Vestíos de toda la armadura de Dios

«Vestíos de toda la armadura de Dios»

harold b. lee

Presidente Harold B. Lee
Presidente de la Iglesia
del libro Stand Ye in Holy Places


Nuestro intelecto… debe siempre medir toda enseñanza según los criterios del Evangelio:
¿es verdad?, ¿edifica?


El apóstol Pablo demostró ser un maestro muy hábil e inspirado cuando nos describió a cada uno como guerreros vestidos con la armadura esencial para proteger las cuatro partes del cuerpo humano que aparentemente Satanás y sus huestes han identificado, gracias a su sistema incansable de espionaje, como los elementos más vulnerables en los cuales los enemigos de la rectitud pueden «aterrizar», por así decir, en su invasión destinada a apoderarse del alma humana. Éstas son sus enseñanzas inspiradas:

«Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia,
«y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz.
«Y tomad el yelmo de la salvación.» (Efesios 6:14-15, 17).

¿Prestaron atención a las cuatro partes principales del cuerpo que se deben proteger?:

  1. El lomo, ceñido.
  2. El corazón, con la coraza.
  3. Los pies, calzados.
  4. La cabeza, con el yelmo.

Se comprende el significado total de estas instrucciones cuando se recuerda que el lomo es la parte inferior y central de la espalda que protege la cavidad en la cual se albergan los órganos vitales y generadores de vida y también que en las Escrituras y en otros escritos inspirados, el lomo es símbolo de virtud y pureza moral y fortaleza vital. Por su parte, el corazón se refiere a nuestra conducta cotidiana en la vida, como se evidencia en estas palabras del Maestro:

«…de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno… saca buenas cosas; y el hombre malo… saca malas cosas» (Mateo 12:34-35).

Los pies son representativos del curso que se traza en el viaje que llamamos vida. La cabeza, por supuesto, representa el intelecto.

Y ahora, presten detallada atención al material con el que se ha de hacer cada una de las partes de la armadura.

La verdad constituye la esencia con la que deben ceñirse el lomo a fin de guardar la virtud y la fuerza vital. ¿Cómo puede la verdad protegerlos de la falta de castidad, uno de los más mortíferos males que existen? Primero, definamos la verdad: el Señor nos dice que la verdad es «conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser» (D. y C. 93:24). Ahora, consideren por un momento el conocimiento esencial que hará que la inmoralidad, esa enemiga constante de los jóvenes, emprenda la retirada:

El hombre y la mujer son progenie de Dios, creados como seres mortales a Su imagen, conforme a Su semejanza. Uno de los primeros mandamientos que recibieron nuestros primeros padres mortales, el de «fructificad y multiplicaos; llenad la tierra», se ha reiterado como instrucción sacra a todo Santo de los Últimos Días fiel y verídico que entra en los lazos del sagrado matrimonio. A fin de lograr el propósito sacro de la paternidad, nuestro Creador ha colocado en el corazón de los hombres y mujeres verdaderos una atracción mutua muy potente, la que lleva a que los conocidos se conviertan en amigos, a que el noviazgo lleve al cortejo y a que finalmente se concrete un matrimonio feliz. Pero noten que Dios ¡jamás ha dado a quienes no están casados un mandamiento semejante! Todo lo contrario es verdad. La instrucción «No cometerá adulterio» tiene un lugar importante dentro del decálogo y le sigue en seriedad al asesinato (y no cabe duda que la interpretación inequívoca de esta instrucción incluye toda relación sexual ilícita, ya que el Maestro intercambiaba los términos adulterio y fornicación para referirse a la falta de pureza sexual, falta que ha sido denunciada con severidad en todas las dispensaciones por boca de los líderes autorizados de la Iglesia).

Los que se hagan dignos y entren en el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio en el templo por el tiempo y por toda la eternidad colocarán la primera piedra angular de un hogar familiar eterno en el reino celestial que durará para siempre. La recompensa que tendrán es que «les aumentará gloria sobre su cabeza para siempre jamás». Estas verdades eternas, si las creen con toda el alma, les serán cinto del lomo que servirá para proteger la virtud del mismo modo que se protege la vida.

Me gustaría en este momento volver a advertirles acerca de los métodos de Satanás en su tentativa de destruirlos a ustedes. Después de darnos la definición de la verdad que aparece más arriba, el Señor agregó: «y lo que sea más o menos que esto es el espíritu de aquel inicuo que fue mentiroso desde el principio» (D. y C. 93:25.)

