Doctrina del Evangelio

Capítulo 11

Deberes sociales


La juventud debe mirar hacia adelante

No se debe permitir que nuestra juventud pase su tiem­po enteramente en la loca gira de placeres y diversiones sin tomar en consideración los años futuros, con sus con­siguientes achaques corporales y debilidades físicas que forzosamente tienen que venir. Se les debe dar a enten­der que aquello que generalmente se considera como los gustos de la juventud es pasajero y pronto se irá, dejando tras sí solamente tristes memorias de oportunidades des­perdiciadas que no volverán. No se les debe permitir derrochar su tiempo y los bienes de sus padres en pasa­tiempos frívolos y vida desordenada, que no producen otra cosa más que la formación de vicios o hábitos malos (JI, enero de 1917, 52:19).

Diversiones correctas

Nuestras diversiones deben distinguirse por su sano am­biente social. Debemos dar la debida consideración al carácter de aquellos con quienes nos asociamos en los centros de diversión; y debemos guiarnos por un alto sentido de responsabilidad hacia nuestros padres, hacia nuestros amigos y hacia la Iglesia. Debemos saber que los placeres que disfrutamos deben ser los que llevan puesto el sello de la aprobación divina. Deben contar con el apoyo de nuestros padres y nuestros correligiona­rios, así como de los principios verdaderos que siempre deben gobernar nuestras relaciones unos con otros como miembros de la Iglesia. Deben evitarse las diversiones que en sí mismas y en el debido ambiente social podrían ser propias y sanas, a menos que los compañeros sean de carácter intachable, y los sitios sean de buena reputación y dichas diversiones estén sujetas a las debidas restric­ciones.

Nuestras diversiones tienen límites allende los cuales no podemos ir con seguridad. Debe tenerse cuidado del carácter de las mismas y reducir su frecuencia, a fin de evitar excesos. No deben ocupar todo, ni aun la mayor parte de nuestro tiempo; de hecho, deben hacerse figu­rar como incidentes en los deberes y obligaciones de la vida, y jamás convertirlos en la causa o elemento domi­nante de nuestras esperanzas y ambiciones. Son tantos los peligros que acechan en estas diversiones, y la atracción por ellos que se arraiga en las vidas de nuestros jóvenes, a veces al grado de posesionarse completamente de ellos, que debe vigilarse cuidadosamente a la juventud y ad­vertirle de las tentaciones y maldades que posiblemente puedan enredarlos para su destrucción (JI, junio de 1914, 49:380, 381).

La naturaleza correcta de la diversión

La naturaleza y variedad de nuestras diversiones in­fluyen tanto en el bienestar y carácter de nuestros jóve­nes, que se les debe vigilar con el mayor celo para la preservación de la moralidad y fuerza de la juventud de Sion.

En primer lugar, no deben ser en exceso, y debe disua­dirse a los jóvenes de entregarse por completo al espíritu y frivolidad de la alegría excesiva. No hay necesidad de decir a ningún Santo de los Últimos Días que dos o tres bailes a la semana para sus hijos es algo completamente fuera de la razón. Los bailes demasiado frecuentes no sólo perjudican la estabilidad de carácter sino son suma­mente nocivos a la buena salud, y siempre que sea posible deben introducirse otras diversiones en las vidas de nues­tros jóvenes, aparte del salón de baile.

Se les debe enseñar a que estimen cada vez más las di­versiones de naturaleza social e intelectual. Las fiestas ca­seras, conciertos que desarrollan el talento de la juventud y diversiones públicas en las cuales se reúnen tanto los jóvenes como los de edad mayor son preferibles al exceso de bailes.

