Vosotros, a quienes el Señor llama Lamanitas…

Conferencia General Octubre 1959

Vosotros, a quienes el Señor llama Lamanitas…

Spencer W. Kimball

por Spencer W. Kimball
del consejo de los doce apóstoles


Mis amados hermanos y hermanas, muy complacidos extendemos la bienvenida al hermano Hunter, el nuevo miembro de nuestro grupo. Le hacemos patente nuestra estimación y cariño.

En los breves momentos que tengo, quisiera diri­gir mis palabras a vosotros, nuestros parientes de las Islas del mar y de las Américas. Millones de vosotros tenéis sangre que muy poco se ha mezclado con las naciones gentiles. Colón os llamó “indios”, creyendo que había llegado a las Indias Orientales. Millones de vosotros sois descendientes de españoles e indios y se os conoce por el nombre genérico de mestizos, pero a la misma vez sois llamados por el nombre de vuestros países respectivos, v. gr: mexicanos en México; guatemaltecos en Guatemala; chilenos en Chile, etc.

Vosotros, los polinesios de las Islas del Pacífico, sois llamados hawaianos, o maoríes, etc., según la isla en que viváis, ya sea Samoa, Nueva Zelandia, Tahití o Hawaii. Hay aproximadamente sesenta mi­llones de vosotros en los dos continentes y en las Islas del Pacífico, todos vinculados por sangre.

El Señor os llama “lamanitas”, nombre de son agradable, porque mucha de la gente más noble que jamás ha vivido sobre la tierra así era conocida. En la acepción limitada de la palabra, significa los descendientes de Lamán y Lemuel, hijos de vuestro primer padre americano, Lehi; pero indudablemente tenéis también la sangre de los otros hijos, Sam, Nefi y Jacob. Y no es del todo difícil que tengáis un poco de sangre judía, por Mulek, hijo de Sedecías, rey de Judá. El nombre “lamanita” os distingue de otros pueblos. No es un nombre que se aplica con escarnio ni para avergonzaros, sino uno del cual podéis sen­tiros muy orgullosos.

Salisteis de Jerusalén, en sus días de tribulación. Sois de sangre real, un pueblo amado del Señor. Por vuestras venas corre la sangre de profetas y estadis­tas; de emperadores y reyes; de apóstoles y mártires. Adán y Enoc os engendraron; con Noé sobrevivisteis el diluvio; en los pies de Abrahán viajasteis desde Ur de los Caldeos hasta vuestra primera “tierra pro­metida”; acompañasteis con fe a Isaac hasta el santo monte del sacrificio; caminasteis hambrientos hasta Egipto con vuestro padre Jacob, y con José establecisteis, bajo el reinado de los Faraones, el primer Plan de Bienestar conocido.

Sois descendientes de Efraín y Manasés, hijos de José, así como de Judá, su hermano. Vuestros padres atravesaron el Jordán con Josué; y así, después de muchos siglos de ausencia, volvisteis de nuevo a vuestra primera “tierra prometida”.

El joven marinero genovés que salió con sus tres carabelas de España, creyó haber descubierto un mundo nuevo; pero llegó miles de años tarde. Vues­tro pueblo se hallaba en las playas cuando llegaron Colón y sus hombres. Cortés, Pizarro y sus contem­poráneos, conquistadores y exploradores, encontraron a vuestros antepasados en un estado de decadencia intelectual, cultural y espiritual, pero con una abun­dancia de riqueza y pobreza. Se dice que los explo­radores noruegos descubrieron este país antes de Colón; pero vuestro pueblo ya estaba esparcido desde el Ártico hasta el Antàrtico antes que existiese No­ruega. Cuando vuestro profeta Lehi os condujo de Jerusalén, más o menos seiscientos años antes de Cristo, llevasteis consigo lo mejor de la cultura de Egipto, Palestina y del mundo que en ese tiempo se conocía; también el idioma escrito de vuestros padres y las Santas Escrituras, desde la época de Adán hasta vuestros propios días, las cuales estaban grabadas sobre planchas de bronce. Trajisteis con vosotros un conocimiento completo del Dios de Abra­hán, Isaac y Jacob, y entonces durante un período muy largo, conservasteis abiertas las líneas de comu­nicación con vuestro Señor y recibisteis visiones claras y manifiestas.

