Liahona Abril – Mayo 1986
Preparados para la obra
Por Nina Hull
El matrimonio misionero se da cuenta de que cada habilidad, cada experiencia y cada talento escondido puede utilizarse eficazmente en el servicio misional.
Servir en una misión había sido uno de mis grandes deseos desde que era niña, pero dado que me casé muy joven, aplacé ese sueño mientras criamos a nuestros hijos, con la esperanza de que mi esposo, Ben, y yo recibiéramos un llamamiento más tarde en nuestra vida.
Esa esperanza perenne pareció desvanecerse cuando, a la edad de cincuenta y cuatro, Ben sufrió una embolia que lo dejó mudo y sin poder escribir ni leer, y con el lado izquierdo de su cuerpo paralizado. Todavía doce años después, a pesar de una recuperación milagrosa mediante el poder del sacerdocio, le quedaban algunos impedimentos físicos, cuando nuestro obispo nos pidió entrevistamos para una misión. Ben tenía problemas en hablar claramente, de manera que le era difícil comunicarse con los demás, salvo con familiares. Simplemente no podía pronunciar las palabras como debía, y no le había sido posible orar en voz alta ni pedir una bendición sobre los alimentos. Le habían amputado el brazo izquierdo; además, gran parte del tiempo tenía la pierna derecha hinchada y adolorida, y cuando se encontraba en situaciones llenas de tensión, era propenso a un ataque cardíaco.
Aparte de todo eso, nuestros ingresos eran escasos, como lo era también nuestra confianza. Sin embargo, no tuvimos ninguna duda en cuanto a si debíamos o no aceptar el llamamiento. Ben estaba seguro de que si el Señor lo necesitaba y quería que aceptara, no había por qué dudar.
En cambio, nuestro presidente de estaca dudaba de si debía o no mandar la solicitud a las oficinas de la Iglesia, pero el Departamento Misional le aconsejó: “Envíenosla, y dejaremos que las Autoridades decidan”. Oré fervientemente para que en alguna parte del mundo hubiera un lugar apropiado donde pudiéramos ayudar a edificar el reino. Unas semanas más tarde, cuando recibimos un llamado a servir en la región sudeste de los Estados Unidos, sentí una plenitud de gozo. Sabía que sin ninguna duda había recibido una respuesta a mis oraciones.
A Ben le fue difícil preparar su discurso de despedida en la reunión sacramental. Quise ayudarlo preparándole un discurso corto, pero no lo pudo memorizar, así que unas dos horas antes de la reunión pidió que le dieran una bendición especial del sacerdocio. Pudo dar un discurso de aproximadamente diez minutos, con suficiente soltura, después de lo cual el obispo dijo a la congregación que acababan de presenciar un milagro.
Experimentamos el gozo de un segundo milagro cuando, en la ocasión de nuestra primera noche en la casa de misión, nos hincamos en oración y, por primera vez en doce años, Ben pudo dar la oración familiar.
Nos asignaron a una rama pequeña de aproximadamente sesenta miembros, la mayoría de ellos inactivos. El primer domingo, los únicos dos presentes en la reunión del sacerdocio eran Ben y el presidente de rama, y a la Escuela Dominical y la reunión sacramental asistieron solamente catorce personas. Sin embargo, me emocionó ver que de nuevo mi esposo ya podía ofrecer la primera oración y bendecir la Santa Cena.
Supongo que, al igual que los demás misioneros, sentimos algo de inquietud antes de llegar a nuestra primera asignación en el campo misional: ¿Cómo nos recibirían tanto los miembros como los que no lo eran? ¿Podríamos contribuir verdaderamente a la obra misional? ¿Complacerían al Señor nuestros esfuerzos? Pero una vez que llegamos, encontramos que las personas son las mismas en todas partes, y cuando nos dimos cuenta de que las experiencias que habíamos tenido previamente en la Iglesia, en el trabajo, como padres —en fin, en todo— nos daban algo en común con nuestros nuevos amigos, se calmaron nuestras inquietudes y empezamos a sentirnos cómodos.
