“Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente”

Liahona Agosto 1994

“Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente”

por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero de la Primera Presidencia

Pedro había afirmado que nunca negaría al Señor. Sin embargo, la debilidad de la carne se apoderó de él y, bajo la presión de la acusación, su resolución se desmoronó. Después, al reconocer su falta, «saliendo fuera, lloró amargamente».

Quisiera que sus pensamientos se remontaran hacia aquella noche, la más terrible en Jerusalén, poco después de haber terminado la Ultima Cena. Tras salir de la ciudad, Jesús y Sus discípulos se dirigieron al monte de los Olivos. Sabedor de la experiencia terrible que dentro de poco tendría que pasar, Jesús les habló a los que amaba, y les dijo:

“…Todos vosotros os escandalizaréis [o sea, que se apartarán] de mí esta noche…

“Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.

“Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.

“Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré…” (Mateo 26:31, 33-35).

Poco después siguió Su espantoso padecimiento en el jardín de Getsemaní y, a continuación, la entrega traicionera. Al dirigirse la comitiva al patio de Caifas, “Pedro le seguía… hasta el patio del sumo sacerdote; y entrando se sentó con los alguaciles, para ver el fin” (Mateo 26:58).

Durante ese proceso, mientras los acusadores de Jesús le escupían en el rostro, le daban de puñetazos y le abofeteaban, una criada se acercó a Pedro y le dijo:

“Tú también estabas con Jesús el galileo.

“Mas él negó delante de todos, diciendo: No sé lo que dices.

“Saliendo él a la puerta, le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el naza­reno.

“Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.

“Un poco después, acercándose los que por allí esta­ban, dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre.

“Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre. Y en seguida cantó el gallo.

“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente” (Mateo 26:69-75; cursiva agregada).

¡Qué patéticas son esas palabras! Pedro, expresando con convicción su lealtad, su determinación, su resolu­ción, había afirmado que nunca negaría al Señor. Sin embargo, la debilidad de la carne se apoderó de él y, bajo la presión de la acusación, su resolución se desmoronó. Después, al reconocer su falta, “saliendo fuera, lloró amargamente”.

La tragedia del que ambiciona mucho y logra poco

Al leer ese relato, siento una profunda compasión por Pedro. ¡Hay tantos de nosotros que nos parecemos a él! Prometemos lealtad, expresamos categóricamente nuestra determinación de tener valor, declaramos, y a veces, aun en público, que pase lo que pase haremos lo justo, defenderemos la causa de la rectitud y seremos sinceros tanto con nosotros mismos como con los demás.

Entonces comienzan a acumularse las presiones, las que a veces son presiones sociales; a veces son deseos personales; otras veces son falsas ambiciones; y así, se debilita la voluntad, se atenúa la disciplina y se produce la capitulación. Como consecuencia, viene en seguida el remordimiento, al que siguen el acusarse a uno mismo y amargas lágrimas de pesar.

Considero que otra clase de tragedia que vemos a menudo es la de las personas que ambicionan mucho y logran poco; sus motivos son nobles, las ambiciones que proclaman son dignas de admiración y su capacidad es grande, mas su disciplina es débil; sucumben a la indo­lencia, y la falta de esfuerzo les quita la voluntad.

Recuerdo a un señor que conocí en una ocasión; no era miembro de la Iglesia. Se había titulado en una gran universidad y su potencial no tenía límites. De joven, teniendo a su haber una excelente preparación acadé­mica y grandes oportunidades, soñó con las estrellas y emprendió el rumbo en pos de ellas. En la empresa en la que trabajaba en aquellos años, fue ascendiendo de un cargo a otro, cada uno de los cuales le presentaba mejo­res oportunidades que el anterior. A los pocos años, se encontraba en el escalón más alto de la empresa. Sin embargo, esos ascensos le llevaron a entrar en el círculo de los cócteles; no tuvo resistencia, al igual que muchos otros que no la tienen, y se volvió alcohólico, víctima de un vicio que fue incapaz de dominar. Buscó ayuda, pero era demasiado orgulloso y no pudo disciplinarse para acatar el régimen que le impusieron los que trataron de ayudarle.