En la nueva “tierra prometida” se multiplicaron las semillas que trajisteis de Palestina, y esto resultó en gran prosperidad para vosotros en los extensos terrenos que cultivabais. En el curso de vuestras exploraciones descubristeis oro, plata, cobre y hierro, y aprendisteis a elaborar el latón y el acero. En vuestros talleres fabricasteis maquinaria y herra­mienta para el cultivo de vuestros campos, para la arquitectura y la construcción de caminos. Y con esa herramienta edificasteis ciudades, semejantes a las que habíais conocido en Egipto y Palestina, carre­teras y caminos para el movimiento de vuestro trá­fico y templos según el orden del mundialmente cono­cido Templo de Salomón.

Vuestra cultura sobrepujó la imaginación de los modernos. En vuestras épocas de prosperidad os vestíais con “sedas y escarlatas y lienzos de finos te­jidos y preciosas telas”. Os adornabais con ornamentos de oro, plata y otros metales, y con piedras pre­ciosas. Fuisteis fabulosamente ricos en vuestro tiempo.

Durante los largos años de vuestra prosperidad y justicia, vuestra riqueza se empleaba para adornar los templos y sinagogas. Leíais, citabais y cumplíais las enseñanzas de los libros de Moisés y los escritos inspirados de los profetas. Vuestro pueblo tuvo una fe como la que raras veces se ha hallado sobre la tierra. Hubo años de conflictos e iniquidad, pero también años de paz y rectitud sin paralelo.

Produjisteis profetas de importancia. Tuvisteis vuestro Lehi, Nefi y Jacob; vuestro Alma, Abinadí y Mormón. Son pocos los que han igualado a vuestro profeta lamanita Samuel, que profetizó acerca del Cristo, y quizá nadie lo ha sobrepujado. Vuestros científicos y maestros e ingenieros fueron capaces y eficientes, y dejaron monumentos notables.

Entonces ocurrió entre vosotros la sumamente trascendental venida del Señor Jesucristo. Muchos de vosotros conserváis este acontecimiento en vues­tras tradiciones. Vuestro pueblo se agolpó en masa, alrededor de su templo, para escuchar las palabras de vida de los labios de su Redentor, que tan recientemente había experimentado la muerte, resurrección y ascensión en la Tierra Santa, según se lee en el Nuevo Testamento. Mientras contemplaban con alien­to entrecortado y los ojos hacia lo alto, El descendió entre ellos de las nubes del cielo, en la misma forma en que tan poco tiempo antes se había alejado de sus santos en Judea. Mientras miraban dentro de sus ojos bondadosos y se maravillaban de sus heridas, Él les habló de su nacimiento y vida y ministerio. Les repitió los vitales y preciosos sermones que pro­nunció en el Mar de Galilea, Samaria y Jerusalén.

Les enseñó acerca del poder de la fe, del conflicto entre la verdad y la maldad. Les relató cómo se oyó la voz de Dios, su Padre, en la ocasión de su bautismo, y las bendiciones especiales conferidas a Pedro, San­tiago y Juan en el Santo Monte de la Transfigura­ción, cuando también oyeron la voz de Dios el Padre. Y ahora los oídos de estos nefitas-lamanitas habían escuchado la misma voz del mismo Dios, que al pre­sentarles al mismo Jesucristo, les dijo: “¡He aquí a mi Hijo Amado!” (3 Nefi 11:7)

Les habló de su Iglesia en Jerusalén, y les mos­tró sus manos, sus pies y costado, que por manos de los suyos fueron traspasados por los clavos y la lanza. Sanó a sus enfermos, a sus lisiados, a sus cojos, tal como lo había hecho en la Tierra Santa, y bendijo a sus niños pequeños, los cuales fueron envueltos y glorificados por fuego que descendió del cielo. Llamó a sus doce discípulos, los autorizó para que estable­cieran su Iglesia y entonces ascendió de nuevo a los cielos.

Vuestros antepasados lamanitas no fueron más rebeldes que sus progenitores israelitas, pero su ma­nera de vivir por fin trajo sobre ellos la destrucción. Vuestra historia ha sido una de vicisitudes y de muchas tribulaciones, pero tenéis delante de vosotros un futuro glorioso. Sois un pueblo escogido. Vuestro destino está en vuestras propias manos, en las de vuestros amigos y en las del Señor. Fuisteis espar­cidos durante la gran dispersión seis siglos antes de Cristo, y nuevamente sobre este continente en las épocas anteriores y posteriores a Cristo; y vuestra dispersión más completa se ha llevado a efecto desde que llegaron Colón, los ex­ploradores y los colonos.

Se ha dicho que “la hora más tenebrosa es la que precede a la aurora”; y la sombra de vuestra noche está cediendo el paso a la alborada de un día más refulgente.