Cuando se sientan tentados a vestirse de manera poco recatada o a expresarse con palabras vulgares u obscenas o a comportarse de forma inapropiada en el cortejo, están entrando en el juego de Satanás y convirtiéndose en víctimas de su lengua mentirosa. Del mismo modo, si permiten que las vanas teorías de los hombres les hagan dudar de la relación que ustedes tienen con Dios, del propósito divino del matrimonio y de las posibilidades futuras en la eternidad, el maestro de todas las mentiras los está haciendo víctimas de él, porque todo eso va en contra de la verdad, la cual los resguarda de tales peligros.

Ahora bien, ¿qué hay de la coraza que protegerá sus corazones o sus conductas en la vida? El apóstol Pablo indica que la coraza estará hecha de un material llamado justicia. El hombre justo, a pesar de ser ampliamente superior a las personas que no lo son, tiene humildad y no hace alarde de su justicia para ser visto por los hombres, sino que, por lo contrario, cubre sus virtudes así como con modestia cubriría su desnudez. El hombre justo se esfuerza por superarse, sabiendo que todos los días tiene necesidad de arrepentirse de sus faltas o de su negligencia. A él no le interesa tanto lo que pueda conseguir sino lo que pueda dar a los demás, pues sabe que únicamente por ese camino puede hallar la verdadera felicidad. El hombre justo se esfuerza cada día por hacer lo mejor, de manera que al llegar la noche pueda testificar en su alma y a su Dios que sea lo que sea que haya tenido que hacer ese día, lo ha hecho lo mejor que ha podido. Su cuerpo no está maltratado por las cargas impuestas por las demandas de un vivir desenfrenado; su discernimiento no se vuelve defectuoso por las tonterías de la juventud; es clara su percepción; posee agilidad mental y fortaleza física. La coraza de la rectitud le ha dado «la fortaleza de diez, porque su corazón es puro».

Más sigamos con la armadura o coraza. Los pies, que representan las metas u objetivos en la vida, deben estar calzados. ¿Con qué? «.con el apresto del evangelio de la paz». ¡El apóstol que escribió la frase «el apresto del evangelio de la paz» sin duda conocía la vida por experiencia propia! Él sabía que para obtener la victoria es necesario el apresto, o sea la preparación, y que «para estar seguros se debe tener vigilancia constante», mientras que el castigo por la falta de preparación y por no aprovechar las oportunidades es el miedo. Ya sea en el habla o en el canto, ya sea en el combate físico o moral, la victoria les llega a quienes se aprestan, se preparan.

Los filósofos de la antigüedad comprendían la importancia de comenzar dicha preparación durante el periodo formativo de la vida, ya que nos amonestan con las palabras: «instruye al niño en su camino, Y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6). Existe un viejo adagio que apunta hacia esta misma verdad: «Si sigues al río, al mar llegarás»; y hay otro que presenta una advertencia: «El camino de menor resistencia da como resultado hombres y ríos chuecos».

Incorporadas al Evangelio de Jesucristo existen instrucciones directas sobre lo que no debemos hacer, que fueron dadas por medios divinos a Moisés, el gran legislador de Israel, las cuales fueron sucedidas más tarde por las declaraciones del Sermón del Monte sobre lo que sí debemos hacer, declaraciones que presentan una guía fidedigna que hemos de seguir en la vida. El plan del Evangelio nos insta a orar, a andar rectamente, a honrar a nuestros padres, a santificar el día de reposo y a evitar la ociosidad. Dichoso el que tiene calzados los pies con el apresto de estas enseñanzas desde su juventud para vencer el día malo. Tal persona ha encontrado la paz al «vencer al mundo», porque ha edificado su casa sobre la roca, y cuando se avecine la tormenta, soplen los vientos y descienda la lluvia, no caerá porque está fundada sobre la roca (véase Mateo 7:24-25). Ese individuo no teme, y no será vencido por un ataque sorpresivo, porque está listo para cualquier emergencia: ¡está preparado!

Y ahora toquemos en la última pieza de la armadura que describe el maestro profeta. Pondremos un yelmo en la cabeza. Nuestra cabeza o intelecto lo que controla nuestros cuerpos. Ante las embestidas del enemigo, se la debe proteger bien, «porque cuál es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Proverbios 23:7); pero para que el yelmo que la protege sea eficaz, debe tener un diseño exquisito. Debe ser construido de un material excepcional, ya que para poder ser eficaz en el conflicto eterno contra el enemigo invisible de toda rectitud, debe tratarse del «yelmo de la salvación». Por salvación nos referimos a obtener, como galardón por una vida terrenal buena, el derecho eterno de vivir en la presencia de Dios el Padre y del Hijo.

Cuando tenemos la salvación como meta máxima, nuestros pensamientos y decisiones, que nos impulsan a actuar, siempre se batirán contra cualquier cosa que ponga en peligro nuestra llegada a ese futuro estado. Sin duda, el alma que no tiene el «yelmo de salvación» en su intelecto está perdida, ya que se le dice que todo termina con la muerte y que el sepulcro triunfa por sobre la vida, lo cual derroca toda esperanza, aspiración y logro terrenal. Quien así piensa puede llegar fácilmente a concluir que en nada le perjudica comer, beber y divertirse, porque mañana morirá.