Empezamos nuestra labor buscando a todos los miembros de la rama de los cuales había registros, y tratando de avivar en ellos el deseo de activarse. No fue tarea fácil. Estaban esparcidos por toda la región; vivían en calles rurales sin ningún nombre ni letrero que las identificara. Algunos de los miembros habían estado alejados de la Iglesia desde hacía años. Cada domingo estuvimos a la expectativa, ansiosamente esperando ver entrar a la capilla a los miembros que habíamos visitado; pero eran sólo unas cuantas personas las que asistían.
El presidente de la rama se sentía desanimado y hasta recomendó que la cerraran, pero sabíamos que si eso sucedía, todos los miembros inactivos sé perderían y cesaría la prédica del evangelio en esa región. El obispo bajo cuya dirección funcionaba esa rama convocó una reunión y anunció que había dos opciones: cerrar la rama o sostener a Ben como presidente para así tratar una vez más de salvarla. Ben fue sostenido y apartado.
Al recibir ese llamamiento, sentimos también gran humildad. Con tantos obstáculos, decidimos que había sólo un camino: depender totalmente de nuestro Padre Celestial para que nos ayudara y guiara, y trabajar con todas nuestras fuerzas. Noche tras noche, muchas veces en el silencio de la capilla que quedaba junto a las dos habitaciones donde vivíamos y donde llevábamos a cabo las clases el día domingo, Ben oró al Señor pidiéndole fortaleza, sabiduría y dirección.
Una noche, al volver de la capilla, me dijo:
—Creo que tengo la respuesta. Es mediante los jóvenes que la rama crecerá.
Y a partir de ese momento empezamos a ver el progreso. Enseñamos el evangelio a una joven de trece años, a quien después bautizamos. Ella, a su vez, llevó a sus amigos que no eran miembros de la Iglesia. Estoy segura de que el Señor nos la envió. Organizamos los programas para la juventud, llevándolos a cabo en el patio de la casa, donde servimos un refrigerio después de cada actividad, y en vez de las lecciones normales, utilizamos las charlas misionales.
Entonces el Señor nos mandó a una familia que recientemente se había convertido a la Iglesia —una familia activa con tres hijos— y que se había mudado a esa región; con su llegada, pudimos añadir otro niño a la Primaria y dos a la Mutual. También pude gozar de una consejera (yo era presidenta de la Sociedad de Socorro), y Ben de un consejero que le podía ayudar. Como el hijo de dieciséis años no había respondido al mensaje del evangelio, no se había bautizado; sin embargo, los élderes trabajaron con él, y pronto él también se convirtió a la Iglesia, y de esa manera tuvimos a un presbítero que bendijera la Santa Cena.
Había en el pueblo un grupo de personas que no eran miembros pero que se interesaban en la genealogía como su pasatiempo favorito, así que organizamos una clase de genealogía, y le pedimos a nuestro Padre Celestial que nos ayudara a encontrar a un maestro. Él nos mandó a otra familia, y la esposa era experta en genealogía. Ella consintió en enseñar la clase cada martes. También era una excelente pianista y muy hábil en trabajos manuales, con lo cual la rama se benefició grandemente. Su esposo llegó a ser el presidente de la Escuela Dominical, y como tenían un hijo, tuvimos también una adición a la Primaria.
Por medio de esta familia nos enteramos de una pareja joven que tenía interés en aprender acerca de la Iglesia. Ellos enseñaban una clase de la Escuela Dominical para otra iglesia, y los muchos comentarios negativos que habían oído en cuanto a los “mormones” despertaron en ellos la curiosidad. Llevamos a los élderes a la casa de esta pareja, y ellos se quedaron allí para darles las charlas mientras nosotros íbamos a trabajar con otra familia. Ambas familias llegaron a ser activas en la rama, dándonos así un maestro para la Escuela Dominical, un secretario para la rama, una maestra para la Sociedad de Socorro y otro niño para la Primaria.
En nuestra búsqueda de familias, la siguiente experiencia es típica: Desde hacía algunos meses habíamos estado buscando y orando para encontrar a una familia Santo de los Últimos Días que, según nos habían dicho, vivía en alguna parte del pueblo. Una mañana, mi esposo de repente se sintió inspirado a preguntarle a un señor que trabajaba para la compañía de obras sanitarias si conocía a alguien con ese apellido.
