Liahona Agosto 1987
Entregados al servicio del Señor
por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero en la Primera Presidencia
Aunque ya han pasado más de tres años desde que se dedicó el Templo de la Ciudad de Guatemala, Guatemala, en Centroamérica, aún recuerdo vívidamente lo emocionante y conmovedor que fue participar en los sagrados servicios dedicatorios.
En un total de diez sesiones dedicatorias, miles de magníficas personas se unieron para obsequiarle a Dios, nuestro Padre Eterno, y a Jesucristo, Su Hijo Amado, esa santa casa. Los que conocen a los habitantes de esa tierra calcularon que más del 75 por ciento de los que concurrieron al templo con motivo de su dedicación eran descendientes del padre Lehi.
Para mí fue motivo de gran inspiración el observar sus semblantes: bellos los padres, y adorables sus hijos. Pude ver, casi como en una visión, a generaciones de sus progenitores: los gloriosos días de su fortaleza y rectitud, cuando conocían a Cristo y lo adoraban; y también los años trágicos y desdichados que, extendiéndose por muchas generaciones, a causa de haberlo rechazado a Él, sólo los condujeron al derramamiento de sangre, como funesta consecuencia del constante conflicto en que vivían, en medio del dolor, la inmundicia, la pobreza y la opresión.
Muchos de los que concurrieron a la ceremonia de dedicación del templo eran personas que vivían en las áreas montañosas y en la selva de Guatemala, así como en otras regiones de los países centroamericanos. Acudieron al lugar como muestra de la forma en que su vida se había visto transformada gracias a fieles misioneros que, recorriendo de uno en uno esos humildes hogares, les habían hablado de sus antepasados, leyéndoles en el Libro de Mormón su propio testamento de Cristo, olvidado ya en el pasado. El poder del Espíritu Santo ha penetrado hasta el corazón de esas personas. Las escamas de tinieblas se han ido desprendiendo gradualmente de sus ojos. Hoy encontramos entre ellos hombres fuertes que sirven a su pueblo como presidentes de estaca y de misión, como obispos de barrio y patriarcas. También entre ellos hay mujeres hermosas y fuertes que presiden Sociedades de Socorro, organizaciones de Mujeres Jóvenes y Primarias, quienes enseñan con sinceridad en las organizaciones de la Iglesia. Cada una de estas personas posee un amor firme hacia el Señor y un testimonio conmovedor. Se trata de un milagro de estos últimos días, un acontecimiento maravilloso de presenciarse. ¿Y cómo sucedió? ¿Cómo tuvo lugar tal transformación?
El verdadero espíritu del Maestro
Para comprender dicha transformación, no se necesita más que ver a los muchos misioneros que han servido en esa parte del mundo, quienes, obedientes al Señor, aceptaron el llamado que les extendió Su profeta para servir en una misión. El apóstol Pedro dijo hace mucho tiempo que Jesús “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). Como embajadores Suyos, los misioneros de nuestra generación han ido y continúan yendo por el mundo haciendo el bien compenetrados del verdadero espíritu del Maestro. Permitidme describiros a uno de ellos. El ejemplifica a muchos otros que también tienen un deseo sincero de servir al Señor.
El misionero al que me refiero es de California, Estados Unidos. Se crió en un ambiente común y corriente, no siendo miembro de la Iglesia. Después de conocer a una muchacha que era miembro de la Iglesia, se quedó tan impresionado con ella, que al enterarse de que era miembro, se interesó en saber más acerca de la Iglesia. Mientras completaba en la universidad un programa de estudios superiores bastante exigente, otros estudiantes le enseñaron el evangelio y el buen joven se bautizó. Con denodado esfuerzo, se dedicó a trabajar después de las clases y durante los veranos para ahorrar suficiente dinero para sostenerse muy ajustadamente durante un período de dieciocho meses como misionero del Señor. Se le llamó a servir en Guatemala. Fue en el Templo de 1a. Ciudad de Guatemala donde conocí a ese apuesto jovencito de mente brillante y poseedor de una excelente educación y preparación en un campo sumamente técnico. Encontrándonos ambos en el templo con motivo de la dedicación, me estrechó la mano calurosamente, y entonces yo le pregunté:
— ¿Se siente feliz?
— ¡Claro que sí! ¡Muy feliz! —me respondió. Cuando le pregunté en qué lugar estaba sirviendo como misionero, declaró entusiasta:
—Allá entre los lamanitas, la gente nativa de Guatemala. Es un lugar bastante pequeño, en el que hay mucha pobreza, pero la gente es maravillosa, y yo la quiero tanto.
Las promesas del Señor
Al recordar a ese apuesto joven, dotado de tanto talento y tan bien preparado académicamente, sirviendo entre los indígenas de Guatemala, en una aldea entre la selva, vienen a mi mente las palabras de Samuel el Lamanita:
“Sí, os digo que en los postreros tiempos se han extendido las promesas del Señor a nuestros hermanos los lamanitas; y a pesar de las muchas aflicciones que experimentarán, y no obstante que serán echados de un lado al otro sobre la superficie de la tierra, y serán perseguidos y heridos y dispersados, sin tener Jugar donde refugiarse, el Señor será misericordioso con ellos.
