Capítulo 9
Pureza
La maldad predominante de la incontinencia
El carácter de una comunidad o nación, es la suma total de las cualidades individuales de los miembros que la componen. Decir esto es expresar a la vez una perogrullada y un axioma de profunda importancia. La estabilidad de una estructura material depende de la integridad de sus varias partes y la conservación de una correlación correcta de las unidades de conformidad con las leyes de las fuerzas. La misma cosa se puede decir de instituciones, sistemas y organizaciones en general.
No sólo es fundamentalmente propio y de estricta conformidad así, con el espíritu como con la letra de la palabra divina, sino absolutamente esencial a la estabilidad del orden social, que la ley secular defina y reglamente la relación conyugal. Las partes del contrato de matrimonio definitivamente deben estar enteradas de las responsabilidades del estado que asumen; y por su fidelidad respecto de estas obligaciones, tienen que responder el uno al otro, a la sociedad y a su Dios.
La unión sexual es lícita en el matrimonio, y si se participa en ella con recta intención, es honorable y santificante; pero fuera de los vínculos del matrimonio, el acto sexual es un pecado degradante, abominable a la vista de Dios.
La infidelidad a los votos conyugales es una fuente fructífera de divorcio, con su extenso séquito de perjuicios consiguientes, de los cuales no son los más pequeños la vergüenza y deshonra que sobrevienen a los desafortunados aun cuando inocentes niños. Los espantosos efectos del adulterio o pueden limitarse a las partes culpables. Bien sea que se sepa públicamente o se oculta parcialmente bajo el manto de un sigilo culpable, los resultados rebosan de malas influencias. Los espíritus inmortales, que vienen a la tierra para tomar cuerpos de carne, tienen el derecho de nacer honorablemente de padres que se encuentran libres de la contaminación del pecado sexual.
Es deplorable el hecho de que la sociedad persista en sujetar a la mujer a rendir cuentas más estrictamente que el hombre en el asunto de las ofensas sexuales. ¿Qué sombra de pretexto, no digamos justificación podamos hallar para esta discriminación descarada y cobarde?
¿Acaso puede ser la corrupción moral menos asquerosa y pestilencial en el hombre que en la mujer? ¿Hay menos peligro de contagiarnos con un hombre leproso que con una mujer igualmente afligida?
En lo que toca a la mujer que peca, es inevitable que sufra, porque es segura la restitución, ya sea que venga inmediatamente o se postergue; pero en lo que toca a que la injusticia del hombre imponga sobre ella la consecuencia de las ofensas qué él comete, éste es culpable de un pecado múltiple. Y el hombre es principalmente responsable de los pecados contra la decencia y la virtud, el peso de los cuales, con demasiada frecuencia, se echa a cuestas de la participante más débil en el crimen. La espantosa prevalencia de la prostitución, y la tolerancia y hasta condenación con que trata la sociedad civilizada así llamada este vil tráfico son negras manchas en las páginas de la historia contemporánea. . .
Al igual que muchas enfermedades corporales, el crimen sexual arrastra consigo un séquito de males adicionales. Así como los efectos físicos de la embriaguez involucran la deterioración de los tejidos y la alteración de funciones vitales, por lo que el cuerpo queda susceptible a cualquier enfermedad a que se le expone, y al mismo tiempo disminuye su resistencia hasta al grado de una deficiencia fatal, en la misma manera la incontinencia expone el alma a diversos achaques espirituales y le roba su resistencia, así como su habilidad para recuperarse. La generación adúltera de la época de Cristo se hizo sorda a la voz de la verdad, y a causa de la condición enferma de su mente y corazón, buscaron señales y prefirieron las fábulas vanas más bien que el mensaje de salvación.
Aceptamos sin reserva o modificación la afirmación de Dios, dada por intermedio de un antiguo profeta nefita: “Porque yo, el Señor Dios, me deleito en la castidad de las mujeres. Y las fornicaciones son abominación para mí; así dice el Señor de los ejércitos” (Jacob 2:28).
Sostenemos que solo el derramamiento de sangre inocente sobrepuja al pecado sexual en la categoría de crímenes personales; y que el adúltero que no se arrepiente no tendrá parte en la exaltación de los bienaventurados.
Proclamamos como la palabra del Señor:
“No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14).
