El ministerio eterno de Cristo

Liahona Abril 1992

El ministerio eterno de Cristo
Él es el Creador, el Revelador y el Redentor.

Por Kent P. Jackson

Los profetas de la antigüedad recibieron revelación por medio de Jesucristo, el Jehová del Antiguo Testamento. El mismo Jehová reveló las verdades del evangelio a José Smith en nuestra dispensación.

El Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, la Perla de Gran Precio y los sermones y escritos del profeta José Smith nos bendicen con el conocimiento de quién es Jesucristo, qué requiere el plan de Su Evangelio y cuál debe ser nuestra relación con El. Con esos libros modernos de revelación, más los del Antiguo Testamento y los del Nuevo Testamento, no sólo llegamos al conocimiento de que Cristo vive, sino que también sabemos lo que significa para nosotros el hecho de que El viva.

A pesar de haber sido rechazado por la mayoría de la gente de Su época y de la ceguera del mundo actual, que con frecuencia parece no tener necesidad de un Salvador, sabemos que el Jesús que vivió en la carne no fue un carpintero judío común de Galilea. Antes de nacer en esta tierra, El gobernó en gloria bajo la dirección de Su Padre. Abraham vio a Cristo en la gloria premortal y testificó que El “era semejante a Dios” (Abraham 3:24). Por otro lado, Pablo escribió que el Cristo premortal era “en forma de Dios” (Filipenses 2:6).

Jesús mismo, al orar a Su Padre, dijo: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:5). Él era “el resplandor de su gloria [del Padre], y la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3). Los actos divinos de crear y gobernar mundos incontables, de dar a conocer la voluntad divina a los profetas y de expiar los pecados de los hijos de Dios eran parte de la misión de Jesucristo —Jehová— quien era, tal como el rey Benjamín lo enseñó, “el Señor Omnipotente, que reina, que era y que es de eternidad en eternidad” (Mosíah 3:5). El Padre dejó todo poder y autoridad en las manos de Aquel que era el Unigénito en la carne.

A fin de comprender correctamente el papel de Jesucristo, también debemos tener un conocimiento de la magnitud de Su ministerio eterno. Las Escrituras nos enseñan que Cristo es el Creador, el Revelador y el Redentor,

El creador

Tanto las Escrituras de la antigüedad como las actuales testifican que Cristo fue el Creador. A José Smith le dijo:

“Así dice el Señor vuestro Dios, Jesucristo, el Gran YO SOY, el Alfa y la Omega…

“Soy el mismo que hablé, y el mundo fue hecho, y todas las cosas llegaron a existir por mí” (D. y C. 38:1, 3).

Pablo escribió que en Cristo “fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles… todo fue creado por medio de él y para él” (Colosenses 1:16). El rey Benjamín dijo que Cristo era “el Creador de todas las cosas desde el principio” (Mosíah 3:8).

Moisés vio claramente el papel que Cristo desempeñó en la Creación cuando, en una visión, el Padre le mostró la obra del Señor y le dijo:

“Y las he creado por la palabra de mi poder, que es mi Hijo Unigénito, lleno de gracia y de verdad.

“Y he creado incontables mundos, y también los he creado para mi propio fin; y por medio del Hijo, que es mi Unigénito, los he creado” (Moisés 1:32-33).

Bajo la dirección del Padre, Jehová sigue presidiendo Sus creaciones. El “sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (Hebreos 1:3), y la luz que fluye de Él “para llenar la inmensidad del espacio… da vida a todas las cosas” (D. y C. 88:12-13).

El revelador

Jesucristo es Jehová, el Dios del Israel antiguo y contemporáneo, quien ha hablado con Sus profetas desde el comienzo de los tiempos. El presidente Joseph Fielding Smith enseñó que: “Toda revelación desde la Caída ha venido por medio de Jesucristo, quien es el Jehová del Antiguo Testamento. En todos los pasajes en los que se menciona a Dios y en los que se refiere a su manifestación, se habla de Jehová. Fue Jehová quien habló con Abraham, con Noé, con Enoc, con Moisés y con todos los profetas. Él es el Dios de Israel, el Santo de Israel” (Doctrina de Salvación, tomo I, pág. 25, compilación de Bruce R. McConkie, Salt Lake City, Utah, EE.UU. 1978).

El Libro de Mormón también nos enseña esa doctrina. Cuando Cristo se apareció en el Nuevo Mundo, después de haber resucitado, dijo:

“He aquí, soy yo quien di la ley, y soy el que hice convenio con mi pueblo Israel” (3 Nefi 15:5; véase también 1 Nefi 19:7-10; 3 Nefi 11:14).

También en nuestra época se ha manifestado como Jehová:

“Escuchad la voz de Jesucristo, vuestro Redentor, el Gran YO SOY” (D. y C. 29:1; véase también 38:1; 39:1; Éxodo 3:13-14).