—Claro que lo conozco —dijo el hombre.
Y nos dijo dónde trabajaba el miembro “perdido”. Ben lo encontró y se enteró de que varios años atrás se había bautizado en la Iglesia, pero que los últimos cuatro años había sido inactivo, y su esposa y tres hijos asistían a otra iglesia. Cuando lo invitamos a asistir a la Iglesia, no tenía muchas ganas de hacerlo ya que fumaba y le gustaba tomar. Pero Ben no se dio por vencido. Habló con él varias veces más en donde trabajaba y le aseguró que lo amaríamos aun si fumaba y tomaba. Visitamos a su familia y logramos que los hijos de ocho y de trece años fueran a la Iglesia. Poco después este hermano dejó de fumar y tomar, la familia empezó a asistir fielmente a todas las reuniones de la Iglesia, y sus dos hijos se bautizaron. Varios meses después, él fue ordenado élder y llegó a ser el maestro de la clase para investigadores.
A medida que sucedían esta clase de experiencias, la pequeña rama creció. Al final del año, todas las organizaciones auxiliares estaban plenamente organizadas y el promedio de asistencia a la Escuela Dominical y a la reunión sacramental llegaba a cincuenta. Para mayo del año siguiente ya no cabíamos en la pequeña capilla y tuvimos que buscar otro lugar donde reunimos y un terreno donde construir una capilla.
Hubo más bautismos, más familias se mudaron al pueblo y logramos activar a otros miembros. En junio, la rama llegó a ser una rama independiente, y ya se había seleccionado el predio para la nueva capilla. El primer hombre que el Señor nos había mandado muchos meses atrás llegó a ser el presidente de la rama.
Permanecimos en ese lugar dos meses más, luego de los cuales tuvimos que ir a una asignación nueva. Cuando llegó el día de partir, nos sentimos muy tristes. Habíamos encontrado gran gozo en servir allí, y aquellos hermanos y hermanas y niños habían llegado a ser como nuestra familia. Las cartas y llamadas telefónicas que de ellos recibimos de vez en cuando son una fuente de alegría y gozo.
Una de las bendiciones más especiales que recibimos de nuestra misión fue la habilidad de amar a toda clase de personas, sin importar quiénes eran o cuál era su situación.
Un día recibimos una llamada de una señora que era alcohólica. Se había convertido a la Iglesia poco después de haberse casado y había sido activa como maestra en la Escuela Dominical. Pero cuando la encontramos, estaba enferma, postrada en la cama en una de las dos habitaciones de la pequeña casa- remolque donde vivía.
Después de llevarla al hospital, nos pusimos a limpiar el remolque, donde ella y sus dos hijos, de once y quince años de edad, vivían bajo condiciones increíbles. Mientras lavaba la loza en medio de botellas vacías de licor, botes de cerveza y ropa sucia, y con los rayos del sol que se reflejaban sobre el techo de hojalata causando que las gotas de sudor cayeran de mi frente, y con las cucarachas que se me subían por las piernas y un olor casi inaguantable que impregnaba el aire, de alguna manera no parecía importar mucho. Lo importante era que una hija de Dios necesitaba nuestra ayuda. Una y otra vez acudió a mi mente el pasaje: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mat. 25:40).
Trabajamos con esta hermana durante los próximos diez meses, y sus hijos empezaron a asistir a las reuniones de la Iglesia. Cada vez que la visitamos, me abrazaba y me decía lo mucho que me quería.
En nuestra segunda asignación, otra vez nos pusieron a trabajar con las muchas familias inactivas de la rama, y durante los cuatro meses restantes de nuestra misión, visitamos a aproximadamente sesenta y cinco de ellas, y a algunas de ellas varias veces. De esas familias, sólo logramos activar a diez; sin embargo, nos hicimos de muchos amigos, tuvimos muchas experiencias amenas y esperamos haber sembrado semillas que algún día brotarán y crecerán.
