El lugar del profeta viviente, vidente y revelador

El lugar del profeta viviente, vidente y revelador

Por el élder Harold B. Lee
(Discurso pronunciado ante el personal de seminarios e institutos en la Universidad Brigham Young, el 8 de julio de 1966)

El hermano William E. Berrett me ha pedido que os hable sobre un tema peculiar. El tema que me asignó es “El lugar del profeta viviente”. Lo que resulta interesante —y creo que vosotros, como maestros, ya habéis experimentado lo mismo— es que cuando me puse a investigar esta cuestión descubrí que necesitaría más que unos minutos para comentarlo. Tendría que hablaros durante seis semanas, para poder agotar lo que yo consideraría un tratado completo sobre este tema. Así que me veo en la necesidad de limitar mi discurso a ciertas particularidades, o generalidades, según el punto de vista de donde vosotros lo miréis.

En primer lugar, tendré que restringir un poco el tema, pues el termino profeta tiene, como vosotros bien sabéis, una amplitud mucho mayor que la que el hermano Berrett sin duda espera de mi discurso. Sugiero pues el título de “El lugar del profeta viviente, vidente y revelador”, y en breves momentos os explicaré por qué.

Mientras meditaba sobre la cuestión del “profeta viviente” (por qué razón el hermano Berrett no empleó el título que yo sugiero), descubrí que él solo estaba citando las Escrituras. Pedro, en su gran testimonio del Maestro, dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” En el Libro de Mormón se nos exhorta a creer en los “profetas vivientes”. Y en Doctrinas y Convenios se hace referencia a “oráculos vivientes”. La inferencia clara que hacemos de todo esto es que, al hablarse de un profeta viviente, se debe suponer que existe tal cosa como un profeta muerto en el cuál cree la gente, o bien, un oráculo muerto o un dios muerto.

El hermano McAllister, presidente de la Estaca de Nueva York, nos relata una experiencia que vivió, la cual probablemente define esta particularidad de la que estoy hablando. El hermano McAllister regresaba de un viaje de negocios en St. Louis, Misurí, y su compañero de asiento en el avión era un sacerdote católico. Después de hacerse compañía un rato, y habiendo entrado en confianza el uno con el Otro, ambos descubrieron el papel que el otro desempeñaba en su respectiva iglesia. Mientras hablaban sobre diversos temas, el sacerdote católico preguntó: “¿Ya visitó usted la feria mundial?”

“Sí”, repuso el hermano McAtlister, “formo parte del comité que diseñó nuestro pabellón.”

“¿Y ya visitó usted el pabellón católico?” Nuevamente la respuesta fue afirmativa.

El sacerdote dijo entonces: “Pues yo también asistí a la feria, y visité su pabellón. En el pabellón católico tenemos al Cristo muerto, o La Piedad. Pero en el pabellón mormón tienen al Cristo vivo; es decir, el Cristo viviente.”

Y esas palabras encierran una distinción clara. Tengo un amigo banquero en Nueva York. Hace años, cuando lo conocí, acompañaba yo al presidente Jacobson, quien Presidía sobre la Misión de los Estados Orientales de los Estados Unidos, y aquel hombre y yo tuvimos una buena charla. El presidente Jacobson le había obsequiado un ejemplar del Libro de Mormón. Lo leyó, y me habló muy entusiasmado de la “tremenda filosofía” que encierra el libro. Al terminar nuestra visita de negocios, el hombre ofreció llevarnos en su coche a la casa de misión. Aceptamos, y en el camino, mientras él hablaba sobre el Libro de Mormón y expresaba gran respeto por sus enseñanzas, yo le dije:

“Bueno, si le gusta tanto, ¿por qué no hace algo al respecto? Si acepta el Libro de Mormón, ¿qué lo detiene? ¿Por qué no se une a la Iglesia? ¿Por qué, pues, no acepta a José Smith como profeta?

Y contestó así, meditando bien su respuesta y hablando con cuidado: “Pues, supongo que el único obstáculo es que José Smith vivió muy cerca de mi propio tiempo. Si él hubiese vivido hace dos mil años, supongo que lo creería. Pero como vivió en tiempos muy recientes, creo que eso me impide aceptarlo como profeta.”

He allí un hombre que decía: “Creo en los profetas muertos de hace mil años, pero me cuesta gran trabajo creer en un profeta viviente.” Esa misma actitud se tiene respecto de Dios. Si decimos que los cielos están sellados y no existe la revelación, decimos que no creemos hoy en un Cristo viviente, o en un Dios viviente, sólo creemos en los que murieron hace mucho. Entonces, el término profeta viviente tiene un significado real.

Para establecer algunos antecedentes respecto a lo que es el reino, permitidme leeros algo que apareció en el Millennial Star por el año de 1845. Lo escribió Parley P. Pratt, y se le dio el nombre de “La proclamación”. Leeré dos extractos de esta obra, pero primeramente os daré mi punto de vista respecto a lo que es el reino. En ocasiones, la gente se refiere a la Iglesia describiéndola como una democracia. La Iglesia no es tal cosa. Una democracia es un gobierno donde toda la autoridad está en el pueblo; éste tiene el derecho de elegir, relevar y hacer cambios. La Iglesia no es una democracia. Más bien es un reino, y sin embargo no es enteramente un reino, con la salvedad de que aceptamos al Señor como rey, quien tiene bajo su autoridad a un director terrenal que se convierte oráculo suyo y obra como tal. La Iglesia es una organización que se define más correctamente como una teocracia, lo cual constituye en parte un reino —según el punto de vista del mundo—, y en parte también una democracia. Sobre la naturaleza de esta teocracia se habla dos o tres veces en “La proclamación”.