Ayer errabais por los de­siertos, a veces festejando, a veces con hambre; hoy estáis encontrado seguri­dad económica en la edu­cación y la in­dustria; y ma­ñana vuestro destino brilla­rá con la confianza en vos­otros mismos, con fe, osadía y poder. Así como los israelitas fueron librados de la esclavitud egipcia, se os ha prometido la liberación de vuestros enemigos—la superstición, el miedo, el analfabetismo—y del azote de la priva­ción y la enfermedad y el sufrimiento.

Ayer cruzasteis océanos desconocidos, vagasteis por desiertos inexplorados, perdisteis vuestra noble cultura, vuestra lengua escrita y vuestro conoci­miento del Dios viviente y verdadero. Hoy estáis amaneciendo de vuestro largo sueño y os estáis desperezando, bostezando y despertando. Mañana os hallaréis hábilmente instruidos, trazando carreteras, construyendo puentes, estableciendo ciudades, edifi­cando templos y tomando parte como directores ins­pirados de la Iglesia de vuestro Redentor.

Los cronistas han escrito sobre vuestro pasado; los poetas han cantado acerca de vuestras posibili­dades; los profetas han anunciado vuestra dispersión y recogimiento; y vuestro Señor os ha permitido an­dar por las profundidades tenebrosas trilladas por vuestros antepasados. Pero El con paciencia ha es­perado vuestro despertar y ahora sonríe sobre vues­tro florecimiento y señala el camino que conduce a vuestro futuro glorioso como hijos e hijas de Dios. Os levantaréis de vuestro lecho de aflicción y de vuestro estado de privación, si aceptáis totalmente al Señor Jesucristo y su programa completo. Alcanza­réis el alto nivel de cultura y educación, influencia y poder que en otro tiempo conocisteis. Floreceréis como la rosa sobre las montañas. Vuestras hijas se­rán enfermeras, profesoras y sociólogas y, sobre todo, amadas esposas y madres, llenas de fe, de una posteridad justa.

Vuestros hijos competirán en las artes, literatura, medicina, leyes, arquitectura, etc. Serán los prin­cipales en las profesiones, la industria y los negocios, y llegarán a ser estadistas de primer orden. Juntos, vosotros y nosotros, edificaremos el Templo en la singular ciudad de la Nueva Jerusalén, al cual vendrá nuestro Redentor. Vuestras manos, con las nuestras y también con las de Jacob, colocarán las piedras de los fundamentos, levantarán las paredes y pondrán el techo de esa magnífica estructura. Quizá vuestras manos artísticas pintarán el Templo y lo adornarán con la pericia de un maestro, y juntos dedicaremos a nuestro Señor y Creador el más hermoso de todos los templos que jamás se han edificado en su nombre.

Triste ha sido vuestra vida durante los últimos dieciséis siglos. De la justicia incomparable de la era iniciada por Cristo, vuestros antepasados cayeron en una apostasía que ha causado siglos de padecimiento y angustias a su posteridad. Se tornaron fabulosamente ricos y se olvidaron de Dios. Se dividieron en tribus y familias y trabaron combate unos con otros, acosando y asaltando hasta que el continente entero se convirtió en un campo de guerra y destrucción.

Tuvisteis grandes guerreros, como Helamán y Mormón, los cuales en hábil estrategia y dirección, compitieron con los Cirios, los Alejandros y los Cé­sares. Vuestra caída ocurrió cuando vuestro pueblo se desvió por el sendero de la guerra. La venganza y el odio encendieron la llama de los conflictos armados. Las aguas bautismales se convirtieron en ríos de sangre. Se adoptó el sistema de asolar la tierra, y los ejércitos enemigos, lanzándose unos contra otros, hollaron los campos, destruyeron animales y convir­tieron a un pueblo sedentario en nómada.

Cuando los ejércitos marchan y la gente lucha, la educación sufre, las artes languidecen, los edificios se desploman, los bosques son explotados, los campos se tornan en desiertos y los huertos en selvas. Los hombres de guerra edifican puentes, fuertes y torres provisionales, en lugar de casas, edificios públicos y observatorios. No hay ni el tiempo ni la disposición para esculpir estatuas, pintar lienzos, componer mú­sica o escribir historia. Las comunidades que se ven obligadas a marchar o a retroceder, no tienen ni es­cuelas ni maestros. Con los edificios y ciudades que son quemadas y saqueadas, se destruyen historias de valor inestimable. Artistas, hombres de erudi­ción, escritores y clérigos—todos portan armas, acechando al enemigo y sitiando las ciudades. El pillaje reemplaza a la industria honrada. Los ejércitos voraces devoran ganado, cabras y aves domésticas, y después de arrancar la fruta a los árboles, los talan y usan como leña. El hambre insaciable de hoy se traga la abundancia de mañana. Los ejércitos llevan con­sigo tiendas portátiles y abandonan casas e iglesias. Los templos son reducidos a escombros y la vegeta­ción los cubre. Con la constante disminución de re­baños, no hay lana para tejer o hilar, y la ropa talar es reemplazada por cortas túnicas de pieles y la ca­beza es afeitada. Con las rejas de arados se hacen espadas, y lanzas con las hoces. La manufactura de implementos agrícolas se vuelve elaboración de cimi­tarras, hachas y espadas. La vida se convierte en una existencia sórdida y sangrienta, y parece que no hay otro objeto sino sobrevivir.

