Ejemplos de grandes maestros

Ejemplos de grandes maestros

Presidente Thomas S. Monson
Primer Consejero de la Primera Presidencia

Reunión Mundial de Capacitación de Líderes
La enseñanza y el aprendizaje – 10 de febrero de 2007


Hemos escuchado a algunos de los más grandes maestros de la Iglesia, que nos han proporcionado una excelente per­cepción de muchos de los elementos y principios de la buena enseñanza.

Como se ha mencionado, en algu­nos aspectos todos somos maestros y tenemos el deber de enseñar de la mejor manera posible.

Me gustaría compartir con ustedes algunos ejemplos de per­sonas que he conocido, que han influido en mi vida y que me han enseñado lecciones importantes e inolvidables.

Todos tienen un relato

He estado pensando en una de nuestra Autoridades Generales eméri­ta, el élder Marion D. Hanks, que sobresalió en la enseñanza en semina­rio, en instituto y en la Iglesia en general. Él ha utilizado muchos méto­dos didácticos diferentes.

En una ocasión, el élder Hanks recorrió una misión y entrevistó a todo misionero que trabajaba en esa zona en particular. Yo había sido asignado a una zona contigua y el presidente de misión nos llevó en auto al élder Hanks y a mí al aero­puerto.

El élder Hanks le dijo al presidente de misión que había sido un privilegio para él haber hablado con cada uno de los misioneros y haberlos entrevis­tado. Nos contó que se sintió inspi­rado a pedirle a una misionera lo siguiente: “Hábleme sobre su misión y de cómo se sintió por haber sido lla­mada como misionera”.

Ella le dijo que su humilde padre, un campesino, se había sacrificado mucho voluntariamente por el Señor y Su reino. Ya estaba manteniendo a dos hijos en la misión el día en que habló con ella sobre sus callados deseos de ser misionera y le explicó cómo el Señor le había ayudado a prepararse para ayudarla.

Él había ido al campo para hablar con el Señor y decirle que ya no le quedaban más bienes materiales para vender, sacrificar o usar como garantía para un préstamo. Él desea­ba saber cómo podía ayudar a su hija a cumplir una misión; y se sintió ins­pirado a plantar cebollas. Pensó que no había entendido bien; las cebo­llas no se daban bien en ese clima, nadie había plantado cebollas y él no tenía experiencia en el cultivo de ellas.

Luego de argumentar con el Señor por un tiempo, tuvo la impre­sión de que debía plantar cebollas: pidió prestado dinero al banco, com­pró las semillas, las plantó, las cuidó y oró.

El clima se mantuvo favorable y la plantación de cebollas prosperó; ven­dió la cosecha, pagó sus deudas al banco, al gobierno y al Señor, y puso el resto en una cuenta corriente bajo el nombre de su hija: lo suficiente para mantenerla durante la misión.

Luego el élder Hanks le dijo al presidente de misión: “Nunca olvida­ré su relato, ni el momento, ni las lágrimas en sus ojos, ni el sonido de su voz, ni lo que sentí cuando dijo: ‘Hermano Hanks: No tengo proble­ma para creer en un amoroso Padre Celestial que sabe de mis necesida­des y que me ayudará de acuerdo con Su sabiduría si soy lo suficientemente humilde’ ”.

El élder Hanks estaba enseñando una lección muy importante: Cada niño en el salón de clases, cada hom­bre joven y mujer joven, cada alumno de seminario o instituto, cada adulto en las clases de Doctrina del Evangelio, cada misionero —sí, cada uno de nosotros— tiene un relato que contar. Escuchar es un elemento esencial al enseñar y al aprender.

«Más bienaventurado es dar que recibir»

De pequeño, tuve la experiencia de contar con la influencia de una maestra eficaz e inspirada que nos escuchaba y nos quería. Se llamaba Lucy Gertsch. En la clase de la Escuela Dominical, ella nos enseñaba acerca de la creación del mundo, de la caída de Adán y del sacrificio expiatorio de Jesús. Traía a nuestro salón de clases como invitados de honor a Moisés, Josué, Pedro, Tomás, Pablo y claro está, a Cristo; y, aunque no los veíamos, aprendimos a amarlos, a honrar­los y a emularlos.

