólo por medio de oír la palabra y verla manifestarse en nuestra vida pueden nuestros niños conocer la voz del Buen Pastor. Al acunar al niño, le cantamos canciones de cuna y le enseñamos cosas importantes. Es en los brazos tiernos de la madre que el pequeño aprende a conocer la voz del Señor. Así es como, más tarde, cuando llegan los problemas de la vida, el alma dispone de las enseñanzas y los medios para sobreponerse a ellos.
Aprendemos y progresamos nosotras; enseñamos y preparamos a nuestros hijos. Pero hemos recibido una responsabilidad más: la de apacentar las ovejas. Recordemos que, cuando Pedro le declaró al Señor su fe y lealtad, Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Y volvió a decirle: «Apacienta mis ovejas». (Juan 21:15-17.)
Tenemos esa responsabilidad que va más allá de nuestro círculo familiar. Debemos esforzarnos por dar a los demás ese mismo testimonio que hemos cultivado dentro de nosotras y extendído hacia nuestros hijos. Dondequiera que se nos llame a servir, debemos recordar la responsabilidad de apacentar las ovejas y ayudarles a comprender su verdadero valor y sus posibilidades eternas.
En nuestra vida diaria entramos en contacto con vecinos, empleados, plomeros y constructores. La línea de personas con las que nos cruzamos casi no tiene fin. ¿Cómo les afectará nuestra actitud en su búsqueda de propósito y fe? Espero que nuestro ejemplo sea parte de ese «Apacienta mis ovejas» que el Señor nos mandó.
El momento de prepararnos es ahora. En la parábola de las diez vírgenes, el Señor nos recuerda que es preciso estar preparadas cuando venga el esposo. (Mateo 25:1-13.) Es necesario que reafirmemos nuestro cometido de vivir el evangelio diariamente. Debemos aprender a orar, orando todos los días. Aprendemos a oír la palabra de Dios estudiando las Escrituras día a día.
Después de todo, prepararnos para vivir el evangelio es muy similar a estudiar el piano. No podemos aprender las notas a la distancia, sino que tenemos que tocar con los dedos el teclado una y otra vez; necesitamos maestros que nos guíen en nuestra experiencia de aprendizaje.
Debemos dar a nuestros hijos la oportunidad de tomar decisiones, de amar y de servir, hasta que ellos puedan hacerlo solos. Tenemos que demostrarles la forma de buscar la ayuda del Señor para sobrellevar el dolor y la aflicción, buscar su guía y su poder para sostenernos.
Ahora es el momento en que cada una se debe preparar y debe obtener la fortaleza para enfrentar sus propios problemas. Yo sé que si nos volvemos al Señor, lo encontraremos deseoso de ayudarnos. Ruego que tengamos bastante fe para ser receptivas a la inspiración de su Espíritu, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