Mormón dijo: «… Satanás los arrastra como el tamo que se lleva el viento; o como el barco que sin vela, ancla o timón con qué dirigirlo, es juguete de las olas”. (Mormón 5:18)

En el curso de esta extensa época de guerra y combates, vuestros antepasados perdieron su idioma escrito, su elevada cultura y, peor todavía, su conoci­miento de Dios y su obra. En lugar de fe hubo temor, los dialectos reemplazaron el idioma, la historia se tornó en tradición, el conocimiento y entendimien­to de Dios y sus vías fue reemplazado por la idola­tría y aun el sacrificio humano. Vuestra inestimable historia de mil años, laboriosamente grabada sobre hermosas planchas de metal fue ocultada junto con las planchas de bronce del Antiguo Testamento por vues­tro inspirado profeta e historiador en el sagrado cerro, dentro de una caja de piedra, donde iban a permanecer desconocidas hasta que un sabio Padre Celestial os las revelara, pues el lugar donde fueron escondidas solamente era conocido en el cielo.

Cuando se está dedicado a la matanza de seres humanos, hay poca inclinación para pensar en un Creador y en el evangelio de paz; el tantas veces restaurado evangelio de Jesucristo se perdió, y el mundo entero se hundió en tinieblas espirituales.

A la llegada de Colón, vuestras tribus no sólo poblaban las Américas desde Tierra del Fuego hasta el sitio más remoto de Alaska, sino que se habían extendido hasta las islas del Pacífico. Todo niño que va a la escuela está familiarizado con esa época de la historia en que vuestros antepasados más recientes fueron desalojados desde los montes Apalaches hasta las sierras occidentales, desde el Atlántico hasta el Pacífico. También saben acerca de la “batalla de América” que duró cuatrocientos años, en la que una multitud divergente de pequeñas naciones indias fueron retrocediendo constantemente y con mucho derrame de sangre hasta los rincones más apartados, y por último a reservas y tierras que nadie deseaba.

En medio de toda esta aflicción, vuestro milagro mayor estaba naciendo. Cuando fuisteis diezmados por la guerra y las enfermedades, y todo parecía estar perdido—y aun se dijo de vosotros que estabais a punto de desaparecer—fue entonces que la espe­ranza descubrió una estrella. Los colonos, los gen­tiles, os arrebataron vuestras tierras, vuestros arro­yos, vuestros bosques, pero os trajeron algo de infinitamente más valor: la Santa Biblia con sus ver­dades gloriosas, y un idioma escrito y escuelas progresistas, desarrollo científico y progreso intelectual.

Siglos antes vuestros profetas vieron en visión, y predijeron la venida de Colón y los exploradores, la guerra de la independencia, el establecimiento de la gran nación gentil de los Estados Unidos de América. Anunciaron también vuestro esparcimiento y más que todo, y de mayor importancia para vosotros en la actualidad, el recogimiento de vuestro pueblo y su restauración. Las profecías que proceden del Señor nunca se frustran, y el milagro tantas veces anunciado de “la obra maravillosa” estaba a punto de realizarse. La guerra trajo la independencia a las colonias que luchaban para existir, y surgió una na­ción poderosa con una constitución divinamente ins­pirada, en la cual se concedía la libertad religiosa a sus habitantes. A principios del siglo diecinueve se completaron los preparativos para el asombroso mila­gro. Se abrieron los cielos por tan largo tiempo sella­dos. Dios el Padre descendió con Jesucristo, y al presentarlo a un joven profeta moderno llamado José Smith, dijo: “¡Este es mi Hijo Amado!”