Cayó como una estrella fugaz, consumiéndose trágica­mente y desapareciendo en la noche. Pregunté por él a varios amigos y, por último, me enteré de la verdad de su trágico fin: él, que había comenzado con tan elevadas aspiraciones y un talento admirable, había muerto en la más absoluta miseria en una callejuela de los barrios bajos de una de las ciudades más importantes de este país. Él se había sentido seguro de su fortaleza y de su capacidad de alcanzar su potencial; pero contravino a esa capacidad, y no me cabe duda de que al ir las som­bras de su fracaso envolviéndole cada vez más y más, debe de haber llorado amargamente.

Recuerdo el caso de otra persona a la que conocí muy bien; se unió a la Iglesia muchos años atrás cuando yo era misionero en las Islas Británicas. Siendo víctima del vicio del cigarrillo, oró para recibir fortaleza en aquéllos sus primeros años de miembro de la Iglesia, y el Señor dio respuesta a su oración y le dio poder para vencer ese hábito. Acudió a Dios y vivió con un regocijo que hasta entonces no había conocido. Sin embargo, con el paso del tiempo, las presiones sociales y familiares complotaron en su contra y ocurrió que su mira se empañó y cedió a sus deseos; el humo del tabaco comenzó a seducirle. Al cabo de unos años, volví a verle y conversamos de los viejos y mejores tiempos que había conocido, y lloró amargamente; culpó de su caída a cuanto se le ocurrió y, al oírle, me sentí tentado a repetir las palabras de Casio en la obra de Shakespeare Julio César:

¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas,
sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores!
(William Shakespeare, Obras completas, julio César, Acto I, Escena II, pág. 1293.)

Y así, podría seguir contándoles de personas que comienzan con objetivos nobles y que luego disminuyen la marcha, o de los que son fuertes al comenzar y débiles al terminar. En el juego de la vida, muchos son los que eluden a un delantero, pasan a un defensa y esquivan al portero (arquero), mas cuando llegan frente a la valla sin custodia, lanzan el balón afuera. Se sienten inclinados a vivir para sí, rechazando sus instintos generosos, ambi­cionando posesiones materiales y pasando la vida ence­rrados en su egocentrismo, sin inspiración, sin compartir talento ni fe con los demás. Refiriéndose a ellos, el Señor ha dicho;

“…y ésta será vuestra lamentación en el día de visita­ción, de juicio y de indignación: ¡La siega ha pasado, el verano ha terminado y mi alma no se ha salvado!” (D. y C. 56:16).

También quisiera referirme brevemente a los que pro­fesan amor por el Señor y Su obra, y, después, ya sea a viva voz o en silencio, lo niegan.

La tragedia de la pérdida de la fe

Recuerdo muy bien a un joven de gran fe y devoción, que fue mi amigo y mi asesor durante un período crítico de mi vida. Su modo de vida y el entusiasmo con que prestaba servicio evidenciaban su amor por el Señor y por la obra de la Iglesia. No obstante, se dejó arrastrar lentamente por la adulación de sus compañeros que vieron en él el medio para avanzar en los negocios que tenían juntos. Y, en lugar de guiarlos por el rumbo de su propia fe y comportamiento, fue sucumbiendo poco a poco a las incitaciones de ellos y se encaminó por el rumbo opuesto.

Nunca habló en contra de la fe que una vez había profesado; pero el cambio era evidente, pues su dis­tinto modo de proceder era testimonio suficiente de que la había abandonado. Pasaron los años y volví a encontrarme con él. Su modo de hablar era el de una persona desilusionada. Bajando la voz y los ojos, me contó de cómo había quedado a la deriva al soltar el ancla de la religión que tanto había atesorado. Después, al concluir su relato, como Pedro, lloró amargamente.

Hace varios años, conversando con un amigo de un conocido mutuo, un hombre de mucho éxito en su pro­fesión, le pregunté con respecto a este último: “¿Y cómo marcha su actividad en la Iglesia?”, a lo que mi amigo respondió: “En su corazón, sabe que la Iglesia es verda­dera, pero tiene temor a esa realidad; teme que si reco­nociera que es miembro de la Iglesia y viviese sus normas, sería rechazado del círculo social en el que se desenvuelve”.

