Liahona Abril 1992
Creámosle a Cristo
Un análisis de la Expiación
Tener fe en Jesucristo no significa simplemente creer en Su existencia y en Su identidad. Tener fe en Cristo significa creerle cuando nos dice que Él puede purificarnos y hacernos celestiales.
El gran dilema del universo consiste en dos hechos reales. En Doctrina y Convenios 1:31 leemos sobre el primero: “Porque yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia”. Eso significa que el Señor no soporta el pecado; que no puede pasarlo por alto o hacer de cuenta que no existe. Él no lo tolera.
El otro hecho es muy simple: yo peco y ustedes también. Si esto fuera tan sencillo, tendríamos que llegar a la conclusión de que nosotros, como seres pecadores, no podríamos estar en la presencia de Dios.
Pero realmente no es así, porque la expiación de Cristo nos ofrece el plan glorioso por medio del cual se puede solucionar ese dilema. Para ilustrar este concepto, me gustaría contarles algunas experiencias que hemos tenido en mi familia.
La primera fue con mi hijo Michael. El hizo algo malo cuando tenía unos seis o siete años. Es mi hijo y quiero que sea mejor de lo que fui yo, su padre; espero mucho de él. En aquella ocasión le mandé que se fuera a su dormitorio y le dije:
“Te quedarás allí hasta que yo vaya a buscarte”.
Me olvidé del asunto y unas horas después, mientras estaba mirando televisión, oí que se abría la puerta del dormitorio de mi hijo y sentí unos pasos vacilantes por el corredor.
“¡Oh no!”, dije, levantándome rápidamente. En el corredor estaba mi hijo con los ojos hinchados de tanto llorar. Me miró, e inseguro por no saber si había hecho bien en salir de su habitación, me dijo:
“Papá, ¿vamos a volver a ser amigos?”
Por supuesto que lo abracé y le dije lo mucho que lo amaba. Él es mi hijo y lo amo, haga lo que haga.
Al igual que Michael, todos hacemos cosas que no son del agrado de nuestro Padre Celestial y que nos separan de Su presencia y de Su Espíritu. Hay ocasiones, desde el punto de vista espiritual, en las que se nos “manda que vayamos a nuestro dormitorio”. Cometemos pecados que hieren nuestro espíritu y a veces hacemos cosas que nos hacen sentir como si nunca más pudiéramos ser limpios otra vez. Cuando eso sucede, a veces le preguntamos al Señor: “Padre, ¿vamos a volver a ser amigos?”
La respuesta a esa pregunta la encontramos en todos los libros canónicos y es un rotundo: “¡Sí!, gracias a la expiación de Cristo”. En particular me gusta el pasaje que aparece en Isaías 1:8, que dice:
“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueran como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”.
En ese pasaje el Señor nos está diciendo que, sea lo que fuere que hayamos hecho, Él puede hacer que seamos puros, dignos, inocentes y celestiales.
Ahora bien, tener fe en Jesucristo no significa simplemente creer que Él es quien dice ser, o creer en Cristo, sino que a veces también significa creer que Él puede salvarnos.
En mis llamamientos en calidad de obispo y maestro de la Iglesia he aprendido que hay muchas personas que creen que Jesús es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, pero no tienen una firme convicción con respecto al hecho de que Él puede darles la salvación; creen en Su identidad, pero no en el poder que tiene para limpiarlos, purificarlos y salvarlos. Tener fe en la identidad de Jesucristo es sólo la mitad del concepto de tener fe en El. Tener fe en el poder que tiene para purificar y salvar es la otra mitad. No sólo debemos creer en Cristo, sino que también debemos creerle cuando nos dice que tiene el poder para purificarnos y hacernos celestiales.
Cuando era obispo, algunos de los miembros del barrio me decían: “Obispo, mi pecado es horrible. No puedo recibir todas las bendiciones del evangelio porque hice esto y aquello. Vendré a la Iglesia y espero recibir alguna recompensa por ello, pero no soy digno de recibir la plenitud de las bendiciones de la exaltación en el reino celestial después de haber hecho lo que hice”.
