La expiación Infinita en profundidad

La expiación
Infinita en profundidad

Tad R. Callister
La Expiación Infinita


Descendió por debajo de todo

Si la Expiación engloba todas las creaciones de Dios y todas las formas de vida que en ellas hay, la pregunta que nos formulamos a continuación es, «¿Incluye la Expiación todos nuestros pecados y dolores, o hay algunos que han pecado y sufrido más allá de la gracia redentora de Cristo?». En A Winter’s Tale, Shakespeare escribió acerca de Leontes, un hombre que parecía ser un caso perdido, imposible de redimir. Estaba consumido por los celos. Encarceló injustamente a su esposa, rechazó al oráculo de Delfos y, finalmente, mandó al exilio a su hija de tierna edad. En una reacción en cadena, una serie de sucesos calamitosos se precipita en respuesta a sus acciones indignas. Incapaz de soportarlo más, Paulina, la esposa de uno de los señores de Leontes, lo criticó mordazmente:

No te arrepientas de estas cosas, pues son más pesadas de lo que tus desvelos pueden mover. Por tanto, aban­dónate a la desesperación. Mil veces de rodillas, diez mil años juntos, desnudo, en ayunas, sobre un monte árido, y todavía invierno en perpetua tormenta, no podría conmover a los dioses para que miraran en tu dirección.1

Esta era una predicción siniestra, pero afortunadamente, Paulina subestimó la misericordia de Dios hacia los penitentes sinceros. El Salvador descendió por debajo de todo pecado, toda transgresión, toda dolencia y toda tentación conocidos para la familia humana. Él conoce la suma total de la condición humana no solo porque ha sido testigo de ella, sino porque la hizo suya también. En una ocasión, el Señor le habló a José Smith de las pruebas a las que tenía que hacer frente aún: «si eres echado en el foso o en manos de homicidas, y eres condenado a muerte; si eres arrojado al abismo; si las bravas olas conspiran contra ti; si el viento huracanado se hace tu enemigo; si los cielos se ennegrecen y todos los elementos se combinan para obstruir la vía; y sobre todo, si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte, entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien» (DyC 122:7).

La escritura añade a continuación este pensamiento, a modo de fascinante conclusión: «¿El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?» (DyC 122:8). En otros términos, el Señor le estaba diciendo: «José, no importa lo que el mundo ponga en tu camino; no importa lo que sufras; no importa qué tentaciones te asedien: yo me he enfrentado a todo ello y a mucho más».

La entrada del Salvador en la condición humana no fue una experiencia a medias tintas. Fue una inmersión total. No expe­rimentó algunos dolores y otros no. Su vida no fue un mues- treo aleatorio ni una prueba selectiva; fue una confrontación total con todas y cada una de las experiencias, las dificultades y las pruebas humanas, y una interiorización de ellas. De algún modo, su esponja podía absorber el océano entero de la aflicción, la debilidad, el sufrimiento de los seres humanos. El Señor ha­ría este descenso a pecho humano descubierto. No se emplearían poderes divinos a fin de escudarle de ni tan siquiera un ápice de dolor humano. Pablo lo sabía: «Porque ciertamente [el Salvador] no auxilió a los ángeles, sino que auxilió a la descendencia de Abraham. Por lo cual, debía ser en todo semejante a sus herma­nos» (Hebreos 2:16-17).

La Expiación de Cristo fue un descenso a lo que parece el «pozo sin fondo» de la agonía humana. Tomó sobre sí los peca­dos de los pecadores más abyectos; descendió por debajo de las formas de tortura más crueles jamás diseñadas por el hombre. Su viaje en pendiente englobaba las transgresiones de todos los que han pecado ignorantemente; incorporaba el sufrimiento que no estaba relacionado con el error espiritual, pero que era todavía eficaz en ocasionar un dolor punzante: la agonía de la soledad, el dolor de las limitaciones, los suplicios de las flaquezas y la enfer­medad. En el curso de su descenso divino le asaltaron todas las tentaciones que azotan a la raza humana.

Después de nuestros vanos intentos de explicar las profundi­dades insondables de este viaje terrible, volvemos a esas palabras sencillas, aunque expresivas, de las Escrituras: «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). No hay lugar a equívocos, ni a retractacio­nes, ni a disculpas… la Expiación es infinita en profundidad.

Si la totalidad del sufrimiento y la ansiedad del ser humano fuera susceptible de categorización, podría clasificarse como si­gue: primero, el sufrimiento causado por el pecado; segundo, el sufrimiento que emana de la transgresión inocente de la ley; ter­cero, el sufrimiento relacionado con las flaquezas, las debilidades, las deficiencias o las pruebas que no tienen nada que ver con el pecado ni la transgresión; cuarto, el sufrimiento vinculado a nuestra confrontación con las tentaciones del mundo; y quinto, el sufrimiento o la ansiedad que exige el ejercicio de la fe. Las Escrituras están repletas de pruebas de que el Salvador no estuvo exento de ninguno de estos males; más bien se enfrentó a cada uno de ellos «frontalmente».

El sufrimiento provocado por el pecado

Pedro explicó que el Salvador «padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3:18). Tal sufrimiento no estuvo limitado a unos cuantos peca­dores cobardes. El Salvador mismo declaró que padeció «estas co­sas por todos» (DyC 19:16; énfasis añadido; véase también DyC 18:11). Juan, en su anuncio del Salvador, lo presentó como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Cuando el Salvador visitó a los nefitas, les habló de la amarga copa de la que había bebido «tomando sobre mí los pecados del mundo» (3 Nefi 11:11). Nada de beber la copa parcialmente, nada de discriminación selectiva en la absorción de ciertos peca­dos en lugar de otros; él tomaría sobre sí, como mencionan las Escrituras, «los pecados (…) de todo el mundo» (1 Juan 2:2). Nada se quedaría en el tintero. Así era la doctrina revelatoria tal y como la enseñó José Smith, que Jesús fue «crucificado por el mundo y para llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda iniquidad» (DyC 76:41; énfasis añadido).

