Liahona Febrero 1986
Nunca es tarde
Por el élder John K. Carmack
Del Primer Quórum de los Setenta
Era el atardecer de un viernes, día de pago, en el Cuartel General del 8o Ejército de los Estados Unidos en Seúl, Corea. Había estado de guardia todo el día, así que me disponía a pasar el resto de la noche leyendo, escribiendo cartas y disfrutando de estar a solas.
El día de pago era siempre bienvenido entre nosotros, aunque algunos de los soldados utilizaban imprudentemente en el club el dinero extra que recibían. En la noche de referencia, casi a la hora de ir a la cama, entraron en la barraca tres soldados muy ruidosos, que evidentemente estaban ebrios.
La paz y el silencio de nuestro escueto alojamiento militar, construido por el ejército de ocupación japonés antes de la Segunda Guerra Mundial, se vieron turbados por la presencia de aquellos jóvenes en el cuarto. Decidido a pasar por alto el cambio que se había operado en el ambiente, volví la cabeza en dirección opuesta a donde estaban los alborotadores.
A pesar de mis esfuerzos por mantenerme pacíficamente aislado de ellos, un joven alto y apuesto, que parecía determinado a hacerme formar parte de su grupo, se acercó a mí tambaleándose.
— ¿Qué estás leyendo? —me preguntó.
—La biografía de John Stuart Mili* —le respondí.
Al mirarlo, inmediatamente reconocí a Albert Anderson (el nombre es ficticio), a quien había visto en nuestro grupo de miembros de la Iglesia en Seúl, que era pequeño pero muy unido.
Sumamente abochornado al reconocerme, se dio vuelta para alejarse, pero cayó sobre mi litera.
—Recuerdo haberte visto en la reunión de nuestro grupo de la Iglesia, hace unos meses —le dije.
Aunque me contestó sin mucho entusiasmo, me di cuenta de que se hallaba profundamente turbado.
—Sí, ya me acuerdo de ti. —Y luego, bruscamente me pidió—: Tú conoces Doctrina y Convenios, ¿verdad? Léeme la Palabra de Sabiduría.
Tomé el libro, busqué la sección 89 y lentamente leí en voz alta la revelación que se conoce con el nombre de Palabra de Sabiduría, incluso la frase que dice ‘los licores no son para el vientre” (vers. 7).
— ¡Y eso no es lo peor que he hecho! —exclamó él—. ¡Pensar que mi madre cree que voy a ir en una misión! Pero no puedo hacerlo.
—Albert—lo interrumpí—, claro que puedes ir en una misión. ¿Quieres que te diga cómo?
— ¿De veras crees que puedo ser misionero después de lo que te he dicho? He hecho casi todo lo que no debía hacer. Yo creo que ya es muy tarde para mí.
Le entendí muy bien cuando me dijo que había hecho todo lo que no debía hacer. Había observado que muchos de mis compañeros se pasaban las noches fuera, sin regresar al cuartel, y sabía con qué interés lo hacían. La conducta de Albert era muy similar a la de sus amigos, aunque los miembros de nuestro grupo religioso en general se mantenían alejados de esas excursiones nocturnas.
En nuestra conversación supe que volvería a su casa a la semana siguiente. De todas maneras, imaginando los pecados que podía haber cometido, pero también conociendo el plan de salvación del evangelio, sin el cual todos estaríamos perdidos, afirmé resueltamente:
—Sí, podrás ser misionero; pero no te resultará fácil lograrlo.
Abrimos Doctrina y Convenios y leímos los versículos 42 y 43 de la sección 58, donde se habla sobre el arrepentimiento. Analizamos lo importante que era para él confesar los pecados graves que hubiera cometido a su líder del sacerdocio, y le aconsejé que al llegar a California fuera inmediatamente a hablar con el obispo de su barrio. En esa forma podía continuar el proceso del arrepentimiento que nuestra conversación había comenzado esa noche. También le supliqué que se decidiera allí mismo, en aquel momento, a abandonar las serias transgresiones sexuales en que se había metido y a no volver a cometerlas jamás. Lo insté a ser paciente, pues todo eso le llevaría tiempo, y le aconsejé que leyera el capítulo 39 de Alma para poder comprender cuán graves eran sus pecados a la vista del Señor. Además, le expliqué que, como parte del arrepentimiento, debía tomar la determinación de servir a sus semejantes por el resto de su vida.
Hablamos del Salvador, de su misericordia y de la Expiación. Traté de ayudarle a entender que, a pesar de lo serio que eran sus pecados, no estaba perdido.
—Todos pecamos —le expliqué, tratando de darle ánimo—, y estaríamos perdidos si no fuera por la grandiosa misión de nuestro Salvador. Pero debemos arrepentimos de esas transgresiones a fin de que la sangre de Cristo nos purifique de ellas.
—Y después agregué—: Mañana es sábado; ¿quieres venir al atardecer y que pasemos juntos unas horas? Y si deseas ir a la iglesia conmigo el domingo, ven a eso de las ocho de la mañana.
Me prometió que iría ambos días, y así lo hizo. El domingo estuvo muy callado, pero se quedó conmigo todo el día. Tuvimos una hermosa experiencia espiritual, y Albert empezó a mostrarse más animoso. Al término de aquel agradable día de descanso de la vida militar, volvió a su barraca.