En segundo lugar, nuestras diversiones deben concor­dar con nuestro espíritu de fraternidad y devoción reli­giosa. En demasiados casos no se oye en el salón de baile nuestras súplicas pidiendo protección divina. En tanto que sea posible, nuestros bailes deben efectuarse bajo la su­pervisión de alguna organización de la Iglesia, y debemos tener cuidado escrupuloso de iniciar el baile con una ora­ción. . . El asunto de las diversiones es de importan­cia para el bienestar de los miembros de la Iglesia, que las autoridades presidentes de cada barrio deben darle su más cuidadosa atención y consideración.

En tercer lugar, nuestras diversiones no deben estorbar­en grado mínimo la labor de las aulas. Es deseable en extremo que la temprana educación de nuestros jóvenes se lleve a cabo con la menor interrupción posible, y los bailes frecuentes durante la temporada de escuela menos­caban tanto el cuerpo como la mente.

Por último, es de temerse que en muchos hogares los padres abandonan todo reglamento concerniente al entre­tenimiento de sus hijos, y los dejan libres para que en­cuentren su diversión dónde y cuándo puedan. Los padres nunca debe ceder el dominio de las diversiones de sus hijos durante sus tiernos años, y deben ser escrupulosa­mente cuidadosos en lo que toca a los compañeros de sus jóvenes en los centros de diversión (JI, marzo de 1904, 39:144, 145).

Deberes sociales

Los residentes de las ciudades se han acostumbrado a vivir al lado de sus vecinos por años sin asociarse con ellos. Hay casos en que buenas personas, bien conocidas en sus negocios y en la calle, han sido vecinas por vein­ticinco años o más, y sin embargo, nunca se han invitado el uno al otro a su casa a comer juntos, o a pasar una hora o una noche en actividades sociales. Viven tan cerca el uno del otro que casi pueden estrecharse las manos desde sus puertas, y sin embargo, nunca se visitan o se asocian; se mantienen completamente exclusivos. Este no es un modo prudente ni bueno, especialmente cuando debemos estar procurando, como Santos de los Últimos Días, el bienestar del género humano predicando el evangelio con palabras y con hechos. ¿No sería mucho mejor si preparásemos una pequeña comida o invitásemos a nues­tro vecino a unirse a nosotros en una fiestecita social para llegar a conocernos, y hacerle sentir que no somos foras­teros para él como ni él para nosotros? Y no olvidemos la definición que Cristo dio del prójimo, así como la ins­trucción: “El que me manifiesta misericordia es mi próji­mo”, (véase Lucas 10:37), y además, el mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 19:19).

Espero que nos portemos mejor. Pero en realidad es poca la sociabilidad que hay entre nosotros, y existe una exclusividad que no va de acuerdo con el calor del evan­gelio. No tenemos suficiente consideración el uno hacia el otro; no nos queremos unos a otros; no nos fijamos los unos en los otros o lo hacemos muy escasamente, y por último, nos pasamos unos a otros en la calle sin la menor indicación de que nos conocemos. Raras veces inclinamos la cabeza al pasar un hermano, a menos que lo conozca­mos íntimamente. Esto no es el espíritu que corresponde al “mormonismo”. Contraviene esa amistad y sociabili­dad que debe distinguir a los Santos de los Últimos Días. Yo creo en el espíritu más amplio, más caritativo, más bondadoso y amoroso, que a un hombre de amplias miras y alma grande le es posible ejercer o poseer; y que este espíritu es el que deben poseer y difundir los miembros de la Iglesia en todas partes.

Recojamos, por tanto, a los de corazón sincero y trate­mos a ellos y el uno al otro con el espíritu; ese calor y amor que distinguen el evangelio. ¡Y ni qué decir de los desafortunados, los borrachos, los débiles, los erran­tes! No los despreciéis tampoco; deber ser salvados como cualquier otro, y de ser posible, salvémoslos también a ellos, así como a los dignos, los buenos y los puros. Sal­vemos al pecador, y traigámoslo al conocimiento de la verdad, de ser posible. . .