El sufrimiento del Salvador incluiría a «los más viles pecado­res» (Mosíah 28:4); al conocido por ser «hombre muy malvado e idólatra» (Mosíah 27:8), al que era un «blasfemo, y perseguidor» (1 Timoteo 1:13), a aquellos que «se habían extraviado» y «se habían entregado a todo género de iniquidades» (Alma 13:17); a aquellos que fueron «sacad[os]» de su «estado terrible, pecamino­so y corrompido» (Alma 26:17); aquellos que se encontraban «en el más tenebroso abismo» (Alma 26:3); y a aquellos que recono­cieron ser «los más perdidos de todos los hombres» (Alma 24:11). Incluiría incluso el sufrimiento de los que eligieron no arrepen­tirse. Dicho de otro modo, el Salvador sufrió no solo por los que él sabía que se arrepentirían; también lo hizo incluso por los que optarían por rechazar su ofrenda sacrificial. Brigham Young lo dejó claro: «[El Salvador] había pagado la deuda completa, tanto como si recibimos su don como si no».2 El «fue contado» como dijo Isaías, «con los transgresores» (Isaías 53:12).

¿Existe algún límite a los poderes en apariencia infinitos de la Expiación? ¿Hay acaso alguna profundidad en la que incluso el Salvador no se haya hundido? Las Escrituras nos dan la respuesta: «[El Salvador] descendió debajo de todo» (DyC 88:6). De hecho, «sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a él» (DyC 18:11; énfasis añadido).

Pero ¿qué sucede con el pecado imperdonable? El profeta José se refirió a la situación de aquellos que lo hayan cometido: «Después que el hombre ha pecado contra el Espíritu Santo, no hay arrepentimiento para él. Tiene que (…) negar a Jesucristo cuando se le han manifestado los cielos, y renegar del plan de salvación mientras sus ojos están viendo su verdad».3

En resumidas cuentas, esas personas «crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Hebreos 6:6; véase también DyC 76:35; 132:27). Para ellos, los conocidos como hijos de perdición, hay una resurrección y un retorno a la presencia de Dios a efectos del juicio, pero no hay escapatoria de la segunda muerte espiritual para ellos. Esto no se debe a que la Expiación tenga la más mínima carencia a lo que a su naturaleza infinita se refiere; la causa es que estas almas rechazaron el don del arrepentimiento que se había ofrecido. Recuerda al amigo de Galileo que se negó a mirar por el telescopio «puesto que en rea­lidad no quería ver lo que había negado con tanta firmeza».4 Del mismo modo también, estos hijos de perdición han rechazado ese instrumento (a saber, la Expiación) que proporciona el poder pu- rificador que les redime. Las Escrituras hablan del triste estado en el que se encontrarán todos los que no se arrepientan: «Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que le dio la dádiva» (DyC 88:33).

El pecado imperdonable es un rechazo fundamentado, calcula­do e irreversible del Salvador y de su sacrificio expiatorio. Afirmar a continuación que la Expiación no es infinita sería como alegar que el hijo que rechaza la herencia de un padre ha sido víctima de robo. Baste decir que rechazar un regalo no equivale a refutar su existencia. Los hijos de perdición han elegido desheredarse, con­vertirse en huérfanos espirituales. El Señor le habló a Alma de los que «no quisieron ser redimidos» (Mosíah 26:26; véase también DyC 88:33). ¿Cómo podría alguien sostener que la Expiación no es infinita cuando la única razón de que no se aplique en la vida de una persona es el rechazo de ese don por parte del interesado? En tales circunstancias no tenemos derecho a reclamar misericor­dia. Esta fue precisamente la advertencia de Mormón: «Porque el que diga esto vendrá a ser como el hijo de perdición, para quien no hubo misericordia, según la palabra de Cristo» (3 Nefi 29:7).

Las Escrituras declaran que el Salvador «salva todas las obras de sus manos, menos a esos hijos de perdición que niegan al Hijo después que el Padre lo ha revelado. Por tanto, a todos salva él menos a ellos» (DyC 76:43-44; énfasis añadido). Es decir, el Salvador salva a todos de las tinieblas de afuera excepto a los hijos de perdición, puesto que «aman las tinieblas más bien que la luz» (DyC 10:21; véase también DyC 29:44). Hay una razón, y solo una, por la que el Señor no puede salvarlos: porque ellos han elegido rechazarle a él y a sus poderes redentores. Trágicamente, como Caín «[aman] a Satanás más que a Dios» (Moisés 5:18). Se han quedado sometidos a la condenación de la que habló el pre­sidente Joseph F. Smith: «Si hay quien se oponga a que Cristo, el Hijo de Dios, sea el Rey de Israel opóngase y márchese al infierno con la rapidez que le plazca».5

La Expiación nos salva a todos en que todos resucitamos y re­tornamos a la presencia de Dios a fin de ser juzgados sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Sin embargo, no puede exaltarnos a menos que nos arrepintamos. Si una persona no alcanza la exal­tación, lo que se pone en tela de juicio no es la naturaleza infinita de la Expiación; la cuestión es el espíritu penitente de la persona. Para alcanzar la exaltación no tiene más que arrepentirse. Cada uno de nosotros tiene la llave que abre los poderes purificadores de la Expiación, pero nos corresponde a nosotros girarla. En po­cas palabras, la Expiación puede abrir la puerta a la divinidad si nos limitamos a girarla.

Del mismo modo que la omnipotencia genuina consiste en la capacidad de hacer cualquier cosa, en cualquier momento, en cualquier lugar, dentro de los límites de las leyes inexorables de la justicia, la naturaleza infinita de la Expiación redime a todos de la totalidad de los pecados en todas las épocas y en todo el universo, en la medida en que esto sea posible con arreglo a las leyes de la justicia. En algún momento, las leyes de la justicia exigen esfuer­zo por nuestra parte; que se ablanden nuestros corazones y se refinen nuestras almas antes de que sea posible obtener la exalta­ción.6 Alma enseñó este principio: «la misericordia viene a causa de la expiación (…), y también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino los que verdaderamente se arrepienten» (Alma 42:23-24).

