El Reino de Dios

Capítulo 12

AUTORIDAD EN EL MINISTERIO

Autoridad en el ministerio

Sin autoridad divina no pueden administrarse e interpretarse las ordenanzas y principios del evangelio. Esta autoridad nunca se origina ni puede originarse en el hombre. Ningún concilio, conferencia u otro grupo cualquiera, pese a su erudición, puede de sí mismo conferir aun el grado más pequeño de autoridad divina, porque sus facultades no son sino humanas. Ninguna eficacia surten sus decisiones, comisiones y credos en el plan de salvación, sino en el hecho de que los pensamientos nobles de algunos hombres pueden prepararlos para que acepten a los representantes debida­mente autorizados.

El mundo se halla en gran confusión respecto de la manera de ejercer la obra del ministerio. Algunos hombres, habiendo sentido en su corazón el deseo de predicar y atender a las necesi­dades de la gente, han asumido el derecho de obrar en el nombre de Dios. No importa cuán recta sea la intención de una persona, no puede efectuar ninguna ordenanza debidamente en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo sin una comisión para que pueda realizar tal acto. Consideremos el ejemplo de Saulo de Tarso que posteriormente llegó a ser conocido como el apóstol Pablo. Leemos que mientras viajaba a Damasco, el Señor Jesu­cristo le apareció en gloria y como consecuencia quedó ciego. Le fue restaurada la vista milagrosamente, y se le dijo: “El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca. Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre.”1 Más adelante Pablo recibió otra comuni­cación divina.2 Sin embargo, a pesar de todo esto todavía no estaba autorizado para obrar como ministro del evangelio porque aún no había sido llamado y ordenado debidamente.

No fue sino hasta algunos años de los acontecimientos an­teriores que le fue conferido a Pablo el sacerdocio y la autoridad para oficiar y obrar en el nombre del Señor. En la Iglesia or­ganizada en Antioquía se hallaban ciertos profetas y maestros. “Ministrando éstos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron.”8 Habiendo sido llamado debidamente por revela­ción y ordenado mediante la imposición de manos, Pablo ahora se hallaba facultado para predicar el evangelio. Repetidas veces declaró que no había sido llamado por voluntad humana y que ningún hombre, de sí mismo, podía asumir debidamente la autori­dad para obrar en el nombre del Señor. Lo primero que dijo a los Gálatas, en la epístola que les dirigió, fue: “Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombres, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos)”4 En sus escritos a los Romanos, impulsándolos a que cumplieran sus deberes como mi­sioneros, les pregunta cómo puede salvarse la gente cuando no ha sabido acerca del Dios verdadero; “¿Y cómo oirán sin haber quién les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?”5 De manera que el sistema de la Iglesia consiste en llamar y ordenar a quienes han de obrar en ella y señalarles sus deberes.

Vemos pues que los elementos esenciales del llamamiento y ordenación de Pablo fueron los mismos que en el caso de Aarón, a quien previamente nos hemos referido; revelación y ordenación mediante la imposición de manos de los que están autorizados. De hecho, Pablo dice lo siguiente acerca de todo el que es llamado al ministerio: “Y nadie toma para sí está honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón.”6

Nuestro Señor ha aclarado abundantemente esta doctrina. Hablando a los que había llamado, a quienes había conferido el apostolado, dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca.”7 El evangelista Marcos narra el llamado al cual se refirió el Maestro: “Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios.”8 Los apóstoles continuaron la obra iniciada por nuestro Señor, “y constituyeron ancianos en cada iglesia, y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído.”9

La autoridad divina necesita de la revelación

La historia de los hechos de Dios para con los hombres ha establecido cierta norma. Todo el que vaya a oficiar por Él debe ser llamado como lo fue Aarón para poder cumplir con la norma divina. Todos deben ser llamados por revelación y ordenación, y donde no hay revelación de Dios no puede haber autoridad divina sobre la tierra. Nuestro quinto Artículo de Fe indica que la misma norma se aplica en la actualidad: “Creemos que el hombre debe ser llamado de Dios, por profecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autoridad para predicar el evangelio y administrar sus ordenanzas.”

