La Palabra de Sabiduría,
señal de gente peculiar
por Edwin B. Firmage
Liahona Mayo 1973
El Dr. Firmage, profesor de derecho de la Universidad de Utah y presidente de una rama de estudiantes, asistió el año pasado a las negociaciones de control de armamentos en Ginebra, Suiza, como representante de asuntos internacionales del Consejo de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos.
No me había dado cuenta de la importante función que ejerce la Palabra de Sabiduría, la ley de salud del Señor, de apoyar y mantener una identidad de la Iglesia, separada del mundo, sino hasta que recientes experiencias hicieron resaltar esta verdad. Durante el año pasado estuve en Ginebra, Suiza, asistiendo a las negociaciones de limitación de armamentos que allí se llevaron a efecto. Mis responsabilidades me requirieron hablar personalmente con la mayoría de los embajadores que representaban a los veinticinco países que tomaron parte en las negociaciones. Antes de que diésemos comienzo a nuestras conversaciones más serias, era usual que el embajador ofreciera algún tipo de licor y ocasionalmente café como refrigerio. En vista de que un rechazo sin alguna explicación por mi parte habría sido ofensivo bajo las circunstancias, adquirí la práctica de explicar que mi religión proscribe tales bebidas.
Aunque consideraba la ocasión inapropiada para exponer voluntariamente más información en cuanto a mis creencias, casi invariablemente mi interlocutor me instaba, con buen humor, a darle más detalles en cuanto a la naturaleza y al fundamento de tal prohibición. Esto usualmente conducía a una conversación en torno a mi religión, la que se extendía bastante más allá de la Palabra de Sabiduría hasta la historia del Libro de Mormón, los fundamentos de la religión mormona, etc.
Esta experiencia se repitió una y otra vez en Ginebra, y después en Moscú, Leningrado, Londres y Copenhague, por cuanto mis asignaciones me llevaron a estos lugares en la continuación de las negociaciones.
Por ejemplo, en Moscú sostuve largas conversaciones con dos notables científicos soviéticos. En cada caso la introducción de nuestra conversación fue la Palabra de Sabiduría. Y en cada caso nuestra conversación se mantuvo sobre el tema de la teología del mormonismo —ante la insistencia de mi interlocutor—mucho más allá del punto hasta el cual me había sentido obligado por las circunstancias de nuestra reunión, a extenderme sobre el tema de nuestra conversación. Finalmente, en cada caso, aquellos con quienes sostuve las conversaciones, me pidieron que les enviara ejemplares del Libro de Mormón a mi regreso a los Estados Unidos.
Yo había tenido experiencias algo similares antes, en relación con mi empleo en Washington, D.C., pero la intensidad de este tipo de experiencias, por cuanto se repitió varias veces por semana, me hizo percibir por primera vez una función de la Palabra de Sabiduría que yo no había entendido antes.
Habiendo crecido en la Iglesia, nunca se me ocurrió poner en tela de juicio la Palabra de Sabiduría; la he vivido como un hábito y nunca he sentido ninguna tentación particular de quebrantarla. Hasta el punto en que fue necesario, consideré el principio como ley de salud que posee bendiciones demasiado evidentes como para necesitar defensa o análisis. Por cierto, ninguna experiencia reciente ni idea nueva ha logrado cambiar esa conclusión. Mas una idea nueva—por lo menos para mí—ha adquirido relieve en mi conciencia como otro posible propósito del Señor al instituir la Palabra de Sabiduría.
La idea del estado de separación para sus discípulos siempre ha sido recalcada por el Señor. En su primera epístola general a la Iglesia, Pedro recordó a los antiguos cristianos que eran escogidos de Dios para efectuar ciertas funciones esenciales para la realización de su plan de la salvación de los hombres. Tal como los antiguos israelitas se encontraban bajo convenio con el Señor para efectuar un papel especial en el plan, y en ese sentido eran un pueblo escogido, así también ahora, los seguidores de Jesucristo han tomado sobre sí un convenio semejante mediante el bautismo. La Iglesia primitiva, poseyendo poderes únicos del sacerdocio, tenía un papel que realizar en el plan de salvación, que no podía ser efectuado por otros.
Pedro dijo a los antiguos cristianos que eran «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable » (1 Pedro 2:9).
Un cierto carácter de separación pareció ser esencial para el cumplimiento de los papeles que habían de realizar el antiguo Israel y después la Iglesia cristiana. Una y otra vez se amonestó a Israel a «salir de Babilonia.» A los cristianos se les dio instrucciones de estar en el mundo pero no ser del mundo. El carácter mundano de Roma y Jerusalén fue comparado por los antiguos cristianos con el de Babilonia y Sodoma. A los miembros de la Iglesia se les dijo que se mantuvieran limpios de las manchas del mundo.
En la mejor de las circunstancias la relación entre la Iglesia y el mundo contenía un elemento de constante tensión; en el peor de los casos, las tentativas de la Iglesia de efectuar sus funciones condujo a su persecución. Pero en ambas situaciones, bajo tensión u hostil persecución, mientras Israel y después la Iglesia cristiana, mantuvieron su identidad separada, pudieron realizar sus funciones particulares. El peligro de la realización de estas funciones no yace en la persecución ni en la impopularidad sino más bien en la posibilidad de que Israel o la Iglesia sea inconscientemente asimilada por lo mundano y pierda su carácter de separación fundamental para el cumplimiento de su misión. Los profetas y los apóstoles han hablado en contra de las tendencias de Israel y de la Iglesia, de mezclarse con el mundo y perder su identidad.
Y fue así que en Ginebra llegué a ser un hombre señalado casi desde el primer día y mi religión fue conocida a toda la delegación. Habría sido imposible para mí haber sido inconscientemente absorbido por el mundo y haberme desprendido de mi religión aunque tan sólo fuera en esa ocasión. Esa asimilación inconsciente había llegado a ser imposible debido casi enteramente a la Palabra de Sabiduría. Y la misma ley que impidió que fuese gradual y algo inconscientemente absorbido por el mundo, también sirvió de punto de partida para una presentación del mensaje de la restauración del evangelio.
Después, de regreso en el Departmento de Estado de los Estados Unidos, relaté alguna de estas experiencias a un joven abogado judío de la oficina del asesor legal. Él me dijo que siempre había entendido que esas porciones de la ley mosaica, relacionadas con el alimento, habían sido dadas para efectuar precisamente la misma función para con su pueblo, a saber, evitar que los judíos fuesen inconscientemente absorbidos por el mundo gentil.
Es difícil concebir un medio más adecuado para lograr un grado de separación y de conciencia propia entre un pueblo, que el requerimiento de un modo único de alimentación, algo que debe hacerse regularmente y a veces en público, función imposible de mantener escondida. Quizá, hasta cierto punto, ahora comprenda yo mejor el significado de las palabras de Pedro a los antiguos cristianos cuando les dijo que eran un «pueblo adquirido por Dios,» apartado para llevar a cabo una obra especial, la predicación del evangelio.
