Debe procurarse que la juventud indiferente, así como el extraño y el enemistoso —que viven entre vosotros— se sientan bienvenidos en nuestras reuniones, y se les in­duzca a sentirse cómodos entre el pueblo de Dios; y tén­gase presente que toda familia y toda persona tiene un deber en este respeto. El hecho de que un hombre y mujer no sean oficiales del barrio o de una asociación no es motivo para excluirlos de las amenidades sociales comunes de la vida, ni para no persuadírseles a hacer lo bueno temporal, espiritual y socialmente (IE, octubre de 1904, 7:959, 960).

El peligro de andar en busca de placeres

A fin de que un joven pueda determinar cuál es el curso que va a seguir en la vida, debe dar alguna consi­deración a dónde va a parar al fin de la carrera, cuál es la condición que le gustaría disfrutar durante su vida, y particularmente, la meta hacia la cual le gustaría traba­jar. De lo contrario, le será difícil orientar sus hechos día tras día hacia la meta de su ambición.

Considerando reflexivamente los centenares de refranes que pueden hallarse en los buenos libros, y escuchando también las experiencias y advertencias de muchos otros hombres sabios que viven en nuestra época y colonias, que son pastores ejemplares de nuestros miembros en nuestras numerosas organizaciones de la Iglesia, y los cuales constantemente están amonestando en cuanto a la búsqueda excesiva de placeres, el joven prudente debe con­fesar que el placer no es la meta que se ha de proponer, ni que se propondría el hombre que desea lograr lo me­jor de la vida.

El hombre prudente, por tanto, procurará que su curso se desvíe de la muerte viviente de buscar placeres. No va a empeñarse o endeudarse para comprar automóviles y otros enseres costosos a fin de mantenerse a la par en la novedosa carrera de buscar placeres, en este respecto. No va a pedir dinero prestado para satisfacer la moda po­pular de viajar por Europa o nuestro propio país, sin más propósito que por gusto. No va a ponerse nervioso ni canoso en la lucha por lograr los medios para que su esposa e hija, puedan pasar el verano, sólo por el gusto, en costosos lugares de recreo o en tierras lejanas. Es cierto que hay muchos en nuestra comunidad que no pa­recen ser prudentes y que están haciendo precisamente éstos y otros hechos desatinados por placer, así llamado.

El resultado de esta búsqueda de placeres y exaltación y de conservarse a la par de lo que únicamente los muy ricos pueden mas no debían hacer, es que muchos se ven obligados a emprender toda clase de proyectos ilícitos a fin de obtener el dinero para satisfacer su afán; y de ahí, el desarrollo de la inmoralidad económica. Se adoptan muchos métodos clandestinos para obtener lo necesa­rio, y frecuentemente se recurre al fraude y a la mentira; y al engaño de amigos y vecinos con objeto de poder ob­tener el dinero para satisfacer un deseo desordenado de placeres. Se cuenta de una buena dama que fue al mer­cado y compró harina a crédito, y entonces la vendió al contado en una barata a fin de tener lo necesario para salir a buscar placeres. Así es como se corrompe la mo­ralidad; y esto se aplica a ricos así como a pobres.

Vosotros, que sois padres sensatos, ¿vale la pena este curso? Jóvenes, que tenéis una meta a la vista, ¿es éste el curso que hay que seguir a fin de habilitaros para vues­tro propósito y lograr los mejores resultados de la vida?

Sin discutir la riqueza y la fama, ¿no hemos de mar­car el alto a esta locura por los placeres y dedicarnos al objeto legítimo de verdaderos Santos de los Últimos Días, que consiste en desear y procurar ser de alguna utilidad en el mundo? ¿No hemos más bien de hacer, algo para aumentar el verdadero gozo y bienestar y vir­tud del género humano, así como el nuestro, ayudando a llevar las cargas bajo las cuales se quejan quienes las llevan, rindiendo amor, y servicio devoto y abnegado a nuestros semejantes? (IE, julio de 1909, 12:744, 747).

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario