El espíritu de nuestro hogar

El espíritu de nuestro hogar

por Reed H. Bradford
(Tomado de the Instructor)
Liahona Enero 1965

LIAHONA se complace en traer a sus lectores estos artículos que apoyan el nuevo programa de la Iglesia, que tiene por objeto enseñar y vivir el evangelio en el hogar. No hay organización más eficaz para la instrucción de un niño en los primeros años de su vida, que el hogar.

El Señor ha mandado que los padres enseñen los principios básicos del evangelio a su hijos. (Ver Doc. y Con. 68:25-28.) De hecho, ha indicado que si los padres des­cuidan el cumplimiento de sus responsabilidades, “el pecado recaerá sobre la cabeza de los padres.” (versículo 25.) En los artículos publicados en esta revista hemos tra­tado de destacar las oportunidades de satisfacción y felicidad que puede lograr toda familia que obedece los principios del evangelio, y desde hace algún tiempo hemos venido publicando una serie de artículos titulados “La Enseñanza del Evangelio en el Hogar.”

En vista de que la Iglesia ahora proporcionará un manual que contiene material sobre las enseñanzas básicas del evangelio, que será el tema para un gran número de las Noches de Hogar para la Familia, los artículos que publicaremos de ahora en adelante tendrán como fin ayudar a los miembros de la familia a gozar de sus rela­ciones entre sí, aumentar su testimonio del evangelio y afirmar la unidad familiar.

SENTADO junto a ellos en un banquete, pude no­tar en sus relaciones un espíritu extraordinario y hermoso. Manifestaban un interés sincero el uno en el otro, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes; parecían adivinarse sus necesidades. Sus nombres: el élder LeGrand Richards, del Consejo de los Doce, y su esposa, Ina Jane Ashton Richards.

Yo sabía del éxito que ambos habían logrado en muchos campos pero en lo que más estaba interesado en ese momento era saber los principios que los guia­ron en la feliz crianza de sus hijos.

—Si tuviera que seleccionar el elemento principal o básico que prevaleció en las relaciones entre usted y sus hijos, ¿cuál sería?—le pregunté a la hermana Richards que estaba sentada a mi lado.

—Amamos a nuestros hijos—me contestó sin ti­tubear—ése es el elemento más importante.

Es la misma respuesta que muchos otros padres de la Iglesia me han dado. Pero ¿a qué se refieren? ¿Qué relación hay entre el significado de “amor” como el Salvador lo enseñó, y la instrucción y cum­plimiento del evangelio en el hogar? Entre otras cosas, quiere decir:

  1. Respeto mutuo.—No hay nada de más valor que el alma humana creada por nuestro Padre Ce­lestial. En ella hay una gran potencialidad: la habili­dad para pensar, para adquirir conocimiento y sabiduría, para crear, para renacer, para casarse, para convertirse en padre o madre, para gozar de la vida, para aprender a dominar sus emociones, para sopor­tar los desengaños e injusticias con dignidad y sin desesperación, para compartir las bendiciones del sacerdocio, y para convertirse en hijo o hija de nuestro Padre Celestial (ver y Con, 11:30.) llegando a ser como El, y dignos consiguientemente de morar con Él en el reino celestial.

Todos nuestros hechos como padres, como hijos y como hermanos o hermanas, deben manifestar un entendimiento profundo de esta potencialidad. Si así sucede, se establecerá una línea sensible que ja­más se traspasará en las relaciones de unos con otros. Los padres dirán “por favor” y “gracias” a sus hijos con el mismo agradecimiento que manifiestan hacia otros adultos. Los niños querrán aprender de la ex­periencia y sabiduría mayores de sus padres y senti­rán hacia ellos una profunda gratitud.

  1. Preocupaciónincondicionalpor los demás. —Es verdad que muchas personas, cuando están pen­sando en hacer bien a uno de sus semejantes, se de­jan llevar consciente o inconscientemente, por la re­compensa que van a recibir. Pero el amor que el Salvador enseñó indica un grado mayor de madurez. “Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a co­nocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.” (Juan 17:26.) En cierto sentido, éste es un amor “incondicional” hacia los demás. Reconoce que todo ser humano es un her­mano o hermana de todo otro ser humano, ya sea joven o viejo, prudente o imprudente, diestro o torpe, hombre o mujer, culto o inculto.