Hace algunos años, una ola de «suicidios estudiantiles» golpeó a Estados Unidos, por lo cual se organizó un comité de clérigos sobresalientes para estudiar el fenómeno, quienes llegaron a una conclusión muy significativa. El resumen de sus hallazgos decía lo siguiente: «Las filosofías de los estudiantes que se quitaron la vida no permitía consideración seria de la religión, y cuando fueron puestos a prueba, no tenían a qué aferrarse».

En contraste a esta trágica situación, el que espera con confianza una recompensa eterna por sus esfuerzos en la vida terrenal es sostenido constantemente a través de sus más grandes tribulaciones. Cuando su banco fracasa, no comete suicidio. Cuando mueren sus seres queridos, no desespera; cuando la guerra y la destrucción reducen a cenizas su futuro, no tropieza. Vive por encima de su mundo y nunca pierde de vista la meta de su salvación.

Nuestro intelecto, protegido de tal modo, debe siempre medir toda enseñanza según los criterios del Evangelio:

¿Es verdad?, ¿edifica?, ¿beneficiará a la humanidad? Las decisiones de la vida — qué amistades tener, qué estudiar, en que vocación rentable emplearse, a quién tener como compañero matrimonial, etcétera— deben tomarse con la mira puesta únicamente en lograr la vida eterna. Para tener relaciones que inspiren y edifiquen, nuestros pensamientos deben ser felices y puros. Del mismo modo, si no queremos ser asesinos, debemos aprender a no enfadarnos; si queremos permanecer libres del pecado sexual, debemos controlar los pensamientos inmorales; si no queremos el castigo de ser encarcelados por robo, debemos aprender a no codiciar. Tales fueron las enseñanzas de Jesús, el Maestro Ejemplar y nuestro Salvador (véase Mateo 5:21-28).

«¡Oh ese sutil plan del maligno! ¡Oh las vanidades, y las flaquezas, y las necedades de los hombres! Cuando son instruidos se creen sabios, y no escuchan el consejo de Dios, porque lo menosprecian, suponiendo que saben por sí mismos; por tanto, su sabiduría es locura, y de nada les sirve; y perecerán» (2 Nefi 9:28).

Los hijos del convenio que llevan puesto el yelmo de la salvación no se parecen a los descritos por Nefi, porque para ellos está cerca la euforia de la victoria.

Les ruego que ahora me permitan hacerles ver un hecho importante referente a la armadura que deben ponerse: no tienen con qué cubrirse en caso de un ataque desde la retaguardia. ¿Acaso nos sugiere ello algo respecto a otra cualidad esencial para este conflicto eterno «contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes»? Se hace evidente que nadie puede ganar esta batalla al huir del enemigo. Se le debe enfrentar cara a cara, sin emprender la retirada. Por eso el consejo categórico de la Primera Presidencia a los soldados que lucharon durante la última Guerra Mundial: «Muchachos, ¡manténganse limpios! Es mejor morir que volver a casa sin estar limpio». Para la batalla de la vida, se necesitan las cualidades esenciales y constantes de la valentía, la determinación y la agresividad para el bien, sin las cuales todas las armaduras del mundo no nos servirán para protegernos. Pero si estamos equipados por dentro y por fuera, estamos prontos.

¡Momento! ¿Se supone que vamos a luchar sin armas? ¿No hemos de ser más que meros blancos para el ataque enemigo? Leamos ahora lo que Pablo, el gran maestro y apóstol, dijo sobre nuestras armas:

«Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno.
«Y tomad… la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (Efesios 6:16-17).

¿Me permiten intentar hacer una descripción breve del escudo de la fe? La fe es un don de Dios, y bienaventurado es el que la posee. Un gran líder industrial se refirió a una crisis empresarial con estas palabras:

«El que lleva la lámpara no se desespera, sin importar cuan oscura la noche. A esa lámpara la llamo fe». Examinemos algunos de los problemas de la vida para ver qué tan eficaz puede llegar a ser el escudo de la fe.

Del mismo modo en que las fuerzas enemigas se desplazan para rodearnos, se nos bombardea con la doctrina que podemos lograr «algo por nada». Cuando se disipe el humo del presente conflicto social y se puedan contar las fatalidades que vinieron como resultado del mismo, habremos demostrado una vez más que no se puede obtener algo por nada y seguir prosperando, que el sendero que lleva a la felicidad consiste en el hábito de dar en vez de recibir. En ese momento habrá triunfado nuestra fe en esos viejos y certeros principios del ahorro, el sacrificio de uno mismo y la economía, callando los vicios de los gastos sin razón de ser, el egoísmo y el desdén por las decentes normas de virtuosa urbanidad y moralidad.

