El Arrepentimiento ¿Que significa arrepentirse?

El Arrepentimiento
¿Que significa arrepentirse?

Por el élder Theodore M. Burton
del primer quorum de los setenta
Liahona Noviembre 1988

El arrepentirse no quiere decir que la persona reciba un castigo, sino más bien que cambie su vida, a fin de que Dios le pueda ayudar a escapar del castigo eterno.

A veces, los principios más básicos del evangelio son los que menos se entienden. Uno de ellos es el principio del arrepentimiento.

A fin de que una persona progrese y se desarrolle espiri­tualmente, es necesario que se arrepienta. Este principio es tan fundamental en el evange­lio que el Señor recalca su importancia una y otra vez en las Escrituras.

Por ejemplo, tal como podemos ver en Doctrina y Convenios, cuando los primeros miembros de la Iglesia de esta dispensación recibían el llamamiento misional, con frecuencia el Señor repetía la siguien­te amonestación:

“Y ahora, he aquí, te digo que la cosa que será de máximo valor para ti será declarar el arrepentimiento a este pueblo, a fin de que puedas traer almas a mí, para que con ellas reposes en el reino de mi Padre.” (D. y C. 15:6; 16:6; cursiva agregada.)

Estas revelaciones no fueron sólo para aquellos que las recibieron directamente, sino también para nosotros, y nos ayudan a comprender que lo que de­be ser de más valor para nosotros es declarar el arre­pentimiento a los demás y ponerlo en práctica noso­tros mismos.’

Volver a nuestro padre

¿Qué significa arrepentirse? Bueno, creo que re­sulta más fácil comprender lo que no es el arrepenti­miento que saber lo que es.

Como Autoridad General, ha sido mi responsabi­lidad preparar información para que la Primera Pre­sidencia la utilice al considerar las solicitudes de readmisión a la Iglesia de transgresores arrepentidos y la restauración del sacerdocio y las bendiciones del templo. En dichas solicitudes, muchas veces los obispos escriben: “Considero que esta persona ya ha sufrido bastante”. Pero sufrir no significa arrepentir­se. Se sufre cuando la persona no se ha arrepentido completamente. Los presidentes de estaca anotan: “Pienso que ya se le ha castigado lo suficiente”. Pe­ro el recibir un castigo no significa arrepentirse. El castigo sigue a la desobediencia y precede al arrepen­timiento. Es común que un esposo escriba: “Mi es­posa lo ha confesado todo”. Pero confesar no signifi­ca arrepentirse. El confesar es admitir que se es culpable, lo que sucede cuando la persona comienza a arrepentirse. Por otro lado, una esposa escribe:

“Mi esposo sufre muchos remordimientos”. Pero su­frir remordimientos no significa arrepentirse. Si una persona continúa sufriendo remordimientos y lamen­tando lo que hizo, quiere decir que todavía no se ha arrepentido totalmente. El sufrimiento, el castigo, la confesión, el remordimiento y la pena pueden, a ve­ces, acompañar al arrepentimiento, pero esto no sig­nifica que la persona se ha arrepentido. Pero enton­ces, ¿qué es el arrepentimiento?

A fin de contestar esta pregunta debemos ir al Antiguo Testamento. Este fue originalmente escrito en hebreo, y la palabra que se usa para hacer refe­rencia al concepto del arrepentimiento es shub, que’ quiere decir “apartarse de».

El mensaje que encierra el Antiguo Testamento es shub, o sea, apartarse del pecado y volverse a nuestro Padre Celestial; abandonar la desdicha, la pena, el remordimiento y la desesperación, y regre­sar a la familia de nuestro Padre. Allí es donde po­demos hallar la felicidad y el gozo verdaderos, y sen­tirnos integrados con sus otros hijos.