Antes de leeros lo que ahí escribe Parley P. Pratt, me gustaría leeros una declaración del profeta José Smith. Sólo unas breves palabras.

“De hecho, este sacerdocio [el de Melquisedec] es una ley perfecta de la teocracia, y en representación de Dios expide leyes al pueblo, y administra vidas sin fin a los hijos e hijas de Adán… El Espíritu Santo es el mensajero de Dios que obra en todos estos sacerdocios” (Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 395-396). Aquí el Profeta nos dice lo mismo: que el sacerdocio es la ley perfecta de la teocracia. Ahora escuchad esto de “La proclamación”:

“El [el Señor] está investido con poder legislativo, judicial y ejecutivo. El revela las leyes y elige, escoge o nombra los oficiales; y tiene el derecho de reprobarlos, corregirlos o incluso removerlos, según le plazca. De ahí la necesidad de una relación constante entre Él y su Iglesia. Como antecedentes a tos hechos arriba mencionados, citamos los ejemplos de todas las épocas, que están registrados en las Escrituras.

“Este orden de gobierno comenzó en el Edén. Dios nombró a Adán como gobernador del mundo y le dio leyes.

“Dicho orden fue perpetuado en sucesión ininterrumpida desde Adán hasta Noé; desde Noé hasta Melquisedec, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Samuel, los profetas, Juan, Jesucristo y sus apóstoles. Todos y cada uno de ellos fue escogido por el Señor y no por el pueblo” (Parley P. Pratt, “Proclamación”, Millennial Star 5:150 [marzo de 1845]).

Aun en la actualidad suceden cosas que indican lo poco que entendemos esta cuestión. Conocí el caso de un obispo muy querido… (Esto sucedió hace mucho tiempo y en un lugar lejano, así que ninguno de vosotros sabréis a quién me refiero.) Aquel era un hombre quien gustaba de ser obispo, aunque ya tenía diez años en el cargo. Su centro de reuniones era nuevo y el hermano se sentía a gusto en él y con su barrio, y éste a su vez se sentía a gusto con su obispo. Corrieron los rumores de que el obispo iba a ser relevado y lo iban a nombrar miembro del sumo consejo. Lo que ocurrió después no se lo atribuyo al obispo, sino a los miembros de su barrio. De todas formas, lo que sucedió es que circularon algunas peticiones donde se oponían los miembros al relevo de su querido obispo. Cuando la presidencia de la estaca supo de todo aquello, vino a las Autoridades Generales y solicitó una audiencia con los miembros del Consejo de los Doce, y yo fui uno de los que estuvieron presentes.

Les dijimos: “Este problema tiene una simple solución: todo lo que vosotros tenéis que hacer es anunciar, en la reunión sacramental, que el obispo Fulano ha sido relevado honorablemente y el sucesor ha sido escogido con la aprobación de la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce. Y que por favor levanten la mano quienes deseen dar un voto de gracias al obispo saliente.”

Y así se hizo a su debido tiempo. Pero, de inmediato un joven abogado objetó. Este había asistido a su clase de Escuela Dominical por la mañana, y ahí le habían dicho: “Te gusta tu obispo, ¿no? ¿Verdad que no quieres que lo releven? Pues entonces asiste a la reunión sacramental esta tarde y vota en contra del relevo.” Pero resulta que en la citada reunión no se les dio la oportunidad de votar en contra del relevo de su obispo. Sólo que entonces el presidente de estaca cometió un error y dijo: “Bueno, pues hablé con las Autoridades Generales y ellos me dijeron que así procediera.” Claro que con eso cayó su prestigio entre los miembros de la estaca. Pero, de todas maneras, para desquitarse un poco, la mitad de los miembros votaron en contra del hermano escogido para ser el nuevo obispo.

Parley P. Pratt nos dice algo fundamental. Los directores son escogidos por el Señor y no por el pueblo. La Iglesia no es una democracia. No debemos referirnos a ella como una democracia. Es cierto que el pueblo tiene voz en el reino de Dios. Ningún oficial ha de presidir sobre una rama o estaca si no es primeramente apoyado por el voto del cuerpo de miembros sobre los que va a presidir. Estos tienen el derecho de votar en contra, pero no pueden nombrar ni relevar a nadie. Esto en función de una autoridad mayor.

“Sin embargo, no confieren la autoridad en primer lugar, ni la pueden retirar. Por ejemplo, el pueblo no escogió a los doce apóstoles de Jesucristo, ni podía, por voto popular, retirarles su apostolado.

“Tal como existió el gobierno del reino en la antigüedad, así mismo ha sido restaurado.

“El pueblo no escogió al gran apóstol y profeta moderno, José Smith, sino que Dios lo escogió del mismo modo que ha escogido a los profetas anteriores, es decir, por medio de una visión abierta y su propia voz emitida desde los cielos” (Pratt, “Proclamación”, pág. 150).

Esta misma obra declara lo siguiente:

“El gobierno de la Iglesia y reino de Dios en esta época, como en todas las demás, es puramente una TEOCRACIA; es decir, un gobierno que opera bajo el control y superintendencia directos del Todopoderoso (Pág. 150).

“Esta última llave del sacerdocio es la más sagrada de todas, y pertenece exclusivamente a la Primera Presidencia de la Iglesia, sin cuya sanción y aprobación o autoridad no se puede administrar ninguna bendición de sellamiento perteneciente a los asuntos de la resurrección y de la vida venidera” (pág. 151).

