«Yo soy la Resurrección y la Vida”
Por J. Rubén Clark, hijo
de la Primera Presidencia.
Este solemne, e inequívoco testimonio de Jesucristo, su divinidad y su misión, fué dado por toda la nación norteamericana por el presidente J. Rubén Clark, Jr. en el programa Church of the Air, desde el Tabernáculo, la Manzana del Templo, Salt Lake City, el 20 de diciembre de 1942, a través del Columbia Broadcasting System y sus estaciones afiliadas, originándose con la estación Radiodifusora KSL.
Marta, encontrando a Jesús viniéndose para levantar a su hermano Lázaro de la muerte, con la intención de que los Apóstoles creyeran, dijo:
Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no fuera muerto.
Mas también sé ahora, que todo lo que pidieres a Dios, te dará Dios.
Dícele Jesús: Resucitará tu hermano.
Marta le dice: Yo sé que resucitará en la resurrección en el día postrero.
Dícele Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?
Dícele: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo. (Juan 11:21-27).
Así el Cristo, la figura más poderosa de todo el tiempo, atestiguó de sí mismo.
Así la humilde Marta dió su testimonio responsivo, tan simple y claro e íntegro, tan inequívoco y omnímodo como el de Pedro, sí mismo, cuando él declaró, “Tu eres él Cristo, el Hijo del Dios viviente”. (Mateo 16:16).
Así es como a esta humilde sirvienta Marta, vino este gran y más glorioso mensaje de los siglos. Hombres han vivido por él, ellos han muerto por él, desde que Caín mató a Abel. Fué fundido “desde el principio”, en el tiempo cuando, como el Señor dijo a Job, reprobándolo por su entendimiento poco profundo, “cuando yo fundaba la tierra. . . cuando las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios”. (Job 38:4-7). Y los hijos de Dios regocijaban porque el glorioso plan ya hecho, mostró el camino, el camino estrecho y angosto, por andar en el cual ellos pudieran al fin llegar a aquel destino divino que el Padre había propuesto para ellos cuando fueron organizados antes que el mundo fuese.
Mirando hacia atrás, a través de los diecinueve siglos que han pasado, nos maravillamos de que de todos aquellos que anduvieron y hablaron con Jesús en Galilea, y Judea, tan poquitos en verdad comprendieron o creyeron Su mensaje. Y de los innumerables millares quienes han vivido y oído su mensaje desde su tiempo, cuan escaso el número que realmente han creído y andado en Su camino. Ha estado con grandes multitudes, aun como con los Fariseos en su hipocresía:
Este pueblo con sus labios me honra, más su corazón lejos está de mí.
Más en vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres. (Marcos 7:6; Mateo 15:8).
Las multitudes se reunieron a él en la Palestina, no por las verdades espirituales que él proclamó, ni para seguir al patrón de vida que él declaró y condujo. Les importaba poco estas cosas.
Ellas vinieron a él porque él sanó a sus enfermos, a sus estropeados, echó fuera de ellos sus espíritus inmundos. Y aun porque él echó fuera demonios, ellos le acusaron de ser asociado con Beezlebub (Mateo 12:24; Marcos 3:22; Lucas 11:14-36); cuando andaba sanando en el día sábado, trataron de quitarle la vida. (Juan 5:16).
Ellas vinieron a él en la masa más grande cuando él los alimentó con hogazas de pan y pescados sin cobro, y cuando, ardientes en su egoísmo violento, ellos trataron hacer este libre, generoso, proveedor su rey.
Pero cuando Jesús declaró, “Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo: si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre”. ( Juan 6:51), sus discípulos murmuraron y muchos de ellos después de eso no anduvieron con él más, porque ellos no le comprendieron ni poquito más que la mujer de Samaria en el pozo de Jacob cuando el la predicó acerca de la fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14); él proclamando su propia misión, los Fariseos y sacerdotes mayores enviaron oficiales para arrestarlo (Juan 7:11); él declarando que él era el Buen Pastor, ellos dijeron que él tenía un diablo (Juan 10:1); él explicando su unidad con el Padre, ellos trataron primeramente de apedrearlo y luego llevarlo (Juan 10:22); él afirmando que “Antes que Abraham fuese, yo soy” de nuevo trataron de apedrearlo (Juan 8:58); él declarando su divina Filiación, y la resurrección, ellos trataron de matarle. (Juan 5:17).