Profeta tras profeta se refieren al shub para hacer­nos saber que si nos arrepentimos sinceramente y abandonamos el pecado, se nos recibirá con gozo y satisfacción. Reiteradamente, el Antiguo Testamen­to nos enseña que debemos alejamos del mal y dedicarnos a hacer lo que es noble y bueno. Esto signifi­ca que no sólo debemos cambiar nuestra conducta, sino también nuestros pensamientos, porque éstos son los que controlan nuestras acciones.

El concepto de shub se encuentra también en el Nuevo Testamento, que fue originalmente escrito en griego. Para referirse al arrepentimiento, los es­critores griegos utilizaron la palabra metanoeo, que significa “cambiar de parecer o de criterio”, o que la meditación es tan intensa que llega a cambiar el modo de vida. Considero que la palabra griega metanoeo es un sinónimo excelente de «la palabra hebrea shub, ya que ambas significan cambiar completa­mente o apartarse del mal para volverse a Dios y su justicia.

Surgió la confusión, sin embargo, cuando el Antiguo Testamento se tradujo del griego al latín y se cometió un error en la traducción. La palabra griega metanoeo se tradujo al latín por poeniteig, que quiere decir castigo, pena, penitencia, además de arre­pentimiento. El hermoso significado de la palabra he­brea y griega se cambió, en el latín, a significar do­lor, castigo, paliza, corte, mutilación, desfiguración, inanición y hasta tortura. No es de extrañar enton­ces que la gente haya llegado a temer la palabra arrepentimiento, la cual se interpreta como castigo rei­terado o interminable.

Escapar del castigo eterno

El arrepentirse no quiere decir que la persona re­ciba un castigo, sino más bien que cambie su vida, a fin de que Dios le pueda ayudar a escapar del cas­tigo eterno y entrar en Su descanso con gozo y rego­cijo. Si comprendemos este concepto, vamos a aceptar y a valorar la palabra arrepentimiento dentro de nuestro vocabulario religioso y no nos causará ansiedad ni temor.

En Ezequiel 33:15 podemos aprender más acerca del significado del arrepentimiento: “Si el impío res­tituyere la prenda, devolviere lo que hubiere roba­do, y caminare en los estatutos de la vida, no ha­ciendo iniquidad, vivirá ciertamente y no morirá”.

Analicemos estos tres pasos del arrepentimiento. El primero es el compromiso de “restituir la pren­da”, el cual es el paso más difícil en el proceso del arrepentimiento. A qué se refiere cuando dice que “el impío restituyere la prenda”?

En este contexto restituir la prenda quiere decir renovar un convenio hecho con Dios. Cuando ha­cemos algo malo, no debemos buscar ninguna clase de excusas ni justificaciones, sino que debemos re­conocer plena y totalmente el error. No nos justifiquemos diciendo cosas como: “Si no hubiera estado tan enojado”, “Si mis padres hubieran sido más es­trictos”, “Si mi obispo hubiera sido más comprensi­vo”, “Si mis maestros me hubieran enseñado me­jor”, “Si no hubiéramos estado solos tanto tiempo”. Hay miles de excusas como éstas y, a la larga, nin­guna de ellas es valedera.

Tomemos una firme determinación

A fin de que nuestro arrepentimiento sea comple­to, debemos olvidarnos de toda justificación; debe­mos ponernos de rodillas ante Dios y admitir con toda honestidad que hemos obrado mal. Al hacer esto, abrimos el corazón a nuestro Padre Celestial y tomamos la firme determinación de seguirle.

El comienzo del arrepentimiento consiste precisa­mente en tomar la firme determinación de dedicarse a Dios y cambiar de vida, y hacerlo. El mejor ejemplo que el Salvador nos dio acerca de la gran determi­nación de dedicarse a su Padre fue en el jardín del Getsemaní, donde sufrió en agonía y sudó gotas de sangre.

Antes, Él siempre se había comunicado libremen­te con el Padre Celestial; pero ahora se encontraba solo para tomar sobre sí la pesada carga de los peca­dos del mundo. Fue como si los cielos le estuvieran cerrados y que su Padre no quisiera escucharlo.

