Liahona Septiembre 1987
¿Qué estáis haciendo aquí?
por el élder John H. Groberg
No esperéis a estar en otro lugar o en otro tiempo. Tomad las riendas de vuestra vida ahora mismo y proseguid en una dirección positiva.
Nuestro Padre Celestial nos ha designado una misión específica a cada uno de nosotros para que la desempeñemos mientras vivamos en la tierra.
Permitídme empezar haciéndoos algunas preguntas. ¿Cuál es vuestra misión en la vida? ¿Qué espera Dios que logréis durante vuestra permanencia en esta tierra? ¿Lo estáis haciendo?
Para ayudarnos a contestar estas preguntas, ruego que el Espíritu del Señor impregne en nuestra alma la importancia de por lo menos tres verdades eternas:
- Dios, nuestro Padre Celestial, nos ha designado una misión específica a cada uno de nosotros para que la desempeñemos mientras vivamos en la tierra.
- Podemos descubrir en esta vida cuál es esa misión.
- Con la ayuda del Señor, podemos cumplir con esa misión y contar con la seguridad de que estamos haciendo lo que le complace a Él.
Comenzad desde donde estéis
Desde luego que no sentiréis esa comprensión y seguridad de la noche a la mañana. Dios os las dará línea sobre línea, de acuerdo con lo que resulte más provechoso para el progreso de su obra. Pero lo que sí os puedo asegurar es que os deberíais de esforzar, puesto que bien lo podéis hacer, por saber que os encontráis en el sendero correcto —ya sea que seáis adolescentes, estudiantes, misioneros, recién casados u os encontréis en cualquier otra etapa de vuestra vida.
Muchos de vosotros diréis: «¿Y cómo puedo estar seguro de cuál es mi misión y llamamiento en la vida?»
Lo primero y lo más fundamental que debemos hacer es aprender acerca del Salvador y seguirlo, porque cuando lo hagáis, encontraréis la respuesta a todas vuestras preguntas. Os quisiera sugerir cinco pasos específicos para lograrlo:
- Haceos dignos de poseer honradamente una recomendación para el templo, y conservaos en ese estado.
- Recibid vuestra bendición patriarcal y estudiadla a menudo con detenimiento y fervorosa oración.
- Leed las Escrituras diariamente con actitud de oración.
- Orad con fervor por lo menos todas las noches y todas las mañanas.
- Empezad desde donde os encontréis en estos momentos y haced algo de provecho-formad una nueva amistad, aprended algo nuevo, cultivad algún talento, leed un buen libro. No esperéis recibir una gran revelación; no esperéis a que algo externo os cambie, ni a estar en otro lugar o en otro tiempo. Tomad las riendas de vuestra vida ahora mismo y proseguid en una dirección positiva.
Tomad las riendas y proseguid
Algunas veces nos encontramos en situaciones en las que tenemos que tomar las riendas y proseguir, o no sucederá nada. Cuando hace treinta años llegué al campo misional, a Tonga (Islas de los Amigos, Polinesia), el presidente de la misión me dijo: «Sé cuál es el lugar preciso al que debo enviarlo. Se trata de una isla pequeña que queda a varios cientos de kilómetros de aquí; su circunferencia apenas llega a los doce kilómetros y en ella hay aproximadamente 700 habitantes. Nadie habla el mismo idioma que usted, pero quiero que vaya y que permanezca allí hasta que aprenda las charlas misionales y aprenda a hablar tongano.»
De manera que fui al lugar al que me enviaron y, para no decir más, tuvimos que-encarar muchísimos problemas. En cierta ocasión estuvimos a punto de morirnos de hambre literalmente, ya que un huracán había destruido el barco de provisiones. Pero, a pesar de todo, mi compañero y yo seguimos adelante.
Algunas veces cometimos errores; sin embargo, siempre que existió el peligro de que hiciéramos algo seriamente equivocado, el Señor nos lo advirtió y no lo hicimos. Os aseguro que sí os estáis esforzando por hacer lo correcto, el Señor os avisará si estáis empezando a hacer algo equivocado. De modo que, ¡Estad prestos a escuchar! Sé que hubo otras cosas buenas que pudimos haber hecho, pero por lo menos nunca desistimos. Seguimos adelante; hicimos algo, y eso era lo que contaba.