A veces resulta muy interesante observar la reacción de la gente. Recuerdo la ocasión en que el presidente McKay anunció a la Iglesia que los miembros del Primer Consejo de los Setenta iban a ser ordenados sumos sacerdotes, a fin de ampliar su eficacia y darles autoridad para actuar en la ausencia de otras Autoridades Generales. Fui a Phoenix, Arizona, y me encontré con un setenta que estaba muy molesto. Me dijo: “Tengo entendido que cuando se nombraron los primeros presidentes del Primer Consejo de los Setenta, el profeta José Smith indicó que es contrario al orden de los cielos el nombrar sumo sacerdotes como presidentes de dicho cuerpo.”

Y yo le contesté: “Pues, tengo entendido que así fue, pero, ¿nunca se ha puesto usted a pensar que lo que en 1840 era contrario al orden de los cielos, en 1960 bien puede no serlo?” Como veis aquel hombre no había pensado en esto. Su mente se había quedado con un profeta muerto, y olvidaba que existe un profeta viviente hoy en día. De ahí la importancia de darle énfasis a la palabra viviente

Viví una experiencia aquí mismo, en esta universidad. Ya ha pasado mucho tiempo, así que nadie podrá identificar al protagonista. Yo había dicho algo acerca de un tema muy delicado y controvertido: la cuestión de los negros. Toqué un punto delicado, y cité las palabras de un presidente de la Iglesia, y a mí me correspondía la responsabilidad de haberlo citado y dicho. Cuando regresé a casa, uno de los profesores de la universidad me escribió y solicitó que le enviara la referencia del capítulo y versículo que indicaran dónde y cuándo se había dicho aquello. Este hombre es uno de nuestros más leales maestros, pero no estaba consciente de que yo hablaba con autoridad. Quería la referencia del capítulo y versículo; buscaba las palabras de un hombre que tuviera el suficiente tiempo muerto, como para que sus declaraciones tuvieran autoridad histórica. Su mente estaba con un profeta muerto. No escuchaba lo que se le hablaba hoy; para él no era suficiente escuchar las palabras de un profeta viviente. Inconscientemente tenemos la inclinación a preguntar: “¿Me puede dar el capítulo y versículo donde se encuentra lo que dijo?” Para muchos hubiera bastado con haberles dicho que citaba a una autoridad. Y casi me sentí tentado a contestar aquella carta de la siguiente manera:

“Remito a usted mi discurso que en tal y tal fecha pronuncié en la Universidad Brigham Young.” Pero el hombre hubiera pensado, por supuesto, que yo era un ególatra; y claro que yo no quería que pensaran eso de mí.

Hace años, cuando fui misionero, visité las ciudades de Nauvoo y Carthage en compañía de mi presidente de misión, y celebramos una reunión misional en el recinto de la cárcel donde José y Hyrum fueron muertos. El presidente relató los acontecimientos históricos que condujeron al martirio, y entonces terminó con esta significativa frase: “Cuando el profeta José Smith murió, muchos miembros murieron espiritualmente con él.” Lo mismo ocurrió con Brigham Young, y con John Taylor. Y todavía hoy en día algunas personas citan lo que supuestamente fue una revelación de John Taylor. Supongamos que efectivamente recibió revelaciones. ¿Tienen ellas más autoridad que las palabras provenientes del presidente McKay en la actualidad? ¿Entienden vosotros lo que digo? Algunos miembros murieron espiritualmente con Wilford Woodruff, con Lorenzo Snow, con Joseph F. Smith, con Heber J. Grant y con George Albert Smith. Hoy sufrimos el mismo mal: algunos están dispuestos a creer en una persona muerta, y aceptan sus palabras como si tuvieran más validez que las de una autoridad viviente. Creo que cuando el hermano Berrett intercaló la palabra viviente en el título, lo hizo con un propósito más profundo del que yo pude percibir en el principio.

Después mientras yo pensaba sobre esta cuestión de la profecía, agregué los términos vidente y revelador, y así, como lo podéis ver, reduje el tema a un solo hombre. El Profeta, vidente y revelador es el presidente de la Iglesia. Son dieciséis los hombres quienes son sostenidos como profetas, videntes y reveladores; pero eso no quiere decir que todos poseen la misma autoridad. Esto significa que dentro del conjunto hay hombres que pueden llegar a ser videntes así como profetas y reveladores. En un sentido amplio, profeta es un hombre que habla, que recibe inspiración de Dios para hablar en su nombre.