En la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus dis­cípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Las respuestas fueron varias. Entonces se dirigió a ellos personal­mente: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en  los  cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no pre­valecerán contra ella.”10

La llave a la comprensión de este transcendental pronuncia­miento es la siguiente: Pedro dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Jesús le respondió: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos… y sobre esta  roca edificaré mi  iglesia.” Así es como Jesús proclamó que su Iglesia quedará edificada sobre la roca de la revelación. La lógica pone de relieve cuan adecuada fue la proclamación de nuestro Señor. Si la piedra sobre la cual habría de edificarse la Iglesia de Cristo, no fuese la roca de la revelación, ¿cómo, pues, podría ser la Iglesia de Cristo con Él a la cabeza, en vista de que ascendió a los cielos mientras que su Iglesia permaneció en la tierra?

Es interesante tomar nota de las varias interpretaciones de este acontecimiento significativo en la región de Cesárea de Filipo, las cuales establecen una diferencia fundamental entre la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la Católica Romana y varias denominaciones protestantes. Nosotros entendemos que Cristo es y siempre ha sido cabeza de su Iglesia y en la actualidad dirige sus asuntos por medio de la autoridad delegada del sacerdocio mediante el principio de la revelación. La Católica Romana, que no entiende ni acepta la doctrina de la revelación presente (y por tanto no participa en ella), cree que la Iglesia de Cristo quedó establecida sobre la roca de Pedro. El concepto clásico protestante es que Pedro “confesó” a Jesús como el Hijo de Dios, y todo aquel que en igual manera lo confesare pertenece a su iglesia universal. De modo que los protestantes sostienen que esta confesión es la roca sobre la cual ha de edificarse la Iglesia de Cristo. De los divergentes conceptos sobre tan importante asunto, han surgido grandes sistemas filosóficos.

En la misma ocasión a que nos estamos refiriendo, el Señor nuevamente dirige nuestra atención a la necesidad de la autoridad en el ministerio, diciendo a los Doce, y a Pedro en particular: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.”11

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la única que está investida debidamente con la autoridad divina para predicar y practicar las ordenanzas del evangelio de Cristo. Por consiguiente es “la única Iglesia verdadera y viviente sobre toda la faz de la tierra”.12

El nombre de la Iglesia de Cristo

Una de las muchas evidencias de la divinidad de la Iglesia se halla en su nombre. “Jesucristo. . . ha venido a ser cabeza. . . y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”13 Por ese nombre era conocida la Iglesia en la época del Nuevo Testa­mento.14 En la revelación dirigida a José Smith, instruyéndole que organizara la Iglesia, ésta es llamada la Iglesia de Cristo.15 Más tarde el Señor declaró terminantemente: “Porque así se llamará mi iglesia en los postreros días, aun La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.”16

Cuando el Señor resucitado estableció la plenitud de su reino entre ellos; les dijo: “¿Y cómo será mi iglesia si no lleva mi nombre? Porque si una iglesia lleva el nombre de Moisés, entonces es la iglesia de Moisés; y si se le da el nombre de alguno, entonces es la iglesia de ese hombre; pero si lleva mi nombre, entonces es mi iglesia, si estuvieren fundados sobre mi evangelio.”17


(1) Hech. 22:14-16. (2) Hech. 22:17, 18. (3) Hech. 13:2, 3. (4) Gál. 1:1. (5) Romanos 10:14, 15. (6) Heb. 5:4. (7) Juan 15:16. (8) Mar. 3:14, 15. (9) Hech. 14:23. (10) Mat. 16:15-18. (11) Mat. 16:19. (12) Doc. y Con. 130. (13) Hech. 4:10-12. (14) Hech. 20:28; Romanos 17:16. (15) Doc. y Con. 20:1. (16) Doc. y Con. 115:4. (17) 3 Nefi 27:8.

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