Reconociendo el misericordioso derroche del Salvador, Truman Madsen afirmó: «Hombres se han situado detrás de pul­pitos y en otros lugares —grandes hombres— y han testificado que sus rodillas nunca han temblado, que como unos decían de otros, ‘no tenía nada que ocultar’. Hemos tenido colosos entre los hombres que no tenían tanta necesidad de redención tanto como precisaban el poder, y que nunca cayeron demasiado lejos de la luz de comunión a la que me he referido. No puedo soportar un testimonio de esa naturaleza. Pero si alguno de ustedes ha sido engañado hasta albergar la convicción de que ha ido demasiado lejos; de que tiene el monopolio de las dudas que le abruman; de que porta el veneno del pecado que imposibilita llegar a ser nue­vamente lo que podría haber sido… Quiero que me escuchen.

» Testifico que no pueden hundirse a una profundidad que la luz y la arrolladora inteligencia de Jesucristo no puedan alcanzar. Testifico que, mientras persista una chispa de la voluntad de arre­pentimiento y acudir a él, él estará ahí. El no sólo se limitó a descender a su condición; descendió por debajo de ella, ‘a fin de que estuviese en todas las cosas y a través de todas las cosas, la luz de la verdad’ (DyC 88:6)».7

La Expiación del Salvador engloba todo pecado conocido para el hombre del que uno se pueda arrepentir.8 Esto es a la vez ló­gico y reconfortante. Ciertamente, en el consejo preterrenal el Señor debe haber sabido las profundidades a las que se hundi­ría la humanidad. No era un principiante en lo que a la crea­ción se refiere. El había repasado el proceso una y otra vez; había observado a nuestros espíritus durante eones. Comprendía los entresijos del corazón de cada hombre. Como le dijo al profeta Samuel: «Jehová no mira lo que el hombre mira, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Samuel 16:7). Había sido testigo de la trágica Guerra en el cielo y había visto cómo un tercio de sus espíritus hermanos y hermanas se rebelaba contra él para elegir al más célebre infiel de todos los tiempos. Seguramente entendía que habría Sodomas y Gomorras y crímenes de lo más abyecto. Y con certeza tuvo esto en cuenta mientras colaboraba con el Padre en la planificación de la redención que englobaría todo aquello.

El profeta José confirma tanto la presciencia de Dios como la redención universal: «El gran Jehová contempló todos los acon­tecimientos relacionados con la tierra, en lo que al plan de salva­ción concierne (…) Él sabía de la caída de Adán, de las iniqui­dades de los antediluvianos, de la profunda iniquidad en que se hundiría la familia humana, de sus debilidades y fortalezas, de su poder y gloria, de sus apostasías, sus delitos, su rectitud y su maldad; comprendía la caída del hombre y su redención; conocía el plan de salvación y lo manifestó; estaba al tanto de la situación de todas las naciones y de su destino. Él ordenó todas las cosas de acuerdo con el designio de Su propia voluntad; Él conoce la situación tanto de los vivos como de los muertos y ha proporcio­nado todo lo necesario para su redención».9

Al rey Benjamín no se le escapaban estos planes preterrenales de gran calado, puesto que enseñó que la Expiación «fue prepa­rada desde la fundación del mundo para todo el género humano que ha existido desde la caída de Adán, o que existe, o que existi­rá jamás» (Mosíah 4:7).

En resumen, la Expiación del Salvador salva a todos los hom­bres de la primera muerte espiritual, porque las leyes de la justicia no se pueden violar, y, además, exalta a todos los hombres que se arrepienten, porque las leyes de la misericordia así lo permi­ten. La Expiación no puede, sin embargo, exaltar a nadie que la haya rechazado o que irreversiblemente haya cerrado las puertas del arrepentimiento, puesto que las leyes de la justicia no son tan permisivas. Ese es el mensaje de Amulek a Zeezrom: «no po­déis ser salvos en vuestros pecados» (Alma 11:37; véase también Mateo 1:21). Abinadí lo sabía, ya que al hablar de los que murie­ron en sus pecados, observó: «el Señor no ha redimido a ninguno de los tales; ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede contradecirse a sí mismo; pues no puede negar a la justi­cia cuando esta reclama lo suyo» (Mosíah 15:27; véase también Alma 11:37). Mientras nos quede la más tenue chispa de arre­pentimiento en nuestro interior, Cristo y su Expiación están a la espera, esperando ansiosamente que se los invoque. La cuestión no es si el Salvador pagó el precio de todos los pecados —que lo hizo—; la pregunta es si estamos dispuestos a valernos de su sacrificio mediante el arrepentimiento.

La transgresión de las leyes

No solamente sufrió el Salvador por nuestros pecados cons­cientes y deliberados. Él también sufrió por nuestras transgre­siones inocentes y por aquellos que murieron «en su ignorancia, antes que Cristo viniese, no habiéndoseles declarado la salvación» (Mosíah 15:24). Esto era coherente con la ley mosaica. Moisés enseñó: «Y si toda la congregación de Israel hubiere errado inad­vertidamente, (…) el sacerdote hará expiación por ellos, y obten­drán perdón» (Levítico 4:13, 20). El rey Benjamín une su voz a las anteriores, diciendo respecto de los poderes purificadores de la Expiación: «Pues he aquí, y también su sangre expía los pecados de aquellos que han caído por la transgresión de Adán, que han muerto sin saber la voluntad de Dios concerniente a ellos, o que han pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11; véase también Alma 34:8). Una Expiación como esa tuvo un precio. Incluso cuando se viola una ley inocentemente, ha de pagarse un precio. Puede beberse veneno inocentemente, pero las consecuencias físicas se­rán las mismas que las de una persona que consuma el veneno con deseos de quitarse la vida. Cuando se incumple una ley debe haber un pago. Este pago conlleva sufrimiento y, se trate de un inocente o de un penitente, se centra en el sacrificio expiatorio del Salvador.

