En memoria agradecida
Por el élder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce
(Ensign, 1:20-22 [Marzo de 1971]).
Mientras contemplamos la miseria humana creada por la guerra, debemos recordar nuestra deuda con aquellos que se han sacrificado tanto por la libertad humana.
La mayoría de nosotros sentimos indignación por la crueldad y el costo de la guerra, dondequiera que se esté efectuando. Las vidas que se sacrifican, la agonía humana, la pérdida de esperanza causada por estas confrontaciones son incalculables.
Se dijo en la antigüedad que «la…oración ferviente de un hombre justo es muy valiosa» (Santiago 5:16).
Creo que las oraciones fervientes de muchos hombres justos pueden llevar a cabo milagros.
Aprecio profundamente a aquellas personas que han sacrificado sus vidas por la causa de la libertad humana. Odio la guerra y su destrucción. Es un testimonio viviente de la existencia de Satanás, el padre de toda mentira, el enemigo de Dios. La guerra es la causa de la más grande miseria humana. Es la destructora de la vida, la promotora del odio, la dilapidadora de tesoros. Es el error más costoso del hombre, su desventura más trágica.
Pero desde el día en que Caín mató a Abel, ha habido contención entre los hombres. Siempre ha habido —y hasta que el Príncipe de Paz llegue a reinar, siempre habrá— tiranos y rufianes, constructores de imperios, buscadores de esclavos y déspotas que destruirían cada trazo de libertad humana si no se les combatiera con las armas. Frecuentemente se leen sus nombres como si fueran héroes. Sus conquistas podrán ser relatadas con más veracidad por el terrible sufrimiento que han impuesto al marchar sus legiones para esclavizar a los débiles. Comenzando con Sargón, el Grande, quien conquistó Sumeria en el tercer milenio A. C., e incluyendo a los constructores de imperios que le siguieron —Hammurabi, Nabucodonosor, Ciro, Alejandro Magno, los Césares romanos, Gengis Kan, los godos que treparon las murallas de Roma, y así hasta llegara los de este día— todos son iguales.
¿Puede alguien dudar que Hitler habría apagado la vela de la libertad en cada nación de Europa si no se le hubiera detenido? ¿Puede alguien creer que Tojo hubiera quedado satisfecho con algo menos que un imperio extendido desde Hawai hasta Singapur? ¿Puede alguien en tierra libre estar menos que agradecido por los que han dado sus vidas para que florezca la libertad?
Me he parado ante la Tumba del Soldado Desconocido en el Cementerio Nacional de Arlington, donde se recuerda a los que han muerto por la libertad de los Estados Unidos. Me he parado ante el Cenotafio de Whitehall en Londres, donde se recuerda a los muertos de la Gran Bretaña. He visto la flama que siempre arde bajo el Arco del Triunfo en París, en memoria de los hombres de Francia que murieron por la causa de la libertad. En cada uno de estos lugares he sentido una gratitud profunda y conmovedora hacia los hombres que se conmemoraban allí. Me he parado ante la tumba de mi propio hermano en el cementerio militar de los Estados Unidos en Suresnes, Francia, y le he dado gracias al Señor por la libertad preservada por los sacrificios de aquellos que dieron sus vidas por la causa de la libertad humana. He caminado reverentemente sobre ese terreno conocido como el Punch Bowl en Hawai, donde yacen los restos de miles de personas que hicieron el sacrificio más grande.
Cuando abrimos la obra de la Iglesia en las Filipinas, no teníamos un lugar de reuniones, así que le pedimos a la embajada estadounidense el privilegio de reunirnos en el cementerio de Fort McKinley, en las afueras de Manila. Para mí, ese terreno tranquilo, verde y hermoso es sagrado. Allí, se hallan, fila tras fila, más de quince mil cruces de mármol y muchas Estrellas de David, cada una marcando el lugar de descanso final de un hombre que dio su vida. Dos columnas de mármol rodean ese sagrado terreno, extendiéndose a ambos lados de una hermosa capilla. En ellas tienen inscritos los nombres de treinta y cinco hombres que murieron en las batallas del Pacífico pero cuyos restos nunca se encontraron: «Compañeros de armas cuyo lugar de descanso es conocido solamente por Dios.»
Caminé por uno de esos corredores y allí vi el nombre de un muchacho que vivió cerca de mí, que reía, bailaba y jugaba a la pelota, y en el día de reposo administraba la Santa Cena en el centro de reuniones. Después se fue a la guerra, y su avión fue visto en llamas descendiendo mar adentro. Su madre recibió un telegrama. Su cabello oscuro se volvió gris y después blanco al llorar la muerte de su hijo. En lugares así, sagrados por la sangre de patriotas que ha sido derramada, he pensado en una escena de la obra «Valle Forge de Maxwell Anderson. La escena muestra soldados de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, helados, hambrientos y llenos de desesperación, sepultando en la tierra congelada a un compañero muerto. El general Washington dice con algo de amargura: «Esta libertad parecerá fácil más tarde, cuando nadie tenga que morir para obtenerla.»
