Deleitémonos en las escrituras

Liahona Junio 1986
Deleitémonos en las escrituras
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. Hinckley

Amo nuestras Escrituras; amo estos magníficos libros que establecen la palabra del Señor —dados personal­mente o por medio de los profetas— para guiar a los hijos e hijas de nuestro Padre Celestial. Amo la lectura de las Escritu­ras y trato de hacerlo en forma regular y repetida. Me gusta citarlas porque en ellas está la voz de autoridad de lo que digo. No pretendo ser eminente como un erudito de las Escrituras, porque para mí la lectura de ellas no es el logro de la erudición, sino más bien un acercamiento amoroso hacia la palabra del Señor y la de sus profetas.

Disfruto la misericordia del Señor cuando leo sobre la misericordia y sobre el perdón, que se entrelazan como hilos de oro a través del tejido de todas las Escrituras. Empiezo con la invitación que se da en Isaías: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren ro­jos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). Encuentro el mismo maravilloso tema en lo que consi­dero la historia más bella y emocionante jamás contada: la parábola del hijo pródi­go como se encuentra registrada en el dé­cimo quinto capítulo de Lucas. Esta pará­bola es una lección maravillosa de misericordia para todos los padres, y una lección aún más grande sobre la miseri­cordia de nuestro Padre para con sus hi­jos e hijas descarriados.

El mismo espíritu de perdón y miseri­cordia se encuentra en repetidas ocasio­nes a través del Libro de Mormón. Por ejemplo, Nefi declaró que el Señor “invi­ta a todos [los hombres] a que vengan a él y participen de su bondad; y a nadie de los que a él vienen desecha, sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o hembras; y se acuerda de los paganos; y todos son iguales ante Dios, tanto los ju­díos como los gentiles” (2 Nefi 26:33).

La misma fibra de amor y perdón reco­rre las revelaciones modernas. En Doctri­na y Convenios leemos: “He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es per­donado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más” (D. y C. 58:42). ¡Si tan sólo noso­tros, cuando hayamos perdonado, pudié­ramos olvidar para siempre las ofensas cometidas contra nosotros!

Amo la misericordia del Señor tal co­mo se expone en sus declaraciones y en las de sus profetas.

Amo los convenios del Señor tal como los declaró a su pueblo —el pueblo de Abraham, de Isaac y de Jacob— con quienes convino en que El sería su Dios y ellos serían su pueblo.

La fibra de ese convenio recorre el Li­bro de Mormón y se confirmó en esta dispensación cuando el Señor reveló al Profeta José Smith el prefacio de lo que ha llegado a ser el libro de Doctrina y Convenios. Al exponer el propósito de esta restauración, el Señor dijo, entre otras cosas; “Para que se establezca mi convenio sempiterno” (D. y C. 1:22).

Nosotros somos un pueblo de conve­nios; hemos celebrado un contrato con Dios, nuestro Padre Eterno; hemos toma­do sobre nosotros el nombre de su Hijo Amado y acordado guardar sus manda­mientos. Él ha convenido con nosotros que seremos sus hijos e hijas, que El será como un pastor para nosotros, y que su Santo Espíritu permanecerá con noso­tros. Amo la lectura de esas grandiosas promesas eternas tal como se encuentran en nuestras Escrituras.

Amo la lectura sobre la expiación de mi Redentor, suceso que fue anticipado por los profetas del Antiguo Testamento. Lo prometieron los profetas del Libro de Mormón. Se llevó a cabo en la vida, muerte y resurrección incomparables del Hijo de Dios, como lo relatan los cuatro evangelios de la Biblia. Testificaron de ello los escritores de las Epístolas. Se atestiguó también en este continente y se registró en el Libro de Mormón. Se ha confirmado repetidamente por interme­dio de las revelaciones modernas, como es el caso de las que vinieron por inter­medio del Profeta José Smith y aquellos que le han seguido.

A medida que leo estos libros sagrados me maravillo ante la grandeza y la majes­tad del Dios Todopoderoso y de su Hijo Amado, el Señor Jesucristo. Todos los escritores de estos testamentos cantan las alabanzas a Dios, nuestro Padre, y a nuestro Redentor. Las Escrituras testifi­can del Padre y de su Hijo —de su majes­tad y maravilla. Las Escrituras invitan a que todos se acerquen al Padre y al Hijo y encuentren paz y fortaleza en esa unión entre Dios y el hombre. Esto es, para mí, la esencia de estos importantes libros de verdad y luz —el verdadero significado de los cuales se hace más evidente por medio del uso de las herramientas que están a nuestra disposición.

Amo la Biblia. Amo la edificante cua­lidad de su lenguaje, la profundidad y la sublimidad de sus palabras, y el poder y la gracia de sus expresiones.

Me deleito en el espíritu y el lenguaje del Libro de Mormón. Las palabras de Nefi encuentran refugio en mi alma. Ha­ce mucho escribió: “Y sobre éstas [las planchas] escribo las cosas de mi al­ma. . . Porque mi alma se deleita en las escrituras, y mi corazón las medita, y las escribo para la instrucción y el beneficio de mis hijos” (2 Nefi 4:15).

Amo las palabras de la revelación mo­derna: “Escudriñad estos mandamientos porque son verdaderos y fieles, y las pro­fecías y promesas que contienen se cum­plirán todas.

“Lo que yo, el Señor, he dicho, yo lo he dicho, y no me disculpo; y aunque pasaren los cielos y la tierra, mi palabra no pasará, sino que toda será cumplida, sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo.

“Porque he aquí, el Señor es Dios, y el Espíritu da testimonio, y el testimonio es verdadero, y la verdad permanece para siempre jamás.” (D. y C. 1:37-39.)

He leído estos grandes libros una y otra vez. A medida que he meditado en sus palabras, me ha llegado, por medio del poder del Espíritu Santo, un testimo­nio de su veracidad y divinidad.

No me preocupo mucho por leer libros de comentarios diseñados para explicar aquello que se encuentra en las Escritu­ras; más bien, prefiero permanecer con la fuente original, probar las aguas puras de la fuente de la verdad —la palabra de Dios como él la dio y como ha sido regis­trada en los libros que aceptamos como Escrituras. Mediante su lectura, podemos obtener la seguridad del Espíritu de que eso que leemos proviene de Dios para la iluminación, bendición y gozo de sus hi­jos.

Exhorto a toda nuestra gente en todo el mundo que lea más las Escrituras —que las estudie todas juntas para lograr una armonía de comprensión a fin de inculcar sus preceptos en la vida de cada uno.

Ruego que el Señor nos bendiga para que nos deleitemos con sus santas pala­bras y para extraer de ellas esa fortaleza, esa paz, ese conocimiento “que sobrepa­sa todo entendimiento” (Filipenses 4:7) tal como él nos lo ha prometido. ■

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario