Amanecer sin esperanza: Mañana de regocijo

Amanecer sin esperanza:
Mañana de regocijo

por el presidente Thomas S. Monson
Segundo Consejero de la Primera Presidencia

Arrodillada junto a una anciana se hallaba una afligida mujer que lamentaba la pérdida de su esposo marinero. Una vela apagada en el marco de una ventana ponía en evidencia la inútil vigilia nocturnal.

La ciudad de Londres, Inglaterra, está repleta de historia. ¿Quién no ha oído hablar de la Plaza Trafalgar, el Palacio de Buckingham, el reloj Bíg Ben, la Abadía de Westminster o el Río Támesis? De menor renombre, pero de valor incalculable, son las magníficas galerías de arte situadas en esta ciudad cultural.

Una tarde gris de invierno visité la famosa Galería Tate, Me fascinaron los paisajes de Gainsborough, los retratos de Renibrandt y las nubes tormentosas de Constable. Oculta en un apacible rincón del tercer piso estaba una obra maestra que no solamente capturó mi atención sino también mi corazón. El artista, Frank Bramley, había pintado una humilde cabaña frente a un mar tempestuoso. Arrodillada junto a una anciana se hallaba una afligida mujer que lamentaba la pérdida de su esposo marinero. Una vela apagada en el marco de una ventana ponía en evidencia la inútil vigilia nocturnal. Las enormes nubes grises era todo lo que quedaba de una noche tormentosa.

Yo presentí la soledad de la mujer. Sentí su desesperanza. La inscripción que el pintor había agregado a su obra revelaba la trágica historia: Amanecer sin esperanza.

La joven viuda podría haber apreciado el consuelo y aun la realidad del poema “Réquiem”, de Robert Louis Stevenson:

«Ha regresado el marino, regresado ha del mar,
Y también el cazador ha vuelto de las colinas”.

Para aquella mujer y para muchos otros que han amado y perdido a sus seres queridos, cada amanecer es sin esperanza. Y tal es la experiencia de aquellos que consideran que la tumba era el fin y la inmortalidad sólo un sueño.

Pierre Curie había muerto en un accidente en las calles de París. Al regresar a su hogar la noche del funeral, su esposa, la famosa científica Madame Marie Curie, escribió en su diario lo siguiente: “Llenaron su sepultura y colocaron sobre ella manojos de flores. Todo ha terminado. Pierre duerme su último sueño debajo de la tierra. Es el fin de todo, todo, todo”.

El ateo Bertrand Russell agrega su testamento: “No hay fuego, heroísmo, integridad de pensamiento o sentimiento que pueda preservar al individuo más allá del sepulcro”. Y Schopenhauer, el filósofo y pesimista alemán, fue aún más acerbo: “Desear la inmortalidad es desear la perpetuación de un gran error”.

En realidad, toda persona cons­ciente se ha hecho esta pregunta: ¿Continúa la vida del hombre después de la muerte?

La muerte llega a todo ser humano. Afecta al anciano que camina con paso vacilante y también a aquellos que apenas han arribado a la mitad del viaje de la vida. Y con frecuencia apaga la risa de niños pequeños. La muerte es un hecho trágico que nadie puede evitar o negar.

El hombre venerable, perfecto y honesto que se llamaba Job describió la muerte hace muchos siglos con estas palabras:

“Como las aguas se van del mar, y el río se agota y se seca,
“Así el hombre yace y no vuelve a levantarse;
Hasta que no haya cielo, no despertarán,
Ni se levantarán de su sueño» (Job 14:11-12).

Pero Job, como muchos de sus semejantes, se rebeló en contra de este concepto. Rechazando el espectáculo deprimente del supuesto triunfo de la muerte, declaró con vehemencia:

“¡Quién diese ahora que mis palabras fuesen escritas!
¡Quién diese que se escribiesen en un libro;
“Que con cincel do hierro y con plomo
Fuesen esculpidas en piedra para siempre!
“Yo sé que mi Redentor vive,
Y al fin se levantará sobre el polvo;
…En mi carne he de ver a Dios” (Job 19:23-26).

Nadie puede ignorar la inspi­ración que provoca la elocuencia del apóstol Pablo al decir:

“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir,

“ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39).

Quizás no exista en las Escrituras una declaración que revele más dramáticamente una verdad divina como en la epístola de Pablo a los santos en Corinto: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22).

Con frecuencia la muerte llega como un intruso. Es un enemigo que se aparece en medio de la fiesta de la vida y apaga sus luces y su algarabía. La muerte baja su pesada mano sobre quienes más amamos y suele dejarnos confusos y extrañados. En determinadas situaciones, como en el sufrimiento y las enfermedades, la muerte llega como un ángel misericordioso. Pero por lo general la consideramos como enemiga de la felicidad humana.

La situación de las viudas, por ejemplo, es un tema común en las Sagradas Escrituras. Sentimos compasión por la viuda de Sarepta. Su esposo había fallecido. Sus provisiones alimenticias eran escasas.

El hambre y la muerte la acechaban. Entonces vino el profeta de Dios y con cierta insistencia demandó que la viuda lo alimentara. La reacción de la mujer fue particularmente piadosa: “Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños, para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir” (1 Reyes 17:12).

Las palabras consoladoras de Elías penetraron el alma misma de la mujer: “No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo.

“Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá…

“Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías…
“Y la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó” (versículos 13-16).

Esta misma viuda perdió luego a su hijo a manos de la muerte. Pero el Dios de los cielos escuchó su plegaria y, por medio de Su profeta, restauró la vida del joven.

A la viuda de Naín le aconteció lo mismo que a la viuda de Sarepta. También ella perdió a su hijo. Y la vida de su hijo le fue restablecida (véase Lucas 7:11-15). Un regalo del Señor Jesucristo.

Más, ¿qué pasa en la actualidad? ¿Hay consolación para el corazón afligido? ¿Se acuerda todavía Dios de la viuda en su dolor?

No muy lejos del Tabernáculo de Salt Lake vivían dos hermanas. Cada una de ellas tenía dos buenos hijos y un afectuoso marido. Vivían con comodidad, prosperidad y buena salud. Entonces la muerte nefasta llegó a sus hogares. Primero, cada una de ellas perdió uno de sus hijos y luego perdió a su esposo. Sus amigos fueron a visitarlas con palabras de consuelo, pero la aflicción de ambas continuó sin alivio.

Los años pasaron. El corazón de ambas permanecía quebrantado. Las dos hermanas procuraron y consiguieron recluirse. Se alejaron por completo del mundo que las rodeaba y se quedaron solas con su remordimiento. Tiempo después, la voz del Señor llegó a oídos de un profeta moderno de Dios, quien las conocía, inspirándole a considerar la situación de las dos hermanas. El élder Harold B. Lee salió un día de su atareada oficina y fue a visitarlas. Al escuchar sus lamentaciones, el presidente Lee percibió la pena del corazón de esas hermanas. Entonces las llamó para que se dedicaran al servicio de Dios y de la humanidad. Y ambas comenzaron a trabajar como obreras del templo, a considerar la vida de otras personas y a elevar sus ojos a Dios. La paz reemplazó la turbación. La confianza disipó el desasosiego. Dios se acordó una vez más de las viudas y, por medio de un profeta, les proveyó consuelo divino.

La luz de la verdad revelada puede dispersar siempre la tiniebla de la muerte. “Yo soy la resurrección y la vida”, dijo el Maestro; “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.

“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25-26).

Esta aseveración, sí, esta confirmación sagrada de una vida más allá del sepulcro bien podría ser la paz prometida por el Señor cuando aseguró a Sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).

“…Creéis en Dios, creed también en mí.

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:1-3).

Desde la tiniebla y el horror del Calvario se oyó la voz del Cordero, diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Y la tiniebla dejó de ser tiniebla, porque Él estaba con Su Padre. Había venido de Dios y a Dios regresó. Así también los que caminan con Dios en esta peregrinación terrenal saben por bendita experiencia que El no abandonará a Sus hijos que en El confían. En la noche de la muerte Su presencia será “mejor que la luz y más segura que un camino conocido».

La realidad de la Resurrección fue expresada por el mártir Esteban cuando, mirando hacia el cielo, exclamó: “He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (Hechos 7:56).

Saulo, en el camino a Damasco, tuvo una visión de Cristo resucitado y exaltado. Más tarde, llamado ya Pablo, el defensor de la verdad y valiente misionero al servicio del Maestro, dio su testimonio acerca del Señor resucitado al declarar a los Santos de Corinto: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras… fue sepultado, y… resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras… apareció a Cefas, y después a los doce.

“Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez;
…Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles.
“y al último de todos… me apareció a mí” (1 Corintios 15:3-8).

En nuestra dispensación, este mismo testimonio fue declarado con firmeza por el profeta José Smith cuando, con Sidney Rigdon, testificó: “Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!

“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;

“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios” (D. y C. 76:22-24).

Este es el conocimiento que sostiene. Esta es la verdad que conforta. Este es el testimonio que guía a quienes están agobiados por el dolor y los rescata de las tinieblas a la luz.

Este socorro no se limita a los ancianos, a los bien educados o a un pequeño número selecto. Está a la disposición de todos.

Hace varios años los diarios de Lago Salado publicaron la necrología de una buena amiga – una madre y esposa arrebatada por la muerte en plena flor de su vida. Yo fui a la casa mortuoria y con muchas otras personas allí reunidas expresé mis condolencias al apenado esposo y a sus hijos. De pronto, Kelly, la menor de las niñas, reconociéndome, me tomó de la mano y me dijo: “Venga conmigo”, y me condujo junto al féretro donde yacía el cuerpo de su madre querida. “Yo no estoy llorando, hermano Monson”, dijo, “y tampoco usted debería llorar. Mi mamá me habló muchas veces acerca de la muerte y de la vida con nuestro Padre Celestial. Yo pertenezco a mi mamá y a mi papá. Y nosotros estaremos juntos otra vez”. Las palabras del Salmista resonaron en mi alma: “De la boca de los niños… fundaste la fortaleza” (Salmos 8:2).

Con lágrimas en los ojos pude apreciar aquella hermosa sonrisa llena de fe. Para aquélla, mi amiguita cuya manita aún apretaba la mía, nunca habrá un amanecer sin esperanza. Sustentada por su infalible testimonio, sabiendo que la vida continúa después de la muerte, ella, su padre, sus hermanos, sus hermanas y, en realidad, todos aquellos que comparten este conocimiento de verdad divina, pueden declarar al mundo: “Por la noche durará el lloro, Y a la mañana vendrá la alegría” (Salmos 30:5).

Yo testifico con toda la fuerza de mi alma que Dios vive, que Su Amado Hijo es primicia de la Resurrección, que el evangelio de Jesucristo es la luz penetrante que transforma todo amanecer sin esperanza en una mañana de regocijo. □

El élder Lee percibió la pena del corazón de esas hermanas. Entonces las llamó para que se dedicaran al servicio de Dios y de la humanidad.

La niñita cuya madre había muerto me tomó de la mano y dijo: «Yo no estoy llorando, hermano Monson, y tampoco usted debería llorar. Nosotros estaremos juntos otra vez».

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