La noche antes de partir para nuestra casa, presenciamos tres bautismos, dando así un hermoso fin a nuestra misión. Los jóvenes que se bautizaron eran hijos de familias en que sólo uno de los padres era miembro, y enseñarles el evangelio fue una de las experiencias espirituales más grandes de nuestra misión, ya que mientras les dábamos las charlas, parecían estar embelesados con cada palabra que decíamos, dándome la impresión de estar rodeados de ángeles. Fueron muchas las personas que asistieron al bautismo, y pudimos sentir allí la fuerte influencia del Espíritu. Después nos despedimos de todos con lágrimas en los ojos y muchos abrazos.
Es asombroso y maravilloso cómo el Señor, para llevar a cabo sus propósitos, puede obrar por medio de seres humanos tan débiles y sencillos como lo somos mi esposo y yo. Ben a menudo les decía a las personas:
—Yo no hago mucho. Mi esposa tiene que hablar por los dos la mayoría de las veces.
Pero eso no era cierto. A pesar de sus limitaciones, tenía talentos y cualidades muy especiales que eran muy necesarios para el trabajo que hacíamos: su paciencia, su longanimidad y perseverancia, su abnegación y generosidad, su fe, su habilidad de acercarse a los desalentados y a los débiles en la fe, todas esas cualidades hicieron posible que el Señor trabajara a través de él y nos ayudara en los momentos difíciles de nuestra misión.
Al reflexionar sobre el tiempo que pasamos en la misión, llegamos a una conclusión sorprendente e importante: que todas las experiencias que hemos tenido en la vida, aun las más comunes, parecen haber servido como parte de nuestra preparación para la misión. Los muchos años que Ben trabajó con los jóvenes en el programa Scout, en la Mutual y en la Escuela Dominical nos fueron de gran provecho. Su experiencia en organizar y supervisar le fueron de gran ayuda. También fue muy útil su habilidad para hacer reparaciones de cualquier clase. Los niños le querían porque podían sentir el cariño que él les brindaba.
Y, al igual que las experiencias en la vida de Ben le habían servido de preparación, lo mismo me pasó a mí. Casi todas las experiencias que había tenido en mi vida parecían haberme preparado para la obra que tenía que llevar a cabo en la misión: los pedacitos de sabiduría que había aprendido desde niña y que había guardado en algún rincón de mi mente, la habilidad que tenía para la música y el drama, el haber trabajado de secretaria y de enfermera, la capacitación que había tenido en sicología y el haber trabajado en un hospital para enfermos mentales, mi destreza en las artes domésticas, los años que pasé durante la Gran Depresión, el haber trabajado en el programa de seminario, la experiencia que tuve de criar a una familia grande, los llamamientos que había tenido en la Iglesia —todo eso me sirvió. Es maravilloso cómo el Espíritu del Señor me ayudó a recordar y a aprovechar aun los talentos que habían quedado por mucho tiempo escondidos, sin utilizarse.
Después de todo, los dieciocho meses que pasamos en el campo misional fue un experiencia gloriosa, y sería imposible enumerar las muchas bendiciones que recibimos y las respuestas a nuestras oraciones, tanto en nuestra vida personal como en la vida de aquellos en quienes tratamos de surtir una influencia. El Señor estuvo a nuestro lado en todo lo que hicimos y en todo momento, y algunos de los momentos más hermosos de nuestra vida los encontramos al gozar del cariño de esa gente tan bondadosa y amorosa y al compartir parte de nuestra vida con ellos. El recuerdo de la asociación tan dulce que sentimos con los jóvenes élderes es también algo que atesoraremos toda la vida, así como las maravillosas conferencias mensuales de zona que nos elevaron espiritualmente y fueron una fuente de inspiración.
A esos matrimonios tímidos, inseguros de sí mismos, que dudan de su capacidad de servir en una misión, quisiera decirles: Si nosotros lo pudimos hacer, ustedes también pueden. No se retraigan; no sientan temor; si están dispuestos a servir y si confían en el Señor, Él les dará la fortaleza necesaria. ■
