En Nazaret, sus amigos y vecinos lo hubieran echado sobre un precipicio por proclamar una salvación universal, salvo que él “pasando por medio de ellos, se fué” (Lucas 4:16) más tarde, rechazado otra vez por su parentesco y casa sus hermanos y hermanas (así va el record), él declaró en comentario y reprobación “No hay profeta deshonrado sino en su tierra, y entre sus parientes, y en su casa”. (Mateo 13:54-58; Marcos 6:1-6).
Por fin Juan, él que bautizó al Cristo y proclamó, “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, (Juan 1:29) mandó sus discípulos dudosos, quienes inquirieron: “¿Eres tu aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” (Mateo 11:3).
Pero los poderes malignos le conocieron a él. Los demonios Gergesenos le proclamaron, ellos sabían su mensaje y su verdad mientras le suplicaron que no los echase fuera a las profundidades, incorporales (Mateo 8:28-34; Marcos 5:1-20; Lucas 8:26-39); así le conoció el demonio en la sinagoga en Capemaum, (Marcos 1:21-28; Lucas 4:31-37) y los demonios en el día de milagros cuando la suegra de Pedro fué sanada. (Mateo 8:14-17; Marcos 1:29-34; Lucas 4:38-41). Y Lucifer, el “hijo de la mañana”, (Isaías 14:12) él que cayó tan bajo, a las mismas profundidades del infierno, él Lo conoció en el Monte de Tentación y trató de destruirlo. (Mateo 4:1-11; Marcos 1:12-13; Lucas 4:1-13).
Pero el ser descartado por el mundo y por los suyos no llenó su copa de rechazamiento. En la crucifixión, mientras los transeúntes y los soldados se burlaron, mofaron, y denigrándolo, Mateo 27:39-44; Marcos 15:29-32; Lucas 23:36-39) se colgaba en la cruz solo, salvo por un ladrón en cada lado, abandonado no solamente por las multitudes de los desocupados curiosos, pero abandonado por las veintenas que él había sanado, por las multitudes que él había alimentado, por el populacho codicioso que lo hubiera hecho rey; se colgaba, abandonado por sus discípulos, aun por sus Apóstoles, quienes se habían jactado de que serían devotos y leales, aun hasta la muerte misma, (Mateo 26:35; Marcos 14:31) abandonado por todos menos su madre, la hermana de ella, y María Magdalena, y Juan el Amado, (Juan 19:25) y algunas mujeres que estaban paradas muy distantes. (Mateo 27:55). Así crucificado y colgado en su infinita, abandonada, soledad, su espíritu casi para irse, su gran pesar se reventó en aquel grito de casi mortal desesperación, “Dios mío, Dios mío, ¿porque me has desamparado? (Mateo 27:46; Marcos 15:34).
Y así murió para que mediante su muerte nosotros y todos los otros hijos de Dios, nacidos desde Adán, pudiéramos vivir.
Entonces al amanecer el tercer día, la piedra fué revuelta de la boca de la tumba, y el Cristo se levantó, un glorificado, resucitado ser, carne y hueso y espíritu reunidos, componiendo el alma perfecta, los Primeros Frutos de la Resurrección. .
Resucitado, él apareció primeramente a María Magdalena (Marcos 16:9), entonces a las mujeres, quienes, obedientes al mandato de Cristo (Mateo 28:9-10), fueron a los discípulos diciéndoles del Señor levantado, pero los discípulos creían que los reportes no eran más que cuentos insignificantes. (Lucas 24:9-11). Entonces él mostró sí mismo a Pedro (Lucas 24:34; I Cor. 15:5), y a los dos discípulos viajando hacia Emmaús (Lucas 24:13-22; Marcos 16:12-13), luego a los Apóstoles, todos menos a Tomás (Marcos 16:14; Lucas 24:33-49; Juan 20:19-23), y una semana más tarde a todos los Apóstoles (Juan 20:24-29), cada uno y todos ellos escépticos hasta que habían visto y palpado el cuerpo resucitado de carne y hueso. Luego él apareció al grupo en el Mar de Tiberiades (Juan 21:1-14), luego a Santiago (I Cor. 15:7), y a los quinientos a la misma vez (I Cor 15:6), y otra vez a los Doce antes de su ascensión en Bethania. (Marcos 16:15-19; Lucas 24:50-51; Hechos 1:9-11).