Otros decían: “Obispo, soy un miembro común de la Iglesia; soy débil e imperfecto y no tengo todos los talentos que tiene el hermano Fulano o la hermana Fulana de tal. Nunca seré llamado a ocupar un cargo en el obispado, o ser presidenta de la Sociedad de Socorro.
Soy un santo o santa común y corriente. Nunca ganaré la exaltación”.
Declaraciones como las anteriores encierran el siguiente concepto: “No creo que Cristo pueda hacer lo que Él dice que puede hacer; no tengo fe en Su capacidad para exaltarme”.
Un hermano me dijo en una ocasión: “Obispo, yo no soy de índole celestial”. Dicho comentario me impacientó y le dije: “Hermano, ¿por qué no admite el verdadero problema que usted tiene? ¿Que usted no tiene una naturaleza celestial? Bueno, no es el único. ¡Ninguno de nosotros la tiene! Si fuera por nosotros mismos, ninguno lograría jamás el grado de perfección que debemos alcanzar para ser dignos de vivir en la presencia de Dios. ¿Por qué no admite que no tiene fe en la capacidad que Cristo tiene de hacer lo que Él dice que puede hacer?”
El hermano se molestó conmigo y agregó: “Yo tengo un testimonio de Jesús. Yo creo en Cristo”.
A lo que le respondí: “Sí, usted cree en Cristo, pero no le cree cuando Él dice que aunque usted no sea de índole celestial, Él puede hacerlo celestial si usted coopera”.
¿Por qué le llamamos el Salvador?
A veces nos sentimos abrumados ante la presión que sentimos al tratar de ser perfectos; a veces no creemos en la verdad más maravillosa del evangelio de que el Señor puede cambiarnos y llevarnos a Su reino. Permítanme contarles otra experiencia que sucedió hace unos diez años.
En ese entonces, mi esposa Janet y yo vivíamos en Pensilvania. Todo parecía marchar bien. Yo había recibido un ascenso en el trabajo y en general había sido un buen año para toda la familia. No obstante, fue una época muy difícil para mi esposa. Había nacido nuestro cuarto hijo, se había recibido de contadora pública y la habían llamado para ser presidenta de la Sociedad de Socorro del barrio.
Teníamos la recomendación para ir al templo, realizábamos las noches de hogar y yo estaba en el obispado.
Una noche ocurrió algo con mi esposa que yo describiría sólo como “agonía espiritual”. Ella se negaba a hablar y decirme lo que le sucedía.
Para mí, eso era lo peor. Durante varios días se negó a participar en cualquier cosa de índole espiritual, y pidió que la relevaran de sus llamamientos.
Por último, después de dos semanas, dijo: “Está bien. ¿Quieres saber lo que me pasa? Pues te lo diré.
No puedo hacerlo todo; no puedo levantarme a las 5:30 de la mañana, hacer pan casero, coser y remendar, ayudar a los chicos con las tareas de la escuela, cumplir con mis ocupaciones, cumplir con mi llamamiento en la Sociedad de Socorro, hacer la obra genealógica, asistir a las reuniones de padres y maestros de escuela y escribir a los misioneros”. Y, una por una, fue nombrando todas sus responsabilidades.
Luego enumeró sus defectos e imperfecciones. Agregó: “No tengo el talento de la hermana Morrell; no puedo hacer lo que hace la hermana Childs. Trato de no gritarles a los chicos, pero pierdo el control y les grito igual. He llegado a la conclusión de que no soy perfecta y jamás lo seré. Nunca voy a ser digna del reino celestial y no puedo pretender que lo soy. De modo que me doy por vencida. ¿Para qué matarme tratando de hacer algo imposible?”
Entonces comenzamos a hablar y lo hicimos hasta altas horas de la noche. Durante la conversación, le pregunté:
—Janet, ¿tienes un testimonio de la Iglesia?
A lo que contestó:
— ¡Por supuesto que sí! ¡Por eso me siento tan horrible! ¡Yo sé que es verdadera! Lo que pasa es que no puedo hacer todo lo que se espera de mí.
— ¿Has sido fiel a los convenios que hiciste cuando te bautizaste?
—He tratado y tratado, pero me es imposible cumplir con todos los mandamientos a la vez.