Recuerdo haber pensado: “Llegará el día, aunque tal vez sea ya en su vejez, en que, en momentos de serena reflexión, ese hombre vea con claridad que cambió su primogenitura por un guisado de lentejas (véase Génesis 25:34), y le sobrevendrán el remordimiento y el pesar, y derramará copiosísimas lágrimas, porque llegará a com­prender que no sólo negó al Señor en su propia vida, sino que en realidad también lo negó ante sus hijos, que cre­cieron sin una fe a la cual apegarse”.

El Señor mismo dijo:

“Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloría de su Padre con los santos ángeles” (Marcos 8:38).

Pedro se arrepiente y demuestra su fidelidad

Ahora quisiera volver a Pedro, que negó al Señor y luego lloró amargamente. Tras reconocer su error, se arrepintió de su debilidad, dio paso atrás y llegó a ser una voz poderosa que dio testimonio del Señor resucitado. El, el Apóstol mayor, dedicó el resto de su vida a testificar de la misión, de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, el Hijo viviente del Dios viviente; él pronun­ció el conmovedor discurso el día de Pentecostés cuando los de la multitud se compungieron de corazón por medio del poder del Espíritu Santo, Con la autoridad del sacerdocio que recibió de su Maestro, él, junto con Juan, sanó al hombre cojo de nacimiento, milagro que trajo aparejada la persecución; habló con denuedo por sus hermanos cuando fueron llevados ante el concilio. Él tuvo la visión que hizo que se llevara el evangelio a los gentiles. (Véase Hechos 2-4, 10.)

La tradición indica que fue encadenado y encarcelado, y que padeció la espantosa muerte de un mártir como testigo de Aquel que le había llamado de entre sus redes de pesca­dor para que fuese pescador de hombres. (Véase Mateo 4:19.) Pedro permaneció leal y fiel a la gran misión que le fue encomendada cuando el Señor resucitado, al dar Sus últimas instrucciones a los once Apóstoles, les dijo: “…id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19), Y fue él el que, junto con Santiago y Juan, volvie­ron a la tierra en esta dispensación para restaurar el Santo Sacerdocio al profeta José Smith, bajo cuya autoridad divina fue organizada la Iglesia de Jesucristo en éstos, los últimos días, la misma autoridad bajo la cual funciona en la actualidad. Esas poderosas obras y muchas más que no se han mencionado las efectuó Pedro, el que una vez negó al Señor y padeció amargo dolor por ello, y tras ese error se levantó para llevar a cabo la obra del Salvador después de Su ascensión, y para participar en la restauración de esa obra en esta dispensación.

Tomen la resolución de volver a la verdad

Ahora bien, si hay en la Iglesia quienes por palabra u obra hayan negado la fe, a ustedes ruego que saquen consuelo y resolución del ejemplo de Pedro, que, pese a haber andado a diario junto a Jesús, en un momento de apuro, negó al Señor y también el testimonio que llevaba en su propio corazón. Sin embargo, él se levantó por encima de eso y llegó a ser un poderoso defensor y un valiente abogado de la causa. Del mismo modo, cual­quier persona puede ciertamente echar paso atrás y aña­dir su fortaleza y su fe a la de los demás en la edificación del Reino de Dios.

Conozco a un hombre magnífico que creció con amor por la Iglesia, pero que, al comenzar a ocuparse dema­siado en sus negocios, obsesionado por la ambición, comenzó en realidad a negar la fe, y su modo de vivir se convirtió casi en una contravención a sus principios. Pero, afortunadamente, antes de haber ido demasiado lejos, prestó oídos a los susurros de la “voz apacible y delicada”, experimentó entonces el salvador sentimiento del remordimiento y cambió su vida; posteriormente, llegó a ser presidente de una gran estaca de Sión.

Mis amados hermanos y hermanas, ustedes, los que se hayan apartado hacía otros rumbos, la Iglesia les necesita, y ustedes necesitan de la Iglesia. Encontrarán muchos oídos dispuestos a escuchar con comprensión. Habrá muchas manos dispuestas a ayudarles a buscar el camino de regreso. Habrá corazones que darán calidez al de ustedes. Habrá lágrimas, no de amargura sino de regocijo.

Ruego que el Señor les toque el corazón por medio del poder de Su Espíritu para que se intensifique su deseo de volver. Ruego que Él les fortalezca su resolución. Ruego que su regocijo sea completo y su paz agradable y gratificadora al volver a lo que en su corazón saben que es verdadero. □

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