Cuando le preguntaron al profeta José Smith de qué modo era distinta esta Iglesia de las demás, contestó: “Es diferente de las demás iglesias porque tenemos el Espíritu Santo.” (History of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints editada por B.H. Roberts en 7 vols. [Salt Lake City: The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, 1932-51.], 4:42.) Cada uno de vosotros recibió la imposición de manos y fue bendecido con el don del Espíritu Santo. En cierto modo, eso constituye un mandamiento de que debéis vivir de tal manera que podáis gozar de los dones del Espíritu Santo. El profeta José Smith dijo: “Ningún hombre puede recibir el Espíritu Santo sin recibir revelaciones. El Espíritu Santo es un revelador” (Enseñanzas, pág. 405). Entonces, la palabra profeta no se puede aplicar en un sentido amplio a todos los miembros fieles de la Iglesia. Esto no quiere decir que podemos recibir revelación para dirigir esta Iglesia, ni que los miembros de alguna estaca pueden recibir revelación sobre cómo y quién ha de ser nombrado oficial de la estaca u obispo de algún barrio. Pero sí quiere decir que cada quien en su función específica tiene el derecho de recibir revelación: el obispo en su barrio, el presidente de misión en su área, el presidente de estaca en la suya, el presidente de quórum, el presidente de una organización auxiliar, el maestro de seminario, el de instituto, el padre y la madre en su hogar, y los jóvenes en su búsqueda del compañero adecuado. Ningún conjunto de personas disfrutan un don tan amplio como el de profecía. Recordaréis la definición contenida en el Apocalipsis. Juan cita de la siguiente manera al mensajero angelical que lo visitó: “Yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús… porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” (Apocalipsis 19:10). Pablo hace referencia a lo mismo en Corintios: “Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús, y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3). En otras palabras, cualquier persona que posea el don mediante el cual Dios revela, tiene el espíritu de profecía y el poder de la revelación, y en cierto sentido es un profeta dentro de su propia esfera de responsabilidad y autoridad.

Aparentemente, pues, el hermano Berrett quería que yo hablara no en ese sentido amplio sino en el restringido. Por eso agregué las palabras vidente y revelador. Y para que podáis ver la diferencia entre un profeta y un vidente y revelador, os leeré lo que se dijo de Mosíah en relación con las características particulares que distinguen a quien posee el exaltado título de vidente y revelador en la Iglesia de Cristo:

“Y dijo el rey que un vidente es mayor que un profeta

“Y Ammón dijo que un vidente es también revelador y profeta; y que no hay mayor don que un hombre pueda tener a menos que posea el poder de Dios, que nadie puede tener; sin embargo, el hombre puede recibir gran poder de Dios.

“Más un vidente puede saber de cosas que han pasado y también de cosas futuras; y por este medio todas las cosas serán reveladas, o mejor dicho, las cosas secretas serán manifestadas, y las cosas ocultas saldrán a luz; y lo que no es sabido, ellos lo darán a conocer, y también manifestarán cosas que de otra manera no se podrían saber.

“Así Dios ha dispuesto un medio para que el hombre, por motivo de la fe, pueda efectuar grandes milagros; por tanto, llega a ser un gran bienhechor para sus semejantes” (Mosíah 8:15-18).

Ahora, si leéis ese pasaje que todo misionero utiliza cuando habla de autoridad, “Y nadie toma para sí está honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4), entonces el significado de estas palabras se hará más claro a la luz del relato de cómo fue nombrado Aarón. Hablando de la relación que existiría entre Dios y Moisés, y entre éste y Aarón, Dios dijo: “Tú hablarás a él [a Aarón], y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca…y os enseñaré lo que hayáis de hacer… y él… te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios” (Éxodo 4:15-16).

Creo que la cita anterior expone más claramente que cualquier otra la relación que guarda un profeta del Señor y presidente de la Iglesia —el profeta, vidente y revelador— con nosotros, los miembros, a quienes puede él delegar autoridad. En ocasiones conocemos miembros, aun entre las mismas Autoridades Generales, quienes se indignan porque no se les consulta ni se les pide su opinión sobre algunas cuestiones de alto nivel. A esas personas —como he vivido más que ellos y he aprendido lecciones que ellos tal vez aprendan si viven el mismo tiempo que yo— les he dicho, con toda cortesía: “Prefiero no preocuparme por cuestiones que no me atañen.”

Y generalmente contestan: “Pues sí nos atañen. Somos miembros del Consejo de los Doce; somos Autoridades Generales.

Y yo les he respondido: “Vosotros no debéis pensar que os atañen. Estos asuntos son de vuestra incumbencia únicamente cuando el presidente de la Iglesia nos delega plenamente algunas de las llaves que él posee. Por tanto, hasta que no lo haga, estas cuestiones no son asunto nuestro, y no tenemos por qué tratar de ocupar su lugar.”

No sólo los miembros de la Iglesia han reconocido la necesidad de la revelación; sino también algunos de nuestros grandes pensadores lo han hecho a través de los años. Citaré las palabras de Ralph Waldo Emerson:

“Los milagros, la profecía, la poesía, la vida ideal y la vida santa existen sólo como historia antigua: no forman parte de nuestra creencia ni de las aspiraciones de la sociedad; cuando se mencionan, nos parecen ridículos.

“…Es oficio del verdadero maestro enseñarnos que Dios es, no fue; que habla, no habló. El verdadero cristianismo —una fe como la de Cristo en la infinidad del hombre— se ha perdido…

“Espero con ansiedad el momento en que esa suprema belleza que arrobó las almas de aquellos hombres de oriente, especialmente a los hebreos, y a través de sus labios dictó sabiduría para todos los tiempos, hable en el oriente también. [Supongo que no conocía el Libro de Mormón cuando escribió esto.] Las Escrituras hebreas y griegas contienen sentencias inmortales que han sido el pan de la vida para millones de hombres; pero no contienen integridad épica; son fragmentarias; no se muestran en su debido orden al intelecto. Espero con ansiedad al nuevo Maestro que seguirá tan lejos esas brillantes leyes, que verá su absoluta eficacia; verá su gracia completa; verá cómo el mundo se vuelve espejo del alma…

“Los hombres hablan de la revelación como algo que se dio hace mucho tiempo y ahora está terminado, como si Dios estuviera muerto [¿Captáis vosotros este punto?: ¡como si Dios estuviera muerto, no como si nos hablara en la actualidad!] La violación de la fe estrangula al predicador; y la más buena de las instituciones se convierte en una voz insegura y desarticulada…

“…nunca fue mayor la necesidad de revelación nueva” (Ralph Waldo Emerson, “Discurso pronunciado ante la generación de graduados del Divinity College, Cambrigde, el 15 de julio de 1838”, The Complete Writings of Ralph Waldo Emerson, [Nueva York: Wm. H. Wise & Co., 1929], págs. 39-47. Se ha cambiado el orden de los párrafos).