En medio del terrible sufrimiento, hizo el esfuerzo por orar y pidió: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Tres veces pidió al Padre que lo libe­rara (véase Mateo 26:36-44), pero no se le concedió su súplica, y su alma continuó padeciendo esa tremenda angustia.

Aun así, Cristo estaba firmemente decidido a cumplir con la voluntad del Padre; estaba dispuesto a hacerlo, y siguió adelante. Si bien el sufrimiento era espantoso, Jesús fue fiel a la determinación que ha­bía tomado de ser obediente en todas las cosas, cos­tara lo que costara.

La ley está decretada

Cuando nos esforzamos por arrepentimos, po­demos sufrir física y mentalmente, pero la deter­minación que habremos tomado de dedicarnos a nuestro Padre Celestial nos permite tolerar el pro­ceso del arrepentimiento, durante el cual debemos recordar que el Señor no nos castiga por nuestros peca­dos; simplemente nos retira sus bendiciones. Somos nosotros los que nos castigamos a nosotros mismos. Reiteradamente las Escrituras nos dicen que “es por los inicuos que los inicuos son castigados” (Mormón 4:5). Veamos un ejemplo para aclarar este concepto.

Supongamos que mi madre me dice que no toque la cocina (estufa) porque está caliente y me voy a quemar. Al hacerlo, ella me hace saber las cosas co­mo son; me enuncia una ley. Si yo, ya sea por olvi­do o deliberadamente, toco la cocina caliente, me quemo. Puedo llorar y lamentarme, pero ¿quién es responsable de mi quemadura? No puedo culpar a mi madre y por cierto que tampoco a la cocina. Yo, y nadie más, soy el único responsable; yo me castigo a mí mismo.

Este ejemplo pasa por alto el principio de la mise­ricordia, un elemento muy importante que voy a aclarar al analizar el segundo paso del proceso del arrepentimiento, o sea, la restitución, o, de acuerdo con el pasaje de referencia, “devolver lo que hubiere robado”.

Si habéis robado dinero y otros objetos, podríais reponerlos, poco a poco, aun cuando sean grandes cantidades. Pero ¿qué sucede si os habéis robado la virtud? ¿Hay algo que podáis hacer, aun por voso­tros mismos, para devolveros la virtud? Aun cuando dierais vuestra propia vida, no podríais hacerlo. En­tonces, ¿quiere decir que no vale la pena intentar la restitución haciendo buenas obras? ¿Acaso significa que vuestro pecado es imperdonable? ¡No!

Jesucristo pagó por vuestros pecados, y así satisfizo las demandas de la justicia. Por lo tanto, El será mi­sericordioso con vosotros si os arrepentís. Cuando os arrepentís verdaderamente, cambiando vuestra vida, permitís que Cristo, en su misericordia, os perdone vuestros pecados.

Cuanto más serio sea el pecado, mayor será el es­fuerzo que habremos de hacer para arrepentimos; pero si diariamente procuramos volver completa­mente al Señor, podremos permanecer sin mancha ante el Salvador. La clave en todo esto radica en permitir que el Señor complete el proceso de cica­trización sin volver a abrir la herida. Así como que se requiere tiempo para sanar una herida del cuerpo, del mismo modo se requiere tiempo para sanar una del alma.

Por ejemplo, si me corto, la lastimadura paulati­namente se curará. Pero mientras se cura puede pi­car, y si me golpeo o estiro la piel, puede volverse a abrir, lo que prolongará el período de cicatrización. Pero existe un peligro aún mayor: que si me rasco, se me infecte por los microbios en los dedos, lo que me puede hacer perder un miembro del cuerpo o hasta la vida misma.