“Y esto de acuerdo con la profecía de que serán traídos al conocimiento verdadero, que es el conocimiento de su Redentor y de su gran y verdadero pastor, y serán contados entre sus ovejas.” (Helamán 15:12-13.)
Ese joven misionero, junto con sus compañeros de labor, estaba ayudando a aquellos entre quienes caminaba a recibir el “conocimiento verdadero, que es el conocimiento de su Redentor y de su gran y verdadero pastor”, para ser contados entre Sus ovejas.
Ese jovencito al que me he referido nunca recibió en el campo misional una carta de sus padres, ni tampoco dinero, ni apoyo moral. Con el dinero que había ahorrado, tenía suficiente para sostenerse durante esos dieciocho meses de servicio. Ya que en esos días en que él estaba por terminar su misión se anunció que se estaba extendiendo el período de servicio misional de dieciocho a veinticuatro meses, se le ofreció la alternativa de quedarse por seis meses más. Lleno de emoción, le preguntó a su presidente de misión: “¿Existe alguna manera de que alguien me ayude para poder quedarme seis meses más y trabajar entre esta gente a la que he llegado a querer tanto?” En efecto, se encontró una persona que estaba dispuesta a sufragar sus gastos por ese período de tiempo, de modo que el misionero pudo servir por veinticuatro meses.
Como él, hay muchos misioneros, miles de ellos, laborando en muchas tierras, haciendo mucho bien, compenetrados del espíritu del Señor.
El presidente del Templo
Me gustaría hablar de otra persona a quien conocí también en Guatemala. Se trata de John O’Donnal, el presidente del Templo de la Ciudad de Guatemala. Parado enfrente de la congregación, con la voz entrecortada por la emoción, habló de su vida.
Muy joven se graduó en la Universidad de Arizona con un título en ciencias agrícolas. Posteriormente, el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos de América lo contrató para trabajar en un proyecto especial en pro del crecimiento del árbol natural del hule o caucho en Guatemala, con el objeto de afrontar ciertas necesidades críticas durante la Segunda Guerra Mundial.
Según se registran en mi memoria, las palabras que expresó fueron las siguientes: “Cuando llegué a Guatemala por primera vez hace cuarenta y tres años, tenía veinticuatro años de edad y era soltero. Desde pequeño se me había inculcado un gran amor hacia el Salvador y sus enseñanzas. Como parte de mi trabajo, día tras día recorría las montañas y las selvas, conociendo a mi paso a los indígenas de esta tierra. Así aprendí a conocerlos y a amarlos, y al observar su pobreza y la ignorancia en que vivían, lloraba por ellos. Eran las personas más puras que hasta entonces yo había conocido, más carecían de la luz del evangelio. Imploré al Señor con respecto a ellos. Yo sabía que su única y verdadera esperanza yacía en obtener un conocimiento de Jesucristo y en llegar a amarlo, y en recibir el registro de sus progenitores, el cual testifica de Él.
“Después de un tiempo, me enamoré de una linda joven que llevaba en sus venas sangre inglesa y alemana, al igual que la sangre de Lehi, Lamán y Samuel. Contrajimos matrimonio y pasamos nuestra luna de miel en una pequeña casita en las montañas entre la gente nativa de Guatemala. Le dije a mi esposa que algún día los de ese pueblo tendrían que conocer el evangelio y que entonces se levantarían en fortaleza y belleza.
Se dedica la tierra
“En 1946 y nuevamente en 1947, viajé a Salt Lake City, estado de Utah, para suplicarle al presidente de la Iglesia que enviara misioneros a este lugar. Por fin, en diciembre de 1947, el presidente de misión y sus consejeros nos llevaron cuatro misioneros a nuestra casa. Al día siguiente, nos dirigimos hacia una montaña en donde juntos participamos de la Santa Cena, y el presidente de misión dedicó la tierra para la predicación del evangelio restaurado.
“Mi esposa fue la primera guatemalteca bautizada en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Hoy ella sirve a mi lado como la mentora de este bello templo.”
Prosiguiendo con su discurso, el presidente O’Donnal dijo: “En 1956 tuve un serio accidente y se me internó en el hospital para ser sometido a una seria operación quirúrgica. Allí casi perdí la vida, y en medio de esas circunstancias viví una impresionante experiencia. El Señor me mostró que en esta tierra se construiría un templo.
“También se me informó por medio de un poder mayor que el del hombre que no moriría entonces, sino que se me preservaría la vida, pero que mi vida no sería mía.”