Jacob observó que «donde no se ha dado ninguna ley (…) las misericordias del Santo de Israel tienen derecho a reclamarlos por motivo de la expiación» (2 Nefi 9:25). Y añadió a continuación: «la expiación satisface lo que su justicia demanda de todos aque­llos a quienes no se ha dado la ley» (2 Nefi 9:26). Ciertamente, esto incluye a los niños pequeños y a los que no han escucha­do todavía el mensaje del Evangelio. Mormón abordó el mis­mo tema: «Porque he aquí, todos los niños pequeñitos viven en Cristo, y también todos aquellos que están sin ley. Porque el po­der de la redención surte efecto en todos aquellos que no tienen ley» (Moroni 8:22; véase también DyC 137:7-10). El Salvador explicó por qué los niños pequeños se salvan: «los niños peque­ños son sanos (…); por tanto, la maldición de Adán les es quita­da en mí» (Moroni 8:8; véase también Moroni 8:20). El Salvador enseñó idéntica lección a sus discípulos: «Estos pequeños no tie­nen necesidad de arrepentimiento, y yo los salvaré» (TJS, Mateo 18:11).

Además de entender, a todas luces, que los niños pequeños y los pecadores «inocentes» gozan de la protección de la Expiación, el rey Benjamín era consciente también de que llegaría el mo­mento en que «el conocimiento de un Salvador se esparcirá por toda nación, tribu, lengua y pueblo (…) y (…) nadie, salvo los niños pequeños, será hallado sin culpa ante Dios, sino por el arre­pentimiento y la fe en el nombre del Señor Dios Omnipotente» (Mosíah 3:20-21). Isaías vio igualmente el día en que «conocerá toda carne que yo, Jehová, soy tu Salvador y tu Redentor» (Isaías 49:26; véase también Jeremías 31:34). Tan completo será este torrente de conocimiento que Habacuc profetizó así: «Porque la tierra estará llena del conocimiento de la gloria de Jehová como las aguas cubren el mar» (Habacuc 2:14; véase también 2 Nefi 30:15). Estos profetas predijeron el tiempo en el que el Evangelio se predicaría a lo largo y ancho del mundo. En ese día, nadie se encontrará ya en la categoría de «pecador ignorante», ya que el mensaje del Evangelio llegará a los cuatro cabos de la tierra. Sin duda esta situación no se producirá hasta el periodo milenario (DyC 101:25-29).

La Expiación no solamente desciende por debajo de los actos del que peca deliberadamente y se arrepiente, puesto que tam­bién lo hará por debajo de las leyes quebrantadas por esos niños pequeños que «son incapaces de cometer pecado» (Moroni 8:8) y, asimismo, para aquellas almas más maduras que todavía no ha­yan escuchado la verdad y, en consecuencia, hayan «pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11).

El sufrimiento ajeno al pecado o a la transgresión

Jacob no matizó sus palabras cuando afirmó que el Salvador sufriría «los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán» (2 Nefi 9:21). Estos dolores incluían tanto los sufrimientos vin­culados al pecado y a la transgresión como los que no lo estaban. Dicho de otra manera, el Salvador tomó sobre sí voluntariamen­te, no solo la carga acumulativa de todos los pecados y transgre­siones; también cargaría con el dolor propio de toda depresión, toda soledad, toda pena, todo el sufrimiento mental, emocional y físico y todas las debilidades que afligen a la humanidad. Él conoce la profundidad de la aflicción que emana de la muerte; él conoce la angustia de la viuda. Él entiende el dolor de los padres de hijos perdidos; él ha sentido la impactante agonía del cáncer y de toda otra enfermedad debilitadora que aqueja al hombre. Por imposible que pueda parecer, él ha tomado sobre sí esos sen­timientos de insuficiencia, a veces incluso de total desesperan­za, que acompañan a nuestros rechazos y debilidades. Ninguna condición humana, por espantosa, degradante o execrable que pueda antojarse, ha escapado a su entendimiento o a su sufri­miento. Nadie podrá afirmar: «Pero no entiendes mi drama par­ticular». Las Escrituras subrayan esta cuestión: él «comprendió todas las cosas» porque «descendió por debajo de todo» (DyC 88:6; véase también DyC 122:8). Todo esto, según explica el élder Neal A. Maxwell, «formó parte también de la aritmética de la Expiación».10

El presidente Ezra Taft Benson enseñó: «no existe una condi­ción humana que Él no pueda comprender, así sea el sufrimien­to, la incapacidad, la deficiencia mental o física o el pecado, Su amor alcanza a todas las personas que se encuentran en ese esta­do».11 Este es un pensamiento asombroso cuando consideramos el monte Everest de dolor que fue necesario para lograrlo. ¿Qué peso habría que poner en la balanza del dolor a fin de calcular el sufrimiento de incontables pacientes en un sinfín de hospita­les? Añadamos la soledad de los ancianos olvidados en los asilos de la sociedad, y que ansian desesperadamente una tarjeta, una visita, una llamada, algún reconocimiento, en suma, del mun­do de afuera. Sigamos agregando el padecimiento de los niños hambrientos, el suplicio del hambre, la sequía y la pestilencia. Sumemos la angustia de los padres que, llorosos, ruegan que un hijo o hija descarriados regresen al hogar. Incluyamos el trauma de todo divorcio y la tragedia de todo aborto. Incorporemos el remordimiento que acompaña a la pérdida de cada hijo que mue­re en la flor de la vida, de cada cónyuge que fallece en la plenitud del matrimonio. Si agravamos el asunto con la miseria de las pri­siones llenas a rebosar, de las residencias de transición y los cen­tros de salud mental para discapacitados mentales abarrotados. Si lo multiplicamos por siglo tras siglo de historia, y creación tras creación sin fin… Todo lo anterior es poco más que un horrendo vistazo a la carga del Señor. ¿Quién puede soportar una carga semejante, o escalar una montaña así? Nadie, nadie en absoluto, salvo Jesucristo, el Redentor de todos y cada uno de nosotros.

Los profetas llevan testificando largo tiempo acerca de la natu­raleza infinita y doliente del Salvador. Años antes de su nacimien­to, Isaías declaró: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores» (Isaías 53:4). Y más tarde: «En toda an­gustia de ellos él fue angustiado» (Isaías 63:9; véase también DyC 133:53). Alma entendía la profundidad del descenso del Salvador cuando observó: «Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y ten­taciones de todas clases-, y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pue­blo» (Alma 7:11; énfasis añadido). Tanto calado tendría ese des­censo que el rey Benjamín observó: «sufrirá tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7). Nadie en las experiencias limitadas de la vida terrenal podrá ni tan siquiera aproximarse al dolor que se infligió sobre el Señor infinito. El lo soportó todo, incluso el dolor acumulado que no tiene su origen ni en el pecado, ni en la transgresión.