La anterior declaración viene de uno de nuestros más grandes pensadores, y tengo aquí las palabras de otros dos o tres hombres de la misma talla. El presidente John Taylor, hablando como un profeta que comprendía la necesidad dijo:

“Muchas personas, aun los que profesan ser cristianos, se burlan bastante de la idea de recibir revelación moderna. ¿Quién ha oído hablar jamás de la religión verdadera sin la comunicación con Dios? Para mí, esa es la cosa más absurda que la mente humana puede concebir. No me extraña, pues, si la gente rechaza por regla general el principio de la revelación actual, que el escepticismo y la infidelidad prevalezcan en tan alarmante grado. No me extraña que tantos hombres traten a la religión con desprecio y la juzguen como objeto que no merece la atención de seres inteligentes, pues sin revelación la religión es una burla y una farsa. Si una religión no es capaz de conducirme a Dios y ponerme en contacto con Él y exponer ante mi mente los principios de la inmortalidad y la vida eterna, no quiero establecer trato con esa religión.

“El principio de la revelación actual es pues el cimiento mismo de nuestra religión” (The Gospel Kingdom, [Salt Lake City: Bookcraft, 1943] pág. 35).

Todo lo anterior se refiere a nuestros días. En ocasiones tenemos la idea de que si algo está escrito en un libro, tiene mayor validez que si fue dicho en la conferencia general de ayer. El solo hecho de estar escrito en un libro no les da mayor autoridad a esos asuntos. El presidente John Taylor sigue hablando de esto y nos explica por qué las Escrituras del pasado no son suficientes para nosotros.

“La Biblia es buena; Pablo le dijo a Timoteo que la estudiara para que pudiera convertirse en un obrero libre de vergüenza y pudiera conducirse dignamente ante la Iglesia viviente [aquí está nuevamente la palabra viviente], la cual era el pilar y cimiento de la verdad. Con Pablo, la Iglesia era el cimiento y el pilar de la verdad; era la Iglesia viviente, no la letra muerta. El Libro de Mormón y Doctrinas y Convenios son buenos como pautas, pero así como un marinero que se hace a la mar necesita una guía más firme. Debe familiarizarse con los cuerpos celestes, y ha de navegar basándose en ellos, para poder dirigir bien su barco; así también estos libros son buenos como ejemplo y antecedente; y como fuente de investigación y de ciertas leyes y principios. Sin embargo, no tratan ni pueden tratar todos los casos que requieren ser examinados y puestos en orden.

“Necesitamos la sombra de un árbol viviente, una fuente viviente, una inteligencia viviente que proceda del sacerdocio viviente de los cielos a través del sacerdocio viviente de la tierra… Y desde el día en que Adán primeramente recibió comunicación de Dios hasta el día en que Juan en la isla de Patmos, recibió la suya, o el día en que fueron abiertos los cielos a José Smith, siempre se requirieron nuevas revelaciones que se adaptaran a las circunstancias particulares en que estuvieron colocadas las iglesias o los individuos. Las revelaciones dadas a Adán no fueron para que Noé construyera su arca; ni las de Noé fueron para que Lot abandonara Sodoma; ni las de ambos hombres hablaron sobre el éxodo de los hijos de Israel de Egipto. Cada uno recibió revelación para sí mismo, como también la recibieron Isaías, Jeremías, Ezequiel, Jesucristo, Pedro, Pablo, Juan y José. Y así mismo habremos de recibirla nosotros; de lo contrario, seremos náufragos” (Taylor, The Gospel Kingdom, pág. 34).

No conozco declaración más fuerte que ésta. Yo mismo podría haber dicho las mismas cosas en el mismo lenguaje; y vosotros, debido a vuestra gran fe y vuestra mejor cimentación por lo que se refiere a la creencia en un oráculo viviente, quizás hubierais creído mis palabras. Pero he retrocedido las suficientes generaciones (hasta la época del presidente Taylor) como para que quizá así esta declaración tenga más validez “histórica” que si yo mismo la hubiera pronunciado hoy en mi propio lenguaje.

Pero vosotros entendéis la lección impartida en todo esto. Amós es el autor del muy citado pasaje: “He aquí vienen días, dice Jehová el Señor, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová. E irán errantes de mar a mar desde el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la hallarán” (Amós 8:11,12).

Pues ese tiempo ha llegado. Citaré nuevamente las palabras del presidente Taylor:

“Estamos viviendo en un mundo al cual están llegando los espíritus procedentes de la presencia de Dios, los cuales están mudándose de aquella existencia a ésta a razón de unos mil millones por cada treinta y tres años; aquí entran en contacto con miles de los así llamados ministros de religión, quienes profesan un evangelio ineficaz que Dios jamás les dio y aún así intentan aliviar la condición de la humanidad, enviando lo que ellos llaman evangelio a los paganos, y solicitan continuamente la ayuda pecuniaria de sus colegas cristianos en dicha empresa” (Taylor, The Gospel Kingdom, pág. 33).