La persona que posee esta clase de amor puede ser paciente cuando los demás son impacientes, amable cuando son bruscos. Su intención hacia los demás no es vengarse por las injusticias que se le han hecho, sino perdonarlas. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23:34.) Jesús dijo esto impulsado por la lástima que sentía hacia ellos, porque sabía que sufrirían como resul­tado de sus hechos. Se dió cuenta de que no cono­cerían la dicha que podrían haber logrado si hu­bieran vivido de acuerdo a sus enseñanzas. Se ex­presó de ese modo porque los amaba, porque eran sus hermanos y hermanas.

En una de las oraciones más admirables jamás ofrecidas, el Salvador mostró su gran interés por los demás. Sabía que muy pronto moriría, conocía las tentaciones que sobrevendrían a sus discípulos y la persecución de que serían objeto. Expresó su amor en estas palabras:

Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros. … Yo les he dado tu pa­labra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. . . . Santifícalos en tu verdad. .. . (Juan 17:11, 14,15, 17.)

  1. Unidad en la familia.—Los miembros de la familia que comprendan el amor demostrado por el Salvador podrán percibir el verdadero significado de la unidad familiar. Imaginémonos dos vides que crecen junto a un muro. Se entrelazan al ir cre­ciendo, pero al mismo tiempo conservan su indivi­dualismo, siguen siendo dos vides.

Los miembros de la familia podrán comprender su potencialidad como individuos, pero alcanzarán su meta con mayor eficacia si complementan sus vides recíprocamente. El esposo, en calidad de po­seedor del sacerdocio, preside el hogar; pero con­sulta con su esposa todas las decisiones importantes, procurando el beneficio de su conocimiento, sabi­duría y experiencia. Se esfuerzan por llegar a un acuerdo en todo lo que a ambos concierne, y enton­ces apoyan este acuerdo como su acuerdo. Cuando los niños tengan la edad suficiente, y sea oportuno, pueden tomar parte en las decisiones para que de este modo ganen experiencia; y cuando lleguen a tener sus propios hogares, tendrán ya habilidad y comprensión. Esta disposición de querer compartir conocimiento, destreza y comprensión con otros, se manifiesta en las palabras del Salvador: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a cono­cer.” (Juan 15:15.)

  1. Hay un espíritu especial en el hogar.—Como resultado de las expresiones de respeto, interés y unidad, surge un espíritu sensible entre los miem­bros de la familia. Es el espíritu que caracteriza a nuestro Padre Celestial, al Salvador y al Espíritu Santo. “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no enva­nece; no es indecoroso… no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad.” (I Corintios 13:4-6.) Este amor y es­píritu habilitó a Alma, padre, en el Libro de Mormón, para poder continuar siendo paciente y ama­ble con su hijo, aun cuando éste cometió muchos pecados graves durante gran parte de su vida. Fue lo que impulsó a David a perdonarle la vida a Saúl, que había tratado de matarlo en varias ocasiones. Permite que los padres den a sus hijos su tiempo, energía y todo tipo de recursos, sin egoísmo, y sin pensar en ninguna recompensa. Inculca en cada in­dividuo el amor hacia su Padre Celestial. Cuando se entiende debidamente, es una de las principales fuerzas existentes, tanto en esta vida como en la futura que implican el bien.

A medida que destacamos el valor de enseñar y vivir el evangelio en el hogar—la principal de todas las organizaciones docentes en los primeros años de vida del niño—permitamos que este Espíritu caracterice nuestras relaciones. Así podremos aprender el uno del otro en nuestro Programa de la Noche de Hogar para la Familia así como en otras situaciones. Aprenderemos a ser tolerantes hacia otros, a ser honrados y a escucharlos con interés. Aunque sea necesario reprender “a veces con se­veridad, cuando lo induzca el Espíritu Santo”, en­tendamos al mismo tiempo, que el amor del uno para con el otro debe ser “más fuerte que el vínculo de la muerte.” Nuestros hogares serán entonces verdaderamente un pedazo de cielo en la tierra.

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