Nunca fue su enseñanza tan diná­mica ni su impacto tan perdurable como el de un domingo por la maña­na en el que nos dijo con tristeza del fallecimiento de la madre de uno de nuestros compañeros. Esa mañana habíamos echado de menos a Billy pero ignorábamos la razón de su ausencia.

El tema de la lección era: “Más bie­naventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). En medio de la lec­ción, nuestra maestra cerró el manual y nos abrió los ojos, los oídos y el corazón a la gloria de Dios. Nos pre­guntó: “¿Cuánto dinero tenemos en nuestro fondo para actividades de la clase?”.

“El tiempo de la Gran Depresión económica causó que respondiéra­mos con orgullo: “Cuatro dólares y setenta y cinco centavos”.

Entonces, dulcemente nos sugirió: “La familia de Billy se halla acongojada y en apuros económicos. ¿Qué les parece la idea de ir esta mañana a visitarlos y llevarles el dinero de ese fondo?”.

Siempre recordaré el grupito que recorrió las tres calles hasta la casa de Billy, que saludó a su compañero, al hermano de él, sus hermanas y su padre. Se notaba la ausencia de la madre y atesoraré el recuerdo de las lágrimas que brillaron en los ojos de todos cuando el sobre blanco que contenía el valioso fondo de activida­des pasó de la delicada mano de la maestra a la necesitada mano del desolado padre.

Entonces regresamos a la capilla con el corazón más liviano que nunca; nuestro gozo era más com­pleto, nuestro entendimiento más profundo. Una maestra inspirada por Dios había enseñado a los niños de su clase una lección eterna de verdad divina: “Más bienaventurado es dar que recibir”.

Podríamos haber parafraseado muy bien las palabras de los discípulos que iban camino a Emaús: “¿no ardía nuestro corazón en nosotros, mien­tras… [ella] nos abría las Escrituras?” (Lucas 24:32).

Lucy Gertsch conocía a cada uno de sus alumnos, e indefectiblemente llamaba a los que faltaban el domingo o que no asistían con regularidad; sabíamos que se preocupaba por nosotros. Ninguno de nosotros la ha olvidado, ni a ella ni las lecciones que enseñó.

Muchos años después, cuando Lucy se encontraba cerca del fin de sus días, la fui a ver y recordamos esos días tan lejanos en los que ella había sido nuestra maestra. Hablamos de todos los alumnos de su clase y de lo que cada uno de ellos hacía en ese entonces. Su cariño y cuidado perdu­raron toda una vida.

Los Artículos de Fe

Otra maestra inspirada que tuve fue Erma Bollwinkel, miembro de la mesa directiva de la Primaria de nues­tra estaca, que siempre recalcaba la importancia de aprender los Artículos de Fe. De hecho, no podíamos gra­duarnos de la Primaria sino hasta que recitáramos bien cada uno de ellos. Era un desafío para jovencitos tan inquietos, pero perseveramos y tuvi­mos éxito. Como resultado, durante toda la vida he podido recitar los Artículos de Fe.

En calidad de miembro del Quórum de los Doce Apóstoles, durante muchos años fui responsable por Alemania Oriental, también llama­da República Democrática Alemana. En esa asignación, mi conocimiento de los Artículos de Fe fue de gran ayuda. En cada una de mis visitas, durante los veinte años que supervisé esa área, recordé siempre a los miem­bros de esa zona el Artículo de Fe N° 12: “Creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley”.

En nuestras reuniones detrás de lo que se conocía como la “Cortina de hierro (Telón de acero)”, siempre estábamos vigilados por el gobierno comunista. A principios de la década de 1980, cuando pedimos permiso a los oficiales de gobierno para cons­truir un templo y más tarde cuando solicitamos que los jóvenes y jovencitas del lugar prestaran servicio misional en diversas partes del mundo y para que otros llegaran al país como misioneros, ellos escu­charon y después dijeron: “Élder Monson, durante veinte años lo hemos observado y sabemos que podemos confiar en usted y en su Iglesia, porque usted y su Iglesia enseñan a sus miembros a obedecer las leyes del país”.

Daré otro ejemplo de lo valioso que es aprender los Artículos de Fe. Hace cuarenta y cinco años, trabajé con un hombre llamado Sharman Hummel en el negocio de imprentas en Salt Lake City. Una vez lo llevé hasta su casa en mi auto y le pregunté cómo había obtenido su testimonio del Evangelio.

Él me respondió: “Tom, esa pre­gunta es interesante, ya que esta misma semana mi esposa, mis hijos y yo vamos a ir al Templo de Manti para sellarnos por toda la eternidad”.

Y continuó: “Nosotros vivíamos en el Este. Un día viajé en autobús a San Francisco para establecerme en una nueva compañía de imprenta, y luego iba a mandar buscar a mi esposa y a mis hijos. Desde Nueva York hasta Salt Lake City, el viaje fue sin incidentes, pero en Salt Lake City subió al autobús una jovencita — una niña de la Primaria— que se sentó junto a mí; iba a Reno, Nevada, a visitar a su tía. Al viajar hacia el oeste, vi un cartel que decía: ‘Visite la Escuela Dominical mormona esta semana’.

“Le dije a la niña: ‘Hay muchos mormones en Utah, ¿verdad?’

“Ella contestó: ‘Sí, señor’.

“Entonces le dije: ‘¿Eres mormona?’.

“Y me contestó: ‘Sí, señor’ ”.

Sharman Hummell entonces le preguntó: “¿En qué creen los mormo- nes?”. Y la niña le recitó el primer Artículo de Fe y después le habló sobre él. A continuación, le recitó el segundo Artículo de Fe y habló sobre él, y así siguió con el tercero, el cuar­to, el quinto, el sexto y con todos los Artículos de Fe, hablando sobre cada uno de ellos. Ella los sabía todos en su respectivo orden.

Sharman Hummel dijo: “Cuando llegamos a Reno y dejamos a la niña en brazos de su tía, yo me sentía sumamente impresionado”.

Luego continuó: “Durante el resto del viaje a San Francisco pensé: ‘¿Qué inspira a esa pequeña a saber tan bien su doctrina?’. Cuando llegué a San Francisco lo primero que hice”, dijo Sherman, “fue buscar La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últi­mos Días en la guía telefónica y des­pués llamé al presidente de misión que me envió a dos misioneros al lugar donde yo me hospedaba. Me convertí en miembro de la Iglesia, y también mi esposa y todos mis hijos se convirtieron, en parte, porque una niña de la Primaria sabía los Artículos de Fe”.

Me vienen a la mente las palabras del apóstol Pablo: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es el poder de Dios para salvación” (Romanos 1:16).

Hace tres meses, la familia Hummel vino a Salt Lake City para asistir a la boda de su hija Marianne. Me visitaron en mi despacho; fue una visita maravillosa. Vinieron sus seis hijas, sus cuatro yernos y doce nietos. Toda la familia había permanecido activa en la Iglesia. Todas sus hijas han entrado en el templo y son inconta­bles las personas que, gracias a los miembros de esa familia, han adquiri­do conocimiento del Evangelio; y todo debido a que una pequeña, a la que se le habían enseñado los Artículos de Fe, tuvo la habilidad y la valentía de proclamar la verdad a alguien que buscaba la luz del Evangelio.

«Estad siempre preparados»

Me encanta el mandamiento del Señor que se encuentra en la sec­ción 88 de Doctrina y Convenios: “Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doctrina del reino. Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará” (D. y C. 88:77-78).

Hace muchos años, mientras viaja­ba en avión para cumplir una asigna­ción en el sur de California, una joven se sentó en el asiento contiguo y comenzó a leer un libro. Como hacemos casi siempre, leí el título: Una obra maravillosa y un prodigio.

Entonces le dije: “Usted debe ser mormona”.

Y ella me respondió: “No. ¿Por qué me lo pregunta?”.

Y yo contesté: “Bueno, porque está leyendo un libro escrito por un miem­bro muy prominente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últi­mos Días”.

