Necesitamos una juventud valiente y una humildad sincera

Conferencia General Abril 1969

Necesitamos una juventud valiente
y una humildad sincera

por el presidente David O. McKay
(Discurso leído por su hijo, Robert R. McKay)


Mis queridos hermanos: Al acercarnos al final de esta magnífica conferencia anual de la Iglesia, mi alma se llena de aprecio y agradecimiento por el privilegio que hemos tenido de participar del maravilloso espíritu y del sentimiento de hermandad que han reinado en las reuniones durante los tres últimos días.

Tengo la impresión de que cada uno de los asistentes, ya sea en persona o que haya escuchado la conferencia, no importa de quien se trate, no podrá evitar alejarse con un deseo y una determinación mayores de llegar a ser mejor; un mejor ciudadano en su ciudad o país, de lo que ha sido hasta ahora.

Por lo menos, no podemos dejar esta conferencia sin un mayor sentido de la responsabilidad que tenemos, de contribuir a que la vida mejore a nuestro alrededor. Como individuos, debemos tener pensamientos más nobles; no debemos alentar pensamientos bajos o pobres aspiraciones, pues si así lo hacemos, contagiaremos a otros con nuestro sentir. Si tenemos pensamientos nobles, si acariciamos aspiraciones nobles, tal es lo que inspiraremos a los demás, especialmente cuando nos asociamos con ellos.

Cada ser humano inspira lo que es; cada persona es un recipiente de esta inspiración. El Salvador era consciente de este hecho; lo sentía en cualquier momento que se encontrara en la presencia de otra persona, ya fuera la mujer de Samaría con su pasado, o la mujer que iba a ser apedreada, o los hombres que querían apedrearla; ya fuera el estadista Nicodemo o uno de los leprosos: Cristo estaba siempre consciente de lo que irradia cada individuo; así lo estáis vosotros y también yo. Lo que seamos y lo que inspiramos, será lo que afectará a la gente que nos rodea.

Lo que se aplica al individuo, también se puede aplicar al hogar. Nuestros hogares irradian lo que nosotros somos, y lo que de allí emane, depende de lo que digamos o cómo actuemos en ellos. No hay un miembro de esta Iglesia, esposo o padre, que tenga el derecho de proferir un juramento en su casa, ni una palabra grosera a su esposa o a sus hijos. Por vuestra ordenación y vuestra responsabilidad, no podéis hacerlo como hombre que posee el sacerdocio, y ser al mismo tiempo honestos al espíritu que hay dentro de vosotros. Vosotros contribuís al hogar ideal con vuestro carácter, controlando vuestro apasiona­miento, vuestro temperamento, moderando vuestras palabras, porque esas son las cosas que hacen de vuestro hogar lo que es, y lo que inspira a los demás. Haced lo que podáis para lograr paz y armonía sin importar lo que podáis sufrir.

Aquel que es honesto hacia su condición de hombre, no falsificará la verdad; dentro de cada hombre hay algo divino. El que sea honesto hacia ese algo divino, lo es hacia el Señor y hacia su prójimo. El hombre que es deshonesto hacia aquello que sabe es lo recto, vacila y se debilita; puede seguir hasta el punto de alejarse de la luz, fuera de esa presencia divina, y la aflicción caerá sobre él si lo hace.

Hemos declarado al mundo que tenemos el Evangelio de Jesucristo, que lucharemos contra el vicio y el pecado. ¿Abandonaremos esta causa con el fin de complacer a los hombres, o porque deseamos rendir servicio de boca, más que de corazón? ¡No! Nos mantendremos honestos hacia nosotros mismos, honestos hacia ese algo divino que hay en nuestro interior, honestos hacia esa verdad que hemos recibido. Tenemos que saber que no es bueno que la maldad nos rodee para quitarnos nuestros jóvenes, mujeres y hombres, y conducirlos a las tinieblas de la miseria y la desesperación. Cuando seamos empujados a la compañía de hombres que traten de tentamos, seamos honestos hasta la muerte.

Sabemos que el hombre es un ser de dualidad. Es físico, tiene sus apetitos, pasiones, deseos, tal como cual­quier animal; pero tiene también un ser espiritual, y sabe que para dominar el instinto animal es necesario lograr la evolución en la faz espiritual. Un hombre que esté sujeto a sus apetitos y pasiones físicos solamente, que niegue la realidad del espíritu, pertenece verdaderamente al reino animal. El hombre es un ser espiritual y su verdadera vida es el espíritu que mora en su cuerpo. Es un hijo de Dios y tiene dentro de sí aquello que lo hará anhelar vivamente ser dignificado, como debe serlo un hijo de Dios. A través de toda esta conferencia se ha dado énfasis a la dignidad del hombre, y no a su degradación.

