La espiritualidad es algo más que un sentimiento

Liahona Junio 1986
La espiritualidad es algo más que un sentimiento
Por Mary Ellen Edmunds

Recuerdo que una vez una maestra de la Escuela Dominical me dijo que yo no era muy espiritual. Al reflexionar en ese incidente, creo que ella estaba preocupada porque no podía mantenerme quieta durante toda una lección. En ese entonces no entendí lo que quiso decir­me; pero no sonó como un elogio, de manera que me fui a casa y traté de pen­sar en lo ocurrido. Me imaginé que qui­zás espiritualidad significaba ser reveren­te, especialmente el día domingo. Yo quería ser espiritual, pero necesitaba sa­ber lo que eso significaba.

Desde ese entonces, he continuado mi búsqueda para comprender lo que es la espiritualidad y hacerla parte de mi per­sonalidad. Un día leí la declaración del élder Bruce R. McConkie que: “ningún otro talento excede a la espiritualidad” (The Mortal Messiah, Salt Lake City: Deseret Book Co., 1982, pág. 234). Esa idea de que la espiritualidad es un talen­to, encaminó mi búsqueda en la dirección correcta. Es probable que no haya nada mágico al tratar de lograr espiritualidad. De hecho, podemos desarrollarla tal co­mo lo hacemos con los demás talentos, mediante el trabajo arduo, decisiones di­fíciles, elecciones críticas, perseverando en los momentos difíciles, tratando una y otra vez, nunca dándonos por vencidos.

Lo más importante que descubrí fue que la espiritualidad implica acción, lo cual complicó más las cosas para mí, ya que personalmente preferiría sentarme en un lugar tranquilo y pensar, o analizar, o leer un libro al respecto. La espirituali­dad consiste en nuestra comunicación con Dios: en responder y actuar de acuer­do con lo que Él nos pide. Es actuar sin tener que pedir más detalles al respecto.

Espiritualidad es cumplir con las prome­sas

¿En qué forma es la acción una parte integral de la espiritualidad? Hacemos las cosas porque queremos demostrarle a nuestro Padre Celestial que realmente sentimos lo que decimos; que fuimos sin­ceros al hacer el convenio bautismal con El (véase Mosíah 18:8-11); que estamos hablando en serio cuando tenemos el pri­vilegio de entrar a un santo templo a ha­cer otros convenios; que somos sinceros cuando en nuestros momentos privados con El, pedimos su ayuda y hacemos pro­mesas adicionales.

Una tarde, cuando mis padres no esta­ban en casa, contesté el teléfono; era una de mis hermanas menores que lloraba desconsoladamente. “Ven a buscarme, por favor”, me imploró. Llamaba desde la casa de una amiga que la había invita­do a una fiesta y todos habían comenzado a decir palabras obscenas. Sin que nadie de la familia lo supiera, le había prometi­do a nuestro Padre Celestial que nunca diría una mala palabra. Espiritualidad significa honrar las promesas que hace­mos a nuestro Padre Celestial.

Espiritualidad es compartir con los nece­sitados     

Otro concepto que es verdadero para mí, es el que enseñó el obispo J. Richard Clarke, ex segundo consejero en el Obis­pado Presidente: “Hemos aprendido que la naturaleza y disposición de los verda­deros discípulos de Cristo, al obtener un grado más alto de espiritualidad, es velar por los necesitados” (Conferencia Gene­ral, abril de 1978).

¿Quiénes son los necesitados? Si ha­blamos de necesidades temporales, pode­mos identificar fácilmente a los pobres.

He visto muchos en África, Asia y en otros lugares que son reconocidos como “pobres”. Hay muchos que tienen ham­bre y no tienen alimento; sedientos y no tienen agua; enfermos y no tienen medi­cina.

Un día, mientras observaba a unas mu­jeres en cuclillas que lavaban sus ropas a la orilla del río, me imaginé a mí misma poniendo la ropa en la máquina lavadora y me pregunté qué hice con todo mi tiem­po extra. En otra ocasión, en un campo de refugiados en Tailandia, conversé con una pareja mientras sus hijos jugaban al­rededor. Una de las niñas accidentalmen­te tiró una pequeña bolsa con arroz. Con sumo cuidado los padres recogieron cada granito y lo volvieron a poner en la bolsa.