Vuestro Redentor, que ascendió en las nubes dieciocho siglos antes en la Tierra Santa, y que poco después visitó a vuestros antepasados en este con­tinente, volvió a la tierra el tiempo suficiente para iniciar una dispensación nueva, entregar la responsa­bilidad a su nuevo profeta y dar principio a los acon­tecimientos sucesivos de tanta trascendencia para el mundo. Su visita fue corta, pero de inmensa impor­tancia. El evangelio iba a volver. Continuaría la obra maravillosa. Y entonces fueron revelados vuestros anales de valor inestimable, tras siglos de estar depo­sitados en una caja. Moroni, muerto durante catorce siglos pero ahora resucitado, mostró el lugar al Pro­feta. Este quitó la tierra, sacó las planchas de oro de la caja de piedra y, bendecido con poder sobrenatural, os dio a vosotros y a vuestros contemporáneos la tra­ducción en inglés del libro milagroso, escrito para vosotros, preservado para vosotros y dedicado a vos­otros.

Numerosos profetas, entre ellos Nefi, oraron por vosotros: “Porque continuamente ruego por ellos de día, y mis ojos bañan mi almohada de noche a causa de ellos.” (2 Nefi 33: 3)

Enós dijo: «…Rogué con muy asiduo empeño por mis hermanos los lamanitas. . . que el Señor Dios preservara la historia de mi pueblo. . . para que algún día futuro fuese llevada a los lamanitas, para que tal vez pudieran ser conducidos a la sal­vación… y yo tenía fe, y le rogué al Señor que preservara los anales; e hizo pacto conmigo que los daría a los lamanitas en su propio y debido tiempo.” (Enós 11, 13, 16)

Muchos estudiantes modernos, legos y profe­sionales, han especulado el origen del americano pri­mitivo. Vuestra historia resuelve el problema. Mu­chos han impugnado la divinidad de la Santa Biblia. Vuestros anales la establecen como la palabra de Dios. Muchos han negado que Jesús es verdadera­mente el Hijo de Dios. Vuestra historia quita toda duda. Acompañada del otro tomo de Escrituras, o sea la Biblia, vuestros anales presentan a toda alma honrada evidencia de que Dios vive, de que Jesu­cristo, por El engendrado, es el Redentor, el Salvador. Establece la verdad del evangelio de exaltación que vino del trono de Dios al Profeta, a vosotros y a nos­otros. Los misioneros ahora os están predicando el evangelio verdadero a vosotros y a vuestros hijos. Este día habéis oído de la organización de la primera misión entre los lamanitas del hemisferio austral, la Misión Andina.

Vuestra historia, el Libro de Mormón—llamado así en honor de uno de sus principales directores— aclara las numerosas profecías de la Biblia. Los sellos de las otras planchas serán rotos, y se revelarán ver­dades adicionales. Hablan de vuestros hermanos, las Diez Tribus de Israel, que desaparecieron en los países del norte al salir de Babilonia, en el tiempo que vues­tros antepasados se encaminaban a este mundo. Vol­verán con sus profetas, y sus anales sagrados serán un tercer testigo a favor de Cristo.

Ellos, las Diez Tribus, vosotros los lamanitas y aquellos de nosotros que creamos—en quienes tam­bién hay sangre de Israel—unidamente edificaremos la ciudad de nuestro Dios, la Nueva Jerusalén, con su magnífico templo. Llegará el fin del tiempo; se iniciará el Milenio; el Señor Jesucristo volverá para guiar a su pueblo, y la tierra será renovada y reci­birá su gloria paradisíaca.

Mis hermanos y hermanas lamanitas, nosotros os: amamos. Esto de llevaros el evangelio “se compara a que serán nutridos por los gentiles y llevados en sus brazos y sobre sus hombros”. (1 Nefi 22:8) Vues­tro Dios ha efectuado muchos milagros para lograr que sus profetas escribieran la historia; para preser­var los anales de las amenazas de enemigos y de los estragos de la naturaleza, hacer que fuesen tradu­cidos a un idioma que pudieseis entender y así trae­ros este segundo testigo de Cristo. Vuestro Libro de Mormón es como una voz que sale del polvo con un mensaje de los muertos, con amonestaciones del Señor:

“Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, dice el Señor de los Ejércitos.” (3 Nefi 24:7)

Nuestro Señor proclama: “¡Ay de aquel que menosprecia los hechos del Señor; sí, ay de aquel que niega al Cristo y sus obras!” (3 Nefi 29: 5)

Habéis sido preservados hasta esta época tras­cendental, y el evangelio se halla a vuestro alcance hoy. Lavad vuestras almas en la sangre del Cordero. Limpiad vuestras vidas, escudriñad las Escrituras, aceptad el evangelio y sus ordenanzas.

Estas profecías se cumplirán y pueden venir a vosotros sólo de una fuente: el sendero de la rectitud y la fe; de lo contrario, estas promesas serán única­mente sueños vanos sin realización.

Dios os bendiga a fin de que aceptéis las verda­des que hoy os son reveladas, ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

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