El sufrimiento relacionado con las tentaciones

Parte de la experiencia humana consiste en hacer frente a la tentación. Nadie escapa a ello. Es omnipresente. Es algo impulsa­do externamente y motivado internamente. Es como un enemigo que ataca por todos los flancos. Nos asalta osadamente en pro­gramas de televisión, películas, vallas publicitarias y periódicos en nombre de la libertad del entretenimiento o la libertad de expre­sión. Anda por nuestras calles y se sienta en nuestras oficinas en nombre de la moda. Conduce por nuestras carreteras en nombre del estilo. Se representa a sí mismo como corrección política o como una necesidad empresarial. Demanda aprobación moral con el pretexto de la libertad de elección. En ocasiones ruge con voz de trueno; en otras, susurra con tonos sutiles y sedantes. Con habilidad camaleónica camufla su naturaleza constante, pero está ahí, siempre está.

Toda tentación supone un cruce de caminos en el que tenemos que elegir entre el camino más elevado y uno inferior. En algu­nas ocasiones, se trata de una prueba profundamente frustrante. Otras veces, es una simple molestia, un fastidio menor. Pero en cada caso hay cierto componente de inquietud, ansiedad y for­cejeo espiritual; en última instancia, una elección que nos fuer­za a optar por un bando. La neutralidad no existe en esta vida. Siempre estamos eligiendo, tomando partido. Esto forma parte de la experiencia humana: hacer frente a tentaciones diariamente, casi a cada instante, enfrentándonos con ellas no solo en los días buenos; también cuando estamos alicaídos, cansados, rechazados, desanimados o enfermos. Todos los días de nuestra vida batalla­mos contra la tentación, y otro tanto hizo el Señor. Es una par­te integrante de la experiencia humana, que nosotros hemos de afrontar como él lo hizo. El bebió de la misma copa.

Sabemos poco de los años de juventud del Salvador, pero tan pronto hubo empezado su misión, «se le dejó para que el diablo le tentara» (TJS, Mateo 4:2). El Salvador salió triunfante, pero Satanás habría de volver. Las Escrituras indican que «el diablo (…) se alejó de él por un tiempo» (Lucas 4:13). Los fariseos lo tentarían en numerosas ocasiones, un abogado intentaría tender­le una trampa, todo ello sin éxito. Incluso estando en la cruz, Satanás escupiría su dardo final: «si eres el Hijo de Dios, descien­de de la cruz» (Mateo 27:40).

Las tentaciones del Salvador no fueron solamente enfrenta­mientos directos con el Maligno y sus emisarios. Alma sabía que él sufriría «tentaciones de todas clases» (Alma 7:11). También ha­bría «dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga» (Mosíah 3:7). Sin duda él tendría que hacer frente a las tentaciones de la avaricia, el poder y la fama. Toda tentación de la carne se pondría en su camino. Como dijo Pablo, él «fue tentado en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15; énfasis añadido). Abinadí dejó cla­ro, no obstante, que si bien él «[sufrió] tentaciones» él «no [ce­dió] a ellas» (Mosíah 15:5). Doctrina y Convenios confirma esta misma verdad: «Sufrió tentaciones pero no hizo caso de ellas» (DyC 20:22). Hubo elecciones, confrontaciones y encuentros, pero nunca hubo interiorización, justificación, ni gratificación de apetitos. Stephen Robinson expresa este mismo principio con bellas palabras:

«No me malentienda. De ninguna manera estoy sugiriendo que Jesús haya tenido pensamientos malsanos, porque eso sería pecar, y Él nunca cometió pecado alguno. No creo que jamás haya ‘batallado’ con las tentaciones. Lo único que quiero decir es que Él era tan vulnerable como cualquiera de nosotros a los impulsos que llegaban a Su mente de naturaleza mortal, la cual había heredado de Su madre mortal. La diferencia está en que Él nunca prestó atención a esos impulsos, y de inmediato los alejó de su mente. La habilidad de la carne para incitar y para seducir era igual para Él como lo es para nosotros, pero, a diferencia de los demás, Él nunca se sometió a ella. Nunca meditó, pensó ni contempló las opciones pecaminosas ni siquiera como posibilida­des teóricas—sencillamente no les prestó atención». 12

El presidente David O. McKay escribió unas líneas poéticas que se hacen eco de estas afirmaciones:

Las olas de la tentación batieron en torno a mí, solo lograron templar mi hombría; ¿Y mi alma? ¡Sin tacha permanecía!13

Siempre queda la pregunta: ¿por qué se enfrentó el Salvador con la tentación? ¿Por qué tal condescendencia? Y la respuesta es siempre la misma: «Pues por cuanto él mismo padeció sien­do tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18). Habiendo pasado por ello, ahora él podía con­vertirse en nuestro «intercesor, que conoce las flaquezas del hom­bre y sabe cómo socorrer a los que son tentados» (DyC 62:1). Brigham Young hizo referencia a esta misma cuestión: «ha de ser que Dios sabe algo de las cosas temporales y ha tenido un cuerpo y estado en la tierra; de no ser así no sabría juzgar a los hombres con rectitud, según las tentaciones y el pecado con los que estos hayan tenido que contender».14

Algunos quizá sostengan que el Salvador no puede empatizar con los que sucumben a la tentación, dado que él nunca cedió a ella y, en consecuencia, no podría entender, según parece, las circunstancias singulares de los que sí han cedido a la tentación. C. S. Lewis puso en evidencia la naturaleza falaz de tal argumen­to: «Ningún hombre sabe lo malo que es hasta que no se ha es­forzado lo suficiente para ser bueno. Hoy se tiene la absurda idea de que la gente buena no sabe lo que es la tentación. Eso es una mentira burda. Solamente los que procuran resistir la tentación saben de su fortaleza. A fin de cuentas, uno constata el poderío del ejército alemán combatiéndolo, no capitulando. Se siente la fuerza de una ráfaga de viento intentando caminar en dirección contraria, y no tumbándose en el suelo. Un hombre que cede a la tentación después de cinco minutos no sabe cómo habrían sido las cosas una hora después. Por esa razón la gente mala, en un sentido, saben muy poco de la maldad. Han vivido bien guareci­dos al abrigo continuo de la rendición. Nunca averiguamos la for­taleza del impulso malvado hasta que procuramos luchar contra él: y Cristo, dado que fue el único hombre que nunca cedió a la tentación, es también el único hombre que sabe al máximo lo que significa la tentación: el único plenamente realista».15

