Un refugio contra el mundo

Un refugio contra el mundo
“Edifiquemos una posteridad recta”

Presidente Thomas S. Monson
Reunión Mundial de Capacitación de Líderes
9 de febrero de 2008


El cielo en nuestro hogar

Mis hermanos y hermanas, con­cluyo esta inspiradora reunión con espíritu de humildad. Nuestros pensa­mientos se han centrado en el hogar y la familia, y se nos ha recordado que “el hogar es el fundamento de una vida recta y ningún otro medio puede ocupar su lugar ni cumplir sus funcio­nes esenciales”1.

Como sabemos, hay familias de muchos tipos. Algunas incluyen un padre, una madre, hermanos y her­manas, mientras que otras pueden estar formadas por un solo padre o madre con hijos; y hasta las hay de una sola persona.

Cualquiera que sea la constitución de nuestra familia, si seguimos las pautas que se han expuesto en esta reunión nos acercaremos más al Señor y haremos que nuestro hogar sea más celestial.

Cuando Jesús andaba por los pol­vorientos senderos de los pueblos y las ciudades que con reverencia llama­mos la Tierra Santa y enseñaba a Sus discípulos en la bella Galilea, solía hablarles en parábolas, en un lenguaje que la gente podía comprender. Con frecuencia relacionaba la edificación del hogar con la vida de quienes le escuchaban.

Él declaró: “Toda casa dividida contra sí misma, no permanecerá” (Mateo 12:25). Posteriormente advir­tió: “He aquí, mi casa es una casa de orden. y no de confusión” (D. y C. 132:8).

El mundo se llena cada vez más de caos y confusión. Nos rodean mensa­jes que contradicen aquello que esti­mamos y que nos tientan para que nos alejemos de lo que es “virtuoso, o bello, o de buena reputación, o digno de alabanza” (Artículos de Fe 1:13) y para que adoptemos el pensamiento que suele predominar fuera del evan­gelio de Jesucristo. Sin embargo, cuando nuestra familia es una en pro­pósito en un entorno donde reinan la paz y el amor, el hogar se convierte en un refugio que nos protege del mundo.

Cuando nos sentimos cansados, enfermos o desalentados, qué dulce consuelo es poder volvernos al hogar. Qué gran bendición es pertenecer a un círculo familiar y ocupar un lugar en él.

En ocasiones puede que nos sinta­mos aburridos del hogar, de la familia y su entorno, y que todo ello nos moleste. Algunos hogares pueden parecer poco sofisticados, con cierto toque de uniformidad, mientras que otros lugares se muestran sumamente atractivos. Pero después de conocer el mundo y vagar por él y ver mucho de lo fugaz y lo superficial que en él hay, aumenta nuestra gratitud por el privi­legio de formar parte de algo con lo que podemos contar: el hogar, la familia y la lealtad de nuestros seres queridos. Llegamos a saber lo que sig­nifica estar unidos por el deber, el res­peto y el sentimiento de pertenencia, y aprendemos que no hay nada que pueda reemplazar la bendita relación de la vida familiar.

Todos recordamos el hogar de nuestra infancia. Para la mayoría de nosotros, nuestros pensamientos no se remontan a si la casa era grande o pequeña, o a si el vecindario era moderno o estaba deteriorado; antes bien nos deleitamos en las experien­cias que compartimos en familia.

Cuando Margaret Thatcher era Primera Ministra de Gran Bretaña, expresó esta profunda filosofía: “La familia es el componente básico de la sociedad. Es una guardería, una escuela, un hospital, un centro recrea­tivo, un lugar de refugio y de des­canso. Comprende todo lo que es la sociedad. Da forma a nuestro pensa­miento y es la preparación para el resto de la vida”2.

Permítanme presentar tres pautas que ayuden a garantizar que nuestro hogar sea un refugio de felicidad.

La costumbre de orar

Primera: tengamos la costumbre de orar.

¿Nos sentimos agradecidos como pueblo de que la oración familiar no sea una práctica anticuada en la Iglesia? No hay visión más bella en el mundo que la de una familia orando. El Señor mandó que hiciéramos la oración familiar cuando dijo: “Orad al Padre en vuestras familias, siempre en mi nombre, para que sean bendeci­dos vuestras esposas y vuestros hijos” (3 Nefi 18:21).

A medida que oramos con nuestra familia diariamente, estamos ayu­dando a brindar la protección que con tanta urgencia necesitamos en el mundo actual.

