Una lección de fe

Una lección de Fe

por el presidente David O. McKay
Liahona Enero 1965

La primera lección de fe en Dios, en calidad de nuestro Padre, la aprendí en mi niñez al arrodillarme para orar al lado de mi madre. Me dijo que nuestro Padre Celes­tial escuchaba y contestaba las oraciones de un niño en forma tan atenta y con tan buena voluntad como los padres atienden a los pedidos de sus hijos. Creí implícitamente lo que mi madre me dijo, y al orar, siempre le imploraba al Señor sus bendiciones, en la misma forma en que pedía a mis padres un favor. No sabía nada acerca del principio abstracto de la fe, y sin embargo, tenía una fe verdadera y constante en que Dios oiría y contestaría mis oraciones. Cuando estaba enfermo, aceptaba la administración de los élderes como cura infalible, por ejemplo, cuando el obispo Francis A. Hammond me bendijo durante un grave ataque de garrotillo, inmediatamente me sentí mejor. Recuerdo perfectamente la completa seguridad que inundó mi mente cuando el obispo Hammond me bendijo y reprendió el dolor. No había en mí otro pensamiento sino que me iba a sentir mejor, y así fue, desde ese momento.

Con la misma fe recurrí al Señor en una oración espe­cial, una noche en que era víctima de un temor intenso, causado por abrumada imaginación.

En esa época, estando mi padre fuera del hogar, mi madre, antes de ir a acostarse, solía buscar debajo de las camas para ver que no hubiera ladrones o algún intruso en la casa. Habiendo presenciado esto varias veces, comencé a te­mer la presencia de ladrones como si fuera casi una realidad, y no me hubiera asombrado ver a mi madre descubrir uno o dos ladrones ocultos debajo de las camas o en un ropero. Frecuen­temente, después que apagábamos la luz, mi imaginación me hacía oír rumores de pasos que se acercaban a la ventana y no sólo creía oír ladrones, sino que también los soñaba.

Una noche, cuando tenía yo unos seis o siete años de edad, soñé que dos ladrones ata­caron a mamá y al bebé, y cuando traté de pedir auxilio, uno de ellos me dió un balazo en la espalda. Aun hoy día puedo recordar vívidamente cada detalle de esta pesadilla.

La combinación de estas y otras experien­cias convirtieron en insoportables algunas de mis noches. El temor imaginario de la proba­bilidad de que nos atacaran mientras nuestro padre no estaba para protegernos dominó mi raciocinio infantil, y provocó en mis sentimientos una tensión insoportable. Al ir ma­durando, en más de una ocasión me sentí agradecido hacia mis padres por haber selec­cionado mis libros con cuidado, de modo que a esa edad no sabía nada de historias espe­luznantes de la novela de hoy. Alguien dijo que “no hay momentos más felices que aque­llos que pasamos en la soledad, abandonados a nuestra propia imaginación”, pero para mí esos momentos de desvelo en la obscuridad se convirtieron en los más angustiosos de mi ni­ñez.

En la noche particular que mencioné, por alguna razón insignificante, me desperté y comencé a imaginarme que podía oír pasos junto a la ventana. En imaginación seguí al intruso alrededor de la casa hasta la puerta del come­dor. En pocos segundos, estaba seguro que había entrado en la casa. Mi temor debe ha­ber sido intenso, porque estaba resollando fuertemente, y me parecía oír los latidos de mi corazón. En otras noches había experimen­tado, hasta cierto punto, el mismo temor, y mis padres me habían dicho que era pura imaginación. En esta ocasión pensé que si realmente era imaginación, debía vencerla; y si era realidad, ciertamente necesitábamos pro­tección.

De acuerdo con las enseñanzas de mi madre y el anhelo natural de mi alma, recurrí al Señor en oración. Para mí había sólo una manera de orar, es decir, hincado al lado de la cama. E] esfuerzo que me costó salir de la cama y arrodillarme en la obs­curidad, no fue fácil, pero lo hice, y oré a Dios como nunca, pidiéndole consuelo y protección. En el momento que dije “amén”, oí una voz decir, tan distin­tamente como cualquier otra cosa que he oído en mi vida: “No temas, nada te dañará.” En el acto el miedo desapareció; me sentí consolado y volví a mi cama a un sueño reposado y placentero. Entendí, en esa ocasión, que era la voz del Señor que contesta­ba la oración de un niño afligido, y así lo confieso hoy día.

Subsiguientemente, cada vez que esos temores infantiles comenzaban a surgir, inmediatamente me acordaba de ese momento consolador, y oía otra vez las palabras: “No temas, nada te dañará.” No tardó mucho la seguridad divina en reemplazar el temor imaginario.

Así probé por mi propia experiencia que las ense­ñanzas de mis padres eran verdaderas, que mi Padre Celestial oía y contestaba la oración sincera de un niño con la prontitud con que sus padres accedían a uno de sus pedidos, y la única condición era: ¿Es para el bien del niño? En la ocasión de referencia resultó ser para mí un consuelo durante toda mi vida, y me dio una certeza completa de la verdad de las palabras de Cristo, que más tarde en mi vida leí: “Y cuanto le pidáis al Padre en mi nombre, creyen­do que recibiréis, si es justo, he aquí, os será con­cedido.” (3 Nefi 18:20.)

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