El ejercicio de la fe

Las Escrituras sugieren que el Salvador soportó todos los pe­cados, dolores y tentaciones por las que pasa la raza humana. Sin embargo, ¿pudo haber alguna experiencia humana que él nunca viviera plenamente debido a su naturaleza única? ¿Se le exigió alguna vez que ejerciera fe o, estando en posesión de un cono­cimiento espiritual extraordinario y una herencia divina, quedó descartada esa posibilidad? ¿No tenemos todos que hacer frente a esos momentos en la vida cuando la fe y la razón del mundo son en apariencia incompatibles y hemos de escoger entre ambos? Nos hallamos en una encrucijada espiritual: un camino empedra­do con el conocimiento y la razón del hombre; el otro, con la fe en Dios. Puede darse esta situación cuando nos falta dinero para pagar el diezmo. O quizá toca a nuestra puerta cuando el Señor nos destina a un puesto muy por encima de nuestras habilidades naturales. Puede suceder cuando nos llaman a servir en un mo­mento inoportuno. Puede sobrevenir cuando perdemos nuestro empleo, fallece un ser querido o contraemos una enfermedad sú­bita e inesperada, pero de algo podemos estar seguros: vendrá. ¿No deben todos los hombres enfrentarse en algún momento vi­tal al dilema: la razón del mundo frente a la fe en Jesucristo?

Moisés pasó por esa experiencia. Acababa de librar a los hijos de Israel. Y ahora los guiaba en un curso aparentemente suicida directamente hacia el mar Rojo. Los ejércitos egipcios los iban persiguiendo para darles caza. No hay duda de que los pode­res de la razón clamaron: «tuerce a la izquierda o a la derecha. Continuar hacia adelante es entrar en una trampa mortal, acorra­lados entre la barrera del mar Rojo por un lado y el ejército egip­cio que se aproxima velozmente por la retaguardia». Pero Moisés continuó firme en la dirección que había fijado. Iban a marchar, pero directamente hacia el mar Rojo. Los israelitas, viendo el des­tino que les aguardaba, alzaron la voz aterrorizados «mejor nos hubiera sido servir a los egipcios que morir nosotros en el desier­to» (Exodo 14:12). Moisés estaba solo. El poder de la razón y el poder del pueblo se aliaron contra él con gran furia. No obstan­te, en lo más profundo de su alma había un poder que excedía ampliamente los poderes conocidos para el hombre, un poder que lo impulsaba contra el mundo, contra viento y marea, contra todo lo racional y lo razonable. Era el poder de la fe. Y ello acabó siendo su salvación temporal y espiritual —y la de su pueblo—.

Pedro se enfrentó a un momento semejante. El Salvador pre­dicaba en las costas de Galilea. En las inmediaciones había dos embarcaciones vacías. Los pescadores que faenaban habitualmen­te en ellas se encontraban lavando las redes en la orilla. Toda la noche se habían esforzado sin pescar nada que compensase su vigilia incansable. El Salvador le dijo a Simón Pedro: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lucas 5:4). Pedro, sorprendido, replicó: «Maestro, hemos trabajado toda la noche y nada hemos pescado» (Lucas 5:5). Qué ridicula debe de haber parecido la sugerencia del Salvador para las mentes racionales de este mundo. ¿Acaso ignoraba que estos eran pescadores experimentados? Aquel era su trabajo, su medio de vida, su negocio, «su» lago. Habían estado echando sus redes toda la noche, para retomarlas y volverlas a lanzar después en una vana repetición. Conocían ese lago, las corrientes, los vientos, los patrones de pes­ca. ¿Por qué malograr sus esfuerzos intentándolo otra vez? Era un simple carpintero el que les hablaba. ¿Que sabía él de la pesca? Pedro se encontraba ahora en una encrucijada. Debía elegir entre la razón y la fe. Y entonces llegó la emocionante respuesta de Pedro: «pero por tu palabra echaré la red» (Lucas 5:5). Y se pro­dujo el milagro. Capturaron peces en abundancia; tantos que las redes apenas tenían capacidad para contenerlos. Hubieron de pe­dir auxilio a otra embarcación para que les ayudara a transportar tanta pesca. El Señor no envió a estos pescadores fieles a pescar uno o dos peces, o una canasta llena de ellos. No; no habría nada de mezquino en su naturaleza benefactora. Los discípulos habían pasado la prueba de la fe y serían bendecidos abundantemente.

Todos nosotros hemos de enfrentarnos al momento en que los poderes de la razón entran en conflicto directo con la fe. Toda la lógica, todo el entendimiento de los hombres podrá crecerse al uní­sono, y allí, solitaria, en contraposición, se encuentra la fe: inamo­vible, el ancla de nuestras vidas. Las mareas de las pruebas podrán subir, las olas oceánicas de la razón mundana golpearán contra nuestras almas, las tendencias populares del momento ejercerán su tensión con toda su influencia, pero ahí, impasible, impertérrita, indemne, permanece el alma anclada por la fe. El filósofo George Santayana escribió acerca de los que no eligen la «mejor parte»:

¡Oh mundo, no escogiste nunca la mejor parte!
Pues no es sabiduría ser tan sólo sabio
y cerrar nuestros ojos en la visión interna;
mas sí es sabiduría creer al corazón.
Colón descubrió un mundo y no tuvo otros mapas
que aquellos que su fe descifraba en los cielos
siendo toda la base de su ciencia y su arte
entregarse a invencibles conjeturas del alma
El saber es cual tea de resinoso pino
que ilumina el sendero sólo un paso adelante
a través de un vacío de misterio y de miedo
Invito así al eterno resplandor de la fe:
el único que eleva el corazón del hombre
hasta ser del divino pensar, el pensamiento.16

Job poseía una fe como esta. Le habían arrebatado la familia, la riqueza, la salud y las amistades. Incluso su esposa era incapaz de ver razón alguna en sus pruebas. Finalmente, la esposa de Job clamó diciendo: «Maldice a Dios, y muérete» (Job 2:9). Más tar­de, Job, un pilar de fe, respondería: «aunque él me matare, en él confiaré» (Job 13:15). Nada en este mundo podía extinguir la llama de su fe.