A todos estos el Cristo resucitado fué conocido ser tan real como el Cristo mortal, y así ellos atestiguaron.
Después de su ascensión en Bethania se volvió otra vez a la tierra, en el Hemisferio Occidental, y ministró, llevando a cabo grandes obras, a las multitudes que le esperaron allí, porque estas multitudes era las otras ovejas que él tenía de las cuales él había hablado a sus discípulos en Jerusalén, diciendo que los tenían que visitar. (Juan 10:16; III Nefi 15:16). A estas gentes, su cuerpo resucitado fué igualmente una realidad verdadera. (III Nefi 11).
Dieciocho siglos más tarde, el Padre y el Cristo de nuevo volvieron a la tierra, en este hemisferio occidental, en contestación a la oración fervorosa del joven José Smith. Otra vez el cuerpo del Cristo resucitado fué mostrado a ser una realidad, tan real como cuando él apareció a María Magdalena y las otras mujeres, y a los Apóstoles, y a los quinientos, y al grupo en la orilla del Mar de Tiberiades.
Todos estos vieron con sus ojos y muchos palparon con sus manos el cuerpo del Cristo resucitado, y todos ellos oyeron con sus oídos su voz. Ellos sabían que él era una persona real, un ser resucitado.
Así él pasó por el ciclo entero del progreso el cual Dios ha decretado para cada uno de nosotros, —un ciclo que declara el propósito de nuestra creación y nuestro destino final.
Una primera época, la existencia pre-mortal de una inteligencia alojada en un cuerpo espiritual, (Abrahán 3:21; D. y C. 93:29; Eter 3:15; Moisés 3) porque, como a Cristo, Juan declaró:
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Este era el principio con Dios.
Y aquel Verbo fué hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y verdad. (Juan 1:1-2, 14).
Una segunda época, un cuerpo mortal alojando a un cuerpo espiritual, el cual para Cristo fué divinamente engendrado, (Lucas 1:30; I Nefi 11:18; Mosíah 3:8; Alma 7:10) porque el ángel del Señor informó a María de su concepción, y que ella daría luz a Uno que sería llamado el Hijo del Altísimo. (Lucas 1:30). Una tercera época, un período de muerte para el cuerpo mortal cuando el espíritu y cuerpo de nuevo se separan y mientras el cuerpo mortal esté en la tumba, el espíritu rinde servicio. (Alma 40:11; Joseph F. Smith, Gospel Doctrine, pp. 581, 595; Discourses of Brigham Young, p. 578). Pedro nos dice que, para el Cristo, este servicio fué de predicar a los espíritus en cárcel quienes fueron desobedientes en los días de Noé, (I Pedro 3:19) y la revelación moderna nos dice que Cristo también visitó al pueblo en este hemisferio mientras su cuerpo reposaba en la tumba. (III Nefi 9). Una cuarta y última época viene cuando el cuerpo mortal, purificado, es levantado de la tumba, de nuevo a dar alojamiento el cuerpo espiritual, los dos llegando a ser el alma eterna. (Alma 40; II Nefi 9:15; D. y C. 88:15). Cristo fué los primeros frutos de esta reunión.
A los Santos de los Últimos Días, todas estas épocas son realidades. A nosotros la vida antes de que llegamos a ser mortales es tanto un hecho como la vida que ahora vivimos no es un hecho mayor, ni una realidad mayor, que lo es la vida venidera; y a nosotros es una seguridad tan grande como todas las demás, que en la vida venidera nosotros tendremos, tal como el Cristo tuvo, el cuerpo recreado que ahora tenemos, el cual nuestro espíritu reinhabitará para una existencia de progresión eterna. Nosotros damos testimonio solemne de la veracidad de la gran declaración del Cristo mismo:
Esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado. (Juan 17-3).
Todas estas cosas el Santo de los Últimos Días sabe cómo él sabe todas las otras cosas del espíritu, y aun como él sabe que ahora vive. Porque, como Pablo declaró a los Corintios, que el espíritu de Dios da a saber al hombre los asuntos del espíritu, “no con doctas palabras de humana sabiduría, más con doctrina del Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual”. (I Cor. 2:13).