Conozco muchos hermanos que actualmente están al servicio de su patria, y he estado con ellos en muchos lugares. He escuchado sus expresiones de fe. He llorado con ellos mientras se han puesto de pie y han dado testimonio de su conocimiento del evangelio de Jesucristo. No hay mejores Santos de los Últimos Días en la tierra que muchos, de los que traen puesto el uniforme, representantes fieles de esta Iglesia en las fuerzas armadas de muchas naciones.
He estado en reuniones inspirativas en distintas partes, pero pienso que nunca he estado en una más inspirativa que aquella a la que asistí en Corea hace unos cuantos años en el Eighth Army Retreat Center en las afueras de Seúl. Un capitán de infantería de gran estatura, con el pecho cubierto de medallas fue el que bendijo el pan de la Santa Cena. Había sido ordenado presbítero esa mañana. Se había unido a la Iglesia a consecuencia de las acciones de sus compañeros mientras servía en Corea.
Al hincarse en la mesa sacramental, dijo esa hermosa y sencilla oración con un temblor en la voz. De alguna manera el Espíritu del Señor perforó aquella vieja capilla de una forma maravillosa y conmovedora. Soy franco al confesar que también yo estaba llorando.
Después de eso, al compartir su testimonio cada uno de los sesenta y un soldados presentes, hubo un maravilloso derramiento del Espíritu. Había hombres de guerra que hablaban del evangelio de paz —coroneles, mayores, capitanes y tenientes, sargentos y soldados rasos— hombres fieles y, entre ellos, un puñado de investigadores que habían venido a aprender de quienes se les había enseñado maravillosamente.
En otra ocasión en Corea tuvimos un servicio en el que un coro de niños huérfanos con nombres como Kim, Lee, Rhee y Ho nos proporcionó la música. Sus madres eran coreanas y sus padres soldados americanos, y estos niños habían sido abandonados, siendo restos miserables y olvidados de una terrible oleada de inmoralidad. El coro fue dirigido por un joven alto que procedía del sur de Utah, quien había dejado la escuela para servir a su patria. En sus horas libres había reunido a estos niños y les había enseñado música. Cantaron, como nunca lo he escuchado cantar «El Arroyito Da”, primero en inglés y después en coreano: «Pequeño es, mas por donde va, a las plantas vida da.»
Actualmente tenemos miles de miembros de la Iglesia en Corea, una siega de los esfuerzos comenzados por soldados fieles de los Santos de los Últimos Días que pelearon allí en una confrontación descrita como la guerra «que no podíamos ganar, no podíamos perder y no podíamos terminar».
En Japón tenemos más de catorce mil fieles Santos de los Últimos Días, de nuevo la dulce fruta sembrada hace muchos años por miembros dedicados de la Iglesia quienes, mientras portaban el uniforme de su patria o como misioneros de tiempo completo, anduvieron dignamente en el sacerdocio de Dios. Así es también en otras partes del mundo.
Tuve el privilegio de dedicar una hermosa capilla en Okinawa bajo la sombra de la trágica Línea Shuri, donde quedaron más de doce mil heridos y muertos. He visto los frutos de las labores de nuestros hermanos en las Filipinas, he recorrido Vietnam una y otra vez, y he sentido el espíritu de nuestros hermanos allí, quienes mientras sirven a su nación, han servido a su Dios.
Tuve el privilegio de dedicar la tierra de Vietnam del Sur para la predicación del evangelio restaurado de Jesucristo. Siento que pronto llegará el día en que enviemos misioneros a ese país a causa del sacrificio de hombres buenos y fieles. Ya se ha decidido comenzar a buscar un terreno en Saigón para construir una capilla. La mayor parte del dinero disponible, que prácticamente garantiza la construcción de esa capilla, fue juntada hace unos años bajo la dirección de un gran soldado, un mayor de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Este dirigente de nuestra obra en Vietnam del Sur se puso en contacto con sus hermanos y les pidió que dieran su paga militar para la construcción de una capilla. ¿Pueden imaginarse una mejor expresión de la bondad cristiana que el que hombres den el dinero que se les paga por los peligros del combate para la construcción de una casa de adoración dedicada al nombre del Príncipe de Paz?
Que el Señor bendiga a nuestros hermanos en las fuerzas armadas, dondequiera que estén, por su fidelidad. Que el Señor nos recuerde siempre la deuda de gratitud que les debemos, y que despierte en nosotros la resolución de vivir dignamente para merecer su sacrificio. (Ensign, 1:20-22 [Marzo de 1971]).
