Sentí un gran alivio al saber que el problema de mi esposa no era nada de las cosas horribles que podrían haber sido. Es muy factible ser un miembro activo de la Iglesia, tener un testimonio de su veracidad, ocupar posiciones de liderazgo y, sin embargo, perder la perspectiva de las “buenas nuevas” que son el corazón del evangelio. Ella sabía por qué Jesús es el Asesor y el Maestro, por qué Él nos dio el ejemplo a seguir, por qué Él es la cabeza de la Iglesia, nuestro hermano mayor y hasta Dios. Mi esposa sabía todas esas cosas, pero no comprendía la razón por la que le llamamos el Salvador.
Mi esposa estaba tratando de salvarse, teniendo a Jesús como un asesor. Pero no podemos hacer eso. Nadie es perfecto. En Eter 3:2 leemos acerca de uno de los profetas más grandes que hayan vivido: el hermano de Jared. Su fe era tan grande que estuvo a punto de ver más allá del velo y ver el cuerpo espiritual de Cristo. No obstante, comenzó a orar y dijo:
“Y ahora, he aquí, oh Señor, no te enojes con tu siervo a causa de su debilidad delante de ti [obsérvese que comienza la oración disculpándose por ser un ser imperfecto y dirigirse a un Dios perfecto]; porque sabemos que tú eres santo y habitas en los cielos, y que somos indignos delante de ti; por causa de la caída nuestra naturaleza se torna mala continuamente; no obstante, oh Señor, tú nos has dado el mandamiento de que debemos invocarte, para que recibamos de ti según nuestros deseos”.
¡Por supuesto que no somos de índole celestial! Esa es precisamente la razón por la que necesitamos tener un salvador y por la que se nos manda que nos dirijamos a Dios y le pidamos recibir de acuerdo con los deseos de nuestro corazón. El Salvador dijo:
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6).
Con frecuencia interpretamos mal ese pasaje de las Escrituras, porque pensamos que dice: “Bienaventurados los justos”, cuando no es así. ¿Cuándo tenemos hambre? ¿Cuándo tenemos sed? Cuando no tenemos lo que deseamos.
Bienaventurados aquellos que tienen hambre y sed de la justicia que Dios tiene, de la justicia del reino celestial. Cuando esa justicia pasa a ser el deseo de nuestro corazón, ésta no será dada y seremos saciados. Recibimos “de acuerdo con los deseos de nuestro corazón”.
Ser uno
La perfección que se logre en la etapa mortal la debemos sólo al sacrificio expiatorio de Cristo. No nos es posible lograrla por nosotros mismos, sino que debemos ser uno con el Señor, quien es un ser perfecto. Eso es lo que en el mundo de los negocios se conoce como fusión. ¿Qué sucede cuando una pequeña compañía que está a punto de declarar bancarrota se une a una corporación más grande? Se juntan los bienes y las deudas de dos compañías para formar una entidad nueva y solvente.
Cuando mi esposa y yo nos casamos, yo estaba teniendo problemas económicos y Janet tenía dinero ahorrado en el banco. Cuando entramos en el convenio del matrimonio sacamos una cuenta bancaria a nombre de los dos. Ya no había más un “yo” ni un “ella”. Desde el punto de vista económico éramos “nosotros”. Sus ahorros compensaron mis deudas y, por primera vez en varios meses, yo pasé a ser solvente desde el punto de vista económico.
Lo mismo sucede desde el punto de vista espiritual cuando hacemos convenios con nuestro Salvador. Nosotros tenemos deudas y Él tiene bienes. Él nos propone los términos del convenio, y conste que uso la palabra propone a propósito, porque lo que se propone es cierto tipo de matrimonio espiritual. Esa es la razón por la que al Salvador le llaman el Esposo. Ese convenio es tan íntimo que en las Escrituras se le describe como una boda. Yo paso a ser uno con Cristo, y juntos nos esforzamos por lograr mi salvación. Mis deudas y Sus bienes se unen entre sí. Yo hago todo lo que puedo y El hace lo que yo todavía no puedo hacer; de ese modo, juntos, somos perfectos.
Esa es la razón por la que el Salvador dice:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
¿Qué otra exigencia tenemos que sea más grande que la de la perfección, la idea de que debemos perfeccionarnos en esta vida a fin de tener esperanzas en la vida venidera? ¿Qué carga hay que sea más pesada que el yugo de la ley?
“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas;
“porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29-30).
“Confía en Mí”
El profeta Nefi fue un gran profeta. No obstante, necesitaba y dependía del Salvador. Él dijo:
“¡Oh, miserable hombre, que soy! Sí, mi corazón se entristece a causa de mi carne. Mi alma se aflige a causa de mis iniquidades.
“Me veo circundado a causa de las tentaciones y pecados que tan fácilmente me asedian.
“Y cuando deseo regocijarme, mi corazón gime a causa de mis pecados…” (2 Nefi 4:17-19).
¿Se daba cuenta Nefi de su condición mortal, de la necesidad que tenía de que el Salvador lo salvara de sus pecados? Sí, y la clave yace en lo que dice al final del versículo:
“…no obstante, sé en quien he confiado” (versículo 19).
Nefi sabía que era imperfecto y se sentía agobiado por sus pecados. Todavía no era de índole celestial, pero sabía muy bien en quien había depositado su confianza. Nefi confiaba en el poder que Jesucristo tenía de limpiarlo de sus pecados y de llevarlo con El al Reino de Dios.
Yo tenía una amiga que con frecuencia solía decir: “He vivido la mitad de mi vida y me queda la otra mitad para continuar perfeccionándome y alcanzar el reino celestial”.
Un día le pregunté: “Judy, ¿qué sucedería si murieras mañana?” A ella nunca se le había ocurrido eso.
“Veamos”, dijo. “A mitad del camino hacia el reino celestial es… en medio del terrestre. Y eso no es suficiente”.
Es preciso que tengamos presente que gracias a ese convenio que hemos hecho con el Salvador, si muriéramos mañana, tendremos la esperanza de ser dignos de ir al reino celestial. Esa esperanza es una de las bendiciones que se nos prometen en ese convenio. No obstante, muchos no entienden esa esperanza ni se valen de ella.
Cuando mis hijas mellizas eran pequeñas las llevábamos a la piscina pública para enseñarles a nadar. Recuerdo que la primera vez que fuimos comencé con Rebeca. Cuando entré en el agua con ella yo pensaba: “Voy a enseñarle a nadar”. Pero ella pensaba: “¡Papá me va a ahogar! ¡Voy a morir!” Estaba tan asustada que comenzó a gritar, a llorar, a patear y hasta arañarme. No había manera de enseñarle a nadar.
Por último, la tomé en los brazos y con mucho cariño le dije: “Rebeca, estás en mis brazos; soy tu papá y te quiero mucho. No voy a permitir que te suceda nada malo. Sólo haz lo que te digo”. Para mi sorpresa me obedeció y confió en mí. Aflojó el cuerpo, y sosteniéndola en los brazos le dije: “Muy bien; ahora comienza a patalear”. Y así comenzó a aprender a nadar.
Desde el punto de vista espiritual, muchos de nosotros nos atemorizamos del mismo modo que mi hijita ante preguntas como las siguientes:
“¿Soy celestial? ¿Voy a salir bien de todo esto? ¿Hice hoy lo que se esperaba de mí?” Estamos tan horrorizados preguntándonos si vamos a vivir o a morir, si vamos a merecer o no el reino celestial, que detenemos nuestro progreso. Cuando nos sentimos de ese modo, en cierta manera, el Salvador nos rodea con Sus brazos y nos dice: “Estás en mis brazos y te amo; no voy a permitir que mueras. Descansa y confía en mí”. Si nos apaciguamos, confiamos en El y creemos lo que Él dice de la misma forma en que creemos en El, entonces, juntos, podemos comenzar a aprender a vivir los principios del evangelio. Entonces Él nos dice:
“Bien, ahora comienza a pagar el diezmo. Muy bien; ahora paga un diezmo completo”.
Y así comenzamos a progresar.
En Alma 34:14—16 leemos lo siguiente:
“Y he aquí, éste es el significado entero de la ley, pues todo ápice señala a ese gran y postrer sacrificio; y ese gran y postrer sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno.
“Y así él trae la salvación a cuantos crean en su nombre; ya que es el propósito de este último sacrificio poner por obra las entrañas de misericordia, que sobrepujan la justicia y proveen a los hombres la manera de poder tener fe para arrepentirse.
“Y así la misericordia puede satisfacer las exigencias de la justicia, y ciñe a los hombres con brazos de seguridad”.
Los brazos de seguridad: esa es mi frase favorita del Libro de Mormón.
¿Creemos los Santos de los Últimos Días en “ser salvos”? Si pregunto a mis alumnos de la clase de religión, con cierto tono de voz, “¿Creemos en ser salvos?”, en general un tercio de ellos mueven la cabeza y dicen:
“¡Oh, no, no. La mayoría de las otras religiones creen que son salvos por la gracia de Dios, hagan lo que hagan!”
¡Qué horror! Por cierto que creemos en ser salvos; esa es la razón por la que llamamos a Jesús nuestro Salvador. ¿De qué nos sirve tener un Salvador si no somos salvos? Es como tener un salvavidas que no se levante de la silla y diga: “Ahí se está ahogando otro. ¡Oye! ¡Trata de nadar de espaldas! ¡Qué lástima!, no volvió a salir a flote”. Pero nosotros tenemos a un Salvador que puede salvarnos de nosotros mismos; salvarnos de lo que nosotros no tenemos, de nuestras imperfecciones, del hombre natural que está en todos nosotros.
En la visión de José Smith del reino celestial, el Profeta describe a los que allí moran de la siguiente manera:
“Son aquellos cuyos nombres están escritos en el cielo, donde Dios y Cristo son los jueces de todo.
“Son hombres justos hechos perfectos mediante Jesús, el mediador del nuevo convenio, que obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre” (D. y C. 76:68-69).
Hombres y mujeres justos, hombres y mujeres buenos, los que tuvieron hambre y sed de justicia reciben la perfección mediante Jesucristo, el mediador del nuevo convenio.
Démosle todo lo que tenemos
Volviendo al tema de mi esposa, mientras analizábamos sus sentimientos de incapacidad y de fracaso, recordé algo que había sucedido en nuestra familia unos meses antes, y a lo que llamamos la parábola de la bicicleta.
Un día, después de haber llegado a casa del trabajo, estaba sentado leyendo el periódico, cuando mi hija Sara, que en ese entonces tenía siete años, vino hacia mí y me dijo:
—Papá, ¿me compras una bicicleta?
No sabía con certeza si teníamos el dinero para hacer un gasto así, pero le dije que sí.
Entonces ella preguntó:
— ¿Cuándo? ¿La vamos a comprar ahora?
Para darle largas al asunto le dije:
—Ahorra todos los centavitos que puedas y pronto tendrás para comprar la bicicleta.
Y se fue complacida.
Unas semanas después, estando yo sentado en la misma silla, observé que Sara estaba ayudando a su madre y recibiendo pago por lo que hacía. Fue a su habitación y oí el sonido de monedas.
—Sara, ¿qué estás haciendo? —le pregunté.
Entonces vino y me mostró un frasco de vidrio con monedas. Me miró a los ojos y dijo: —Me prometiste que si ahorraba todo lo que pudiera, pronto tendría para comprar la bicicleta. Papá, he ahorrado todo lo que he ganado.
Me enternecí al ver que había hecho exactamente lo que yo le había dicho. Y no le había mentido, porque si guardaba todos sus centavitos, con el tiempo, tendría suficiente para comprar lo que deseaba; el problema era que, para ese entonces, ¡ella querría un auto! De modo que le dije:
—Vayamos a ver bicicletas. Fuimos a todos los comercios de bicicletas de la ciudad de Williamsport, Pensilvania, hasta que por fin encontramos la bicicleta perfecta para ella. Mi hijita se subió a ella entusiasmada, pero cuando vio el precio, el desencanto se le reflejó en su carita y con mucha tristeza me dijo:
—Papá, nunca tendré suficiente dinero para comprarla.
Entonces le hice la siguiente pregunta:
—Sara, ¿cuánto dinero tienes?