Cuando llegó la hora de partir de aquella pequeña isla, trece meses después de estar allí, yo ya había aprendido a hablar el idioma tongano, y había aprendido mucho acerca de la vida. Pero lo más importante de todo fue que salí de allí sabiendo que Dios vive y que El posee todo conocimiento y todo poder, y que es literalmente el Padre de nuestros espíritus. Supe que Él nos ama a cada uno individualmente.
Supe también con certeza que Jesucristo es Su Hijo, nuestro Salvador y Redentor, una persona real, un verdadero amigo, alguien que dio la vida por nosotros. Supe que gracias al Salvador, podemos tener la esperanza de una gloriosa resurrección, y la oportunidad de llegar un día a comparecer limpios y puros ante nuestro Padre Celestial.
Yo sabía que Dios me había encomendado una misión; aunque no sabía con exactitud en qué iba a consistir, sabía en dónde debía empezar. Sabía que tenía que acercarme más a Él, que tenía que mejorar y que conocía el camino que debía tomar. Sabía que podía confiar en Él, y que El me haría saber lo demás que podría yo hacer para cumplir con mi misión en la vida. Nunca ha habido razón para sentirme decepcionado, ni tampoco la habrá para vosotros.
Experiencias no deseadas
Aun cuando nos esforzamos con toda nuestra fuerza por cumplir con nuestra misión, todos tendremos que pasar por experiencias que preferiríamos evitar. Pero aun ellas, por desagradables que sean, nos pueden servir de gran ayuda. El área que se me asignó en la misión después de aquel lugar, consistía de dieciséis islas pequeñas. Debido a que la misión estaba escasa de misioneros, no tenía compañero. Las únicas instrucciones que se me dieron fueron, de predicar el evangelio y hacer crecer la Iglesia en mi área.
A menudo me acompañaban algunos miembros de la Iglesia cuando visitaba las islas, y también cuando hacía viajes de proselitismo. La mayor parte del tiempo viajábamos en un pequeño barco de vela. Cierto día, mientras navegábamos rumbo a la isla donde vivíamos, los cielos empezaron a nublarse y el mar a encresparse. Repentinamente se desató una fuerte tempestad tropical que puso en peligro nuestra vida. En el momento en que dos gigantescas olas estaban a punto de sacudirnos, el capitán nos gritó a los seis que íbamos en la embarcación, «¡Abandonen la nave!»
Tuvimos que saltar al agitado mar cuando aquellas furiosas olas deshicieron nuestra embarcación, y luchar por salvar nuestra propia vida. Haciendo un gran esfuerzo, nadamos por toda una hora, hasta llegar a una pequeña isla que habíamos pasado antes. Logramos alcanzar la orilla exhaustos, pero aún vivos. La tormenta pasó relativamente rápido, pero nos quedamos varados en la isla por varios días, hasta que pudimos regresar a casa sobre aguas más tranquilas.
¡Oh, cuánto llegué a apreciar la vida y la tierra firme después de aquella experiencia! Nunca llegamos a comprender o apreciar la vida en lo que vale sino hasta que nos encontramos cerca de la muerte. Después de lo que nos aconteció, capté una nueva perspectiva de la vida y llegué a apreciarla más.
Aunque yo personalmente jamás habría escogido vivir esa experiencia en el mar, y algunas otras que había tenido, mucha de la felicidad y gozo posteriores tienen sus raíces en algunas de esas experiencias «no deseadas». Ninguno de nosotros necesita procurar que ellas ocurran; con frecuencia son ellas las que nos abordan en contra de nuestro deseo. Todo lo que nos corresponde hacer es tratar con toda nuestra fuerza de vivir en la forma correcta, recordar nuestra meta, y dejar el resto en las manos del Señor.