Mediante la revelación moderna, el Santo de los Últimos Días sabe que la bendición de mortalidad vino a Adam, y mediante Adam a sus hijos, por medio de la Caída, cuando Adam ejerció su albedrío que Dios le dió y escogiendo el camino que nos dió a todos cuerpos mortales. (Moisés 5; Alma 42:2; Helamán 14:16). Sabemos que estos cuerpos, siendo mortales, tienen que morirse. Nosotros sabemos que para cuerpo mortal y el espíritu eterno en un estado perfeccionado y sempiterno, como fué el plan de Dios y como es el destino del hombre, una expiación tenía que ser hecha por la Caída de Adam. Nosotros sabemos que para hacer esta expiación Cristo vino a la tierra y tomó un cuerpo mortal, concebido mediante poder divino. Nosotros sabemos que Cristo fué en cada hecho el Hijo de Dios, el Unigénito, y que por su expiación él llegó a ser el Redentor del Mundo, los Primeros Frutos de la Resurrección. (op. cit).
Nosotros aceptamos a estos conceptos literalmente y proclamamos nuestro conocimiento de esto al mundo. Nosotros sabemos que Cristo fué un gran maestro, un gran filósofo, un gran dentista, un gran psicólogo, pero declaramos y sabemos que todos estos fueron solamente auxiliares a su carácter ver-dadero y que su misión real fué de redimir al hombre de la Caída de Adam mediante la expiación que él hizo. Nosotros declaramos que este es el regalo más grande que jamás ha venido al hombre, porque sin él no habría ninguna inmortalidad del alma, la cual es “el espíritu y el cuerpo… del hombre (D. y C. 88:15). Nosotros afirmamos que aquellos que niegan estos hechos niegan al Cristo, y que son sujetos a todas las condenaciones a ello asignados; y que aquellos que lo niegan después de que la luz les haya venido “crucificando de nuevo para sí mismos” como Pablo dijo a los Hebreos, “al Hijo de Dios, y exponiéndole a vituperio”. (Hebreos 6:6).
Así es que el aserto de Cristo a Marta, “Yo soy la resurrección”, es una verdad sempiterna, tan inalterable, tan constante, tan inflexible como la eternidad misma. Hablando a sus Apóstoles en la Cámara de la Pascua, Cristo reiteró:
Yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre, sino por mí. (Juan 14:6).
Y este hecho existe y reina sobre los hombres y el universo sea que los hombres lo acepten o lo rechazen. Verdad eterna no es dependiente por su existencia sobre la voluntad o el entendimiento ni creencia del hombre.
Y esta bendición infinita de la resurrección viene a cada ser humano nacido en la tierra, no importando lo que su vida y camino habrán sido. Cristo redimió de la Caída cada hombre nacido a la mortalidad. Pablo declaró el principio: “Porque así como en Adam todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados”. (I Cor. 15:22; Mosíah 3; Alma 12:40-42).
Pero declaramos como lo hizo Pablo (I Cor. 15:40) que en la resurrección, cuerpos se levantan en distintas glorias, dependientes sobre la clase de vidas vividas sobre esta tierra. (D. y C. 76 y 78). Obtenemos en el estado futuro aquella gloria, aquel plano de existencia, aquella posición relativa para la cual nuestras vidas vividas aquí nos preparan. Porque una ley ha sido dada que gobierna todas las cosas. Sí ganaríamos una gloria, una recompensa, tenemos que vivir la ley, hacer las cosas, que nos da derecho a eso. Si no podemos sujetarnos a la ley, hacer las cosas, sobre las cuales la gloria, la bendición son basadas, no podemos aguantar la gloria misma. (D. y C. 88:13).
Entonces cuando Jesús declaró a Marta, “Yo soy la resurrección, y la vida” y a los Apóstoles, “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”, y cuando a Marta él añadió que creencia en él daba vida a los muertos y vida eterna a los vivos, él puso en pie la ley sobre la cual la salvación y exaltación son basadas. A la multitud en la tesorería del Templo Jesús dijo: “si no creyereis que yo soy, en vuestros pecados moriréis” (Juan 8:24); y Pedro, hablando a Anás el príncipe de los sacerdotes y su parentesco en Jerusalén, declaró de Jesús el Cristo: “…no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”. (Hechos 4:12).
Y “el camino, y la verdad, y la vida” de Jesús son para cada uno de los hijos de Dios, dados libremente a cada uno que busca. Él llama a cada uno de nosotros:
Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.
Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga. (Mateo 11:28-30).