Una fuente de aprendizaje

Segunda: que nuestro hogar sea una fuente de aprendizaje.

Parte esencial de nuestra fuente de aprendizaje son los buenos libros, pues la lectura es uno de los verdade­ros placeres de la vida. En esta era de la información en la que tanto de lo que encontramos está abreviado, adaptado, cambiado y adulterado, resulta gratificante e inspirador delei­tarse a solas con un buen libro.

James A. Michener, escritor desta­cado, dice lo siguiente: “Una nación llega a ser lo que leen sus jóvenes, pues en la juventud cobran forma los ideales y se asientan las metas”.

El Señor aconsejó: “Buscad pala­bras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe” (D. y C. 88:118).

Naturalmente, los libros canónicos constituyen la mejor fuente de apren­dizaje a la que me refiero. Leámoslos a menudo, tanto en privado como en familia, para que seamos iluminados y edificados y nos acerquemos más al Señor.

Una tradición de amor

Tercera: disfrutemos de una tradi­ción de amor.

Las que parecen pequeñas leccio­nes de amor no pasan inadvertidas para los niños que, en silencio, absor­ben los ejemplos de sus padres. Cerciorémonos de que nuestro ejem­plo sea digno de emular. Si en nues­tro hogar existe una tradición de amor, no recibiremos la reprimenda de Jacob que está registrada en el Libro de Mormón: “Habéis quebran­tado los corazones de vuestras tiernas esposas y perdido la confianza de vuestros hijos por causa de los malos ejemplos que les habéis dado; y los sollozos de sus corazones ascienden a Dios contra vosotros” (Jacob 2:35).

Ruego que nuestras familias y nuestros hogares rebosen de amor: amor el uno por el otro, amor por el Evangelio, amor por el prójimo y amor por el Salvador. Como resul­tado, el cielo estará un poco más cerca de nosotros aquí en la tierra.

Es mi oración que nuestro hogar sea un refugio al que los miembros de nuestra familia siempre deseen regresar.

El anhelo por el hogar

Tal vez algunos recuerden la histo­ria de un niñito que fue raptado de su casa y llevado a una ciudad lejana. El niño creció en estas condiciones hasta convertirse en joven adulto sin poder recordar a sus padres ni a su hogar. Pero mientras crecía, anidaba en su corazón el anhelo por volver a sus padres y a su hogar.

Pero, ¿dónde estaba su hogar? ¿Dónde podría encontrar a sus padres? Ay, si tan sólo lograra recordar sus nombres, la tarea sería menos desesperada. Con urgencia trató de recordar hasta el más pequeño detalle de su infancia.

Un día, como una ráfaga de inspira­ción, recordó el sonido de la campana que, desde la torre de la iglesia del pueblo, repicaba un caluroso recibi­miento cada día de reposo por la mañana. El joven viajó de pueblo en pueblo intentando oír el familiar tañer de la campana. Algunas se le parecían, pero otras distaban mucho del sonido que él recordaba.

Pasado mucho tiempo, el joven se encontró un domingo por la mañana ante la iglesia de un pueblo como otro cualquiera y escuchó con aten­ción el repicar de la campana. El sonido le resultó familiar, diferente de todos los que había oído, excep­tuando el de la campana que repicaba en el recuerdo de su infancia. Sí, era la misma campana; el sonido era idén­tico. Las lágrimas asomaron a sus ojos, el corazón se le hinchió de ale­gría y su alma rebosó de gratitud. Aquel joven cayó de rodillas y, alzando la vista más allá de la torre, hasta el cielo, susurró en una oración de grati­tud: “Gracias, oh Dios; estoy en casa”. Me encanta la letra de este himno: Dulce hogar, allí donde voy,

Por tierra extraña o lejano mar,

Con el tiempo aflora en mi corazón El deseo de a ti regresar.

Aunque me halle en bellos parajes Con amigos que rebosen bondad, Aunque dichosa sea la espera,

Mi alma entera anhela tu paz3. Ruego que siempre luchemos para que nuestro hogar sea un remanso de amor, paz y felicidad, en el que el Espíritu del Señor tenga a bien morar. Ésta es mi oración para todos noso­tros. En el nombre de Jesucristo. Amén.


NOTAS

  1. David O. McKay, en Family Home Evening Manual, 1965, pág. iii.
  2. En Nicholas Wood, “Thatcher Champions the Family”, The Times, 26 de mayo de 1988, pág. 24.
  3. Traducción libre de “O Home Beloved”, Hymns, N° 337.
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