Fue por causa de la fe que nuestros antepasados, al formar su campamento en un nuevo poblado, se vieron inspirados a rogar con devoción que Dios Todopoderoso bendijese sus esfuerzos. Oraron para que lloviera, para que el suelo fuera fértil, para que se les protegiera de fuerzas destructivas, a fin de que los cultivos crecieran y se pudiera recoger la cosecha. Cuando la cosecha resultó ser abundante, dieron gracias a Dios; cuando sus seres queridos fueron protegidos, dieron reconocimiento a un Poder Omnipotente; ya fuera en muerte o en dolor, en inundaciones o en tormentas, vieron los diseños de una Voluntad Divina. Fue por dicha fe que nació en ellos, como puede en ustedes, la convicción de que «ante cualquier prueba, Dios y uno constituyen la mayoría absoluta».


Por la fe vencemos los obstáculos y las desilusiones diarias…


Si tenemos fe en que somos parte de la familia de Dios, el mismo razonamiento nos llevará a reconocer nuestra relación con los demás seres humanos. Dicha fe hace que se desvanezca el odio en tiempos de guerra y que en su lugar surja comprensión por el enemigo. A la luz clara de la fe, las envidias y los celos de la sociedad humana se convierten en una fase algo dolorosa de una familia de niños que junta se acerca a la madurez y a un entendimiento más claro de cómo actuar al ser adultos. Por la fe vencemos los obstáculos y las desilusiones diarias, y consideramos que nuestras derrotas son una parte necesaria del desarrollo que experimentamos. Nos damos cuenta que el que se nos deje a valernos por nosotros mismos es en realidad una oportunidad de desarrollar nuestras facultades de forma inesperada. Con fe, nos convertimos en los pioneros de las generaciones por nacer, y hallamos gozo ante la idea de servir a nuestros hermanos, aunque se nos recompense con el martirio.

Vale la pena notar que el «escudo de la fe» y la «espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» van juntos, coordinados a la perfección como armas en manos de alguien que lleva la «armadura de la justicia». Las Escrituras declaran lo siguiente: «.la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Romanos 10:17). Es igual que en el combate cuerpo a cuerpo: la lucha con escudo pero sin espada resulta en una pronta derrota; así es que sin la palabra de Dios que está en las Escrituras y en la revelación, la fe se nos debilita ante los supuestos «liberales» que sólo buscan destruir. Protegidos por el escudo de la fe, los mandamientos conocidos como el decálogo del Monte Sinaí pasan de ser las simples aseveraciones de un filósofo a ser una voz que truena con autoridad de arriba, y las enseñanzas de las Escrituras se convierten en la palabra revelada de Dios que nos ha de guiar a nuestro hogar celestial. La obediencia a las leyes del estado se torna en un asunto de obligación moral y religiosa, además de un deber cívico, si creemos que «.no hay autoridad sino por parte de Dios. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste.» (Romanos 13:1-2).

Al estar armados con la palabra de Dios, los sueños desvanecidos de los años mozos y las frustraciones que llegan como resultado de la guerra y de los rigores de la vida no nos llenan de amargura ni nos quitan las aspiraciones ni nos hacen clamar en abatimiento: «¿para qué?». Guiados por la fe que hemos aprendido mediante la palabra de Dios, consideramos la vida como un extraordinario proceso de formación o capacitación del alma. Bajo la mirada atenta de nuestro amoroso Padre, aprendemos «por lo que padecemos», adquirimos fortaleza al vencer obstáculos y conquistamos el temor al salir victoriosos de los lugares donde acecha el peligro. Por la fe, como enseña la palabra de Dios, entendemos que sea lo que sea que en la vida contribuya a progresar en la elevada norma de Jesús —»Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mateo 5:48)— es para nuestro bien y para nuestro eterno beneficio aun cuando en esa formación entre en juego la severa disciplina de Dios omnisciente, «porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (Hebreos 12:6).

Es así que, preparados y capacitados para la lucha contra los poderes de las tinieblas y de la maldad espiritual, puede que estemos «atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, mas no destruidos» (2 Corintios 4:8-9).

«La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz.
«Andemos como de día, honestamente, no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia» (Romanos 13:12-13).

Juventud de Sión, ¡vístete de toda la armadura de Dios!

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1 Response to Vestíos de toda la armadura de Dios

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    Excelente mensaje. Cuanto màs leo los discursos, màs alimenta mi espìritu. Sòlo mi Padre Celestial me da fortaleza y guìa.
    Gracias.
    Saludos desde Panamà.

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