El propósito de las embarcaciones
Recuerdo que una vez leí: «Un barco en un puerto se encuentra seguro, más ese no es el propósito para el cual se crearon las embarcaciones». Creo que esto se aplica tácitamente a nuestra vida; tal vez nos toque pasar por épocas de aflicción, más si lo único que buscamos afanosamente es la seguridad física, probablemente no estemos haciendo lo que debemos. Debemos buscar la seguridad espiritual de saber que estamos haciendo la voluntad del Señor. Algunas veces eso no nos proporcionará toda la seguridad física que deseemos, pero sí nos dará todo lo que necesitamos.
Muchos miembros de la Iglesia no comprenden enteramente la naturaleza real de la fe. Se les oye decir: «No voy a hacer nada sino hasta que reciba una confirmación, un ardor de pecho, de que eso es lo que debo hacer.» No se sienten seguros de muchas decisiones que tienen que tomar a diario, pues esperan recibir ese «ardor” todo el tiempo. A menudo dicen: «Me siento confuso y no sé qué hacer,» y no hacen nada al respecto y, por lo tanto, no progresan. Esta actitud es, básicamente, errónea, puesto que aunque no debemos hacer cosas equivocadas, ¡debemos hacer algo!
En mi vida he sentido un buen número de veces ese ardor de pecho; por ejemplo, cuando he escogido a presidentes de estaca de quienes no me ha cabido la menor duda de que esa era la persona que debía servir en ese momento. Lo mismo me ha sucedido en otras ocasiones, pero repetidas veces he tenido que eliminar los rumbos menos deseables y luego encaminarme hacia la mejor dirección. Debemos esforzarnos por decidir por nosotros mismos. Al tomar algunas de las decisiones de mi vida, cuando me he resuelto ya a tomar un rumbo dado, habiendo reunido toda la información posible, he descubierto que si la decisión ha estado equivocada (no porque fuera mala, sino inapropiada para mí), sin falla, el Señor siempre me lo ha hecho saber enfáticamente: «Eso está incorrecto. ¡No tomes ese camino! ¡No te conviene!» Vosotros también podéis recibir la misma advertencia.
De modo que, más bien que decir: «No haré nada hasta que sienta ese ardor en el pecho,» démosle la vuelta y digamos:- «Emprenderé esto, a manos que sienta que no está correcto; y si es así, entonces no lo haré.” Al ir eliminando los senderos equivocados y avanzando en otros, os encontraréis en la dirección que debéis seguir. Entonces recibiréis esta confirmación: «Sí, este es el rumbo que debo tomar; estoy haciendo lo que mi Padre Celestial aprueba. Sé que no estoy haciendo las cosas que no aprueba». Esto es parte del proceso de crecimiento y del cumplimiento de lo que nuestro Padre tiene reservado para nosotros.
La selección de un cónyuge y de una carrera
Os citaré 2 Nefi 32:1, 3:
«Y ahora, he aquí, amados hermanos míos, supongo que estaréis meditando en vuestros corazones en cuanto a lo que debéis hacer después que hayáis entrado en la senda.
Más he aquí, ¿por qué meditáis estas cosas en vuestros corazones? . . . Por tanto. . .: Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, las palabras de Cristo os dirán todas las cosas que debéis hacer.» (Cursiva agregada.)
¿No es esto poderoso? ¿Todas las cosas? Sí, todas las que sean necesarias.
Os aseguro que al seguir estos pasos, podéis recibir la res puesta y la confirmación a todas las cosas que sean necesarias para el cumplimiento de vuestra misión y llamamiento en la vida. Tal vez no sea fácil, pero sí posible. Esta confirmación se aplica aun hasta a dos de las preocupaciones más importantes de todo ser: con quién habéis de casaros y qué carrera debéis seguir.
En cuanto a la primera de estas preocupaciones, permitidme deciros que, a menos que el deseo de amarse y de estar juntos para siempre sea mutuo entre el hombre y la mujer, probablemente no provendrá de Dios. Os advierto que no podéis recibir una revelación parcial de Dios en lo que respecta a un matrimonio eterno. Hasta que ese sentimiento no sea mutuo, el bien que se pueda predecir de tal unión no tendrá lugar. Pero por otro lado, cuando sintáis que es correcto (y posiblemente esto no ocurra de una sola vez), no contendáis contra ello. Aseguraos de que estáis en lo correcto—ni lo rehuséis—y Dios os bendecirá ahora y por siempre.
En cuanto a la segunda inquietud, la de qué carrera o profesión seguir, podéis ser bendecidos en esta área también. Podéis saber dentro de ciertas pautas generales a qué desea el Señor que os dediquéis. A él le interesan todos los elementos que incumben a nuestra misión individual.
Se os revelarán los misterios de Dios
Conocí en las islas de Tonga a una pareja que descubrió cuál era su misión en la vida. Hace años, mientras vivía en esas tierras como joven misionero, llegué a admirar profundamente a un matrimonio que siempre ayudaba a los misioneros y a las demás personas. Siempre que los visitaba en su hogar los encontraba leyendo las Escrituras o preparando alguna comida para algún misionero, o cuidando de algún niño de un vecino, o preparando una lección de la Sociedad de Socorro, o bien haciendo otras cosas para servir a su prójimo. Aunque no tenían la dicha de tener sus propios hijos, siempre estaban ayudando a los de otras personas.
Años más tarde, cuando regresé a Tonga para servir como presidente de misión, se me pidió que fuera a visitar a una viuda anciana cuyo nombre era Luisa. Cuando me dieron su dirección, me di cuenta de que era la hermana a quien yo había llegado a apreciar muchísimo varios años antes.
Fue ya entrada la tarde del día que nos dirigimos a su hogar. Me sorprendí al notar que casi nada había cambiado desde entonces. Todo estaba impecable; aunque era un hogar humilde, todo irradiaba limpieza.
Al caminar hacía la entrada de la casa, noté que ella estaba esperándonos en la puerta. Al extendemos la mano, advertí que se había quedado ciega y, al abrazarla, que ya no era mucho el tiempo que le quedaba de permanencia en esta tierra, puesto que su aspecto físico era muy débil y frágil.
Nos sentamos un rato a conversar, y ella habló de su deseo de ayudar a la gente «pobre».
Yo le dije que era probable que fuera ella quien necesitara más ayuda, a lo que ella replicó que era rica y que no tenía por qué preocuparse de nada.
No entendí bien lo que quería decir con sus palabras y procedí a preguntar más. Me enteré de que varias veces ella y su esposo habían ahorrado dinero para viajar por avión al Templo de Nueva Zelanda, pero siempre habían decidido prestárselo a otra persona que lo necesitaba más que ellos. Al averiguar éste y otros incidentes, le dije: «Luisa, ¿cómo puede usted decir que no tiene que preocuparse de nada? Se ha quedado sin su esposo, no tiene hijos que la amparen, está privada de la vista, su salud parece ser muy delicada, su hogar es bastante modesto, no ha podido ir al templo todavía… ¿cómo puede decir entonces que es rica?»
Entonces ella interrumpió todas mis preguntas para informarme dulcemente que era rica porque sabía que el Señor estaba complacido con la vida que había llevado. En sus propias palabras, esto fue lo que dijo: «Sé que muy pronto voy a reunirme con mi esposo. Sé que Dios nos va a bendecir con una familia. Tal vez yo no haya hecho todo lo que estaba a mi alcance, pero sé que el Señor está satisfecho con lo que he hecho hasta hoy».
Considerad el pasaje de Doctrina y Convenios 6:7, en el que el Señor aconseja: «No busquéis riquezas sino sabiduría; y he aquí, los misterios de Dios os serán revelados, y entonces seréis ricos. He aquí, rico es el que tiene la vida eterna.»
Luísd se había tomado el tiempo de descubrir cuál era su misión y llamamiento en la vida y había hecho todo lo que era necesario para cumplirlo. Ella sí que había obtenido esa «sabiduría» de que hablan las Escrituras.
Confío en que vosotros podáis ver claramente la verdad de estas cosas. Espero que podáis comprender realmente que nuestro Padre Celestial os tiene designada una misión, y que podáis descubrir cuál es y llevarla a cabo. □



