Ella dijo: “¿De veras? Una amiga me lo dio, pero aunque no sé mucho acerca de él, ha despertado mi curio­sidad”.

Entonces pensé: “¿Debo ser audaz y hablar más sobre la Iglesia?”. Y las palabras del apóstol Pedro sur­gieron en mi mente: “…estad siem­pre preparados para [contestar] todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). Decidí que ese era el momento de compartir mi testimonio.

Le conté que hacía años había sido un privilegio para mí ayudar al élder Richards en la impresión de Una obra maravillosa y un prodi­gio. Le hablé un poco de ese gran hombre y de los miles de personas que habían llegado a la verdad des­pués de leer esa obra que él había preparado.

Entonces, durante el resto del viaje hasta Los Ángeles, tuve el privi­legio de contestar sus preguntas acerca de la Iglesia: preguntas inteli­gentes que brotan de un corazón en busca de la verdad. Le pregunté si me permitiría hacer los arreglos necesarios para que dos misioneras la visitaran y le pregunté si le gustaría asistir a la rama de San Francisco donde ella vivía. Sus respuestas fue­ron afirmativas.

Al regresar, le escribí al presidente Irven G. Derrick, de la Estaca de San Francisco, y le pasé los datos de ella. Imaginen mi alegría cuando pocos meses después recibí una llamada del presidente Derrick en la que me dijo: “Élder Monson, le estoy llaman­do en relación a Yvonne Ramírez, una joven azafata que se sentó junto a usted durante un viaje a Los Ánge­les, una joven a la cual usted le dijo que no había sido una coincidencia que usted estuviera sentado junto a ella y que ella estuviera leyendo Una obra maravillosa y un prodigio. Hermano Monson, ella acaba de con­vertirse en el miembro más nuevo de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y quiere hablar con usted y expresarle su gratitud”. Me sentí más que dichoso. Fue una llamada maravillosa.

El ejemplo del presidente McKay

Un ejemplo de un experto maestro fue el presidente David O. McKay; que me llamó para servir como miembro del Quórum de los Doce Apóstoles. Él enseñó con amor y con tacto; era la personificación de lo que enseñaba. Su corazón era bondadoso y era muy gentil. Él era un maestro de la verdad que seguía el modelo del Salvador.

Observé esa característica cuan­do, mucho antes de ser Autoridad General, entré en su despacho para revisar pruebas de imprenta de un libro que estábamos imprimiendo. En esa ocasión particular vi un cua­dro que había en la pared y le dije: “Presidente McKay, esa pintura es hermosa. ¿Es la casa donde vivió su niñez en Huntsville, Utah?”.

Él se recostó en la silla, se rió bajito a su estilo tan familiar y dijo: “Permítame contarle acerca de ese cuadro. Un día de otoño, una dulce mujer vino a verme, me obsequió esa hermosa pintura, enmarcada y lista para colocar en la pared, y me dijo: ‘Presidente McKay, dediqué mucho tiempo este verano para pintar este cuadro de la casa de sus antepasados’ ”. Él dijo que había aceptado el obse­quio y que lo había agradecido efusivamente.

Y después dijo: “Pero, ¿sabe, her­mano Monson? Esa buena mujer pintó la casa equivocada. ¡Pintó la casa de al lado! No tuve el valor de decirle que había pintado la casa equivocada”.

Y luego dijo lo que es una lección trascendental para todos nosotros. Dijo: “En realidad, hermano Monson, ella pintó la casa correcta para mí, puesto que cuando era niño, me acos­taba en la cama que había en el por­che de la casa de mis padres, y la vista que tenía a través del mosquitero que lo cerraba era la de la casa que ella pintó. ¡Para mí, ella pintó la casa correcta!”