Incluso llegamos a encontrar gente de nuestros propios seminarios quienes dicen a sus alumnos, y éstos a la vez nos lo comunican a nosotros: “La Iglesia debería cambiar su norma respecto a los negros.” Yo les he contestado: “Cambie usted un poco su planteamiento, para que diga: ‘¿Cuándo cambiará el Señor [no la Iglesia] su norma?’, y verá qué ridículo suena.” Cuando el Señor piense modificar los designios que nos ha dado, lo comunicará a su profeta y no a cualquier hombre de la calle ni a alguien que se haya desmayado y después se haya incorporado diciendo que recibió una revelación, como se ha dicho por ahí que ocurrió. A esas personas les he dicho: “¿Creéis que mientras el Señor tenga en la tierra a un profeta, se va a andar por las ramas para revelar algo a sus hijos? Para esto tiene a su profeta, y cuando tenga que comunicar algo a su iglesia, lo dirá el presidente de la misma y éste verá que los presidentes de estacas y misiones reciban la información junto con las Autoridades Generales; y todos ellos a su vez se encargarán de comunicárselo a la gente.”

Un hombre vino un día y me contó que había oído decir que ciertos hombres aparecieron misteriosamente a un grupo de obreros del templo y les dijeron: “Deben apresurarse a almacenar suministros para un año o dos, o para tres, porque viene una temporada en la que no habrá producción.” El hombre me pidió mi opinión al respecto, y yo le pregunté: “¿Estuvo usted en la conferencia de abril de 1936?”

Respondió: “No; no pude asistir.”

Y le pregunté: “Entonces, seguramente leyó usted el informe de todo lo que se dijo allí.”

Respondió que no lo había leído.

Le dije: “Pues en aquella conferencia, el Señor efectivamente dio una revelación concerniente al almacenamiento de suministros. Pero, ¿cómo puede el Señor mantenerlo a usted al corriente de sus designios si usted no está presente cuando él se comunica ni se toma la molestia de leer dicha información después?”

Vivimos en un mundo de constante cambio. El Señor va a mantener informado a su pueblo si éste escucha. Como dijo el presidente Clark en uno de sus clásicos discursos: “No necesitamos un profeta; lo que necesitamos es un oído atento” (Conference Report of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, oct. de 1948, pág. 82; de aquí en adelante abreviado como C.R.). En esto estriba la gran necesidad de nuestra generación.

Volviendo a las palabras del presidente Taylor: “El mundo cristiano, a causa de su incredulidad, ha hecho de los cielos una desfachatez, y en cualquier lugar al que acuden los hombres a predicar lo que llaman evangelio se acentúa la confusión. Pero, ¿quién impedirá que Dios cuide de su propia creación y salve a sus criaturas? Sin embargo, esta es la posición que muchos hombres han adoptado” (Taylor, The Gospel Kingdom, pág. 33). Cito las palabras del profeta Amós; “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Amós 3:7). Hace mucho tiempo, en la época del presidente Woodruff, le preguntaron cuándo vendría el fin del mundo. Algunos estaban profetizando al respecto. No sé si se estaban refiriendo a la bomba atómica y sus consecuencias, pero hablaban del fin del mundo. Cuando se lo preguntaron al presidente Woodruff, éste les dijo: “Pues no sé cuándo se acabe el mundo; yo todavía estoy plantando cerezos.” No le importaba en lo más mínimo aquella cuestión, y estaba seguro de que cuando el Señor quisiera comunicarlo a alguien, él sería el primero en saberlo. Entendamos este principio.

Ahora, escuchad las palabras de Napoleón, otro gran pensador, las cuales arrojan luz sobre nuestro tema. Mientras se hallaba en el exilio, escribió: “Yo podría creer en una religión si ésta hubiera existido desde el principio del tiempo, pero cuando considero a Sócrates, a Platón y Mahoma, dejo de creer.”

¿Podéis entender lo que dice Napoleón? Temo que en ocasiones se ha interpretado erróneamente y enseñado mal nuestro sexto Artículo de Fe. “Creemos en la misma organización que existió en la Iglesia primitiva, esto es, apóstoles, profetas, pastores, maestros, evangelistas, etc.” A menudo la interpretación que se ha infundido en la mente de nuestros estudiantes es que no existió la Iglesia sobre la faz de la tierra sino hasta cuando fue establecida por Jesús en el meridiano de los tiempos. Si así fuera, ¿qué iríamos a hacer con toda la humanidad que vivió antes de ese día? Claro que la Iglesia estuvo sobre la tierra desde antes. El reino de Dios fue establecido en los días de Adán, Abraham y Moisés, y en los jueces, los reyes y los profetas, así como en el meridiano de los tiempos. Y en esta Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos contamos con las cosas elementales de todas las demás dispensaciones más algunas otras que nos han sido reveladas en forma exclusiva.

Llegamos pues a la pregunta: ¿Qué es el reino de Dios? Al respecto, el profeta José Smith dice: “Siempre que ha habido un hombre justo sobre la tierra, a quien Dios haya revelado su palabra y conferido poder y autoridad para administrar en su nombre; y donde ha habido un sacerdote de Dios —un ministro que tenga el poder y la autoridad de Dios para administrar las ordenanzas de Dios y oficiar en el sacerdocio de Dios— allí ha estado el reino de Dios… Donde hubiere un profeta, sacerdote u hombre justo a quien Dios comunique sus oráculos, allí estará el reino de Dios; y donde no estuvieren los oráculos de Dios tampoco allí estará el reino de Dios” (Enseñanzas, págs. 332-33).