En el sermón más grande de todo el tiempo, dado en el Monte a las multitudes, él nos enseñó algunos de los elementos esenciales del “camino, y la verdad, y la vida”, diciendo:
Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos: porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos.
Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores: porque ellos serán llamados hijos de Dios, (Mateo 5:3-9).
Oísteis que fué dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.
Más yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. (Mateo 5:43¬44).
Este mandato divino de amor da el único remedio que traerá una paz duradera de la tragedia sangrienta que ahora está devastando al mundo. El odio es nacido de Satanás; cría el asesinato, el crimen segundo en grado de todo que Dios ha puesto en lista. Ataca al amigo de hoy y hace de él el enemigo de mañana. Una vez encendido en una nación, llega a ser un horno ardiente que consume a la gente que lo prendió. Los aborrecedores fraguan un veneno que les hace víctimas a sí mismos. Odio, suelto y por doquiera en el mundo, destruye fuera de dirección y control. Destruye la justicia de las naciones, corroe su tolerancia, pudre al amor fraternal, corrompe a los más altos y más bajos, prostituye todo lo que el hombre civilizado estima más querido, ataca aun las relaciones sagradas del círculo familiar.
Nosotros Cristianos profesando el nombre de Cristo y proclamando su evangelio, damos la mentira a nuestras profesiones y nuestras reclamaciones, nosotros llegamos «a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe». (I Cor. 13:1) sí no vivimos la fraternidad del hombre; si no obedecemos nosotros mismos esta ley divina del amor. Tan seguro que hay un Dios en el cielo quien decretó esta ley, igualmente seguro es que no habrá fuga de ahí. Pero si vivimos la ley, si vivimos el camino del Cristo, heredaremos la gloria celestial, de la cual hablaba Pablo; (I Cor. 15:40) nosotros seremos de aquellos “cuyos cuerpos son celestiales, cuya gloria es la del sol, aun la gloria de Dios, el más alto de todos, de cuya gloria está escrito que el sol del firmamento es típico». (D. y C. 76:70) nosotros seremos de aquellos que “morirán en la presencia de Dios y de su Cristo para siempre jamás” (Ibid. 62).
Al terminar, doy voz a una oración:
Nuestro Padre Celestial: Tornes hacia nosotros, Tus hijos dolientes, Tu oído escuchador. Escuches nuestras palabras de afán y tristeza. Condúzcanos a caminos de justicia. Enséñenos la humildad de Tu Hijo. Concédanos el poder para resistir al Adversario. Guárdenos de tentación. Des a Tus hijos e hijas errantes Tu paz y Tu consuelo.
Confieras sobre nosotros en rica abundancia el donde de fe, fe en el evangelio del Cristo, porque eso es un regalo de Ti, fe en Tu bondad, Tu misericordia, Tu amor. Fundes en nosotros el testimonio de verdad y concédenos sabiduría para saber la verdad, porque eso nos hará libres.
Hagas que la caridad y paciencia e indulgencia y el amor del prójimo, pueda venir y permanecer con nosotros. Destierres de nuestros corazones todo odio, porque en donde resida el odio Tu espíritu no puede morar.
Nosotros seríamos Tus hijos e hijas obedientes, andando en las sendas que Tu has marcado por nosotros, guardando Tus mandamientos, siguiendo los pasos del humilde Jesús, Tu Hijo Unigénito. Nosotros conocemos nuestras debilidades y flaquezas; nosotros sabemos que la carne es débil. Pero nuestros deseos son para Ti y tus sendas. Ayudes a nuestros espíritus ser fuertes porque viviríamos Tu palabra. Fundes en nosotros un testimonio siempre creciente de que Jesús es el Cristo, Tu Hijo, el Redentor del Mundo.
Ayúdanos a este fin en nuestras flaquezas e imperfecciones. Guíanos a vivir de tal manera que podamos heredar la gloria celestial y morar contigo para siempre jamás.
Yo nuestro Padre: Lleves a cabo Tus propósitos rápidamente entre las naciones, para que la paz —la paz del mundo y la Tuya— puedan de nuevo llenar la tierra. Y Tuya será la gloria y la honra para siempre, y lo pedimos todo en el nombre de Tu Hijo, Jesucristo, nuestro Redentor, aun así, Amén.
