Pensé en la gran cantidad de alimentos que yo había desperdiciado en mi vida. Mientras me encontraba en Indonesia, nunca olvidaré el momento en que me di cuenta de que en un mes gastaba más dinero del que la gente de allí gana en un año.

La espiritualidad es antónimo de mun­dano, y lo opuesto a egoísmo. El ser mundano es preocuparse de los asuntos, las presiones y las “cosas” de este mundo hasta el punto de olvidarse de lo que es verdaderamente importante.

Cuando somos mundanos tal vez este­mos contribuyendo a la desigualdad en el mundo. La espiritualidad es apartarse se­riamente de la auto indulgencia; es tener conciencia de que Dios creó la tierra con “suficiente y de sobra” (véase D. y C. 104:13-18) y que tenemos suficiente has­ta para compartir.

Cuando como pueblo nos esforzamos por encontrar más para compartir, nos encaminamos hacia una meta superior, una sociedad en donde no haya pobres. “Y el Señor llamó Sión a su pueblo, por­que eran uno en corazón y voluntad, y vivían en justicia; y no había pobres entre ellos” (Moisés 7:18).

Sin embargo, hay muchas maneras en que se tiene necesidad. Hay muchos que lloran sin ser consolados; solitarios que no encuentran amor; otros que no se sien­ten aceptados y no encuentran oportuni­dades para compartir con los demás. Cualquiera que tenga una necesidad que no haya sido satisfecha es un necesitado. ¡Todos tenemos necesidades! Y quienes tienen algo para compartir son ricos. ¡Todos somos ricos! Todos podemos compartir algo que ayude a aliviar las cargas o socorrer en alguna lucha inte­rior.

Espiritualidad es una mayor sensibilidad

En una oportunidad una amiga mía se encontraba muy enferma; estaba sola en casa cuando alguien llamó a la puerta.

No se sentía con deseos de levantarse, pero el llamado era insistente y de pronto pensó que podían ser sus maestras visi­tantes. Sabía que se habían propuesto la meta de tener un 100% en sus visitas; el fin de mes se acercaba y aún no la habían visitado.

Cuando se dio cuenta de que en efecto eran sus maestras visitantes, se renova­ron sus ánimos; tenía muchas cosas por hacer en su apartamento, y quizás ellas le ofrecerían ayuda al ver lo enferma que estaba. Sin embargo, cuando éstas se die­ron cuenta de su estado, le dijeron: “Her­mana, no se preocupe. Le daremos una lección corta para que pueda volver a la cama.”

Le dieron la lección y se fueron con­tentas por haber “cumplido” con su visi­ta. Mi amiga volvió a la cama desconso­lada. Pensó en las veces en que ella también había desperdiciado la oportuni­dad de brindar servicio, porque no había sido lo suficientemente sensible a las ne­cesidades de los demás.

Cuán a menudo continuamos brindan­do servicio sólo porque es un deber, en vez de esforzamos por alcanzar un nivel en donde lo hagamos por amor. A menu­do me he preguntado qué sucedería si cumpliéramos con la orientación familiar y las visitas de maestras visitantes con la meta principal de ayudar a la gente a sa­tisfacer sus necesidades. Creo que logra­ríamos un 100% sin siquiera preocupar­nos de ello.

Espiritualidad es cambiar—ahora  

Espiritualidad es el ser capaz de res­ponder a nuestra habilidad divina de dis­tinguir entre el bien y el mal y escoger el bien sin demora. Esto significa que no podemos continuar con las mismas excu­sas. Siempre he pensado que es algo ma­ravilloso sentimos intranquilos cuando hacemos lo que no debemos. Oremos pa­ra que nunca hagamos nada que cause que el Espíritu Santo se aleje de nosotros. Imaginemos que en nuestro interior hay un pequeño aparato con muchas puntas afiladas. Cada vez que hacemos algo ma­lo comienza a girar y sus afiladas puntas nos causan dolor. Cuando dejamos de pensar o de hacer lo malo, éste se detiene y nos sentimos mejor, pero si continua­mos haciendo lo que sabemos no está bien, las afiladas puntas se gastan y ya no sentimos o notamos el dolor tan fuerte­mente. El demorar un cambio, una vez que sabemos que se necesita, es perder una porción de espiritualidad.