Tenemos que dejar que las heridas físicas se cu­ren, y si son de cuidado, debemos consultar a un médico. Lo mismo sucede con las heridas del alma. Permitid que la herida se sane sin “rascarla” con vanas lamentaciones. Si la transgresión es seria, es ne­cesario confesarla. Id a vuestro obispo en busca de ayuda espiritual. Es muy posible que sufráis mientras él desinfecte la herida o le ponga puntadas para ce­rrarla, pero se curará debidamente.

Pensamientos positivos y virtuosos

Mientras os encontráis en el proceso del arrepen­timiento, sed pacientes. Manteneos ocupados con pensamientos positivos y virtuosos, así como con obras y acciones que os permitan volver a ser felices y a llevar una vida útil.

Mientras dirijamos nuestros pensamientos a lo malo y al pecado, y nos neguemos a perdonarnos a nosotros mismos, lo más probable es que volvamos a nuestros pecados. Pero si nos apartamos de nuestros problemas y transgresiones y los eliminamos, tanto de nuestros pensamientos como de nuestros hechos, podremos concentramos en obras buenas y positi­vas, y al volcarnos de lleno a luchar por causas dig­nas, no tendremos la tentación de pecar.

Veamos ahora el tercer paso del proceso del arre­pentimiento, que es abandonar el pecado o hacer el esfuerzo por “caminar en los estatutos de la vida”, como lo cita el versículo mencionado.

Debemos abandonar los pecados, uno por uno, y si lo hacemos, tenemos la promesa del Señor que dice: “No se le recordará ninguno [ni uno solo de ellos] de sus pecados que había cometido; hizo según el derecho y la justicia; vivirá ciertamente” (Ezequiel 33:16).

El Señor dijo al profeta José Smith: “He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdona­do; y, yo, el Señor, no los recuerdo más”.

¿Cómo sabemos que alguien se ha arrepentido de sus pecados? El Señor nos da la respuesta en el si­guiente versículo: Por esto podréis saber si un hom­bre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confe­sará y los abandonará» (D. y C. 58:42-43).

Sabemos que la confesión es uno de los pasos pre­liminares al arrepentimiento total. Cuando se trata de pecados serios, hay que confesarlos al obispo o presidente de estaca que tenga la autoridad para re­cibir dicha confesión. Además, hay que recibir el perdón de las personas que se hayan visto afectadas por nuestro pecado. No se deben hacer confesiones o súplicas en público a menos que el pecado cometi­do haya sido en contra del público en general.

El arrepentimiento de pecados graves lleva tiempo y dedicación. Ya sea que se trate de transgresiones pequeñas o muy serias, el paso final del proceso del arrepentimiento —abandonar el pecado y volverse a nuestro Padre Celestial— es no volver a cometer el mismo error.

Debemos estar agradecidos por el Salvador, que está siempre dispuesto a ayudarnos a superar nues­tros errores y pecados. Él nos ama y nos comprende y sabe que debemos enfrentar la tentación.

En el Libro de Mormón, el rey Benjamín explica una de las formas en que podemos demostrar nuestra gratitud al Señor por la gran misericordia que tiene hacia nosotros, y por su sacrificio expiatorio en be­neficio nuestro. Dice así: “Y he aquí, os digo estas cosas para que aprendáis sabiduría; para que sepáis que cuando os halláis en el servicio de vuestros se­mejantes, sólo estáis en el servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17).

Dios es misericordioso y nos ha provisto el cami­no a seguir para arrepentimos de nuestros pecados y escapar del cautiverio del dolor, la pena, el sufri­miento y la desesperación que vienen como conse­cuencia de la desobediencia. Como sus hijos, es ne­cesario que comprendamos el verdadero significado de la palabra arrepentimiento, que nos ofrece un ho­rizonte de luz en medio de la obscuridad. □

Como hijos de Dios, es necesario que comprendamos el verdadero significado de la palabra arrepentimiento, que nos ofrece un horizonte de luz en medio de la obscuridad.

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