Creemos en ser honrados
por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Al leer su patética carta, pensé en la usura a que lo habría sometido durante un cuarto de siglo el incesante remordimiento de su conciencia.
Entre las muchas cartas anónimas que llegan a mis manos, recibí una de particular interés que contenía un billete de veinte dólares y una breve nota; en ella, su autor me decía que había estado en mi casa hacía ya muchos años; después de tocar el timbre sin obtener respuesta, trató de abrir la puerta y al encontrarla sin llave, entró en la casa. Mirando a su alrededor vio sobre un mueble un billete de veinte dólares, que se apresuró a guardarse, saliendo inmediatamente de la casa. La conciencia le había remordido a través de los años y por fin había decidido devolverme el dinero.
No incluía nada para pagar los intereses por el período en que había hecho uso de mí dinero; pero al leer su patética carta, pensé en la usura a que lo debe de haber sometido durante un cuarto de siglo el incesante remordimiento de su conciencia. No había tenido paz sino hasta después de hacer la restitución.
Recuerdo que una vez leí el relato de un hecho similar que publicó uno de nuestros periódicos; se trataba de una nota anónima que recibió el estado de Utah, acompañada de la suma de doscientos dólares; la nota decía: “El dinero que adjunto es para compensar por los materiales que utilicé durante los años en que trabajé como empleado del estado: sobres, papel, sellos de correo, etc.”
Es de imaginar la enorme cantidad de dinero que inundaría las oficinas públicas y privadas, y los negocios, si todos los que han escamoteado un poco aquí y un poco allá se decidieran a devolver lo que han tomado indebidamente.
El precio de todo artículo que compremos en el almacén de comestibles, de toda prenda de ropa que adquiramos en la tienda incluye el agregado que tenemos que pagar por la ratería que existe en esos negocios.
El precio de la falta de honradez
Algunas personas venden su buen nombre por una bagatela. Recuerdo un caso al que se dio amplia publicidad en el que se arrestó a una destacada figura pública por haber robado un artículo que costaba menos de cinco dólares; no sé si el tribunal lo condenó o no, pero su mezquina acción lo condenó ante los ojos del público. Hasta cierto punto, su acto insensato dejó sin efecto gran parte del bien que había hecho y del que todavía hubiera podido hacer.
Cada vez que abordamos un avión tenemos que pagar dinero extra para que se examinen cuidadosamente nuestro equipaje y nuestra persona por razones de seguridad; estas medidas suman en total millones de dólares, y todo ello por causa de la atemorizante delincuencia de unos pocos que, con amenazas y chantaje, tratan de conseguir un beneficio al cual no tienen derecho.
Las reclamaciones excesivas a las compañías de seguros, los añadidos en las cuentas de gastos, los cheques fraudulentos, los documentos falsificados, todas estas cosas son síntomas de una epidemia de proporciones increíbles. En la mayoría de los casos, la cantidad en particular es más bien pequeña, pero la suma total representa una tremenda falta de honradez individual.
La rectitud
Quizás haya quienes consideren que la cualidad de carácter a la que denominamos “integridad” es un tema muy trillado; sin embargo, yo creo que es la esencia misma del evangelio. Sin ella, nuestra vida y la trama de nuestra sociedad se desintegrarían convirtiéndose en inmundicia y caos.
El libro de Génesis contiene estas extraordinarias palabras:
“Y respondió Abram al rey de Sodoma: He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra,
“que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo…” (Génesis 14:22-23).
Felizmente, todavía hay personas que observan esos principios de rectitud. Recuerdo una vez en que nos hallábamos en Japón y viajamos en tren desde Osaka a Nagoya; al llegar allí, había en la estación muchos amigos que nos esperaban y, en la emoción del momento, mi esposa olvidó su bolsa (cartera) en el tren. Cuando nos dimos cuenta, llamamos a la estación de Tokio para informar de la pérdida. Después que el tren llegó a destino al cabo de tres horas, los empleados nos llamaron por teléfono para avisarnos que habían encontrado la cartera. Pero como no pasamos por Tokio al regreso, transcurrió más de un mes antes de que nos la entregaran en Salt Lake City; al recibirla, el contenido estaba intacto, tal cual mi esposa lo tenía.
Me temo que las experiencias como ésta son cada vez más escasas. Recuerdo que cuando yo era niño, nos contaban el relato de Jorge Washington cuando confesó haber cortado a hachazos un cerezo, y el de Abraham Lincoln cuando recorrió a pie una larga distancia con el solo objeto de devolver una moneda de poco valor a su dueño. Pero en la actualidad, pesimistas astutos llenos de un injusto celo tratan de destruir la fe en ese tipo de integridad; y los medios de comunicación hacen desfilar ante nuestros ojos una verdadera procesión de actos de engaño presentados en sus diversas y desagradables formas.
Lo que en una época se llevó a cabo de acuerdo con las normas morales y éticas de la gente, ahora tratamos de administrarlo por medio de la ley. Debido a esto, las leyes se multiplican, las agencias policiales gastan miles de millones de dólares para hacer cumplir la ley, las cárceles se agrandan para dar cabida a un número de presos constantemente en aumento; pero aun así, el torrente de delincuencia es cada vez más grande.
La falsedad no es algo nuevo
Por supuesto, la falsedad no es nada nuevo sino que es tan antigua como el hombre mismo. “Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4:9).
Malaquías, Profeta del antiguo Israel, dijo al pueblo:
“¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas.
“Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado” (Malaquías 3:8-9).
Aun después del milagro de Pentecostés existía el engaño entre los miembros de la Iglesia. Los que se habían convertido vendían sus tierras y llevaban el dinero, que depositaban a los pies de los Apóstoles.
“Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una heredad,
“Y sustrajo del precio, sabiéndolo también su mujer: y trayendo sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles.
“Y dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad?
“Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿’no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios.
“Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró…
“Pasado un lapso como de tres horas, sucedió que entró su mujer, no sabiendo lo que había acontecido.
“Entonces Pedro le dijo: Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad? Y ella dijo: Sí, en tanto.
“Y Pedro le dijo: ¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor?…
“Al instante ella cayó a los pies de él, y expiró…” (Hechos 5:1-5, 7-10).
La falta de integridad en el robo y en el adulterio
En nuestra época, los que cometen actos ímprobos no mueren como les sucedió a Ananías y Safira, pero en cambio muere algo dentro de ellos: la conciencia se asfixia, el carácter se marchita, el autor respeto desaparece y muere su integridad.
En el monte Sinaí, el Señor escribió con Su dedo la ley en las tablas de piedra. “No hurtarás” (Éxodo 20:15). No expandió el concepto ni le agregó justificativos. Y esa declaración fue acompañada de otros tres mandamientos, cuya violación implica falta de integridad: “No cometerás adulterio”. “No hablarás. . . falso testimonio”. “No codiciarás…” (Éxodo 20:14, 16, 17).
¿Podría existir el adulterio sin la improbidad? En el lenguaje común se habla de esta acción como “traicionar”. Y efectivamente, es una traición, porque usurpa la virtud y la lealtad, traiciona promesas sagradas y despoja del autorrespeto y de la verdad. Es un engaño; es una de las peores formas de improbidad, porque traiciona la más sagrada de las relaciones humanas y niega los convenios y las promesas que se hicieron ante Dios y el hombre. Es una sórdida violación de confianza. Es una manera egoísta de dejar de lado la ley de Dios; y, como los otros tipos de improbidad, produce frutos de pesar, amargura, cónyuges heridos y niños defraudados.
La mentira
“No hablarás. . . falso testimonio”. El fundamento de la violación de este mandamiento es la falta de integridad. Hace un tiempo, la televisión se refirió a la historia de una mujer que, después de ser condenada por causa de las declaraciones de los testigos, había pasado veintisiete años en la cárcel; más tarde, los testigos confesaron que habían mentido. Sé que éste es un caso extremo, pero, ¿no conocemos todos casos de reputaciones dañadas, de corazones destrozados y de carreras destruidas por la mentira de los que han hablado falso testimonio?
Leí un libro de historia, un relato largo y detallado de las artimañas que pusieron en juego las naciones que tomaron parte en la segunda guerra mundial; el tema del libro fue tomado de estas palabras de Winston Churchill (famoso estadista inglés): “En tiempos de guerra, la verdad es algo tan valioso que siempre debería estar protegida por un cuerpo de guardaespaldas formado de mentiras” (The Second World War, vol. 5, Cíosíng the Ring, Boston, Houghton Mifflin, 1951, pág. 383). El libro trata de los muchos engaños que todos los participantes en el conflicto pusieron en práctica; al leerlo, se llega a la conclusión de que la guerra es el juego que domina el diablo y que una de sus víctimas principales es la verdad.
Lamentablemente, la falsedad y el engaño se siguen empleando fácilmente mucho después de haberse firmado los tratados de paz, y algunos de los que aprenden a emplear las artimañas del engaño en tiempos de guerra continúan poniéndolas en práctica en los días de paz. Después, como una enfermedad endémica, el mal se extiende y su virulencia aumenta.
La avaricia
“No codiciarás”. ¿No es la codicia —ese mal degradante y corruptor— la raíz de las mayores aflicciones de este mundo? ¡Los avaros truecan su vida por una compensación tan baja! Una vez leí un libro que trataba de los empleados de una institución financiera; al morir el presidente, el vicepresidente se esforzó por ocupar su puesto. La novela relataba la historia de un hombre que había empezado siendo honorable y capaz, pero que por su desmedida ambición pasó por alto principio tras principio hasta arruinar su vida por completo. El libro era ficción, pero los negocios, los gobiernos y todo tipo de instituciones están llenos de casos de personas codiciosas que, en su afán egoísta e indecoroso por escalar posiciones de importancia, destruyen a otros y terminan por arruinarse ellas mismas.
Buenas personas, personas bien intencionadas y con gran capacidad, sacrifican su carácter por bagatelas que luego se derriten como la cera delante de sus ojos; sus sueños se transforman así en obsesionantes pesadillas.
Una persona honrada es la obra más noble de Dios
¡Qué magnífica piedra preciosa, qué preciada joya es el hombre o la mujer en quien no hay engaño ni falsedad! El autor de Proverbios escribió lo siguiente:
“Seis cosas aborrece Jehová, y aun siete abomina su alma:
“Los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos derramadoras de sangre inocente,
“El corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para correr al mal,
“El testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos” (Proverbios 6:16-19).
La frase descriptiva que empleó hace muchos años un poeta inglés todavía se puede emplear en nuestros días: “Un hombre honrado es la obra más noble de Dios” (Alexander Pope, An Essay on Man, Epístola III, línea 248). Y donde exista la honradez existirán también otras virtudes.
La honradez es un principio fundamental
El Artículo de Fe número 13 de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días afirma que “creemos en ser honrados, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y en hacer bien a todos los hombres”.
Si deseamos mantener esa sagrada responsabilidad que se nos ha encomendado, no podemos ser “un poco” honrados, “un poco” verídicos, “un poco» virtuosos. Hace mucho tiempo se acostumbraba decir que la palabra de una persona era suficiente. ¿Tenemos derecho a ser menos dignos de confianza, menos honrados que nuestros antepasados?
Los que viven de acuerdo con el principio de la honradez saben que el Señor los bendice; a ellos les corresponde el preciado derecho de tener la cabeza en alto, iluminada por la luz de la verdad, y presentarse ante el mundo sin avergonzarse. Por otra parte, si hay miembros de la Iglesia que deban arrepentirse y reformarse en ese respecto, deben comenzar ahora mismo.
Mis hermanos, el Señor exige a los de Su pueblo que sean honrados. Que podamos tener en nuestro corazón el deseo de ser íntegros en todas nuestras relaciones y en todas nuestras acciones. Si pedimos a Dios fortaleza, Él nos la dará; entonces, la paz de nuestra conciencia y nuestra vida misma nos resultarán dulces, aquellos con los que nos relacionemos serán bendecidos y Dios nos bendecirá y nos guiará con Su amoroso cuidado. □
Recuerdo un caso en el que se arrestó a una destacada figura pública por haber robado un artículo que costaba muy poco; no sé si el tribunal lo condenó o no, pero su mezquina acción lo condenó ante los ojos del público.
Hace mucho tiempo se acostumbraba decir que la palabra de una persona era suficiente. Si deseamos mantener la sagrada responsabilidad que se nos ha encomendado, no podemos ser «un poco» honrados, «un poco» verídicos, «un poco» virtuoso.

