“Y de cierto os digo, como ya he dicho, el que mirare a una mujer para codiciarla, o si alguien cometiere adulterio en su corazón, no tendrá el Espíritu, sino que negará la fe” (Doc. y Con. 63:16) (IE, junio de 1918, 20:738-740, 742, 743).
Grados de pecado sexual
Se dice que hay más tonos del color verde que de cualquier otro, así también opinamos nosotros que hay más variaciones o grados del pecado que atañe a la relación indebida de los sexos, que en cualquier otro acto malo que conocemos. Todos tienen que ver con una ofensa grave el pecado contra la castidad pero en numerosos casos se intensifica este pecado con la violación de convenios sagrados, a lo cual algunas veces se añade el engaño, la intimidación o la violencia.
Por mucho que hay que denunciar y deplorar todos estos pecados, nosotros mismos podemos ver la diferencia, tanto en intención como en consecuencia, entre la ofensa de una pareja de jóvenes que, habiéndose comprometido, en un momento de descuido, sin premeditación, cometen pecado, y la de aquel, que habiendo entrado en lugares santos y contraído convenios sagrados, se pone a intrigar para robarle su virtud a la esposa de su vecino, ya sea por la astucia o la fuerza y realizar su vil intento.
No solo existe una diferencia entre estas ofensas, juzgando desde el punto de vista de la intención, sino también de las consecuencias. En el primer caso, la pareja de jóvenes que han transgredido pueden hacer una reparación parcial mediante el arrepentimiento sincero y casándose. Sin embargo, hay una cosa que no pueden reparar; no pueden restituir el respeto que se tenían el uno al otro, y con demasiada frecuencia, como resultado de esta pérdida de confianza, su vida casada es empañada o amargada por el temor que ambos tienen, de que el otro, habiendo pecado una vez, pueda hacerlo de nuevo. En el otro caso, se involucra a otras personas en forma desastrosa: se desbaratan familias, se impone la desdicha a personas inocentes, la sociedad siente los efectos, surge la duda en cuanto a los padres de los niños, desde el punto de vista de las ordenanzas del evangelio, se ofusca el asunto de las descendencia y el árbol genealógico pierde todo valor; en total, se cometen ofensas tanto en contra de los vivos como los muertos, así como en contra de los que aún no han nacido, cosa que no está al alcance de los ofensores poder reparar o arreglar. . .
En ocasiones se presentan argumentos para limitar las disposiciones de la ley de Dios, tal como se han dado en el libro de Doctrinas y Convenios, así en cuanto al castigo como al perdón para aquellos que han entrado en la casa del Señor y recibido sus investiduras. Esto no es posible, en vista de que tantas de estas disposiciones fueron dadas en revelaciones publicadas varios años antes que se permitiera a los miembros recibir estas santas ordenanzas, de hecho, antes de que se construyera templo alguno. La ley, cual se ha dado, creemos que es general y que se aplica a todos los miembros; pero indudablemente, cuando además de la ofensa contra las leyes de castidad se violan convenios, entonces el castigo por esta doble ofensa será respectivamente mayor y más severo, ya sea en esta vida o en la venidera (JI, noviembre de 1902, 37:688).
Pureza
Hay algo en el hombre, una parte esencial de su mente, que recuerda acontecimientos de lo pasado y las palabras que hemos hablado en varias ocasiones. Fácilmente podemos evocar las palabras que hablamos en nuestra niñez; palabras que en nuestra infancia oímos a otros decir, las podemos recordar aun cuando ya estemos entrados en años. Nos acordamos de palabras habladas en nuestra juventud, en los primeros años de nuestra edad viril, así como las palabras que se hablaron ayer. ¿Me permitís deciros que en realidad el hombre no puede olvidarse de nada? Podrá fallarle la memoria por un breve tiempo; tal vez no podrá recordar del momento algo que sabe o palabras que ha hablado; tal vez no tenga a su disposición el poder para evocar estos acontecimientos y palabras; pero si Dios Omnipotente toca la fuente de la memoria y despierta el recuerdo, descubrirás entonces que no habéis olvidado ni siquiera una sola palabra vana que hayáis hablado. Creo que la palabra de Dios es verdadera, y por tanto, amonesto a la juventud de Sion, así como a los de edad avanzada, que se cuiden de decir cosas inicuas, de hablar mal y de tomar en vano el nombre de cosas y seres sagrados. Cuidad vuestras palabras para que no ofendáis al hombre, mucho menos a Dios.