El presidente McKay contaba que en la parte frontal del centro de reuniones al cual asistía en su niñez, había un retrato del presidente John Taylor; debajo del retrato había una inscripción, que no estoy seguro si corresponde a Brigham Young o al presidente Taylor. La inscripción decía: “El reino de Dios o nada.” Como veis esto tiene sentido a la luz de lo que hemos estado examinando sobre nuestro tema.

Hace años, el presidente J. Reuben Clark asombró a la gente con una declaración: “Tengo fe en que el plan del evangelio siempre ha estado aquí, en que su sacerdocio siempre ha estado sobre la tierra, y en que continuará aquí hasta que venga el fin.” Cuando terminó la sesión de conferencia, muchos se preguntaron: “Cielos, ¿qué el presidente Clark no entenderá que ha venido un período de apostasía después de cada dispensación del evangelio?” Yo acompañé ese día al presidente Joseph Fielding Smith, mientras se dirigía hacia el edificio de oficinas de la Iglesia, y él me dijo: “Creo que jamás ha existido un momento, desde la Creación, en el que no haya vivido sobre la tierra algún hombre poseedor del sacerdocio, con el objeto de mantener vigilado a Satanás.” Y entonces vino a mi mente la ciudad de Enoc, con la cual fueron llevados al cielo quizá miles de personas y fueron trasladadas. Vosotros recordaréis el relato. Fueron trasladados con un propósito, y posiblemente hayan morado entre los hombres de la tierra desde aquel día. He pensado en Elías, tal vez también Moisés, los dos son seres trasladados, también Juan el Revelador. He pensado en los tres nefitas. ¿Por qué fueron ellos trasladados y se les permitió quedarse? ¿Cuál fue el propósito? Se me presentó una posible respuesta a esas preguntas cuando aquel hombre, a quien consideramos como uno de nuestros bien informados teólogos, me dijo: “Creo que jamás ha existido un momento, desde la Creación, en el que no haya vivido sobre la tierra algún hombre poseedor del sacerdocio, con el objeto de mantener vigilado a Satanás.” Eso no significa que el reino de Dios haya estado presente siempre pues aquellos hombres no tenía la autoridad para administrar las ordenanzas salvadoras del evangelio al mundo. Pero aquellos individuos fueron trasladados con un propósito conocido por el Señor; no hay duda de que así fue.

¿Cuándo habla una persona como profeta? Recordaréis la revelación en que el Señor dijo:

“Y, he aquí, éste es el modelo para todos los que fueron investidos con este sacerdocio [habla de las Autoridades Generales], cuya misión de que salgan les ha sido indicada…

“Hablarán conforme los inspire el Espíritu Santo.

“Y lo que hablen en cuanto sean inspirados por el Espíritu Santo, será escritura, será la voluntad del Señor, será la intención del Señor, será la palabra del Señor, será la voz del Señor y el poder de Dios para salvación” (D. y C. 68:2-4).

Esto es así cuando dicha autoridad está hablando por el poder del Espíritu Santo. Como ya alguien lo indicó con exactitud, no se debe pensar que toda palabra procedente de boca de nuestros líderes es inspirada. El profeta José Smith escribió en su diario: “Esta mañana… tuve de visita a un hermano y una hermana de Michigan, que pensaban que un profeta es siempre profeta. Pero yo les dije que un profeta era profeta solamente cuando obraba como tal” (Enseñanzas, pág. 341). No se debe pensar que toda palabra hablada por las Autoridades Generales es inspirada, o que el Espíritu Santo los mueve a decir todo lo que dicen y escriben. Tened esto en mente. No importa la posición que tenga esa Autoridad, si éste escribe o dice algo que rebase las enseñanzas de los libros canónicos de la Iglesia, a no ser que esta autoridad sea el profeta, vidente y revelador —tomad nota de esta única excepción—, sabréis de inmediato que él habla por sí solo. Y si un hombre dice algo que contradiga las enseñanzas de los libros canónicos (por eso se llaman canónicos: porque establecen el canon para toda la doctrina), por el mismo medio podréis saber que habla falsedades, sin que importe la posición que el hombre ocupe. Podremos discernir cuando hablen por inspiración si vivimos de tal forma que podamos tener un testimonio de que su palabra es la palabra del Señor. Sólo existe una forma segura de poder discernir esto: viviendo de tal manera que podamos tener dicho testimonio. Al respecto, el presidente Brigham Young dijo lo siguiente: “El mayor temor que tengo es que los miembros de la Iglesia vayan a aceptar nuestras palabras como la voluntad del Señor sin antes orar al respecto y recibir el testimonio en sus propios corazones de que lo que decimos es la palabra del Señor.”

Después dijo: “Me satisface saber cómo la gente está ansiosa de recibir revelación nueva.” Recuerdo que el hermano John A. Widtsoe nos relató un incidente. Le preguntaron en una conferencia: “¿Cuánto tiempo hace que la Iglesia recibió una revelación?” El hermano Widtsoe se acarició el mentón en actitud reflexiva y respondió: “Pues, creo que la última vez que recibimos revelación fue el jueves de la semana pasada.” Eso produjo sobresalto en el interlocutor. Sin embargo, existen muchas revelaciones escritas fuera de Doctrinas y Convenios. Volvamos a las palabras de Brigham Young relativas a la revelación:

“Me satisface saber cómo la gente está ansiosa de recibir revelación nueva. Quiero haceros una pregunta: ¿Sabe este pueblo si, como tal, ha recibido alguna revelación desde la muerte de José? Yo os puedo decir que continuamente habéis recibido revelación.