Espiritualidad es integridad 

Se cuenta que una vez alguien le pre­guntó al gran artista italiano Miguel An­gel como podía transformar una roca or­dinaria en estatuas tan maravillosas. El artista respondió que todo lo que hacía era desechar lo que no pertenecía a la estatua. Ser espiritual significa saber exactamente quiénes somos en realidad y luego ser esa persona.

Llega un momento en que la espiritua­lidad llega a ser parte integral de nuestro ser, de modo que podemos seguir los ver­daderos deseos de nuestro corazón sin hacer nada malo. Nefi, el hijo de Helamán, llegó al grado donde no había con­flicto entre lo que deseaba y lo que era correcto. El Señor le prometió: “Te ben­deciré para siempre, y te haré poderoso en palabra y hecho, en fe y en obras; sí, al grado de que todas las cosas te serán hechas según tu palabra, porque tú no pedirás lo que sea contrario a mi volun­tad” (Helamán 10:5; cursiva agregada).

Esta clase de espiritualidad requiere que conscientemente nos alejemos de to­do lo que sea descortés, profano, impuro o anticristiano. Requiere que desechemos la ira y la venganza y demos lugar a la paz de corazón y alma. Nos permite en­contrar buenas oportunidades para hacer el bien sin que constantemente se nos pi­da, impulse o recuerde a hacerlo.

Espiritualidad es vivir felices

Al observar a personas que parecen ha­ber alcanzado un alto grado de espiritua­lidad, he notado que tienen varias cuali­dades en común. Una es la habilidad de comunicarse sinceramente y de una ma­nera muy personal con Dios, de gozar de la meditación. Otra característica es su felicidad, optimismo y exuberancia espi­ritual. Las personas espirituales son agra­decidas, no sólo por las bendiciones ob­vias, sino por los gozos de la vida que a menudo pasan inadvertidos. Parecen genuinamente felices cuando los demás tie­nen éxito o reciben algún tipo de recono­cimiento. Obedecen con un sentimiento de conocimiento y progreso en vez de deber o temor, o con la esperanza de reci­bir algún honor.

Quizás el rasgo que más me gusta en aquellos que han alcanzado niveles muy altos de espiritualidad es el hecho de que demuestran bondad, ternura y una preo­cupación genuina por los demás. No ne­cesitan recibir mayor crédito por el servi­cio cristiano que brindan y son capaces de ayudar a los demás sin crear un senti­do de dependencia o un sentimiento de deuda. Tienen la capacidad de exaltar a quienes ayudan (véase D. y C. 104:15-16).

Su lema es “Aquí estoy, Dios; envía­me”. Envíanos a cualquier parte del mun­do en donde podamos ser útiles; a nuestro vecino con alguna atención; a consolar a alguno que esté desalentado y con pro­blemas; a visitar a un amigo que se en­cuentra solitario; a la habitación contigua para aliviar el peso de un corazón abru­mado. Ayúdanos a estar en armonía con el Espíritu a fin de poder escuchar los susurros que recibimos. Ayúdanos para caminar la segunda milla y brindar ayuda antes de que surja un sentimiento de de­sesperación.

El precio que Dios pide de cada uno de nosotros es el mismo: todo. La recom­pensa también es la misma: un fuerte sen­timiento de confianza y paz. Siempre re­cordaré a un nigeriano muy alto que se paró a dar su testimonio y dijo lleno de emoción: “Estoy convencido de que soy un hijo de Dios”. También me gusta pen­sar cómo se habrá sentido Enós cuando supo que sus pecados le habían sido per­donados y su fe en Cristo recompensada: “Por tanto, mi alma quedó tranquila” (Enós 1:17).

Que podamos edificar, amar, nutrir y sonreír; que podamos visitar, compartir, cantar y servir hasta que nuestra alma re­bose de gozo. Entonces, así como Enós, desearemos reunimos con Dios, porque veremos “su faz con placer” (Enós 1:27). ■

Mary Ellen Edmunds, miembro del Barrio 5 Mapleton, Utah, directora de capacitación especial en el Centro de Capacitación Misional en Bravo, Utah.

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