Ese mismo fuego ardía vivamente en el alma de Nefi cuando regresó a casa de Labán una vez más: «iba guiado por el Espíritu, sin saber de antemano lo que tendría que hacer» (1 Nefi 4:6). Esta era una fe pura, absoluta, sin mezcla. Todos los poderes de la razón se habían agotado. Nefi y sus hermanos le habían solici­tado las planchas a Labán y este se había negado a entregarlas; le habían ofrecido toda la riqueza de su familia y la respuesta había sido negativa. Parecía que habían agotado todas sus posibilidades. Nefi no tenía ni idea de cuál sería la respuesta. ¿Quién habría po­dido imaginarse siquiera cómo sería la respuesta del Señor? Pero la fe, ese poder invisible, le impulsó a seguir adelante.

Moisés, Pedro, Job, Nefi y los santos fieles de todas las épocas han tenido que tomar esa difícil decisión en numerosas ocasio­nes: ¿la fe o la razón? Dicho esto, ¿tuvo el Salvador, dotado de sus poderes infinitos, tanto espirituales como intelectuales, que hacer frente a ese dilema? ¿Hubo algún momento en que conociera el final desde el principio? Como todos los mortales, ¿tuvo alguna vez que optar por la fe en Dios en detrimento de las facultades de su raciocinio? ¿Fue esta contraposición una parte de su expe­riencia? En caso contrario, ¿vivió él verdaderamente la penosa condición humana en su totalidad?

Hay momentos en la vida del Salvador que sugieren que él también hubo de avanzar por fe. Lucas nos cuenta que el joven Jesús «crecía en sabiduría» (Lucas 2:52), dando a entender que la omnisciencia no se le confirió en un momento determinado. Evidentemente, sus conocimientos y sus facultades de razona­miento progresaron paso a paso durante su vida mortal. Un pro­greso de ese tipo sugiere la existencia de momentos en los que no sabía todas las cosas.

Incluso a la conclusión de su vida en la tierra, cuando el cono­cimiento de su misión era primordial y sus facultades racionales estaban en su nivel máximo, parecía que aún existían asuntos sin resolver, incluso para él. El ruego «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39) fue una petición sincera por una alternativa, de haber alguna, al sacrificio expiatorio. Su mente inquisitiva repasó todas las opciones y todas las posibilidades, pero, siendo incapaz de encontrar una alternativa, recurrió con esperanza al ser que sabía y había vivido mucho más que él. La respuesta fue negativa; no había otra manera. Debía depositar su confianza en Dios y seguir adelante con fe.

C. S. Lewis escribió acerca de la presciencia de Cristo en los momentos que precedieron inmediatamente a su muerte. Lewis también creía que el Salvador debía pasar por todas las situacio­nes propias de la mortalidad, incluidas las ansiedades que acom­pañan al ejercicio de la fe. Lewis concilio de la siguiente manera estas posturas en aparente contradicción: «Resulta claro que este conocimiento [de su muerte] de alguna forma debe haberse reti­rado de El antes de orar en Getsemaní. No podía, con cualquier reserva en lo tocante a la voluntad de Padre, haber orado que la copa pasara de El sabiendo simultáneamente que no sería así. Esto es una imposibilidad tanto lógica como psicológica. ¿Se dan cuenta de lo que ello implica? A fin de asegurar que ninguna prueba asociada a la humanidad estuviera ausente, los tormentos de la esperanza —del suspense, de la ansiedad— fueron liberados sobre El en el último momento: la supuesta posibilidad de que, al fin y al cabo, ¿sería en verdad posible? se le acabara ahorrando el horror supremo. Existía un precedente. A Isaac se le había salva­do: también en el último momento, también contra toda proba­bilidad aparente (…) Sin embargo, por esta postrera (y errónea) esperanza frente a la esperanza, y al consiguiente tumulto del alma, el sudor de sangre, quizá El no habría sido muy Hombre. Vivir en un mundo totalmente previsible no es ser hombre».17

Vivir una vida completamente previsible, tal y como sugie­re C. S. Lewis, una vida privada de ansiedad, suspense y fe, es una vida pseudohumana; poco menos que una fachada. Pero ese no fue el caso del Salvador. Nunca se exigió más fe de cual­quier hombre, en ningún momento, que cuando el Salvador se enfrentó a la terrorífica soledad de las horas que rodearon a la cruz. Este fue el momento en el que el Padre retiró Su espíritu y lo dejó desconsolado.

La experiencia del Salvador guarda algunas semejanzas con el cautiverio del profeta José en la cárcel de Liberty. Durante meses el profeta había estado consumiéndose en una celda minúscula y maloliente sin perspectivas de recibir socorro alguno. Estaba separado de esposa, hijos y amigos. Se había hecho caso omiso de sus peticiones y apelaciones. En esa situación a todas luces desesperada, José alzó la voz: «Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dón­de está el pabellón que cubre tu morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano (…)?» (DyC 121:1-2). Su frustración es comprensible. Había recibido un llamamiento elevado y sagrado. Había tanto trabajo que hacer y, en plena misión, se sentía ahora abandonado temporalmente por el mismo que le había llamado. Los cielos parecían insensibles.

El Salvador también vivió su propio momento de abandono. El momento álgido de su misión estaba cerca. Si hubo alguna vez un momento en que fue necesario el apoyo y el Consuelo, era ese. Solamente unas horas antes él había declarado: «no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Juan 16:32). Seguramente conocía el día profetizado de «soledad», pero en ausencia de la experiencia directa, quizá no pudo comprender plenamente su temible, incluso terrorífica, magnitud. Y así, en su momento de agonía, gritó: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desampa­rado?» (Mateo 27:46).