Creemos que Dios vive y que es juez de los vivos y de los muertos. Creemos que sus ojos están sobre el mundo y que El mira a sus serviles errantes y débiles hijos sobre esta tierra. Creemos que estamos aquí porque Él lo dispuso, y no por elección; que estamos aquí para cumplir un destino y no para realizar un capricho o dar satisfacción a concupiscencias carnales. Creemos que somos seres inmortales; creemos en la resurrección de los muertos, y que así como Jesús salió de la tumba a vida eterna, habiéndose unido su espíritu y su cuerpo para nunca más ser separados, en igual manera ha abierto la puerta para que todos los hijos e hijas de Adán, vivos o muertos, salgan del sepulcro a novedad de vida, para llegar a ser almas inmortales, cuerpo y espíritu, unidos, para nunca más ser separados. Alzamos la voz contra la prostitución y toda forma de inmoralidad; no estamos aquí para cometer ninguna clase de inmoralidad. Sobre todas las cosas, la inmoralidad sexual es la más ofensiva a los ojos de Dios. Está en la misma categoría que el asesinato mismo, y Dios Omnipotente fijó la pena de muerte para el asesino: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada” Génesis 9:6). Además, dijo que el que comete adulterio ha de ser muerto. Por consiguiente, alzamos nuestra voz contra todo género de obscenidades.
Así pues, decimos a vosotros que os habéis arrepentido de vuestros pecados, que habéis sido sepultados con Cristo en el bautismo, que habéis sido levantados de la sepultura líquida a la novedad de vida, nacidos del agua y del espíritu, que habéis sido hechos hijos del Padre, herederos de Dios y coherederos con Jesucristo os decimos que si observáis la ley de Dios y cesáis de hacer lo malo, cesáis de ser obscenos, dejáis de ser inmorales, sexualmente o de otra manera, dejáis de ser profanos e infieles, y tenéis fe en Dios, creéis en la verdad y la recibís, y sois honrados con Dios y con los hombres, seréis exaltados y Dios os pondrá a la cabeza, tan cierto como observéis estos mandamientos. Quienes guardaren los mandamientos de Dios, bien se trate de vosotros o de cualquier otro pueblo, se levantarán y no caerán, irán a la cabeza y no seguirán, irán hacia arriba y no hacia abajo. Dios los exaltará y magnificará delante de las naciones de la tierra, y pondrá sobre ellos el sello de su aprobación, los hará llamar suyos. Este es mi testimonio a vosotros (IE, mayo de 1903, 6:503-506).
Tres peligros amenazantes
Hay por lo menos tres peligros que amenazan a la Iglesia por dentro, y es menester que las autoridades se den cuenta de ello y amonesten incesantemente al pueblo en cuanto a estas cosas. Como yo las veo, son: la adulación de los hombres prominentes del mundo, los falsos conceptos educativos y la impureza sexual.
Pero el tercer tema mencionado, el de la pureza personal, es tal vez de importancia mayor que cualquiera de los otros dos. Creemos en una norma de moralidad pureza de la vida, todos los demás peligros nos anegan, para los hombres y las mujeres. Si se pasa por alto la pureza de la vida, todos los demás peligros nos anegan, como los ríos de aguas al abrirse las compuertas (IE, marzo de 1914, 17:476-477).
El evangelio es la cosa mayor
Uno de los deberes más importantes que descansan sobre los Santos de los Últimos Días, es la debida instrucción y crianza de sus hijos en la fe del evangelio. El evangelio es la cosa mayor del mundo; no hay nada con que se le pueda comparar. Las posesiones de esta tierra no son de consecuencia cuando se comparan con las bendiciones del evangelio. Desnudos llegamos al mundo y desnudos saldremos, en lo que concierne a las cosas terrenales, porque tendremos que dejarlas atrás; pero las posesiones eternas, que son nuestras mediante la obediencia al evangelio de Jesucristo, no parecen. Los vínculos que Dios ha establecido entre mí y aquellos que Él me ha dado, así como la autoridad divina de que gozo por conducto del santo sacerdocio, son míos por toda la eternidad. Ningún poder aparte del pecado, la transgresión de las leyes de Dios, puede quitármelas; todas estas cosas son mías aún después de salir de esta probación (IE, diciembre de 1917, 21:102, 103).
