El redentor

El ministerio de Jesús no se limitó a crear, a gobernar los mundos y a comunicarse con los profetas, porque debido a que Él es la Palabra de Dios y cumple en forma perfecta con la voluntad del Padre, Su misión también incluía venir a la tierra como ser mortal, ser probado en un grado mucho más alto que cualquier otro ser humano jamás podría haber resistido, vencer toda prueba y tentación sin cometer ningún pecado y sufrir por los pecados del mundo. El haber nacido en la tierra bajo circunstancias tan humildes —nacer en un establo, en una familia pobre que estaba lejos del hogar— ocultó Su identidad divina y la misión que venía a cumplir. No obstante, fue precisamente bajo esas circunstancias que pudo llevarse a cabo Su obra, porque era preciso que El descendiera “debajo de todo” (véase D. y C. 88: 5-6). Pablo conocía y entendía la naturaleza de la condescendencia de Dios: que Jesús “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres;

“y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:7-8). De hecho, Jesús dejó su gloria celestial cuando vino a la tierra. Llegó a ser mortal, como nosotros, para bendecir nuestra vida:

“Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo.

“Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado…

“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 2:17-18; 4:15).

Una de las razones por la que Cristo descendió del trono divino para ser como nosotros fue para darnos el ejemplo a seguir. El demostró que, en verdad, podemos cumplir con los mandamientos y vencer las dificultades y las tentaciones de la vida. Es un gran consuelo para millones de personas que padecen problemas y tentaciones y que sufren en esta existencia mortal el saber que hubo un ser que sufrió y padeció más que cualquier otro ser humano. Jesús no sólo venció la adversidad, sino que comprende a aquellos que todavía están aprendiendo a superar la adversidad.

Pero al venir a la tierra como un ser mortal, Cristo hizo mucho más que indicarnos el camino a seguir, ya que, al expiar nuestros pecados, sufrió mucho más de lo que un ser humano puede llegar a comprender. Él dijo al respecto:

“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten” (D. y C. 19:16). El hizo todo eso como muestra de la misericordia infinita que tiene hacia nosotros. Cuando meditemos en el sufrimiento que Jesús padeció por nosotros, no olvidemos quién es El. Él es Jehová, el Dios Omnipotente, quien descendió de su trono de gloria, se sometió a la vida mortal y sufrió y murió por nosotros.

El sacrificio expiatorio de Cristo, el cual es el acto de sacrificio y renunciamiento más grande que jamás se haya hecho, es también Su triunfo mayor. Al realizar ese gesto de amor supremo, El demostró a todos el verdadero significado de la grandeza. Su expiación demuestra la insignificancia de la vanidad del ser humano de sentirse importante y de la obsesión de algunos de lograr jerarquía y posiciones de privilegio. Toda definición de valor debe medirse de acuerdo con el ejemplo que nos dio Jesús. El mundo rara vez mide el verdadero valor de las cosas; y a menudo lo interpreta mal.

Cuando Santiago, Juan y su madre fueron al Maestro pidiéndole ella que diera jerarquía y posición a sus hijos en el más allá, El, mansamente, les enseñó que el mundo estaba equivocado con respecto a esas cosas; les enseñó que la verdadera grandeza no proviene del rango ni del cargo que se tenga, sino del servicio que se preste a los demás. Él les dijo:

“Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad.

“Más entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor,

“y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo;

“como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:25-28).

El rey de reyes

Jesús, el más grande de todos, descendió a las profundidades del abismo para que, cuando regresara al lugar de gloria que le correspondía, pudiera llevar a otros con él.

Sabemos que Jesús volvió a Su lugar de gloria; El, quien en Su vida mortal fue llamado “el Cordero de Dios” (véase Juan 1:29), es ahora, por la eternidad, el Rey de reyes y el Señor de señores (Apocalipsis 19:16). Pero aun en Su lugar de gloria, Él no ha terminado Su obra, porque todavía no estamos allí, con El. Su misión eterna, al igual que la de Su Padre, es llevar a cabo nuestra inmortalidad y nuestra vida eterna (véase Moisés 1:39).

El plan del Evangelio de Cristo nos ayuda a adquirir cualidades que reflejen Su naturaleza divina; la obediencia a Su voluntad nos ayuda a vencer nuestras debilidades y a llegar a ser más como El. No obstante, el ingrediente principal de nuestra salvación es y será siempre Su gracia.

Es posible que la parábola de Jesús sobre la oveja perdida (véase Lucas 15:1-7) nos dé una idea del gran amor que lo motiva a hacer esas cosas. Algunos lo seguirán con buena disposición, mientras que otros necesitarán más tiempo, más atención y más aliento del Pastor Divino. Pero con Su sacrificio expiatorio ya ha demostrado que para El nuestra alma no tiene precio; Su obra no habrá terminado hasta que se haya hecho todo el esfuerzo posible para salvar a cada una de las almas que escojan seguirle. Aquellos que respondan a Su llamado, que dejen de lado las cosas del mundo y vengan a Él, sabrán la veracidad de su promesa que dice: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy pues a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2). □

Kent P. Jackson es profesor de Escrituras Antiguas en la Universidad Brigham Yotmg.

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