El lunes fue a despedirse de mí. Luego partió hacia el puerto, donde lo esperaba el barco que lo llevaría atravesando el Pacífico de regreso a los Estados Unidos y a su familia, ansiosa por recibirlo. Después de aquello, muchas veces pensé en él y me pregunté qué le habría pasado al regresar a su casa. Hasta que un día recibí la siguiente carta:
“Querido John:
“Espero que todavía te acuerdes de mí. Aunque nuestra relación fue corta, ha tenido y tendrá un efecto permanente en mi vida. Muchas veces he pensado en qué sería lo que me hizo hablarte aquella noche, pero de todos modos, me siento muy agradecido de haberlo hecho; nuestra conversación marcó un cambio en mi vida, y desde entonces todo empezó a mejorar.
“Tuve que aprender por difícil experiencia propia cuál era la mejor manera de vivir, y ahora me siento muy feliz con mi vida de Santo de los Últimos Días. Cuando volví a California, fui a hablar con el obispo de mi barrio. Varios meses después, el élder Hugh B. Brown [miembro entonces del Consejo de los Doce] me entrevistó para una misión y me expresó muy claramente que esperaba que hiciera un gran esfuerzo, y así pudiera compensar por los errores del pasado. Cuando terminó la entrevista, yo había tomado ya una decisión afirmativa. El sábado recibí el llamamiento para la obra misional, y pronto estaré en la casa de la misión. Aunque ni siquiera voy a salir de mi propio estado, estoy muy contento con el llamamiento.
“Te estoy infinitamente agradecido por el ánimo y los consejos que me diste aquella noche. A pesar de lo mal que me sentía, recuerdo muy bien tus palabras. Quizás nuestro encuentro no fuera una casualidad, sino algo preparado por el Señor; por lo menos yo lo veo así. Y quiero que sepas que te agradezco profundamente toda la ayuda que me diste, y te deseo lo mejor de la vida.
“Te pido que me escribas y me digas cómo estás y a qué te dedicas. Me hará muy feliz tener noticia tuyas.
“Con cariño, tu hermano en el evangelio.”
Al leer su carta, me di cuenta de que aquella noche yo me había encontrado en el lugar preciso y en el momento preciso para ayudar a Albert a comenzar el proceso de su arrepentimiento. El Señor lleva a cabo su obra siempre por medio de hombres y mujeres, sus hijos. En mi caso, la recompensa fue el enorme gozo que sentí.
La siguiente y última vez que vi a Albert fue un día que fui al Templo de Los Angeles, mientras esperaba que empezara una de las sesiones. El entró en el cuarto donde yo estaba, y nos abrazamos como viejos amigos del ejército y, más importante aún, como amigos eternos. Me habló brevemente del éxito de la misión; aunque no le había sido fácil, experimentaba un sentido de orgullo y gozo por haber servido con honor en la obra misional. Y aunque había pensado que ya era demasiado tarde para él, se había dado cuenta de que no era así.
El mensaje que tenemos para nuestros jóvenes es muy claro: Si tenéis el deseo de regresar y capacitaros para la obra del Señor, ¡nunca es tarde para hacerlo! El Señor está lleno de misericordia y bondad. Es cierto que cuando se han cometido pecados graves, hay algunas deudas grandes que pagar: el doloroso momento de reconocer que habéis pecado, la confesión, la restitución, la paciencia y el firme compromiso de dedicar vuestra vida a servir. Por supuesto, sería mejor no entrar nunca en acciones que pueden llevarnos a la oscuridad espiritual. “Yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia. No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado.” (D. y C. 1:31-32.) Pero Él os ama, a pesar de vuestros pecados.
Jóvenes, os necesitamos para servir al Señor. Quizás sea difícil, y sufriréis mucho si habéis cometido pecados graves de los que tengáis que arrepentiros; pero jamás lamentaréis el haber sido misioneros. Los momentos de gozo que tendréis al ayudar a otra persona a darse cuenta de que ha pecado y que necesita tener fe en el Señor, arrepentirse de sus pecados y bautizarse, compensarán plenamente los sufrimientos y el pesar que hayáis pasado; y las bendiciones que les llevaréis se prolongarán en la eternidad, y también llenarán de gozo vuestra vida en forma incesante, porque las consecuencias de vuestras acciones buenas tendrán un curso eterno.
Por lo tanto, arrepentíos y volved para servir. El Señor os ama, y la Iglesia os necesita. Despojaos del falso orgullo y pedidle una entrevista al obispo o al presidente de rama a fin de empezar ahora vuestro proceso de arrepentimiento. Vuestra recompensa será la paz en esta vida y la vida eterna en el más allá (D. y C. 59:23). Tengo la certeza de que hay muchos de vosotros que, por haber pecado, por tener un sentimiento de culpabilidad y por no comprender la disposición que tiene el Señor a perdonar al pecador arrepentido, habéis perdido toda esperanza y no pensáis salir en una misión. Este es mi mensaje para vosotros, con todo mi corazón: ¡Nunca es tarde! ■
* John Stuart Mili (1806-1873): Filósofo y economista inglés.

