Efectivamente, su vida no ha sido suya. Como científico y administrador, estableció y manejó una gran plantación de caucho, y construyó y administró una fábrica de neumáticos en Guatemala para una de las más grandes compañías de caucho de los Estados Unidos. Pero hay algo aún más significativo que este hombre hizo. Con el espíritu del divino Maestro, anduvo haciendo el bien. Se dedicó a enseñar el evangelio a muchos indígenas de Guatemala. Por más de cuarenta años ha vivido entre ellos, ha hablado su lengua, ha sido partícipe de sus penas y aflicciones, les ha enseñado el evangelio sempiterno y se ha perfilado como un discreto, modesto, pero magnífico pionero en el desarrollo de la obra del Señor en esa nación.
Cuando tuvo que recorrer solo los senderos entre las selvas de Guatemala, era entonces el único miembro de la Iglesia en todo ese país. Hoy hay más de cuarenta y cuatro mil miembros en esa área. Con tesón nutrió la primera rama de la Iglesia. Hoy ya se han establecido ocho estacas de Sión en Guatemala y muchas más en las naciones centroamericanas vecinas. Antes se reunían unos cuantos miembros en su hogar. Hoy se distinguen por toda la tierra bellas capillas de la Iglesia. Sobre una colina, asentada en las afueras de la ciudad de Guatemala, se yergue un majestuoso templo, en cuya aguja más elevada descansa la estatua de Moroni.
Fue Moroni precisamente quien nos dejó escrita, como parte de sus últimas palabras la siguiente exhortación:
“¡Y despierta y levántate del polvo, oh Jerusalén; sí, y vístete tus ropas hermosas, oh hija de Sión; y fortalece tus estacas, y extiende tus linderos para siempre, a fin de que ya no seas más confundida, y se cumplan los convenios que el Padre Eterno te ha hecho, oh casa de Israel!
“Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, alma y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia podáis ser perfectos en Cristo; y si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo, de ningún modo podréis negar el poder de Dios.” (Moroni 10:31-32.)
El dar de nosotros mismos
A John O’Donnal se le dijo cuándo se encontraba al borde de la muerte que se le preservaría la vida, pero que no sería suya. Cuán efectiva debe ser esta declaración en nuestra vida también. Nadie tiene el derecho de reclamar su vida como propia. Nuestra vida es un don de Dios; venimos a esta tierra no por nuestra propia voluntad, ni tampoco la dejamos conforme a nuestros deseos. En verdad, nuestros días están contados, no por nosotros mismos, sino de acuerdo con la voluntad de Dios.
De entre todos los pueblos, nos corresponde a nosotros darnos cuenta que, indefectiblemente, no podemos rendir una verdadera adoración a Cristo sin dar de nosotros mismos. ¿Qué es lo que hace felices a los misioneros? Es el hecho de que se pierden en el servicio a su prójimo.
¿A qué se debe que los que obran en los templos son felices? A que esa obra de amor que realizan está en completa armonía con la gran obra vicaria del Salvador de la humanidad. Estas personas no piden que se les den las gracias por lo que hacen, ni tampoco lo esperan. En su mayoría, lo único que saben es y el nombre de la persona fallecida a cuyo favor obran.
Es lamentable que haya muchos de nosotros que dispongamos de nuestra vida como si fuera nuestra.
Es indiscutible que nuestra es la decisión de desperdiciar nuestra vida, si así lo deseamos; más con ello sólo efectuamos una traición a una grande y sagrada obligación. El Maestro ha explicado muy claramente que “todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Marcos 8:35).
Los tres milagrosos años que abarcó el ministerio público del Salvador dieron a conocer al mundo muchos grandes principios de verdad parecidos a éste. Cada uno de ellos se dio tanto por precepto como por el ejemplo, para representar en conjunto las enseñanzas que han enriquecido a la humanidad a través de todas las eras que le han sucedido. De todos los pueblos de la tierra, nosotros, en estos últimos días, poseemos un testimonio seguro de que cuando los hombres lo han reconocido a Él y han seguido Sus enseñanzas, han encontrado paz y prosperidad. Cuando lo han negado y han abandonado Su consejo, han sufrido conflicto, dolor y angustia y han andado en tinieblas.
Esforcémonos individualmente por ser más generosos y bondadosos para con nuestro prójimo en nuestra época, y por amarlo con el espíritu de Cristo. No basta con dar limosna a los necesitados, porque aunque eso sea importante, una dádiva desarraigada de su dador no vale nada; la persona que da de sí misma lo que tiene alimenta a tres: “Se alimenta a sí mismo, alimenta a su hambriento vecino y me alimenta a mí [el Salvador]”. [Traducción libre de James Russell Lowell, “The Vision of Sir Launfal”, parte 2, estrofa 8.] Que el significado verdadero del evangelio penetre hasta el fondo de nuestro corazón, de tal forma que nos haga despertar al conocimiento de que esta vida que Dios nuestro Padre nos ha dado ha de ser dedicada al servicio de los demás.
Si rendimos tal servicio, nuestros días se verán llenos de gozo y alegría. Pero más importante aún, serán consagrados a nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, y serán una bendición para aquellos con quienes nos relacionamos. □

























