La expiación Infinita: La bendición del socorro

La expiación Infinita:
La bendición del socorro

Tad R. Callister
La Expiación Infinita


«El máximo consolador»

Una de las bendiciones de la Expiación es el acceso a los po­deres de socorro del Salvador. Isaías habló reiteradamente de Su influencia sanadora y calmante. El profeta testificó además que el Salvador era «fortaleza para el menesteroso en su aflicción, ampa­ro contra la tempestad, sombra contra el calor» (Isaías 25:4). En lo relativo a los que sufren, Isaías declaró que el Salvador poseía el poder de «consolar a todos los que lloran» (Isaías 61:2), «[en­jugar] (…) toda lágrima de todos los rostros» (Isaías 25:8; véase también Apocalipsis 7:17), «vivificar el espíritu de los humildes» (Isaías 57:15) y «vendar a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1; véase también Lucas 4:18; Salmos 147:3). Tan expansivo era su poder de Socorro que podía dar «gloria en lugar de ceniza, aceite de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar de espí­ritu apesadumbrado» (Isaías 61:3).

¡Oh, qué esperanza surge de esas promesas! Aunque nuestra vida pueda parecer vacía y sin sentido —quizá reducida a poco más que las cenizas esparcidas de un curso de autodestrucción— hay un renacer milagroso, un fénix espiritual que emerge de nuestra aceptación del Salvador y su Expiación. Su espíritu sana, refina, consuela, insufla vida renovada en los corazones desesperanzados. Tiene el poder de transformar todo lo negativo, lo vicioso y lo inútil en algo caracterizado por un esplendor supremo y glorioso. Él tiene el poder de convertir las cenizas de la mortalidad en las bellezas de la eternidad. Tan arrollador es el bálsamo curativo del Salvador prometido por Isaías, que «huirán la tristeza y el gemido» (Isaías 35:10).

Aunque el Salvador sabía todas las cosas en el Espíritu (Alma 7:13), también era conocedor de los dolores, las debilidades y las tentaciones del hombre en la carne. Nunca permitió que el poder divino lo aislara cuando anduvo por los caminos que pisaban los mortales. El Salvador optó por permitir que todos los dolores, aflicciones y debilidades del hombre surcaran y envolvieran su cuerpo físico. Pablo observó que Él llegó a «ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Hebreos 2:17). El fuego purificador de la experiencia humana confirmó en su naturaleza divina la ternura del corazón, la suavidad del alma, las cuales hicieron al Salvador, además de misericordioso y omnipotente, compasivo.

El élder Neal A. Maxwell arrojó luz sobre la relación existente entre la Expiación y los poderes de socorro del Salvador: «Su em­patia y capacidad para socorrernos —en nuestras enfermedades, tentaciones o pecados— se demostraron y perfeccionaron en el proceso de la gran expiación».1 Y añadió: «La maravillosa expia­ción dio lugar, no solamente a la inmortalidad, sino también a la perfección definitiva de la capacidad empática y ayudadora de Jesús».2 William Wordsworth ofreció un pensamiento coherente con esto en su poema «Character of the Happy Warrior»:

Más diestro conocedor de sí mismo, incluso más puro,
Más tentado; más capaz de aguantar,
Más expuesto a sufrimiento y a aflicción;
por ende, también, más despierto a la ternura?

El Salvador es un Dios cuyos milagros estaban motivados por la compasión; un Dios que entabló amistad con mortales; un Dios que lloró ante el sufrimiento humano; un Dios que vivió una vida de intimidad, no de «distanciamiento», con respecto a sus homólogos humanos. Nuestro Señor es un Dios personal, amoroso, bondadoso, que es también nuestro amigo, hermano, abogado y Salvador. ¡Qué misericordia y compasión llenan su alma! Isaías lo sintetizó bien: «Cantad alabanzas, oh cielos, y re­gocíjate, oh tierra (…) porque Jehová ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá misericordia» (Isaías 49:13).

El Salvador no era un observador aislado en una torre de mar­fil, ni un capitán de la retaguardia. No era un espectador, ni «un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaque­zas, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15). Pablo continúa su explicación así: «Pues por cuanto él mismo padeció siendo tentado, es pode­roso para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18; véase también DyC 62:1). El Salvador era un participante activo, un actor principal, quien, además de entender nuestra triste situa­ción intelectualmente, sintió nuestras heridas porque se convir­tieron en sus propias heridas. El tuvo experiencia directa, «en las trincheras». Él sabía «según la carne (…) cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos» (Alma 7:12). Él podía consolar con empatia, no solo con simpatía, a todos «los humildes» (2 Corintios 7:6). Por eso Pedro invitó a todos los santos a poner «toda [su] ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de [nosotros]» (1 Pedro 5:7). El Salvador era ciertamen­te lo que el presidente Ezra Taft Benson denominó «el máximo Consolador».4

Mormón, en sus últimas palabras en la tierra, le habló a su hijo Moroni. Aludió a las atrocidades de los lamanitas, para agregar una sorprendente condena de su propio pueblo: «Mas no obs­tante esta gran abominación de los lamanitas, no excede a la de nuestro pueblo» (Moroni 9:9). La inmoralidad, el asesinato, la tortura, la perversión… lo habían hecho todo. Mormón recono­ció que eran «como bestias salvajes» (Moroni 9:10). Era incapaz de encomendarlos a Dios, no fuera que Dios lo castigara. Ese era el panorama desolador. En circunstancias tan calamitosas, ¿podía Mormón ofrecer alguna esperanza a su fiel hijo Moroni? Leamos estas hermosas palabras de consuelo de un padre sensible a su hijo:

«Hijo mío, sé fiel en Cristo; y que las cosas que he escrito no te aflijan, para apesadumbrarte hasta la muerte; sino Cristo te anime, y sus padecimientos y muerte, y la manifestación de su cuerpo a nuestros padres, y su misericordia y longanimidad, y la esperanza de su gloria y de la vida eterna, reposen en tu mente para siempre». (Moroni 9:25; énfasis añadido).

Sin importar lo perdido que el mundo en general parezca es­tar, ni lo depravado o degenerado que pueda llegar a ser, exis­te aún una luz brillante de esperanza para los que tienen fe en Cristo. Los que hacen de El y de Su sacrificio expiatorio el centro de atención, quienes permiten que sus mentes alberguen estas verdades gloriosas de forma constante, encontrarán que el po­der de Cristo para elevar el alma humana sobrepasa incluso las cargas más pesadas que el mundo pueda lanzarles. Hay un cierto optimismo espiritual que acompaña al estudio de la Expiación y la reflexión sobre ella. Dicha serenidad espiritual acabó por lle­garle finalmente a Abraham, pero solamente después de que a su espíritu turbado se le permitiera atravesar el velo de la historia y pudiera ver con ojos proféticos «los días del Hijo del Hombre, y se alegró, y su alma descansó» (TJS, Génesis 15:12). Alma, quien conocía esta fuente de consuelo definitivo, alzó la voz diciendo: «¡Oh Señor, mi corazón se halla afligido en sumo grado; consuela mi alma en Cristo!» (Alma 31:31).

Ningún hombre puede exclamar: «El no entiende mi situa­ción; nadie tiene las mismas pruebas que yo». No hay nada que quede fuera del ámbito de experiencia del Salvador. Como ob­servara el élder Maxwell: «Ninguno de nosotros puede enseñarle a Cristo nada acerca de la depresión».5 Como resultado de su experiencia mortal —culminado en la Expiación—, el Salvador sabe, entiende y siente toda condición, toda desgracia y toda pérdida del hombre. Nadie puede consolar como El. Nadie puede levantar las cargas como Él. Nadie puede escuchar como Él. No hay pena que no sea capaz de aliviar, ni rechazo que no pueda mitigar, ni soledad por la que no pueda reconfortar. Sea cual sea la aflicción que el mundo interponga en nuestro camino, Él tiene un remedio de poder curativo superior. Truman Madsen habló convincentemente de los poderes consoladores del Salvador:

«Ningún trance humano, cualquier pérdida trágica, ningún fallo espiritual, quedan fuera del alcance de su conocimiento y compasión presentes. (…) Y cualquier teología que enseña que hubo algunas cosas que Él no sufrió es una falsificación de su vida. Él las conocía todas. ¿Por qué? A fin de socorrer —o lo que es lo mismo, consolar y sanar— a su pueblo. Él estaba al tanto de la naturaleza plena de la lucha humana».6

Las necesidades del hombre, por onerosas o numerosas que sean, nunca superarán los poderes de Dios para socorrer. Son parte del milagro de su redención. Él está siempre ahí. Nunca nos dice que no volvamos a casa. Nunca le falta ansiosa preocu­pación. Nunca le falta un remedio. El amor y la compasión del Salvador siempre circunscribirán toda necesidad real e imaginaria del hombre.

Nos regocijamos en su invitación y su promesa gloriosas: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28). De igual manera, esto forma par­te del poder y la bendición de la Expiación: socorrer a los que lo necesitan. Esa era la esencia del mensaje de Alma a los zoramitas. Les enseñó acerca de la Expiación, les exhortó a «plantar esta palabra» en sus corazones, y concluyó: «Y entonces Dios os conceda que sean ligeras vuestras cargas mediante el gozo de su Hijo» (Alma 33:23).

Cuanto más fácil es seguir y amar a un líder que ha sentido todo lo que hemos sentido y más; uno que, además de simpati­zar, también siente empatia por nuestra causa. Si bien el Salvador puede haber sabido todas las cosas en el Espíritu, incluidas las an­gustias de la carne, el hecho de haber tomado un cuerpo de carne y hueso, y sufrir después las humillaciones del hombre, aumenta tanto nuestro afecto por el Salvador como nuestra capacidad de identificarnos con él. El élder Maxwell cita a G. K. Chesterton en este aspecto: «Ningún monarca misterioso, escondido en su pabellón estrellado en la base de la campaña cósmica, se parece en lo más mínimo al caballeresco y celestial capitán que porta sus cinco heridas en el frente de batalla».7 Es ese líder «herido» al que tenemos la fortuna de seguir. Ese es el líder herido que nos socorre en nuestras propias heridas.

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Notas

  1. Maxwell, Plain and Precious Things,
  2. Ibid. 42.
  3. Clark and Thomas, Out of the Best Books, 1:67.
  4. Benson, Sermones y escritos, 6.
  5. Maxwell, «Enduring Well», 10.
  6. Madsen, Christ and the Inner Life, 5, 12.
  7. Maxwell, More Excellent Way,
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