—Sesenta y un centavos.,
—Hagamos una cosa —agregué—. Entrégame todo lo que tengas, dame un abrazo y un beso y tendrás la bicicleta.
Ella me abrazó, me dio un beso y los sesenta y un centavos, y yo pagué la bicicleta. De regreso a casa, tuve que conducir el auto muy despacio porque ella se negó a bajarse de su preciada adquisición; ella iba por la acera, en su bicicleta. En el trayecto, se me ocurrió que esa era una parábola de la expiación de Cristo.
Todos deseamos algo con vehemencia, mucho más que una bicicleta: Deseamos ir al reino celestial; deseamos estar con nuestro Padre Celestial y, por más que nos esforcemos, siempre tendremos alguna imperfección que debemos superar. Y en un momento dado en la vida, nos decimos a nosotros mismos: “Yo no tengo fuerzas para seguir adelante”.
En esa etapa se encontraba mi esposa. A lo largo de la conversación, percibimos la dulzura del convenio donde el Salvador propone:
“Está bien, no eres perfecto.
Entrégame todo lo que tengas, y yo pagaré el resto. Dame un beso y un abrazo —o sea, acepta hacer el convenio conmigo— y yo me encargaré del resto”.
El Salvador requiere que nos esforcemos al máximo; requiere que luchemos y que hagamos lo mejor que podamos, y eso es todo, por ahora. Juntos progresaremos en las eternidades y, con el tiempo, llegaremos a ser perfectos. Mientras tanto, sólo somos perfectos si estamos asociados con El, por medio de un convenio. Su perfección es el único medio que tenemos para alcanzar la exaltación.
Después de analizar todo eso, por fin mi esposa comprendió. Recuerdo que llorando decía: “Siempre he creído que Él es el Hijo de Dios; siempre he creído que sufrió y murió por mí, pero ahora me doy cuenta de que Él puede salvarme de mí misma, de mis pecados, de mis debilidades, de mi incapacidad y de mi falta de talentos”.
Muchos de nosotros olvidamos las palabras de Nefi: “…ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías…” (2 Nefi 2:8).
No hay otro medio de lograr la exaltación. A veces, sin darnos cuenta, tratamos de salvarnos a nosotros mismos, poniendo a un lado el sacrificio expiatorio de Jesucristo diciendo:
“Una vez que lo haya logrado, cuando me haya perfeccionado, cuando sea digno, sólo entonces seré merecedor de la Expiación; sólo entonces le recibiré”. Pero no podemos hacer eso porque sería como si dijéramos:
“Cuando esté sano tomaré los medicamentos; sólo entonces lo mereceré”. Pero ese no es el propósito de la Expiación.
Uno de mis himnos favoritos dice: “Su gran amor debemos hoy saber corresponder, y en Su redención confiar y obedientes ser” (Himnos, 119). Creo que una de las razones por las que ese himno me gusta tanto es que expresa ambas partes del convenio. Nosotros debemos ser obedientes de todo corazón; debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance, y después de haber hecho todo lo posible, entonces debemos confiar en Su redención y en Su capacidad para hacer por nosotros lo que todavía no podemos hacer por nosotros mismos.
El élder Bruce R. McConkie solía decir que era como estar en la montura del evangelio, porque cuando corremos una carrera de caballos, tratamos de ganar terreno, con la vista fija en la meta. Si bien todavía no hemos llegado a la meta final, tenemos la tranquilidad de que si esa es la meta que tenemos en la vida, también lo será en la eternidad. Mediante el sacrificio expiatorio de Cristo tenemos la esperanza de alcanzar esa meta.
Jesucristo es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo. Él nos salvará en forma personal si tan sólo hacemos ese convenio glorioso con Él y le damos todo lo que tenemos. Ya sean sesenta y un centavos o mucho más, no debemos retener nada. Después de haberle dado todo a Él, debemos tener fe y confiar en la capacidad que Él tiene de hacer por nosotros lo que todavía no podemos hacer; y lo hace con el fin de compensar nuestra falta de perfección. Ese es el yugo fácil y la carga ligera. □
Stephen E. Robinson es jefe del Departamento de Escrituras Antiguas de la Universidad Brigham Young.

