“Se ha observado que la gente quiere revelación. Esta es una revelación; y si fuera escrita, sería una revelación escrita, tan verídica como las revelaciones contenidas en el Libro de Doctrinas y Convenios. Podría daros una revelación sobre el tema del pago de diezmos o sobre la construcción de un templo para el Señor; pues tengo la inspiración para ello. También podría poner estas revelaciones por escrito, tan fielmente como cualquier otra revelación que habéis leído. Podría escribir los deseos del Señor, para que vosotros los pudierais traer en la bolsa. Pero antes que deseemos más revelación escrita, cumplamos primeramente con la que ya tenemos escrita, la cual escasamente hemos comenzado a cumplir” (Discourses of Brigham Young, compilación de John A. Widtsoe, 1946 [Salt Lake City: Deseret Book Co., 1946], págs. 38-39).

En otras palabras, lo que nos dice Brigham Young es que cuando podamos cumplir con todas las revelaciones que el Señor nos ha dado, entonces podremos preguntar por qué no nos da más.

El evangelio nos revela muchas cosas. El presidente John Taylor nos habla al respecto. Nos cuenta que él supo de antemano los terribles acontecimientos que ocurrirían en esta nación con la guerra civil; supo de las muchas aflicciones que azotarían al país. (Véase The Gospel Kingdom, pág. 40.) En ocasiones preguntamos acerca de la revelación moderna. Si hubierais tenido la oportunidad de andar con el presidente David O. McKay y hubierais estado con él poco antes de que partiera para Europa para escoger los dos sitios donde habrían de ser construidos los templos, sabríais algunas cosas más al respecto. Se había discutido la cuestión en consejo, y se tomó la decisión de construir templos en aquella parte del mundo. Cuando se hubo decidido que los templos serían construidos en Inglaterra y en Suecia, se nos ordenó a todos que guardáramos silencio sobre el asunto, no fuera a ser que nuestros enemigos se enteraran y nos pusieran obstáculos. Y el presidente McKay, al despedirse nos dijo: “Oren por mí, Hermanos; oren por mí. Y trataré de vivir de tal manera que el Señor pueda contestar sus oraciones por medio de mí.” Si él mismo pudiera contar a ustedes cómo encontró los sitios para la construcción de los templos, eso por sí solo sería un gran testimonio.

El presidente George Albert Smith estaba a punto de finalizar una de nuestras conferencias generales más o menos en la época cuando causó gran furor el libro intitulado No Man Knows My History, una obra difamatoria en contra de la Iglesia. Ya algunos oradores se habían referido a esos escritos apóstatas que inundaban a la Iglesia. El presidente Smith dijo: “Algunos lo han injuriado, pero quiero decir que quienes lo han hecho serán olvidados y sus restos retornarán a la madre tierra… y el hedor de su infamia nunca se acabará, mientras que la gloria, el honor, la majestuosidad, el coraje y la fidelidad mostrados por el profeta José Smith permanecerán vinculados a su nombre para siempre” (C.R., abril de 1946, págs. 181-82). Jamás he escuchado declaración tan profunda de labios de cualquier profeta. Y estas palabras no fueron pensadas anticipadamente: acudieron como una ráfaga a la boca del presidente Smith; y sin embargo, se cumplieron al pie de la Letra en todos aquellos que escribieron injurias; mas el honor y la majestuosidad unidos al nombre del profeta José Smith nunca perecerán. Brigham Young y otros hombres también han dicho lo mismo. El resumen de todas sus palabras lo hallamos en estas frases de George Q. Cannon:

“Por tanto, cuando acecha el peligro, no importa cuáles sean mis sentimientos —y quienes me conocen, saben que generalmente opino sobre cualquier cuestión que surge—, a pesar de ello siempre me guío y me he guiado por el hombre que Dios ha escogido para presidir sobre su pueblo. Observo su conducta. Sé que a él corresponde dar la señal. A él corresponde dirigir el trabajo de la tripulación de la nave de Sión. A él corresponde indicar cómo navegaremos, por lo que respecta al poder humano necesario en esta obra; y cuando él se muestra impávido, cuando no se ven indicios de alarma en él, cuando luce sereno y seguro, sé que puedo guiarme por él con toda seguridad, y que su pueblo entero puede confiar en que Dios ha puesto un profeta, vidente y revelador para que presida sobre su pueblo en la tierra” (Journal of Discourses, 26 vols. [London: Latter-day Saints Book Depot, 1854-86], 24:367).

Mantened vuestra atención en el capitán de este barco, por favor.

Sí, creemos en un profeta viviente, vidente y revelador, y os doy solemne testimonio de que tenemos tal profeta, vidente y revelador. No dependemos solamente de nuestros libros canónicos —aunque son hermosos—, sino que hoy mismo, contamos con un oráculo a quien Dios revela su voluntad y sus deseos. Dios nunca permitirá que este hombre nos guíe por el camino equivocado.

Como ya se ha dicho, Dios nos removería de aquí si intentáramos tal cosa. No tenéis por qué preocuparos. Dejad, pues, que el Señor se encargue de la dirección y gobierno de la Iglesia. No tratéis de encontrar defectos en la dirección y los asuntos que corresponden exclusivamente a Él, los cuales realiza por revelación a través de su profeta, viviente, vidente y revelador. Oro humildemente por este fin, en el nombre de Jesucristo. Amén.

 

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