Lecciones acerca de prestar servicio a los demás

Algunas de las mejores lecciones que aprendemos provienen de nues­tros padres. Los míos me enseñaron lecciones excelentes mientras crecía. Con frecuencia, esas lecciones te­nían que ver con el prestar servicio a los demás. Tengo muchos recuerdos de los años de mi infancia, entre ellos la expectativa con que aguardá­bamos la comida de los domingos. Precisamente cuando mis hermanos y yo llegábamos a lo que llamábamos el nivel de hambre total y nos sentá­bamos a la mesa atraídos por el aroma de la carne asada al horno, mi madre me pedía: “Tommy, antes de comer llévale este plato de comida a Bob; y no te demores”.

Nunca pude comprender por qué no podíamos comer primero y llevar­le el plato de comida después. Nunca hice esa pregunta en voz alta sino que corría hasta su casa y esperaba impa­ciente a que con sus lentos pasos llegara hasta la puerta. Entonces le entregaba el plato de comida, y él me devolvía el plato limpio del domingo anterior y me ofrecía 10 centavos por mis servicios.

Mi respuesta era siempre la misma: “No puedo aceptar dinero. Mi madre se disgustaría mucho”.

Entonces él pasaba su arrugada mano por mi rubio cabello y me decía: “Tommy, tu madre es una mujer maravillosa. Dale las gracias”.

También recuerdo que la comida de los domingos tenía un sabor más delicioso después de cumplir ese encargo.

El padre de mi madre, el abuelo Thomas Condie, me enseñó también una impactante lección que incluía también al anciano Bob, que llegó a nuestra vida de una forma interesante. Era viudo y tenía más de ochenta años cuando iban a demoler la casa en la que alquilaba un cuarto. Yo lo escuché contarle a mi abuelo su triste situación mientras estábamos los tres sentados en el viejo columpio del por­che de mi abuelo. Con voz desconsolada, le dijo a mi abuelo: “Señor Condie, no sé que hacer; no tengo familia ni adónde ir, y tengo muy poco dinero”, y yo me pregunté qué le contestaría el abuelo.

Seguimos columpiándonos y el abuelo metió la mano en el bolsillo y sacó una vieja billetera de cuero, de la cual, en respuesta a mis insacia­bles ruegos, había sacado monedas varias veces para que me comprara alguna golosina. Pero en esa ocasión sacó una llave y se la entregó al anciano Bob.

Con ternura dijo: “Bob, aquí tienes la llave de la casa contigua, que es mía. Tómala y traslada allí tus cosas. Quédate todo el tiempo que quieras. No tienes que pagar alquiler ni nadie te va a dejar en la calle otra vez”.

Bob se emocionó y las lágrimas le corrieron por las mejillas y se perdieron en su larga barba blanca. El abuelo también se emocionó.

Yo no dije palabra, pero ese día la estima que tenía por mi abuelo cre­ció enormemente y me sentí orgu­lloso de tener su mismo nombre. Aunque era sólo un niño, esa lección ha tenido una poderosa influencia en mi vida.

Esas son tan sólo algunas de las lecciones que aprendí de quienes influyeron en mi vida y me enseñaron.

Nuevamente les reitero que todos somos maestros. Debemos recordar siempre que no sólo enseñamos con palabras, sino que también enseña­mos por medio de quiénes somos y por la forma en que vivimos.

El Ejemplo perfecto

Al enseñar a los demás, sigamos el ejemplo del Maestro perfecto, nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Él dejó Sus huellas en la arena de la playa, pero dejó los principios de Sus enseñanzas en el corazón y en la vida de todas las personas a quienes enseñó. Él instruyó a los discípulos de Su época, y a nosotros nos dijo lo mismo: “Sígueme tú” (Juan 21:22).

Sigamos adelante con espíritu de obediente respuesta, y que se diga de cada uno de nosotros como se dijo del Redentor: “.. .sabemos que has venido de Dios como maestro” (Juan 3:2). Que así sea, ruego en el nombre de Jesucristo. Amén. ■

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1 Response to Ejemplos de grandes maestros

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Me encanta leer los relatos de los profetas, todos son inspirados y de gran enseñanzas para el que los lea.Aunque he conocido a pocos y solo a través de las trasmisiones de las conferencias, al leer sus escritos, me parece estar conversando con ellos, como les amo y cuanto me han ayudado a entender este maravilloso evangelio.Gracias

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