El Salvador estaba afrontando su extraordinaria prueba sin ningún apoyo, salvo su propia voluntad y su fe. Nunca antes se había exigido tanta fe de ningún mortal. Los mortales reconocen su inferioridad intelectual en comparación con Dios. Dicho de otra manera, son conscientes de que no lo saben todo. Esperan vivir momentos en los que será necesaria la fe. Sin embargo, en este caso tenemos a un Dios cuyo conocimiento era supremo, pero todavía marcado por un «porqué», una laguna entre sus po­deres cognitivos y su percepción sensorial. El se había encontrado con una zona oscura, una «tierra de nadie» intelectual, incluso para él. Quizá no se esperaba algo así. Quizá no contemplaba un abandono completo. Quizá no comprendía de antemano la tota­lidad de la soledad que debía soportar. Quizás su mente infinita sabía y comprendía todo lo que es posible saber con antelación, pero incluso esto fue insuficiente ante la dura realidad que con­lleva la experiencia real. Sea como fuere, ese fue un momento desgarrador. ¿Seguiría teniendo fe en ese Dios que ahora se había retirado? El salmo mesiánico de David nos ayuda a comprender más el pathos de ese momento, cuando reflexionamos con res­pecto a la introspectiva pregunta del Salvador: «¿Por qué estás [Padre] tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Salmos 22:1). Este era un momento de crisis y de fe máxima. El élder Erastus Snow se refirió a ese instante crítico y a la necesidad de fe que tenía el Salvador:

«Finalmente, llegó el momento en que el Padre dijo: Debes su­cumbir; debes convertirte en la ofrenda. Y en esta hora oscura el poder del Padre se apartó de él perceptiblemente (…). Y cuando se vio abocado a exclamar en su postrera agonía en la cruz: Mi Dios, mi Dios ¿por qué me has abandonado? El Padre no se dig­nó a responder; no había llegado todavía el momento de expli­carlo y decírselo a él. Pero al poco tiempo, cuando había pasado la prueba, realizado el sacrificio, y fue levantado de los muertos mediante el poder de Dios, entonces todo quedó claro, todo se explicó y se comprendió del todo».18 Fue como si no le hubieran entregado la última pieza del rompecabezas hasta después de la resurrección. Entonces la imagen quedó completa.

Entre tanto, el Salvador mostró su voluntad de continuar, sabiendo que no había más que un único camino a través de Getsemaní y el Calvario: el sendero invisible de la fe.

En nuestra experiencia terrenal no tenemos apenas nada que pueda compararse a la experiencia de Cristo: el niño saltando en la oscuridad hacia un padre que puede oír pero no ver; el trape­cista que da el salto mortal hacia los brazos de su compañero sin una red de seguridad; Moisés, sin saberlo, avanzando directamen­te hacia el mar Rojo; Job, que no comprendía, pero confiaba; Abraham maravillado, pero comprometido; Nefi, sin respuesta, pero regresando una vez más; José Smith, preguntando por qué, y recibiendo por respuesta que, pasara lo que pasara, incluso si «eres condenado a muerte», incluso «si las puertas mismas del in­fierno se abren de par en par para tragarte», «el Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?» (DyC 122:7-8).

El Salvador tenía fe; ejercía la fe; y por el poder de dicha fe siguió vadeando aguas desconocidas hasta consumar el sacrificio expiatorio. Como confirmara Lorenzo Snow: «Exigía todo el po­der con el que Él contaba y toda la fe que era capaz de invocar para cumplir lo que el Padre le exigió».19

La Expiación la llevó a cabo un ser infinito de poder infinito, pero, igualmente relevante, los efectos de la Expiación fueron in­finitos en tiempo, cobertura y profundidad. Este acontecimiento no tiene limitaciones geográficas: no hay estado, país, ni frontera galáctica que no pueda cruzar o no cruce. No conoce cortapi­sas temporales. Desciende por debajo de todas las transgresiones, todo el dolor, todas las tentaciones y toda demanda de fe. Su in­fluencia y efectos transcienden todo el espacio, todos los mundos y todas las formas de vida. No hay grieta que no llene, no hay abismo que no haya sondeado. La Expiación era infinita en su calado.

Infinita en sufrimiento →


NOTAS

  1. Shakespeare, Winter’s Tale, Acto III, escena II, 209-15.
  2. Young, Discourses ofBrigham Young,
  3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 443-444.
  4. Maxwell, A More Excellent Way,
  5. Smith, Doctrina del Evangelio,
  6. Evidentemente, el asesinado deliberado y con conocimiento de causa había endurecido de tal manera su corazón, quizá de manera irreversible, que en la balanza de la justicia adelantó su día del juicio en lo relativo a su exaltación y se cerró para siempre la puerta del progreso eterno. Los penitentes anti-nefi-lehítas se dieron cuenta de esta trágica posibilidad. Habían derramado sangre antes de sus días de iluminación del Evangelio. Y eran conscientes ahora de las nefastas consecuencias que tendría empu­ñar la espada una vez más: «porque si las manchásemos otra vez, quizá ya no podrían ser limpiadas por medio de la sangre del Hijo de nuestro gran Dios» (Alma 24:13).
  7. Madsen, Christ and the Inner Life, 14; énfasis añadido.
  8. Como se ha comentado anteriormente, no es posible el arrepentimiento del «pecado imperdonable».
  9. Smith, Enseñanzas de profeta José Smith, 267; énfasis añadido.
  10. Maxwell, «Willing to Submit», 73.
  11. Benson, Sermones y escritos,
  12. Robinson, Créamosle a Cristo, 129-30.
  13. McKay, Home Memories of President David O. McKay,
  14. Journal of Discourses, 4:271.
  15. Lewis, InspirationalWritings of S. Lewis, 337-38; énfasis añadido.
  16. Santayana, «Oh, mundo», en Alonso Gamo, Un español en el mundo: Santayana,
  17. Lewis, Joyful Christian, 171-72.
  18. Journal of Discourses, 21:26.
  19. Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 98; énfasis añadido.
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