Todos los hombres que han conmovido al mundo, son hombres que se mantendrían fieles a su conciencia, hombres como Pedro, Santiago y Pablo, sus hermanos, los antiguos apóstoles, y también otros. Cuando los líderes religiosos de Palmyra, Nueva York se volvieron contra el joven José Smith por lo que había visto y oído en la Arboleda Sagrada, él, teniendo en su pecho un testimonio del Señor Jesucristo, dijo: “. . . había visto una visión; yo lo sabía y comprendía que Dios lo sabía; y no podía negarlo, ni osaría hacerlo. . .” (José Smith 2:25)

José Smith fue fiel a su testimonio hasta el fin. Cuando se acercaba a su martirio en Cartago, Illinois, dijo a los que estaban con él: “Voy como cordero al matadero, pero me siento tan sereno como una mañana veraniega. Mi conciencia está libre de ofensas contra Dios y contra todos los hombres.” (Elementos de la Historia de la Iglesia, pág. 396) Se mantuvo fiel a su testimonio y a su condición de hombre. Era un hombre que poseía fortaleza divina.

Esta es la condición de masculinidad que debe poseer un miembro fiel de la Iglesia en su defensa de la verdad. Es la condición que necesitamos todos al trabajar en nuestros llamamientos, a fin de inspirar a nuestros jóvenes con esa misma verdad. ¡Esa es la verdad que necesitamos para combatir el error y la maldad que existen en este crítico período de la historia de nuestro país y de todo el mundo!

Por el valor de mantener nuestros ideales es como podemos manifestar fortaleza y merecer la aprobación de Dios. Estamos en una época en que los hombres no deben perder la cabeza, ni soltar sus amarras por cualquier teoría fatua que se ofrezca como una panacea para nuestros males actuales. Una época que necesita una juventud valiente que mantenga en alto el estandarte de la moral. Y es en ese aspecto donde podemos encontrar el más genuino valor.

Nuestros héroes más grandes no siempre se encuentran en los campos de batalla, aunque diariamente leamos algo sobre ellos. Pero los encontramos también entre los jóvenes que nos rodean: jóvenes, hombres y mujeres que se pondrán de pie sin temor para denunciar aquellas cosas que minan el carácter, la positiva energía de la juventud.

¡Qué gran mensaje tiene la Iglesia para este mundo perturbado! Su llamado es para todos; para el rico y para el pobre; para el fuerte y el débil; para el docto y el ignorante. Proclama a Dios, no sólo como supremo gobernador del universo, sino como el Padre de cada individuo; un Dios de justicia, pero de amor, constante­mente alerta y guiando hasta a la más humilde de sus criaturas. Con su organización completa, la Iglesia ofrece servicio e inspiración a todos. Es por sobre todo, una religión social; en lugar de alejar al hombre del resto del mundo, busca desarrollar por medio de los quórumes del sacerdocio y las organizaciones auxiliares, hombres perfectos que se parezcan a Dios, que permanezcan en el seno de la sociedad y que ayuden a resolver sus problemas.

No hay un solo principio que haya sido enseñado por el Salvador, que no sea también aplicable al progreso, el desarrollo y la felicidad del género humano. Cada una de sus enseñanzas está en contacto con la verdadera filosofía de la vida; yo las acepto de todo corazón, y me proporciona gozo estudiarlas y enseñarlas. Todos los aspectos de la Iglesia restaurada son aplicables al bienestar de la familia humana.

Quiero instar a la juventud a que sea valiente en mantener los valores morales y espirituales del Evangelio de Jesucristo. ¡El mundo necesita héroes morales! Lo más importante en esta vida no son los descubrimientos que se llevan a cabo en el mundo secular, sino la creencia en la realidad de los valores espirituales y morales. Después de todo, “¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mat. 16:26)

No podemos creer sinceramente que somos hijos de Dios y que El existe, sin creer en el inevitable triunfo final de la verdad del Evangelio de Jesucristo. Si creemos en ello, sentiremos menos preocupación por la posible destrucción del mundo y de nuestra civilización actual, porque Dios ha establecido su Iglesia para no ser jamás quitada de la tierra ni entregada a otra gente. Y como Dios vive y mientras sus hijos sean honestos unos con los otros, no tenemos que preocuparnos por el triunfo de la verdad al final.

Y vosotros, jóvenes de ambos de sexos, si tenéis tal testimonio, podéis pasar a través del valle de la calumnia, la infamia y el abuso, impertérritos como si usarais un traje mágico, o una armadura que ninguna bala pudiera penetrar, ni flecha alguna pudiera traspasar. Podéis mantener erguida la cabeza, y enfrentaros a todo esto, desafiantes e intrépidos. Podéis sentir el surgimiento del grande y amplio mundo de la salud a través de vosotros, como las rápidas corrientes sanguíneas que atraviesan el cuerpo de aquel que lleva con alegría y orgullo un físico saludable. Sabréis que al final todo saldrá a la luz, que todo se rendirá ante la resplandeciente luz de la verdad, así como las tinieblas se escabullen en el vacío ante la presencia del sol.

Así, con la verdad como guía, compañera, aliada e inspiración, podemos estremecemos con la conciencia de nuestro parentesco con el Infinito, y todas las pequeñas pruebas, penas y sufrimientos de esta vida, se desvanecerán como visiones de un sueño, temporales e inofensivas.

Hoy, mientras conmemoramos la resurrección del Señor crucificado, os doy mi testimonio, a vosotros y a todo el mundo, de que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días acepta la resurrección, no sólo como un hecho real, sino como la consumación de la misión divina de Cristo en la tierra.

Sé con toda mi alma que, así como Cristo vive después de la muerte, todos los hombres vivirán, tomando cada uno en la vida venidera, el lugar para el cual mejor se haya adaptado.

Desde mi infancia, he llevado conmigo la verdad de que Dios es un ser personal, que ciertamente es nuestro Padre, a quien podemos acercarnos en oración, y recibir de esta forma una respuesta; como una de las experiencias que me es más querida, guardo el conocimiento de que Dios oye las oraciones pronunciadas con fe. Es verdad que las respuestas pueden no venir tan directas, en el momento, ni en la forma que las deseamos; pero llegan, y en el momento y la forma que es más conveniente para los intereses de aquel que elevó la súplica.

Ha habido ocasiones, sin embargo, en que he recibido la seguridad directa e inmediata de que mi ruego había sido concedido. Una vez, en particular, la respuesta me llegó de manera tan inteligible como si mi Padre Celestial se hubiera parado a mi lado y me hubiera hablado en voz alta. Estas experiencias son parte de mí ser, y permanecerán conmigo mientras me duren la inteligencia y la memoria. Igualmente real y cercano me parece el Salvador del mundo. Siento como nunca, que Dios es mi Padre; no es un poder intangible, una fuerza moral en el mundo, sino un Dios personal con poder creativo, gobernador del mundo, director de nuestras almas. Yo haría que todos los hombres, y especialmente los jóvenes de la Iglesia, se sintieran tan próximos a nuestro Padre que está en los cielos, que se acercaran a El diariamente, no sólo en público sino en privado. Si nuestra gente tuviera esa fe, les sobrevendrían grandes bendiciones; sus almas se llenarían de agradecimiento por lo que Dios ha hecho por ellos, y se sentirían ricos por los favores que les fueran otorgados. No es producto de la imaginación el hecho de que podemos acercarnos a Dios, recibir luz y guía de Él, y que nuestras mentes se iluminan y nuestras almas se estremecen con su Espíritu.

Que Dios bendiga a las Autoridades Generales de la Iglesia por los mensajes inspiradores que nos han dejado a través de esta conferencia. Ellos han testificado de la verdad del evangelio restaurado, de que Dios el Padre y su Hijo Jesucristo han aparecido en estos últimos días al profeta José Smith, y que el evangelio en toda su plenitud ha sido restaurado a la tierra.

Enviamos saludos y nuestra bendición a los miembros y las presidencias de misión que están cumpliendo con su deber en todas partes del mundo, y apreciamos pro­fundamente el desinteresado servicio que están prestando.

Que Dios bendiga a los jóvenes que están al servicio de nuestro país, doquiera que se encuentren. A cada uno de vosotros envío mis saludos y un mensaje de seguridad y confianza, y os digo: manteneos moralmente limpios. El hecho de ser soldados o marineros no es justificación para caer en la vulgaridad, la intemperancia o la inmoralidad; tal vez haya quienes se vean impelidos a hacer estas cosas por la bestialidad de la guerra. Pero vosotros que sois miembros de la Iglesia y portáis el Sacerdocio de Dios, no podéis entregaros a ello impunemente. Por vuestras preciosas vidas y por aquellos que confían en vosotros, manteneos incontaminados. Oramos porque el cuidado protector y la guía divina de Dios estén con cada uno de vosotros.

Y ahora, mis queridos hermanos, mis compañeros, con todo el poder que el Señor me ha dado, bendigo a cada uno de vosotros y oro porque sigáis adelante con renovada determinación de cumplir más fielmente con vuestros deberes y lograr más éxito que nunca bajo la inspiración de Dios.

Mi corazón está lleno de agradecimiento por vuestro servicio y vuestra presencia aquí, y por el privilegio de estar asociado con vosotros en esta grandiosa causa. Os estoy agradecido por vuestro apoyo fiel y vuestras oraciones por mi bienestar. Este evangelio nos da la oportunidad de vivir por encima de este viejo mundo y sus tentaciones, y por medio del autodominio y el vivir en el espíritu, lo cual significa la verdadera vida aquí y en el mundo venidero.

Que Dios os bendiga, personalmente, en vuestra vida de hogar, en vuestras actividades en la Iglesia, y os dé el consuelo que invade a toda alma que se sacrifica por amor a Cristo. Lo ruego en el nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Amén.

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